La Teología

Litúrgica Oriental.

 

(Corrección y Adaptación por Carlos Etchevarne)

 

Para Usos Internos y Didácticos Solamente

 

 

Contenido.

 

1. Cristo como Salvador en Oriente. Juan Meyendorff.

Cirilo: Cristo el Emmanuel. "Perfecto Dios y perfecto ser humano." Cristo y María. Cristo y el Espíritu Santo: La síntesis de Máximo el Confesor. La humanidad de Cristo: el significado de los iconos. La redención: el Cuerpo de Cristo, la Cabeza y los miembros.

2. Cristo Como Salvador en Occidente. Bernard McGinn.

3. La Trinidad. La Trinidad en los Capadocios. Thomas Hopko.

La visión de Dios. Un solo Dios y Padre. La divinidad tripersonal. La comunión en la Trinidad.

4. "La Trinidad" en el cristianismo Latino... Mary T. Clark.

Mario Victorino. Agustín. Ricardo de San Víctor.

5. La Persona Humana Como Imagen de Dios. El Cristianismo Oriental. Lars Thunberg.

Los seres humanos y Cristo en su carácter de imagen. Los humanos como seres compuestos. El ser humano como microcosmos. Imagen y semejanza: una distinción importante. Los seres humanos como virreyes racionales de Dios sobre la tierra. Los seres humanos, creados a imagen de oíos, como seres contemplativos. La colectividad Humana y su carácter de imagen. Los seres humanos en cuanto caídos y restaurados, y corno mediadores en el universo.

6. Cristianismo Occidental. Bernard McGann.

Prolegómeno. Tres tradiciones de la espiritualidad occidental de la imago Dei. Agustín y el sujeto intelectual. La Edad Media temprana. El siglo Xll.

7. La Gracia: el Fundamento Agustiníano. J. Patout Burns.

Naturaleza y gracia. El espíritu y la carne. El libre albedrío. La solidaridad humana. El proceso histórico de la salvación. La gracia libre y eficaz.

8. Liturgia y Espiritualidad. La Teología Litúrgica Oriental. Paul Meyendorff.

El bautismo. La eucaristía.

9. Los Sacramentos y la Liturgia en el Cristianismo Occidental. Pierre-Marie Gy.

La Primera Liturgia Romana en Griego: La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma. La Liturgia Romana en Latín: la época de Ambrosio y Agustín. Los libros de la liturgia romana. La liturgia romana en la piedad carolingia y post-carolingia. Espiritualidad Litúrgica y Piedad Sacramental en el Siglo XII.

10. Icono y Arte. Leonid Ouspensky.

Una nueva cosmovisión. Los primeras definiciones doctrinales sobre los iconos. El Iconoclasticismo y el Triunfo de la Ortodoxia. La Tradición inmutable y las formas mutables.

11. Formas de Oración y Contemplación I. Oriente. Kallistos Ware.

El viaje espiritual: un mapa panorámico. Un camino de ascenso: la Oración de Jesús. El final del viaje: La oscuridad deslumbrante.

12. Occidente. Jean Leclercq.

Siglos VI al XI: la unidad de la oración y la diversidad de su práctica. Oración y lectura. Biblia y Liturgia. La oración contemplativa. Después del siglo XI. Las condiciones para la oración diligente y sus efectos.

13. La Noción de Virginidad en la Iglesia Primitiva. Peter Brown.

14. Guía Espiritual. Dónalo Gorgoran.

La paternidad/maternidad espiritual. Exagoreusis: La Manifestación de los Pensamientos. Diakrisis y "profecía."

 

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1. Cristo como Salvador en Oriente.

Juan Meyendorff.

Según los tres Evangelios sinópticos, Jesús, en el camino a Cesárea de Filipo, pocos días antes del final en Jerusalén de su ministerio mesiánico, preguntó a sus discípulos acerca de su creencia respecto de su identidad personal: "¿Quién decís que soy yo?" La respuesta vino de Pedro, declarando que Jesús era "el Mesías," o Jhristós (Mc 8:29; Lc 8:20), o "el Hijo de Dios vivo" (Mt 16:16).

Varias escuelas teológicas han dado diferentes interpretaciones a la respuesta de Pedro, pero todas están de acuerdo en que el significado completo de la experiencia cristiana dependía de ella. En realidad, sea lo que fuere lo que Jesús dijo, sea lo que fuere lo que hizo, fue en virtud de su ministerio mesiánico; sea lo que fuere lo que experimentó en la cruz, sea como fuere la realidad concreta de su resurrección, dependía para su significación última de su identidad personal. Esta significación sería radicalmente diferente sí él fuera Elias, Jeremías o uno de los profetas (Mt 16:14), o un ángel (pensamiento escatológico judío) o una teofanía sin pasión (los gnósticos), o una criatura adoptada por Dios (Pablo de Samosata), o uno de los tantos "intelectos" creados que no se sometieron a la condición de caídos (Orígenes), o si, al encontrarse con él, uno se encontrara con el mismo Yavhé, de tal manera que los judíos ortodoxos caerían al suelo al escuchar su nombre (Jn 18:6).

En un sentido, todos los debates doctrinales de la historia cristiana pueden reducirse al debate sobre la identidad de Cristo. En el período entre la época apostólica y la alta Edad Media, varias posturas cristológicas fueron brillantemente expresadas y defendidas con pasión. Sin embargo, si uno observa el destino de la tradición cristiana histórica católica u ortodoxa, ninguna posición cristológica fue tan decisiva, en términos de la naturaleza de la espiritualidad, como la de dos eminentes obispos de Alejandría de Egipto: Atanasio y Cirilo.

El logro de Atanasio (m. 373) es relativamente bien conocido. Él condujo la batalla por la fe de Nicea (325), que proclamó firmemente la divinidad de Cristo. Casi sin ayuda, aseguró el triunfo niceno. Pero su victoria no fue sólo doctrinal, sino también espiritual. El mensaje de Atanasio fue que sólo Dios mismo podría apropiadamente ser visto y adorado como Salvador. De esta manera, la identidad divina de Jesús, igual a (o "consubstancial" con) el Padre, no era una cuestión de verdad abstracta o puramente teológica, sino que indicaba la miseria de la humanidad caída, "mortal" -que no podría ni salvarse a sí misma ni ser salvada por otra "criatura," y la verdadera naturaleza de Dios quien, siendo amor, realizó Él mismo la salvación del mundo antes que actuar indirectamente a través de intermediarios creados o a través de un fíat todopoderoso pero mecánico. Para Atanasio, la salvación es la restauración del compañerismo y la comunión directa entre Dios y la humanidad, por cuanto cualquier cosa inferior a tal compañerismo implicaría una limitación del amor divino. De allí su famosa definición de la salvación como "deificación" (theosis), que llegó a ser una norma para el pensamiento patrístico griego.

La afirmación de la divinidad de Cristo en categorías nicena y atanasiana suscitaba inevitablemente la cuestión respecto del Jesús histórico como ser humano. El asunto implicó largos debates, cismas y la búsqueda en concilios de definiciones apropiadas: Éfeso (431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (680) y Nicea II (787). El resultado fue el compromiso con un único dogma cristológico en Oriente y en Occidente, aunque quedaron diferencias en la visión espiritual de la realidad de la "vida en Cristo." En el centro de estos debates estaban la figura y la enseñanza de Cirilo de Alejandría (m. 444)

 

Cirilo: Cristo el Emmanuel.

Antes de que Cirilo de Alejandría iniciase amargas disputas teológicas con Nestorio (428-31), la inspiración básica de su comprensión del misterio cristiano apareció en sus escritos exegéticos, serenos y no controvertidos, particularmente su Interpretación del Evangelio de Juan y sus comentarios sobre otros escritos neo-testamentarios. Aquí, la preocupación mayor de Cirilo no fue proporcionar a sus lectores un esquema racional de la encarnación sino expresar su sentido querigmático: Dios, quien es "el único que posee inmortalidad" (1 Tm 6:16), es el único Salvador de la corrupción y de la muerte. Ésta fue también la inspiración central de Atanasio en su temprano y famoso tratado Sobre la encarnación de la Palabra, la cual mantuvo en sus polémicas contra Arrio: sólo Dios puede salvar. De manera semejante, Cirilo, comprometido en la controversia, proclamó cierta vez con toda naturalidad, parafraseando a Isaías 63:9, que "no es un anciano, ni un ángel, sino el Señor mismo quien nos salvó, no por una muerte extraña ni por la mediación de un ser humano común, sino por su propia sangre."

Falta texto pagina 253?

Este reconocimiento de Dios como el agente de salvación se muestra también en el uso repetido del título "Emmanuel" (que traducido significa "Dios con nosotros," Mt.1:23)para Cristo, particularme en los doce famosos anatemas de Cirilo contenidos en su tercera carta a Nestorio. Igual que antes Atanasio, Cirilo no podía concebir que el amor divino manifestado en la encarnación fuera realmente perfecto a menos que fuera un acto de auto-donación de Dios. "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn. 3:16). Esto implicaba la presencia personal de Dios en la realidad humana de Jesús de Nazaret.

La tendencia cristológica, que se originó en Antioquía con Teodoro de Mopsuestia y que fue predicada más abiertamente por Nestorio, se basaba en el temor de que la humanidad de Jesús fuera totalmente ignorada por los partidarios de la "deificación." Por esto la controversia contra Nestorio, emprendida por Cirilo con tanta energía y consistencia, estuvo centrada en los dos momentos más humanos de la historia evangélica de Jesús: su nacimiento de María y su muerte en la cruz. Aunque Cirilo reconoció siempre que ambos momentos pertenecen a temas divinos en la carne — es decir, que el Dios eterno por naturaleza no podría haber nacido en la historia no morir-, consideraba que la salvación del mundo no habría sucedido a no ser que fuera el Hijo de Dios personalmente el que hubiese nacido de la Virgen y que también personalmente sufriera sobre la cruz "según la carne."

La entera experiencia espiritual reflejada en la cristología de Cirilo implica dos intuiciones centrales: 1) Dios, en su búsqueda de la humanidad caída (ver la parábola de la Oveja perdida) no se detiene a mitad de camino, sino que va adónde está la humanidad caída, en la muerte misma. 2)No es una humanidad ideal y perfecta la que el Hijo de Dios asume, sino aquella humanidad que lleva todas las consecuencias del pecado, en particular la mortalidad y corruptibilidad. Excepto por el pecado mismo — un acto personal de rebelión contra Dios del que Cristo, siendo Dios, quedó totalmente ajeno, el Hijo de Dios asumió todas las limitaciones de la condición caída, incluyendo el sufrimiento y la muerte.

Durante las amargas controversias cristológicas de los siglos V y VI, la cristología de Cirilo fue desafiada desde dos flancos. 1) Primero, la escuela de Teodoro de Mopsuestia — condenada finalmente en la persona de Nestorio, arzobispo de Constantinopla — no sólo reflejaba una preocupación legítima por la plena y libre humanidad de Cristo, sino que también intentaba racionalizar el misterio (Cómo podía el Hijo eterno "haber nacido"? Cómo podía el Dios sin pasiones "sufrir y morir"?). Aceptaba con absoluta la categoría filosófica griega platónica de la inmutabilidad (atrepsia) divina, que excluía afirmaciones realistas tales como las de un nacimiento divino en el tiempo, o la muerte del Hijo de Dios en el Gólgota. 2) Segundo, la visión ciriliana de Jesucristo fue desafiada también por aquellos que la interpretaban en un sentido "apolinarista." Nuevamente sobre la base del platonismo, Apolinario, obispo de Laodicea, veía a Jesús como Dios con un cuerpo humano pero sin un alma humana: Por qué , en verdad, había necesidad en El de otro centro espiritual, demás del Logos divino? Pero, entonces: era verdaderamente un ser humano, puesto que carecía de una identidad espiritual distintivamente humana? Aun más sofisticada que el apolinarismo, la enseñanza de Juliano de Halicarnaso pretendía que, por cuanto la muerte llegó "por el pecado" (Rm 5:12), la humanidad sin pecado de Jesús no pudo ser afectada por la corruptibilidad (en griego phthorá) y la mortalidad. La consecuencia era que la humanidad de Jesús fue una humanidad perfecta, incorruptible, en el sentido de que no fue plenamente parecida a nuestra naturaleza caída, y que por lo tanto su muerte no fue igual a nuestra muerte.4

No hay duda de que Cirilo usó una terminología ambigua (como su fórmula una naturaleza encarnada de Dios la Palabra, que sin darse cuenta tomó de Apolinario), pero su rechazo del nestorianismo no estuvo motivado por ningún "minimalismo antropológico" (esta expresión usada por Jorge Florovsky es, por tanto, probablemente incorrecta) sino, por el contrario, por la convicción de que el destino humano está en la comunión con Dios, una visión de la humanidad en última instancia maximalista. El nestorianismo consistía, por el contrario, en un sentido racionalizador de la incompatibilidad entre lo divino y lo humano: la persona de Cristo, en la que se encuentran la divinidad y la humanidad, aparecía como una yuxtaposición de dos entidades mutuamente impermeables. Según Nestorio, la naturaleza humana de Cristo guardaba no sólo su identidad sino también su autonomía. El nacimiento y la muerte de Cristo fueron solamente humanos. María fue la madre "de Jesús," no "de Dios." Jesús (el "Hijo del hombre") murió, no "el Hijo de Dios." Era esta dualidad, que implicaba una antropología diferente, la que Cirilo rechazaba. Por otro lado, no podía simplemente permanecer lógico consigo mismo, si adoptaba una doctrina similar a la de Apolinario o Juliano. Precisamente porque Cristo aceptó existencialmente la humanidad completa en un estado caído, del cual necesitaba ser salvada, el Logos divino tuvo que asumir el sufrimiento y la muerte. Con el fin de conducirla a la incorruptibilidad a través de la resurrección, primero descendió adonde la humanidad caída estaba realmente "en lo profundo de la fosa" (Sal 88:6), y entonces gritó antes de morir: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27:46). Este momento fue en verdad "la muerte de Dios": la asunción por el mismo Dios, en un acto extremo de amor, de la humanidad en su estado de separación de su comunión "natural" con Él. La humanidad de Cristo, por tanto, no quedaba ni disminuida ni limitada: era la humanidad en su condición.

Es obvio que algunos aspectos de la cristología de Cirilo necesitaban ser definidos más claramente. El Concilio de Calcedonia (451 d. C) afirmó la doctrina de las dos naturalezas de Cristo en su distintividad y la doctrina de una unión hipostática (no "natural") de las dos naturalezas. Pero de ninguna manera desaprobó a Cirilo: sólo intentó responder a los temores legítimos de los antioquenos de que Cirilo hubiera caído en el apolinarismo. No sólo la misma definición calcedonia adscribe específicamente el título de Theotokos a la Virgen María, sino que — luego de alguna vacilación en la segunda mitad del siglo V — la Iglesia ortodoxa en el Quinto Concilio (553) reafirmó que los criterios de verdad cristológica residen en Cirilo y Calcedonia.

Como mencionamos anteriormente, la cristología ciriliana implicaba que la divinidad y la humanidad eran compatibles pero también que la propia humanidad particular de Cristo, aunque asumida con todas las consecuencias de la caída, fue deificada por la cruz y la resurrección, revelando de tal manera la verdadera finalidad de la creación en conformidad con su modelo divino. Cristo fue el Nuevo Adán porque, en El, la humanidad y la divinidad se habían unido de nuevo.

Las definiciones cristológicas de los concilios de Éfeso (431), Calcedonia (451) y Constantinopla II (553) — así como el dogma de Constantinopla III (680) sobre las dos voluntades de Cristo — entraron en la tradición común de la cristiandad oriental y occidental. Sin embargo, Occidente siguió siendo algo reticente frente a la doctrina de la "deificación." La resistencia contra el concilio del 553 — y contra los papas que lo aceptaron — duró hasta el siglo VII. Incluso más tarde siguió prevaleciendo en el pensamiento cristológico occidental una preocupación más analítica y más racional por preservar la humanidad de Jesús, en una forma semejante a la tradición antioquena de Teodoro de Mopsuestia. La redención y la salvación tendieron a ser entendidas como una "reconciliación" con Dios, más que como una "comunión" restaurada con Él. La teoría anselmiana de la redención como "satisfacción" fue el último resultado de esta tendencia.

En el nivel de la piedad y de la espiritualidad, la imagen del Jesús sufriente – "que paga" el precio de nuestros pecados comenzó, en Occidente, a reemplazar la visión bizantina del Logos encarnado, triunfante sobre la muerte, y por cuya victoria la resurrección se hizo accesible en el cuerpo de su Iglesia como una anticipación escatológica.

 

"Perfecto Dios y perfecto ser humano."

Si Atanasio y Cirilo, al defender la divinidad de Cristo y la unidad de su ser, le dieron a la espiritualidad cristiana su base esencial, sus nombres y sus mensajes continuaron siendo algo controvertidos incluso después de sus muertes. Una de las razones principales de los amargos debates teológicos que siguieron fue que los celosos seguidores de los dos grandes maestros tendieron a congelar sus doctrinas en fórmulas verbales. Éstas fueron aceptadas literalmente y fuera del contexto ofrecido por la experiencia espiritual de la tradición católica y la teología de los maestros mismos. La lucha de Atanasio se centró en el credo niceno y, en particular, en el término griego homoousios ("consubstancial"), usado en ese credo para afirmar la divina "esencia" o "substancia" común del Padre y del Hijo. Pero el mismo término fue usado por los sabelianos o modalistas, quienes interpretaban la "consubstancialidad" como incompatible con la revelación trinitaria de Dios. Para los sabelianos, decir que el Padre y el Hijo eran de "una esencia" significaba que Dios no era tres personas, sino una única esencia con sólo tres aspectos o "modos" de manifestación. De esta manera, la formulación nicena y atanasiana de la experiencia de cristiana — por más verdadera que fuera en su oposición al arrianismo — necesitaba una elaboración terminológica y conceptual ulterior. Tal elaboración fue proporcionada por los Padres capadocios con su doctrina de las tres divinas hipóstasis, o personas realmente distintas. No implicaba ninguna desaprobación de Atanasio sino un uso más sofisticado de los términos filosóficos griegos. Paradójicamente, los capadocios — mejor ilustrados que Atanasio en el pensamiento griego antiguo — tuvieron más éxito que él en mostrar la incompatibilidad entre el trinitarismo bíblico y las categorías filosóficas griegas. Pero lo hicieron usando un vocabulario griego como instrumento, cambiando su sentido y haciendo de él un instrumento maleable del testimonio cristiano.

El mismo proceso – de hecho, casi idéntico — tuvo lugar en el siglo V después del triunfo de Cirilo sobre Nestorio. Este proceso está conectado con el famoso decreto del Concilio de Calcedonia (451). La cristología de Cirilo ha sido tanto querigmática como polémica. Eutico — un asceta celoso, ultraciriliano — interpretaba la unidad de la divinidad y humanidad de Cristo en el sentido de que aquella humanidad estaba tan totalmente "deificada," que dejaba de ser "nuestra" humanidad. Cristo era ciertamente "consubstancial" con el Padre, pero no "con nosotros." Su humanidad fue absorbida por Dios. Eutico era fiel anteriormente a la cristología de Cirilo, pero de hecho la fue despojando de su significado para la salvación humana: Dios, según Eutico, no compartía el destino humano — el nacimiento humano, el sufrimiento humano, la muerte humana misma — sino que, permaneciendo absoluto, sin cambio y trascendente, fue absorbiendo aquella identidad humana que había creado originalmente. ¿Era por lo tanto todavía el Dios de amor?

El Concilio de Calcedonia llegó como reacción contra el eutiquianismo. Pero su definición de Cristo era una fórmula bastante elaborada, resultado de largos debates y dirigida a satisfacer las diferentes tradiciones terminológicas existentes: la alejandrina, la antioquena y la latina. Esta última se expresaba en la poderosa intervención del papa León el Grande en su carta a Flaviano de Constantinopla. En este famoso texto, el papa, usando una terminología heredada de Tertuliano y Agustín, establecía cuidadosamente la integridad de las dos naturalezas (naturae) de Cristo, e insistía en que tal integridad requiere que cada naturaleza preserve plenamente sus características. El texto calcedonio resultante es el siguiente:

Siguiendo a los santos Padres, nosotros todos de una voz confesamos a nuestro Señor Jesucristo como uno y el mismo Hijo, el mismo perfecto en la divinidad, el mismo perfecto en la humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, el mismo consistente en un alma racional y un cuerpo, de una substancia con el Padre en cuanto a la divinidad, el mismo de una substancia con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante a nosotros en todo fuera del pecado; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, el mismo en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de la Virgen María, la Theotokos. en cuanto a la humanidad, uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor Unigénito, que debe ser reconocido en dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación; no siendo abolida la distinción de naturalezas a causa de la unión, sino siendo más bien preservada la propiedad característica de cada naturaleza, y concurriendo en una persona, o hipóstasis. no como si Cristo estuviera partido o dividido en dos personas, sino uno y el mismo Hijo y Unigénito Dios, Palabra, Señor, Jesucristo; de la forma como los profetas desde el comienzo hablaron de él, y nuestro Señor Jesucristo nos instruyó, y el credo de los Padres (esto es, de Nicea) fue transmitido hasta nosotros.

En este famoso texto, para conveniencia del lector, los pasajes claramente cirilianos están subrayados, y las sentencias inspiradas en los antioquenos o en el papa León están en itálica. Del lado ciriliano, es particularmente notable la repetición ocho veces (excluyendo la "dualidad" nestoriana entre el Hijo de Dios y el hijo de María) del pronombre "el mismo" (o autós) y el uso del título Theotokos. Del lado antioqueno-latino es la insistencia en la integridad de cada naturaleza, guardando cada una sus propiedades respectivas dentro de la unión. La fórmula es claramente un "documento de comisión," faltándole el fuego directo querigmático y soteriológico de las afirmaciones cirilianas más tempranas, pero refleja una preocupación "católica," caritativa —diríamos hoy día "ecuménica"—, por posibles objeciones de cualquiera de los lados del debate.

¿Se puede decir que el Concilio de Calcedonia resolvió el problema cristológico? Ciertamente no. Como todas las fórmulas conceptuales balanceadas, resolvió ciertos problemas pero creó otros nuevos. Realmente, los Padres de Calcedonia estaban conscientes de este carácter limitado de todas las definiciones doctrinales, incluyendo la suya propia. No solamente negaron cualquier novedad de su parte e insistieron en que su única intención era seguir a los Padres y a los profetas; también declararon formalmente su inhabilidad para agotar el significado del misterio de una forma verbal. Ésta es la significación de los famosos cuatro adverbios negativos incluidos en la definición: "Sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación."

A pesar de esta humildad declarada de los Padres calcedonios, inmediatamente se hicieron oír objeciones a su terminología. En verdad, por un lado, al declarar que Cristo debía ser visto "en dos naturalezas," estaban usando la palabra "naturaleza" en un sentido más abstracto que en el que lo hizo Cirilo, para quien "naturaleza" designaba una realidad concreta y era sinónimo de hipóstasis. Por otro lado, al designar la unión como "una concurrencia" en una persona, o hipóstasis, no estaban dejando completamente en claro que esta hipóstasis era la hipóstasis preexistente del Hijo de Dios (aunque sus expresiones cirilianas apuntaban en esa dirección). Finalmente, los teólogos calcedonios siempre tendrían dificultad al tratar de explicar cómo, según los Padres capadocios, Dios es un solo Dios, aunque en Él existen tres hipóstasis y una naturaleza, mientras que, según Calcedonia, Cristo tiene una hipóstasis en dos naturalezas.

Estos problemas terminológicos mostraban claramente que es erróneo considerar a Calcedonia una especie de final último de los debates cristológicos. No solamente se le oponían ampliamente grandes comunidades cristianas orientales, que todavía existen hoy y se las etiqueta (tal vez incorrectamente) como monofisistas (coptos, armenios, etíopes, siriacos); no sólo la terminología formal y conceptual usada en la definición no podía pretender cumplir ninguna otra función que la de una advertencia o una señal. En la experiencia de una humanidad deificada, proclamada por Atanasio y Cirilo, la naturaleza humana creada, auténtica, y sus propiedades, no desaparecen sino que, en una nueva comunión con lo divino, cumplen su propósito real, dado a ellas en la creación.

Hemos visto antes que ha existido en Occidente una cierta tradición de interpretar a Calcedonia como una real desaprobación de Cirilo. En Oriente, por el contrario, la ortodoxia cristiana continuó siendo definidamente ciriliana. Además, las implicaciones de la afirmación calcedonia sobre "la preservación de las propiedades de cada naturaleza" no fue siempre completamente reconocida en Oriente. Por ejemplo, muchos autores espirituales bizantinos explican pasajes tales como Lc 2:52 ("Jesús progresaba en sabiduría y en estatura") como una táctica pedagógica de parte de Cristo, más bien que como un cambio real desde la ignorancia al conocimiento, desde la niñez a la madurez humana. Para ellos, la divinidad de Cristo implicaba omnisciencia, y su humanidad estaba modificada de acuerdo con eso. Pero ¿era entonces concretamente idéntica a nuestra humanidad? Esta reticencia a admitir la ignorancia humana en Cristo puede tener raíces helenístico-evagrianas, que equiparaban "ignorancia" con "pecaminosidad," y puede por lo tanto estar motivada antropológica y no cristológicamente. Otros teólogos bizantinos no tuvieron dificultad en admitir la "ignorancia" humana en Cristo. Su oposición al "aphthartodocetismo" también indica una percepción — tanto bíblica como calcedonia de que la humanidad de Cristo era, verdaderamente, muy semejante a la nuestra en todo excepto en el pecado.

La plenitud de la humanidad de Cristo sería también definida más ampliamente en la síntesis teológica de Máximo el Confesor y su doctrina de las "dos voluntades," tanto como en la afirmación de la "descriptibilidad" de Cristo hecha durante el período del iconoclasticismo. Los debates cristológicos alrededor de Calcedonia — tal como las controversias trinitarias del siglo IV — ilustran las limitaciones (realmente reconocidas por los Padres de la Iglesia) inherentes a las definiciones doctrinales y otras fórmulas conceptuales.

Cristo y María.

En el 431 el Concilio de Éfeso, que marcó la primera y decisiva victoria de la cristología ciriliana sobre el nestorianismo, se expresó en una única decisión doctrinal: la Madre de Jesús debe ser apropiadamente designada en las oraciones de la Iglesia, en la predicación y en las tesis teológicas como "Alumbradora de Dios." (Theotokos) o "Madre de Dios" (Mitir Theoú). La decisión tenía que ver con la cristología: afirmaba la identidad personal de Cristo como el Hijo de Dios preexistente y eterno que asume la naturaleza humana (no simplemente un solo individuo humano). Puesto que una madre es necesariamente la madre de alguien (no de una "naturaleza") y puesto que este "alguien" en Cristo era Dios, la apropiada identidad de ella era verdaderamente la de "Madre de Dios."

Era inevitable que la decisión cristológica de Éfeso agregara también un nuevo énfasis decisivo a la espiritualidad cristiana: una veneración renovada de María, la mujer a través de quien ocurrió la encarnación; la única persona humana que, por libre concurrencia con el acto más grande del amor de Dios, hizo posible la unión de la divinidad y la humanidad.

Realmente, la atribución del título de Theotokos fue la única decisión doctrinal tomada por la Iglesia con respecto de María. Sin embargo, el Nuevo Testamento, particularmente Lucas, ya había proclamado su posición eminente en el misterio de la salvación ("por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada," Lc 1:48), y, desde Ireneo y Justino, los teólogos habían discernido su papel como la Nueva Eva. Verdaderamente, como Eva en el Paraíso, había aceptado libremente la oferta de la serpiente y conducido a Adán a la caída, así también María aceptó libremente el anuncio del arcángel, haciendo posible una nueva "recapitulación" de la humanidad en el Nuevo Adán, Cristo. Predicadores, poetas, artistas e himnógrafos, usando no sólo el lenguaje teológico directo sino también los símbolos y analogías bíblicas, la glorificaron como "la tierra no arada," la "zarza ardiente," "puente que conduce al cielo," "la escalera que vio Jacob," etc. Innumerables iglesias fueron dedicadas a ella e iconos de ella llegaron a ser los palladla más prominentes de la piedad popular, especialmente en Oriente.

El mismo emocionalismo y la exuberancia de la piedad mariana estaban sin duda expresando un descubrimiento espiritual del lado humano del misterio de la encarnación. El papel de esa simple mujer, que concibió en su útero la nueva vida (su virginidad fue un signo de esta "novedad"), era un recordatorio de la humanidad de Jesús mismo y daba de una nueva forma el mensaje de que el libre compañerismo y la comunión con Dios eran las verdaderas expresiones de la auténtica naturaleza humana. Una de las analogías bíblicas de este compañerismo — la de la familia — se cumplió en el rol particular de María, como la madre no sólo de Cristo sino de todos los miembros de su Cuerpo, la Iglesia.

Es importante notar, sin embargo, que la piedad y la teología de la Iglesia primitiva nunca tendieron a separar la devoción a María de su contexto cristológico. No había definición doctrinal de su posición, excepto la de su maternidad divina. Su exaltación, después de Éfeso, no significaba que se olvidara su pertenencia a la humanidad caída. Pasajes bien conocidos de Juan Crisóstomo, por lejos el Padre más popular y autorizado de la Iglesia griega siguieron leídos y copiados. Al comentar sobre tales pasajes como Mt 12:46-49 ("¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?") o Jn 2:4, Crisóstomo reconoció francamente las fallas e imperfecciones humanas de María.7 La madre de Jesús fue por lo tanto vista, dentro del misterio de la salvación, como la representante de la humanidad necesitada de salvación. Pero, dentro del género humano, ella era lo más cercano al Salvador y el receptáculo más digno de la nueva vida.

En el Occidente medieval, la comprensión agustiniana del pecado original como culpa heredada hizo inevitable que María fuera vista en términos de una "inmaculada concepción," como el objeto de una gracia especial de Dios que la hizo de antemano digna de la maternidad divina. El Oriente no siguió esa tendencia, porque las consecuencias del pecado de Adán eran vistas como la mortalidad heredada más bien que como culpa, de modo que no había necesidad de ver a María aislada de la suerte común de la humanidad caída. Sin embargo, se desarrolló en Oriente la tradición de su glorificación escatológica después de la muerte. Anticipando la resurrección general, su Hijo la hizo, como madre suya, inseparable de su propio cuerpo resucitado, por encima de los mismos poderes angélicos.

 

Cristo y el Espíritu Santo: La síntesis de Máximo el Confesor.

El lugar de Máximo el Confesor (ca. 580-662) en la historia de la doctrina cristiana se asocia primordialmente con su defensa de la ortodoxia calcedonia contra el monoteletismo (la creencia de que Cristo tenía sólo una "voluntad" divino-humana). En verdad, para Máximo, la humanidad real es dinámica, creativa y dotada de una "energía" apropiada: éste fue, realmente, el caso de la humanidad de Cristo, quien, siendo humano, poseía una voluntad humana distinta de la divina. Esta voluntad humana de Cristo fue restaurada en conformidad con el propósito original y eterno de Dios, establecido antes de la caída. En el monoteletismo, la humanidad de Cristo, aunque accesible a la "contemplación" (en theoría), no poseía ningún "movimiento" o energía propia a ella misma, y la definición calcedonia, que afirmaba que "la propiedad característica de cada naturaleza de Cristo fue preservada" en la unión hipostática, había perdido su significado. El mérito de Máximo fue, por lo tanto, el haber contrarrestado decisivamente una tendencia "monofisista" que interpretaba la "deificación" como una absorción de la humanidad en la divinidad. Para Máximo, la deificación debía ser vista no como una negación sino como una reafirmación y restauración de la humanidad creada en su integridad apropiada y establecida por Dios.

Sin embargo, en ningún punto de su sistema estaba Máximo renunciando al mensaje esencial de la cristología ciriliana. Dios se hizo humano, afirmaba siempre Máximo, de modo que, Todo Dios participado en todos (Theós Logos olois metejómenos), y de la misma manera en que el alma y el cuerpo están unidos, Dios se haría participable por el alma y, a través del intermediario del alma, por el cuerpo, para que el alma pudiera recibir un carácter inmutable (ten atrepsían), y el cuerpo, la inmortalidad; y, finalmente, que el ser humano todo se hiciera Dios, deificado por la gracia del Dios hecho hombre — todo hombre, alma y cuerpo por naturaleza — y, haciéndose todo Dios, alma y cuerpo por la gracia (Ambigua [PG 91, col. 1088c]).

Como hemos visto en el caso de Cirilo, la unión entre el "todo" Dios y el "todo" ser humano no implicaba para Máximo ninguna absorción de la humanidad ni ninguna minimización de la energía y del potencial propiamente humanos y creados, sino una plenitud del ser humano, porque esta unión es un encuentro del Dios viviente y la criatura en una comunión de amor, no una combinación o confusión de esencias impersonales.

La doctrina de la deificación, como era entendida por Atanasio, los Padres capadocios, Cirilo o, finalmente, Máximo, no está basada en una comprensión limitada o estrecha de la cristología. Refleja el misterio de la salvación trinitaria, y en particular la participación del Espíritu. Lo que el papel del Espíritu Santo en el misterio revela es que la deificación "en Cristo" es necesariamente el resultado de un nuevo nacimiento en el Espíritu libremente aceptado. Según Máximo, el mismo Jesús hizo esta elección en su humanidad. Por supuesto, la doctrina de la unión hipostática implica que el sujeto de la elección era todavía el Logos, no un individuo humano separado llamado Jesús, pero la elección era "humana." Tras recordar a sus lectores que, según el relato del Génesis, el ser humano fue primero creado de barro en su realidad física y que después Dios sopló en él el Espíritu, Máximo trae a la memoria el nacimiento de Cristo en Belén y luego el descenso del Espíritu en su bautismo por Juan. Ambos nacimientos fueron asumidos por Cristo. "La encarnación — escribe Máximo — tomó primero la forma de un nacimiento corporal a causa de mi condenación, pero fue luego acompañada por un nacimiento, que había sido descuidado [por la humanidad caída], en el Espíritu en el bautismo, para que yo pueda ser salvado por la gracia, para que pueda ser llamado otra vez o, más claramente, para que pueda ser creado de nuevo" (Ambigua [PG 91, col. 1348D]).

La decisión humana libre y la conversión libre, selladas por el Espíritu en el bautismo, son por lo tanto las condiciones de una sinergia entre la libertad humana y la gracia divina, que hace posible la deificación a través del compartir aquella humanidad que, en Cristo, fue asumida por el Logos, deificada y hecha presente en la Iglesia a través de la eucaristía.

Aquel encuentro y aquel compartir son realizados por el Espíritu, el Espíritu que vino sobre María (Lc 1:35), que descendió sobre Cristo en el Jordán, que fue enviado por Cristo sobre sus discípulos después de la resurrección, que es invocado por la Iglesia en el misterio eucarístico, y que realiza el encuentro igualmente misterioso entre Dios y cada alma humana. De esta manera, "a través de su carne —escribe Máximo —el Hijo ha manifestado al Padre a quien la humanidad ignora y, a través del Espíritu, condujo al Padre a aquellos que había reconciliado con él mismo."

En Cristo, las dos naturalezas -divina y humana- fueron unidas en la sola existencia personal del Hijo de Dios encarnado. Ambas eran realidades dinámicas, expresadas en las dos voluntades o energías de Cristo. Pero la de ellas no era una simple yuxtaposición o una alianza entre voluntades concurrentes (como eran concebidas en el nestorianismo), sino una comunión, en la cual había una "comunicación de propiedades." (communicatio idiomatum, perijóresis ton idiomatori), una penetración de la energía divina en la humanidad con la libre aceptación de la deificación por la voluntad humana de Cristo, efectuada a través del Espíritu.10 Y es el mismo Espíritu el que realiza la unión de aquellos que eligen libremente estar "en Cristo" con la humanidad deificada del Nuevo Adán.

 

La humanidad de Cristo: el significado de los iconos.

El mensaje central de la teología alejandrina de Atanasio y Cirilo ha sido que la salvación del mundo no se cumple por ninguna mediación humana, sino por el Hijo de Dios, quien se hace a sí mismo accesible a los seres humanos, compartiendo su propia vida con ellos al asumir la humanidad en su existencia personal como un ser humano. En esta perspectiva, sin embargo, la consistencia teológica y la experiencia espiritual requieren que Cristo sea plenamente humano, pues, en verdad, para usar la celebrada frase de Gregorio de Nacianzo, "lo que no se asume, no se redime, y lo que se une a Dios se salva." La salvación entendida como la comunión con Dios, o deificación, implica que la plenitud de la humanidad — no una parte de ella — sea el objeto del amor de Dios, y Máximo describía esa plenitud como incluyendo específicamente el "movimiento" o dinamismo de la humanidad creada: la voluntad humana, la libertad humana y la creatividad humana. Todas éstas fueron asumidas por la persona del Logos encarnado y llegaron a ser parte, por su muerte y resurrección, de su nueva creación escatológica.

El último y, tal vez, el más decisivo episodio en los debates respecto de la identidad de Cristo vino con la así llamada crisis iconoclasta en el mundo bizantino (715-843). Citando las prohibiciones del Antiguo Testamento acerca del hacer imágenes y la idolatría, los iconoclastas objetaban las imágenes de Cristo: puesto que era Dios, su imagen era también, necesariamente, una imagen de Dios y, por lo tanto, un ídolo. Contra esta posición, los teólogos ortodoxos — Juan Damasceno, Teodoro de Studios, el patriarca Nicéforo — afirmaban la realidad de la humanidad de Cristo, era histórica y por lo mismo "representable," "circunscriptible," y vista con los ojos humanos. Sin embargo, puesto que la identidad personal de Cristo es la del Hijo de Dios, una imagen de Cristo es una imagen de Dios, quien se hace a sí mismo visible como ser humano. "En tiempos anteriores — escribía Juan Damasceno —, Dios, que no tiene forma ni cuerpo, nunca pudo ser representado. Pero ahora [esto es, después de la encarnación], cuando Dios es visto en la carne conversando con los humanos (Baruc 3, 38), yo hago una imagen del Dios que veo. No venero la materia; venero al Creador de la materia, el cual, a través de la materia, realizó mi salvación."

De esta manera, un icono de Cristo llegó a ser una confesión de fe cristológica completa presentada visualmente, un misterio de salvación y comunión que las palabras pueden expresar sólo parcialmente. En la tradición bizantina, la intención del artista era la de representar la identidad personal del Dios encarnado (de allí las letras griegas en la aureola, O on, "El-que-es," la versión de la Septuaginta de YHWH, el nombre de Dios),13 pero siempre bajo los rasgos históricos de Jesús de Nazaret. Así, para usar las palabras de un sermón de Juan Damasceno sobre la fiesta de la Transfiguración, "las cosas humanas llegaron a ser las de Dios, y las divinas, las del ser humano, por el modo de comunicación mutua y la interpenetración sin confusión de una cosa dentro de la otra, y por el modo de la extrema unión según la hipóstasis [o "persona"]. Pues Él es un solo Dios, el que es eternamente Dios, y que después se hizo humano."

 

La redención: el Cuerpo de Cristo, la Cabeza y los miembros.

Central a la cristología suscrita por los primeros concilios era la visión de Cristo como Logos eterno y al mismo tiempo el "Nuevo Adán," que restauró la unidad de la humanidad entera consigo mismo como el modelo divino a cuya imagen los seres humanos fueron creados al principio. Sin embargo, como hemos visto anteriormente, esta restauración no podía ser automática o mágica: requería una libre respuesta humana al Espíritu y la cooperación (synergia) de cada persona humana y una "reunión" de los creyentes libres dentro de la asamblea de la Iglesia. El "Cristo total." (totus Christus, según Agustín) se manifestaba donde dos o tres estaban reunidos en su nombre (Mt 18:20) y donde, por lo tanto, la imagen paulina del Cuerpo podía estar concretamente presente. De hecho, ese "Cuerpo" es la Iglesia realizada lo más plenamente en la eucaristía.

La participación en la eucaristía era definida en términos cristológicos: era una participación en la humanidad resucitada y glorificada de Cristo, asumida en la hipóstasis (o "persona") del Hijo de Dios y — en virtud de la "comunicación de idiomas" entre las dos naturalezas — penetrada por la vida divina, o "energías," o "gracia." Puesto que, en Cristo, no había confusión de esencias o naturalezas, tampoco "aquellos en Cristo" estaban participando de la "esencia" de Dios, sino de su naturaleza humana. Juan Damasceno escribía:

Los seres humanos tienen parte en y llegan a ser participantes de la naturaleza divina, tantos como muchos de ellos reciben el santo cuerpo de Cristo y beben su sangre; pues el cuerpo y la sangre de Cristo están unidos hipostáticamente a la divinidad y, en el cuerpo de Cristo con el cual estamos en comunión, hay dos naturalezas inseparablemente unidas en la hipóstasis. De esta manera, participamos de ambas naturalezas del cuerpo, corporalmente, y de la divinidad, espíritu al mente, o más bien de las dos, de ambos modos — sin que haya ninguna identificación entre nuestra hipóstasis y la de Cristo, puesto que nosotros primero recibimos [nuestra] hipóstasis dentro del orden de la creación, y luego entramos en la unión por la mezcla del cuerpo y de la sangre.

Estar "en Cristo," por tanto, no implica una identificación personal o "hipostática" con el Logos, porque la persona es la que es siempre única. Implica un compartir, por medio del poder del Espíritu, la humanidad glorificada de Cristo, una humanidad que permanece plenamente humana incluso después de su glorificación. En las disputas con los iconoclastas, quienes pretendían que Cristo, deificado en su resurrección, se había hecho "indescriptible" y denunciaban por lo mismo la posibilidad de hacer imágenes de él, Teodoro de Studios objetaba: "Si Cristo fuera incircunscripto después de su resurrección, también nosotros, que somos un cuerpo con él (cf. Ef 3:6) deberíamos ser incircunscriptos."

La controversia iconoclasta implicaba directamente no sólo la doctrina de la encarnación y, en general, las relaciones humanas con Dios sino también, y particularmente, la doctrina eucarística. Los iconoclastas — y más precisamente el emperador Constantino V — afirmaban que la eucaristía era la única imagen de Dios legítima y bíblicamente establecida. Para sus adversarios ortodoxos, como Teodoro de Studios, la eucaristía era, por el contrario, una identificación verdadera y real del creyente con el Señor resucitado, no simplemente una visión de su imagen. En las categorías teológicas y cristológicas desarrolladas por los voceros ortodoxos del período iconoclasta, la eucaristía nunca fue el objeto de una visión: sólo los iconos debían ser vistos. Era esta concepción general de la asamblea eucarística la que justificaba el desarrollo extraordinario de la iconostasis: el sistema de los iconos que cubrían el velo que separa el santuario de la nave en una iglesia bizantina. El misterio eucarístico realizado detrás de él no es un objeto de contemplación visual sino una comida, finalmente distribuida a los creyentes, quienes de otra forma se comunican con Dios contemplando y venerando iconos.

En este punto, la piedad eucarística oriental está en vivido contraste con la práctica latina medieval de la veneración de la hostia, una expresión, en el nivel de la espiritualidad, de la doctrina de la transubstanciación. En Oriente, ninguna terminología filosófica fue aplicada específicamente al misterio eucarístico, que no era considerado aisladamente de los hechos cristológicos: la transfiguración del cuerpo de Cristo, el "cambio" que ocurrió en Él después de la resurrección y que, por medio del poder del Espíritu, opera también en el cuerpo entero de los fieles bautizados, esto es, en el Cristo "total." Así, para designar la eucaristía, los teólogos usaron términos encontrados en los antiguos textos litúrgicos, tales como metabolé ("cambio"), metarrhythmesis ("cambio de orden"), metastoijéiosis ("paso a otro elemento"), metamórphosis ("transfiguración"). Este lenguaje es siempre tentativo, impreciso, y aplicable no sólo a los términos eucarísticos como tales sino también a las nociones pascuales y escatológicas, que reflejan la salvación en Cristo del entero pueblo de Dios. "Nosotros confesamos —escribe el patriarca Nicéforo (comienzos del siglo IX)— que por la invocación del sacerdote, por la venida del Santísimo Espíritu, el cuerpo y la sangre de Cristo se hacen presentes mística e invisiblemente... no porque el cuerpo deje de ser un cuerpo, sino porque permanece como tal y es preservado como cuerpo."

Tal vez más importante que cualquier argumento especulativo ideado por los teólogos, la tradición litúrgica ha preservado la misma dimensión cristológica y eclesial del Cuerpo, manifestada en la eucaristía. Las plegarias o cánones eucarísticos usados en las diversas tradiciones locales de Oriente o de Occidente tienen varias características comunes, determinadas por esa única visión. Primero, son oraciones de la comunidad, formuladas en primera persona del plural, de modo que la comunión con Cristo no es una cuestión de piedad individual, sino de unirse juntos dentro de su único Cuerpo. Segundo, son dirigidas al Padre, por una asamblea de personas bautizadas que, en virtud de su bautismo, están ya "en Cristo." Los catecúmenos no bautizados, los excomulgados y los penitentes no se unen en la oración. Es claro, por lo tanto, que la oración está siendo contestada precisamente porque es Cristo mismo, en la asamblea y a través de la asamblea, quien la ofrece a su Padre, mientras que los miembros de la comunidad son, a través del poder del Espíritu, sus hijos adoptivos "en Cristo" y, corporativamente, el "sacerdocio real." En ellos y a través de ellos Cristo ofrece el sacrificio. Él es "el que ofrece, y es ofrecido, quien recibe y es recibido" (liturgias bizantinas de Basilio y Juan Crisóstomo), pero los miembros son inseparables de Él: "todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo," y "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: abbá, Padre!" (Ga 3:27; 4:6). Tercero, en los cánones eucarísticos orientales, la invocación del Espíritu (epíklesis) no es solamente una invocación sobre el pan y el vino como si fueran "elementos" que han de ser transformados de alguna manera, independientemente de la comunidad reunida- sino sobre la asamblea y los elementos:

 

"Te pedimos, y te oramos y te suplicamos: envía tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones aquí ofrecidos, y haz de este pan el precioso Cuerpo de tu Cristo, y de lo que está en esta copa, la preciosa Sangre de tu Cristo, obrando el cambio por tu Espíritu Santo, de modo que puedan ser, para aquellos que participan, la purificación del alma, la comunión de tu Espíritu Santo, el cumplimiento del Reino de los Cielos" (Liturgia de san Juan Crisóstomo).

 

En términos cristológicos, la acción eucarística implica que el Hijo de Dios, quien asumió hipostáticamente la naturaleza humana, lleva esta naturaleza a su Padre en un sacrificio, ofrecido una vez por todas, y que los que han recibido la misma naturaleza glorificada por adopción (thései) o por gracia (járiti) se están uniendo a ese único Sumo Sacerdote, a través del poder del Espíritu, que lo ungió como Cristo. Ese mismo Espíritu unge a todos los fieles dentro de la comunión del Cuerpo de Cristo al cual se han unido a través de actos personales de fe.

La aproximación a la cristología que estaba basada en las nociones de la comunión entre la humanidad y la divinidad, de la "deificación," de la "comunicación de idiomas" entre las dos naturalezas de Cristo, implicaba una interpretación de la redención dentro de un contexto más amplio que el de las imágenes jurídicas usadas por Pablo en Romanos. A estas imágenes paulinas, concebidas dentro del marco de una lectura cristiana de la ley rabínica, se les dio una dimensión filosófica y metafísica en el escolasticismo occidental, de modo que la salvación comenzó a ser interpretada en términos de expiación vicaria: el sacrificio de Cristo sobre la cruz, porque era Dios, fue suficiente ante la justicia de Dios para expiar los pecados de todos los seres humanos. En esta perspectiva, Dios y la creación continúan siendo naturalmente externos uno a la otra, y la obra de Cristo es vista como una satisfacción de una noción abstracta de la justicia divina. En Oriente, sintomáticamente, durante los debates sobre el significado de la redención, una serie de concilios que tuvieron lugar en Constantinopla en 1156-1157 aprobaron la aproximación a la noción de sacrificio de Nicolás de Methone (rechazando la de Soterijós Panteugenós). Según Nicolás, la redención no debería ser concebida como un "intercambio" (antallagé o antallagnm), sino como una "reconciliación." (katallagé) y un acto de perdón divino. Dios, escribía Nicolás, "no tenía que recibir nada de nosotros... no fuimos a Él [para hacer una ofrenda] sino que Él condescendió hacia nosotros y asumió nuestra naturaleza, no como una condición de reconciliación, sino para encontrarnos abiertamente en la carne."

Esta doctrina de la salvación a través de la deificación podría haber sido identificada como una concepción neoplatónica de "fusión" entre Dios y la creación, si no estuviera, en su mismo centro, la fuerte afirmación "teopasjita," defendida por Cirilo de Alejandría: "El Hijo de Dios sufrió en la carne." Esto implica que, lejos de ser una "fusión" metafísica, la salvación fue una tragedia de amor, incluyendo la asunción de la cruz por Dios mismo. Pero, al mismo tiempo, es claro que el Gólgota no es simplemente el precio, que por sí mismo compensa a una justicia divina ofendida, sino solamente el punto extremo de la identificación de Dios con la humanidad caída, que es seguido por la resurrección y es el plan de salvación. De este modo, el Synodikón de la ortodoxia bizantino — una solemne proclamación doctrinal anual — afirma (en conexión con los mismo debates cristológicos del siglo XII) que Cristo "nos reconcilió a sí mismo por medio del entero misterio de la economía y, por sí mismo y en sí mismo, nos reconcilió también con su Dios y Padre y, por supuesto, con el Espíritu santísimo y dador de vida." "El sacrificio de Cristo — y la redención traída por él — es verdaderamente único porque no es una acción aislada sino el punto culminante de un plan divino que incluye la preparación del Antiguo Testamento, la encarnación, la muerte, la resurrección y la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia."

Aunque ofrecida libremente a todos, la nueva vida traída al mundo por el Nuevo Adán debe ser libremente recibida a través de la conversión personal y apropiada a través del esfuerzo personal ascético. La insistencia sobre esta dimensión personal de la experiencia cristiana, que es general en la literatura monástica oriental, ha provocado la acusación de "pelagianismo" o "semi-pelagianismo" de parte de los representantes de la espiritualidad occidental dominada por la doctrina agustiniana de la gracia. Sea como fuere, la idea de sinergia entre la gracia divina y la libertad humana explica la autoridad — moral y espiritual — atribuida en el Oriente cristiano a los ascetas y santos que experimentan personalmente el Reino de Dios. Así, en el siglo XI, Simeón el Nuevo Teólogo se destacó como el verdadero profeta de esta experiencia cristocéntrica y pneumatocéntrica de Dios por cada cristiano verdadero, disponible ahora, como lo fuera en tiempos de los apóstoles, en el misterio de la Iglesia. Criticando a los monjes de su comunidad que se rehusaban a seguirlo en la búsqueda de esta experiencia directa, escribía Simeón: Hay aquellos a quienes llamo herejes: aquellos que dicen que no hay nadie en nuestro tiempo en nuestro medio que observe los mandamientos del Evangelio y llegue a ser como los Santos Padres... [y] aquellos que pretenden que esto es imposible. Estas personas no han caído en alguna herejía en particular, sino en todas las herejías al mismo tiempo, puesto que ésta es la peor de todas en su impiedad... Cualquiera que hable de esta manera destruye todas las Escrituras divinas. Estos anticristos afirman: Es imposible, imposible.

El mensaje de Simeón va más allá de la cuestión del "liderazgo" carismático en la Iglesia que — desde su punto de vista y en el de muchas otras personalidades monásticas — desempeña un ministerio profetice lado a lado con la jerarquía institucional. Afirma que una experiencia directa del Espíritu está abierta a todos los cristianos, como un signo de la autenticidad de su fe. Las formas extremas de aquella tendencia condujeron al mesalianismo sectario, que negaba al mismo tiempo la necesidad del bautismo, de los sacramentos y de la jerarquía, y consideraba la "oración pura" individual como el único medio verdadero de comunión con Dios. La tradición ascética y mística ortodoxa se contrapuso a este movimiento carismático individualista identificando la "pura oración" de los monjes como "oración de Jesús," basada en la recordación constante de aquel nombre divino que, en el Antiguo Testamento, era considerado impronunciable y que ahora ha sido revelado en la persona del Jesús histórico.

Este retorno a la historia, a la revelación del Nuevo Testamento en el nivel de la espiritualidad, implicaba que la tendencia ascética y "experiencia!" del cristianismo oriental se definía a sí mismo dentro del marco cristológico de los Padres y de los concilios.

La tradición patrística y conciliar de la identidad de Jesucristo fue heredada por la Iglesia, tanto oriental como occidental, a partir de los nueve primeros siglos de la historia cristiana. Era todavía una tradición abierta, que representaba problemas si uno requería un entendimiento más analítico de las cuestiones exegéticas relativas a la psicología humana del Jesús histórico, o si la mente de uno estaba dominada por la distinción agustiniana entre "naturaleza" y "gracia." Estos problemas probablemente habrían parecido irreales a los teólogos del período patrístico, para quienes el pensamiento cristológico no consistía tanto en analizar el misterio de la unión hipostática (que, siendo único, no da fundamentos para análisis o comparaciones) cuanto simplemente en mostrar a los seres humanos una forma de vencer la muerte a través de la comunión con el Resucitado. Su aproximación, existencialmente limitada, a la cristología no era necesariamente una debilidad: en verdad, la cristología querigmática y soteriológica de los Padres era de hecho más cercana a los relatos abiertos que se encuentran en el Nuevo Testamento de lo que es a veces la exégesis analítica moderna, que pretende restaurar el significado de los "originales" de la Escritura.

La "apertura" de la tradición patrística de la cristología consistía no sólo en el hecho de que algunos problemas quedaron sin resolver sino también en la disponibilidad de caminos potenciales para el pensamiento constructivo. La concepción, tan característica de Máximo el Confesor, de una naturaleza humana dinámica que, para ser plenamente humana, está llamada a perfeccionarse a sí misma creativamente y en conformidad con un propósito divino, está expresada en la doctrina de una voluntad distintivamente humana en Cristo. Esta cristología de Máximo provee a la vida humana de un fundamento espiritual y un sentido que los cristianos están llamados a asumir plenamente, puesto que el mismo Logos divino lo asumió y murió en la carne por su salvación. Además, durante el período iconoclasta, los teólogos ortodoxos defendieron la "descriptibilidad" humana de Cristo y, por ese mismo signo, lograron mostrar que la presencia divina no sólo se realiza en las palabras de la enseñanza y de la predicación o en el misterio sacramental, sino que también se manifiesta en las obras de arte. Las consecuencias de este testimonio para la validez de la cultura humana son en verdad invalorables.

Incluso si las tradiciones de la teología y la espiritualidad tendieron a dividirse en Oriente y en Occidente durante el segundo milenio de la historia cristiana, han preservado, conscientemente o no, el pasado común atanasiano, ciriliano, calcedonio, maximiniano, e "iconodúlico." Este fundamento espiritual común es la mayor esperanza para una futura reintegración.

 

2. Cristo Como Salvador en Occidente.

Bernard McGinn.

Las creencias del cristianismo medieval latino respecto de la persona y la obra de Cristo el Redentor fueron modeladas fundamentalmente por la herencia patrística tan bien esbozada por John Meyendorff en el ensayo anterior. Aunque los grandes debates cristológicos fueron ante todo un asunto oriental, la participación latina en dar testimonio de la fe de la Iglesia indivisa fue de gran importancia en casos tales como la intervención del papa León 1 en Calcedonia, el apoyo occidental a Máximo el Confesor durante la controversia monotelita, o el estímulo papal a los monjes iconodulos que huyeron de Oriente en el siglo VIII. Sin embargo, la manera en que el cristianismo latino se apropió de la fe y la expresó dio matices especiales al lugar de Cristo en la espiritualidad occidental. A pesar de que varios de los ensayos presentados en este volumen tocan algunos aspectos de las actitudes occidentales hacia la persona y la obra salvífica de Cristo, parece apropiado añadir este apéndice como un breve detalle de este elemento crucial en la espiritualidad cristiana de Occidente.

La cuestión central de la fe y de la práctica en el cristianismo tanto oriental como occidental durante todo este período no fue la cuestión de Dios sino la de la salvación: no "¿Hay Dios?" sino "¿Cómo seremos salvados?" Jesús el Cristo, el ungido de Dios, trajo a la humanidad no solamente el mensaje de salvación sino la propia realidad de éste en su persona y en su vida, su muerte y su resurrección. El debate y la especulación acerca de la constitución de Jesús como el Dios-hombre encarnado nunca fueron ejercidos por razones puramente especulativas sino siempre por su conexión con el tema esencial de la redención. Al mirar las actitudes cristianas latinas hacia Jesús en cuanto redentor, podemos ver mejor los rasgos distintivos de la espiritualidad cristológica occidental.

Podemos usar un texto famoso de la Carta contra Abelardo, de Bernardo de Claraval, como camino para situar los temas mayores: Hay tres cosas especialmente conspicuas en la obra de nuestra salvación, a saber: el ejemplo de humildad que Dios nos dio al vaciarse a sí mismo de su gloria; la medida de su amor que extendió incluso hasta la muerte,, incluso hasta la muerte en la cruz; y el misterio de la redención con que destruyó la muerte sometiéndose voluntariamente a su dominio. Pero sería tan imposible el salvarnos por la primera y la segunda de éstas sin la tercera como es el pintar un cuadro en el aire vacío.

Para el abad de Claraval y para la tradición latina en general, una espiritualidad cristiana sólida — es decir, el esfuerzo por apropiarse de la obra salvífica de Cristo en nuestras vidas — necesita ser siempre fiel a todos los tres elementos: la imitación de la humildad y del amor desplegados en la kenosis divina y en la muerte sobre la cruz, y la comunicación objetiva del misterio de la redención, esto es, la remisión de los pecados y la comunicación de la nueva vida en Cristo. Fue porque Bernardo estaba convencido (correcta o erróneamente) de que Abelardo había negado la necesidad de la comunicación objetiva de la justicia divina en la obra de la salvación por lo que escribió el resumen espléndido de la comprensión latina de la redención que uno encuentra en esta carta.

Será de gran ayuda comenzar con un relato del desarrollo de las perspectivas sobre el misterio de la redención y pasar luego a un relato más breve de la imitación de la humildad y el amor de Cristo, en especial en el período crucial del siglo X hasta el XII. Jacques Riviére ha mostrado que el período patrístico contribuyó con tres temas esenciales a las perspectivas medievales del misterio de la redención: 1) la divinización, concebida como la restauración de la inmortalidad; 2) la noción de los "derechos" del diablo, que enfatizaba la redención como la derrota de la dominación de Satanás sobre la humanidad; y 3) la importancia de la remisión de los pecados, que destacaba la muerte de Cristo primordialmente como un sacrificio de reconciliación.3 La teología latina de la redención, y la espiritualidad que la acompañaba, pueden ser vistas como un conjunto, complejo y en evolución, de variaciones sobre estos tres temas.

La divinización (deificatio), cuyo lugar central en el pensamiento de los Padres griegos ha sido demostrado en el ensayo anterior, de ninguna manera estuvo ausente en la tradición latina.4 Agustín insistía: "Dios desea hacerte Dios [Deus enim deum te vult faceré], no por naturaleza como en el caso del que te da el nacimiento, sino a través del don y de la adopción. De la misma manera en que vino para participar de tu mortalidad a través de la humanidad, así te ha hecho participar de la inmortalidad a través de la elevación..." (Sermón 166 [PL 38, col. 909]). En un pasaje famoso que describe el cuarto y más alto grado de la caritas, Bernardo había exclamado: "¡Oh puro y sagrado amor! ¡Oh dulce y agradable afecto!... Es deificante pasar por tal experiencia." Con todo, la interacción del tema de la divinización con los otros componentes de los puntos de vista occidentales de la redención le otorgó un papel más restringido, con un sabor algo diferente del que caracterizaba al Oriente griego. Las cualidades distintivas de los puntos de vista latinos de la redención se ven más fácilmente a través de un análisis de la relación entre la comprensión tradicional de la redención en relación con los "derechos del diablo," y la concepción de la redención como remisión de los pecados, que evolucionó hacia una teología de la satisfacción plenamente madura. Esta evolución afectó no solamente la comprensión de cómo la obra de Cristo cambió la relación de la humanidad hacia Dios y el diablo, sino también de cómo las personas humanas debían apropiarse de esta nueva relación a través del sistema sacramental de la Iglesia y de sus propias prácticas espirituales. La "comprensión característicamente occidental de Cristo" que fue producida durante este período (la frase es de Jaroslav Pelikan), y los nuevos sistemas de piedad que acompañaron y se edificaron sobre la comprensión de la redención centrada en la satisfacción, fueron desarrollos cruciales en la espiritualidad occidental.

La comprensión de la redención en relación con los derechos del diablo tenía poco sentido teóricamente — como Anselmo de Canterbury iba a mostrar en 1098 en un tratado cristológico, Por qué Dios se hizo hombre (1:1-10) —, pero tenía un poder simbólico inmenso que es evidente en la piedad cristológica de la Edad Media temprana. La noción de que la exitosa tentación del diablo a Adán y Eva a través del árbol en el jardín le diera el derecho de controlar a la humanidad, y de que el Dios-hombre tuvo que vencer esta servidumbre satánica a través de su victoria en el árbol de la cruz, traía a la mente imágenes de una suprema batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que fue más eficazmente presentada por los poetas que por los teólogos. La devoción a la madera de la cruz, reliquia suprema del cristianismo, jugó un papel especial en esta piedad. En el siglo VI, el poeta manierista cortesano Venancio Fortunato se superó a sí mismo y a su época en los dos grandes himnos, "Vexilla regís" y "Tange lingua," que compuso para el traslado de un trozo de la verdadera cruz hasta la nueva casa religiosa de la reina Radegunda en Poitiers: ¡Cruz fiel! ¡Sobre todos los otros, uno y único Árbol noble! Ninguno en follaje, ninguno en flor, ninguno en fruto puede ser tu par; ¡dulcísimo leño y dulcísimo hierro! Dulcísima carga cuelga de ti.

El poeta romano tardío fundió muchos temas en uno: la gloria de la cruz como el emblema cristiano (vexilla = estandarte imperial), el tema de la decepción de Satanás, el gran engañador, a través del humilde leño de la cruz, e incluso una compasión emocional por los sufrimientos físicos de Cristo. El poema en inglés antiguo del siglo VIII conocido como "El sueño de la cruz" es menos complejo en su incorporación de temas pero al menos igual de poderoso en su concentración sobre el mensaje esencial, la victoria del joven héroe, Cristo, sobre las fuerzas de la muerte a través de su suprema arma de combate. La cruz misma se dirige a nosotros:

 

El Dios todopoderoso lo desciñó,

ansioso por subir al cadalso,

impávido ante la mirada de muchos:

Él pondría en libertad a la humanidad.

Temblé cuando sus brazos me abrazaron

pero no osé inclinarme al suelo,

agacharme hasta la superficie de la tierra.

Mantenerme firme debo.

Fui criada para ser una cruz.

Levanté al gran Rey,

Señor soberano de los cielos

no osó apartarse de lo verdadero.

 

La imagen de Cristo como un rey guerrero triunfante reinando desde el árbol de la cruz es dominante en las representaciones artísticas de la crucifixión de esta época. La misma comprensión simbólica del significado básico de la vida de Cristo se encuentra también en la famosa secuencia pascual del siglo XI, el "Victimae paschali laudes":

 

El Cordero ha redimido a las ovejas;

el Cristo inocente ha restaurado los pecadores al Padre;

la Vida y la Muerte trabados en admirable batalla;

el Señor de la Vida, una vez muerto, ahora reina vivo.

El rico simbolismo de la piedad medieval temprana hacia Cristo, el vencedor de la muerte y del diablo, no fue olvidado, incluso cuando las bases teóricas de esta espiritualidad fueron socavadas a través del genio de Anselmo de Canterbury.

La influencia de Anselmo sobre la cristología occidental fue única. En tanto Bernardo de Claraval fue tal vez el portavoz más poderoso de la devoción medieval a Cristo, y Tomás de Aquino un exponente más equilibrado de la teología de la satisfacción, la combinación de devoción profunda e innovación teológica del arzobispo de Canterbury hizo de él el catalizador especial de la perspectiva latina distintiva del papel del Dios-hombre. En su obra Por qué Dios se hizo hombre, el énfasis tradicional latino en la redención como la remisión de los pecados es repensado sobre la base de un concepto claro y poderoso de la satisfacción. El pecado es visto como una afrenta al "honor" de Dios, es decir, a su ser trascendente, y por eso la justicia divina exige una recompensa, sea por satisfacción o por castigo (cf. 1:13;19:22). Puesto que "tú no haces satisfacción a no ser que retribuyas algo más grande que aquello por causa de lo cual estabas obligado a no cometer el pecado" (1:21), la magnitud infinita de la ofensa requiere una satisfacción semejante, que puede ser lograda únicamente por uno que sea Dios (y por tanto puede realizar tal satisfacción) y también ser humano (que está obligado a realizarla). La preocupación de Anselmo de que una comprensión más adecuada de la redención debería llevar a una apropiación personal más profunda de su realidad en nuestras vidas está hermosamente expresada en su "Meditación sobre la redención humana": Mira, alma cristiana, aquí está la fuerza de tu salvación, aquí está la causa de tu libertad, aquí está el precio de tu redención. Eras un esclavo encadenado y por este hombre estás libre. Por él fuiste traída de vuelta del exilio; perdida, eres restaurada; muerta, eres resucitada. Mastica esto, muérdelo, mámalo, deja que tu corazón lo trague, cuando tu boca recibe el cuerpo y la sangre de tu Redentor.

La devoción latina tradicional a la cruz y la nueva teología de la satisfacción tendieron a concentrar la atención en la crucifixión como el acontecimiento central de la redención, pero esto no llevó a un descuido total de los otros misterios del ordo salutis o plan de salvación. Tampoco debe exagerarse el sentido creciente de conmiseración personal hacia los sufrimientos de Jesús crucificado, evidente en los cambios en la manera de representar la crucifixión y en el lenguaje exaltado de algunos autores. Incluso el sentido general de lo que R. W. Southern llamó "el nuevo sentir sobre la humanidad del Salvador," tan conmovedoramente expresado por los grandes autores cistercienses, debe siempre ser visto en perspectiva. Una ojeada al papel de Cristo en los escritos de Bernardo de Claraval lo demostrará.

La comprensión de Bernardo del misterio de la redención es más tradicional que la de Anselmo, pero es todavía profunda. Aunque otorga un lugar importante a la devoción a la humanidad del Salvador, Bernardo consideró siempre tal devoción como una etapa, necesaria pero inferior, en el ascenso hacia el perfecto amor espiritual. El abad de Claraval vio la obra de Cristo en primer lugar en términos de la ley cósmica de ascenso y descenso: por el falso ascenso del orgullo, la humanidad había caído en el lodazal del pecado y podía ser rescatada solamente por el humilde descenso y muerte del Dios-hombre (Dios solo era incapaz de descender) y su ascensión, victoriosa del sepulcro, regresando a los cielos. La teología de la redención de Bernardo podría ser descrita como centrada en la ascensión más bien que centrada en la pasión. Él y sus contemporáneos cistercienses adoptaron el tema paulino de la solidaridad de la cabeza y los miembros en el único cuerpo de Cristo: "Es indiscutiblemente adecuado que, tal como la cabeza ha precedido, los miembros deban seguir. "Ser "conformados a la imagen del Hijo" (Rm 8:29) es tanto una realidad ontológica como una invitación a la acción: la nueva creación implica un llamado a seguir el ejemplo de Cristo en todas las formas. Para los cistercienses y para los otros autores latinos de este período, la apropiación personal del misterio de la redención expresada quizás lo más adecuadamente a través del tema tradicional de la imitati Christi, no es algo añadido al final, sino que es la meta y el propósito del todo. Esta imitación era más de actitud interna que de prácticas externas, aunque no excluía las últimas. Se centraba en dos virtudes fundamentales: la humildad por la cual la Palabra divina se humilló a sí misma al tomar la naturaleza humana, y el amor, fuerza motivadora de todo el ordo salutis. Aunque Bernardo y sus contemporáneos añadieron una nota personal nueva en su expresión, la melodía que tocaban era antigua: Esforcémonos para ser hechos como este Niño. Aprendamos de él porque es manso y humilde de corazón, de tal modo que el gran Dios no haya sido hecho un ser humano pequeño sin razón, ni haya muerto por nada, ni sea crucificado en vano. Aprendamos su humildad, imitemos su mansedumbre, abracemos su amor, compartamos sus sufrimientos, seamos lavados en su sangre.

La remisión de los pecados y la comunicación de nueva vida al creyente implicaban, por supuesto, no solamente actitudes internas sino también la mediación objetiva de la gracia de la redención a través de la vida sacramental de la Iglesia. En el cristianismo medieval latino, donde el bautismo de niños era la norma, esta mediación estaba crecientemente ligada a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Jaroslav Pelikan ha observado que el trasfondo más obvio del concepto de satisfacción debe encontrarse en el sistema penitencial en desarrollo de la Iglesia, y no puede haber duda de que hubo muchas influencias recíprocas entre la espiritualidad cristológica y la sistematización mayor de la práctica de la penitencia que estaba teniendo lugar en los siglos XI y XII. De manera semejante, la insistencia pertinaz, en la lucha contra Berengario, en la presencia física real de Cristo en las especies eucarísticas, y la concepción de la misa como un sacrificio de expiación, estaban también apretadamente ligadas a la perspectiva occidental de la obra de Cristo, que recibió su formulación clásica, aunque no final, durante el período que va entre los siglos X y XII.

 

3. La Trinidad.

La Trinidad en los Capadocios.

Thomas Hopko.

Basilio el Grande, arzobispo de Cesárea en Capadocia (m. 379); Gregorio el Teólogo, obispo de Nacianzo y más tarde arzobispo de Constantinopla (m. 390); y Gregorio, el hermano menor de Basilio, obispo de Nisa (m. 394) son conocidos en la historia cristiana como los Padres capadocios. Fueron en su tiempo líderes del partido ortodoxo de la Iglesia, que incluía obispos tales como el hermano de Basilio y Gregorio, Pedro de Sebaste, y el primo de Gregorio Nacianceno, Anfiloquio de Iconio, así como un grupo de mujeres a las que estos hombres famosos reconocieron agradecidamente como sus maestros y guías. Entre éstas estaban la abuela, la madre y la hermana de Basilio y Gregorio: Macrina, Emelia y Macrina, así como la madre y la hermana de Gregorio de Nacianzo: Nona y Gorgonia, todas ellas santas canonizadas de la Iglesia.

Celebrados en la liturgia cristiana oriental como "dos almas en un cuerpo, unidos por el amor divino," Basilio y Gregorio Nacianceno pueden por cierto ser asociados con Gregorio, el hermano de Basilio, en su unidad espiritual y teológica. Sin embargo, a pesar de toda su unicidad de mente y corazón, los capadocios fueron personas muy diferentes. Basilio era un profundo obispo pastoral íntegro, la encarnación de la sabiduría y la práctica. Era un activista eclesiástico, un reformador litúrgico, un organizador monástico, un resuelto defensor de la ortodoxia nicena, un padre y hermano espiritual compasivo. Su hermano Gregorio de Nisa era un hombre casado, enteramente dedicado a la vida ascética. Más especulativo y místico que Basilio en su pensamiento, aunque tal vez menos dotado retóricamente, fue mucho más influenciado por la cultura helenística de su tiempo y, a causa de esto, él solo entre los capadocios puede propiamente ser acusado de defender ideas fuera de los límites de la ortodoxia cristiana clásica.

Gregorio de Nacianzo fue el mejor amigo de Basilio. Juntos estudiaron filosofía y letras helenísticas en Atenas antes de seguir a Cristo en la soledad monástica pasajera. Forzado al episcopado por Basilio para defender la fe y proteger el rebaño de las herejías arrianizantes, Gregorio nunca tuvo pleno éxito en el ministerio pastoral. Caprichoso, hipersensible y a la defensiva, fácilmente se sentía insultado y a menudo se ofendía, Gregorio reclamaba prefería la vida de un poeta contemplativo a la de un obispo luchador. Con todo, sus obras teológicas más grandes, incluyendo las oraciones sobre la Trinidad — que le ganaron el título de "teólogo," siguiendo del autor del cuarto Evangelio – surgieron el calor de la batalla doctrinal. Nunca dejaba pasar una ocasión para pelear, especialmente cuando le permitía alegar en defensa de su visión teológica y su conducta personal. Era conocido por forzar incluso al prudente Basilio a expresiones de la doctrina de la Iglesia, en particular respecto del Espíritu Santo, más claras y más enérgicas de lo que su cuidadoso amigo hubiese querido hacer por razones de orden pastoral.

El más grande de los capadocios, sin embargo, fue ciertamente Basilio. Los dos Gregorios lo elogian como su padre, maestro y guía. Y la Iglesia lo honra con el título de "el Grande." Sin la influencia e inspiración de Basilio, las dotes extraordinarias de su hermano y amigo, junto con todo un grupo de hombres y mujeres de mentalidad similar, no se hubieran desarrollado ni expresado, perdiéndose para siempre no sólo para la causa de la teología cristiana sino también para el crecimiento espiritual de la humanidad como un todo.

Los cristianos ortodoxos elogian a los capadocios por su articulación de la visión y la experiencia de Dios celebradas en los misterios sacramentales de la Iglesia, confesadas por los mártires y santos, atestiguadas en la Biblia y los escritos de los Padres — particularmente Atanasio de Alejandría — y formuladas doctrinalmente en el concilio de Nicea. Como era de esperar, los capadocios cumplieron esta tarea usando el lenguaje y las categorías filosóficas de su tiempo, particularmente las del "platonismo místico." Eran los herederos de una tradición intelectual judeo-cristiana que venía de Filón y Orígenes, ya empapada en las doctrinas y modos de pensar helenísticos. Pero su gloria, según sus discípulos a lo largo de los siglos, consiste en su habilidad para superar los elementos de esta tradición que eran incompatibles con el cristianismo, particularmente respecto de la visión de Dios, y para acuñar nuevos términos y formular nuevas explicaciones para proteger y preservar la experiencia auténtica y la comprensión apropiada de los cristianos. Aunque existen enseñanzas capadocias — especialmente de Gregorio de Nisa — que no han encontrado un lugar duradero en la tradición cristiana ortodoxa clásica, han sido aceptadas por los cristianos de Oriente y de Occidente las enseñanzas capadocias sobre la naturaleza y la acción de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, no sólo en su relación con el mundo de su creación, particularmente con las personas hechas a su imagen y semejanza, sino también en su comunión eterna y divina.

 

La visión de Dios.

Cualquier criatura racional, según los Padres capadocios, debe afirmar la existencia de Dios. Que Dios existe es un asunto del recto pensar que sólo un necio puede negar. Pero lo que Dios es en el ser más íntimo y en la vida de la divinidad permanece por naturaleza siempre oculto de las criaturas. No es que Dios no quiera dar a conocer la esencia de la divinidad; más bien, Dios no lo puede. Hacerlo sería una contradicción en los términos, una imposibilidad ontológica. Un Dios que puede ser comprendido por las criaturas, abarcado por las mentes humanos y circunscrito por conceptos humanos, no sería Dios en absoluto. La esencia de Dios, la ousía de Dios, es absolutamente inconcebible e incomprensible. "Un maestro griego de la divinidad— escribía Gregorio Nacianceno refiriéndose a Platón — enseñaba que "es difícil concebir a Dios, pero definirlo en palabras es una imposibilidad"; pero el Padre cristiano añadía que "en mi opinión es imposible expresarlo y todavía más imposible concebirlo." Pues, continuaba, "lo que Dios es en la naturaleza y esencia jamás ningún hombre lo ha descubierto todavía ni puede descubrirlo." (Oración 28 4:16).

Absolutamente trascendente en la naturaleza y totalmente más allá de la comprehensión humana (y angélica) en la esencia, el Dios viviente puede, sin embargo, según los capadocios, y en verdad debe, ser conocido. Puede ser personalmente conocido en sus acciones auto-manifestadoras al crear, redimir y santificar el mundo. Basilio destacaba esto enfáticamente en su carta a Anfiloquio, donde se oponía a los que pretendían que o bien la esencia de Dios es plenamente conocida, o bien que Dios no es conocido en nada y que los cristianos son, por lo tanto, totalmente ignorantes acerca de a quién adoran. Basilio decía que "conocemos la grandeza de Dios, su poder, su sabiduría, su bondad, su providencia sobre nosotros y la equidad de sus juicios; pero no su esencia... Conocemos a nuestro Dios a partir de sus operaciones, pero no intentamos aproximarnos a su esencia. Sus operaciones descienden a nosotros, pero su esencia permanece más allá de nuestro alcance" (Carta 234 1).

Esta expresión, "sus operaciones descienden a nosotros," recuerda la interpretación de Gregorio Nacianceno de la visión de Moisés sobre la montaña cuando ve las "espaldas" de Dios (Ex 33, 23). Estas "espaldas" (LXX ta opiso) son identificadas por Gregorio como la "majestad" o "gloria de Dios que es manifestada entre las criaturas," a través de la cual "aquella naturaleza" de la Santa Trinidad "al fin llega a nosotros" (Oración 28:3). Esto también es la doctrina de Gregorio de Nisa cuando interpreta la visión de Dios de Moisés en la zarza ardiente como la luz increada de la naturaleza divina que ha "alcanzado incluso a la naturaleza humana." (Vida de Moisés 2:19-21). Y desarrolla este mismo tema en su famoso comentario sobre la bienaventuranza de Cristo "Felices son los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5:8), cuando dice que Dios "cuya esencia está sobre toda naturaleza; invisible, incomprensible..." llega a ser "visible en sus operaciones (enérgeiai)," manifestándose a la gente cuyos corazones son purificados por la gracia de Dios "en aquellas cosas que lo rodean (en tisi tois perí autón kathorómenois)" (Sobre las bienaventuranzas, Sermón 6). Basilio resumía de esta manera, en la carta aludida arriba, esa enseñanza capadocia:

 

"Reconoce que la voz es la voz de los burladores cuando dicen: si eres ignorante de la esencia de Dios, adoras lo que no conoces. Conozco que existe; lo que su esencia es, lo considero como más allá de la inteligencia. ¿Cómo entonces soy salvado? Por la fe. La fe es suficiente para conocer que Dios existe, sin conocer qué es; y "El es el remunerador de los que lo buscan." Así, el conocimiento de la esencia divina implica la percepción de su incomprehensibilidad, y el objeto de nuestra adoración no es aquello cuya esencia comprendemos, sino aquel cuya esencia comprendemos que existe" (Carta 234:2).

 

Un solo Dios y Padre.

El conocimiento de "Aquel cuya esencia comprendemos que existe" es el Dios de Israel, el Padre de Jesucristo, el "único Dios, el Padre Todopoderoso" del credo niceno. Los creyentes llegan a conocerlo a través de sus acciones auto manifestadoras en el mundo, en una relación personal basada en la fe. Gregorio de Nisa afirmaba esto en sus reflexiones alegóricas sobre el viaje de Abraham:

 

"Abraham pasó a través de todo el razonamiento posible a la naturaleza humana acerca de los atributos divinos y, después de haber purificado su mente de todos estos conceptos, se aferró a una fe sin mezcla y pura de todo concepto, y plasmó para sí mismo esta señal del conocimiento de Dios que está completamente libre de error, a saber la creencia de que Dios trasciende completamente todo símbolo cognoscible... En efecto, en nuestra vida se nos enseña que para los que están avanzando en las sendas divinas no hay otra manera de acercarse a Dios que por el intermedio de la fe; es sólo a través de la fe como el alma interrogante puede unirse con la divinidad incomprehensible" (Libro segundo de la respuesta a Eunomio).

 

Sólo perseverando en la fe llega el creyente a ver al Señor. Gregorio sacaba esta conclusión en su interpretación de las "espaldas" de Dios, que Moisés viera sobre la montaña: "Así a Moisés, que busca con impaciencia contemplar a Dios, se le enseña ahora cómo puede contemplarlo: seguir a Dios a donde quiera que pueda conducirlo es contemplar a Dios" (Vida de Moisés 252).

Cuando la gente sigue a Dios en la fe, según los capadocios, llega a ver que no está solo en su divinidad. Esto, para los Padres cristianos, es el misterio de todos los misterios, la verdad de todas las verdades. Dios tiene un Hijo. Dios es Padre por naturaleza. Y su Hijo, por cuanto es Hijo de Dios, es divino con la divinidad propia del Padre. Ésta era la fe declarada en el concilio de Nicea, la doctrina de Atanasio, y alabarlo es, según Gregorio de Nacianzo, alabar a Dios mismo (Sobre el gran Atanasio 1).

 

"Creemos en un solo Dios, el Padre Todopoderoso... y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, el unigénito, engendrado del Padre antes de todos los siglos. Luz de luz, verdadero Dios del verdadero Dios, engendrado y no creado, de la misma naturaleza del Padre (homooúsion to Patrí); por el cual todas las cosas fueron hechas."

 

Dios no es Padre porque los seres humanos han proyectado sobre Él este título a partir de sus experiencias humanas. Dios es Padre porque tiene un Hijo por naturaleza como un elemento necesario, por decirlo así, de su ser y de su vida divinos. Ésta, según los capadocios, siguiendo a Atanasio y Nicea, es la enseñanza de la Biblia. Ellos veían en las Escrituras de Israel que el Dios vivo y verdadero nunca está sin su Palabra y su Espíritu. Nunca está desprovisto de su sabiduría, o vacío de su poder y gloria. Junto con el autor del cuarto Evangelio, considerado por los cristianos orientales el primer teólogo y "autor de la teología," veían la Palabra de Dios (Logos tou Theoú) como "Dios" con el Dios cuya Palabra es, el agente divino de la creación sin el cual "no fue hecho nada de cuanto existe." Identifican esta Palabra divina de Dios no sólo con la Imagen (eikori) de Dios, la Sabiduría (Sofía), el Poder (dynamis), el Sello (charakter), la Irradiación (apáugasma), etcétera, sino también con el unigénito Hijo de Dios (o monogenés Yios), encarnado en la carne humana como el hombre real Jesús de Nazaret, el Mesías de Israel y el Salvador del mundo. Y a través del Hijo llegan a conocer el Espíritu de Dios, que procede del Padre e inhabita en el Hijo, quien habló por medio de los profetas y habita en los creyentes, guiándolos a la verdad. Siguiendo a Dios en la fe, por lo tanto, descubren a su amada Trinidad que, como atestiguaba Gregorio Nacianceno, deleitaba sus corazones y cautivaba sus mentes desde el primer encuentro.

"Desde el día en que renuncié a la vida mundana para consagrarme a la contemplación luminosa y celestial, cuando la Inteligencia Suprema me llevó de aquí para colocarme lejos de todo lo que pertenece a la carne, para ocultarme en los lugares secretos del tabernáculo celestial; desde ese día mis ojos han sido enceguecidos por la luz de la Trinidad, cuyo brillo sobrepasa todo lo que la mente puede concebir; en efecto, desde un trono muy elevado la Trinidad derrama sobre todos el resplandor común de los Tres. Ésta es la fuente de todo lo que hay abajo" (Poema sobre él mismo 1).

 

Para los Padres capadocios, como para Atanasio y la teología griega en general, el único Dios de la fe es ante todo el Padre todopoderoso. Hay un solo Dios — en verdad, uno podría atreverse a decir que hay la Trinidad — porque hay un solo Padre. También en esto se consideraban a sí mismos fieles a la Biblia, donde el término "Dios" como nombre propio pertenece exclusivamente a aquel cuyo Hijo, Palabra e imagen es Jesucristo, el Único cuyo Espíritu es el Espíritu de Dios. Y en esto pretendían también ser una cosa con la Iglesia, donde los que son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" ofrecen el sacrificio eucarístico de alabanza al Padre a través del Hijo en el Espíritu y tienen como oración última el Padrenuestro, que el Hijo da y el Espíritu inspira en todos los que adoran al Padre "en espíritu y en verdad."

 

"Para nosotros hay un solo Dios, porque la divinidad es Una, y todo lo que procede de él (i. e., el Padre) se refiere al Uno, aunque creemos en Tres Personas... Por lo tanto, cuando miramos a la divinidad, o a la Causa Primera, o a la Monarquía (i.e., el Padre), lo que concebimos es Uno; pero cuando miramos a las Personas en que habita la divinidad, y a aquellos que tienen el ser de la Primera Causa sin tiempo y con igual gloria (i.e., el Hijo y el Espíritu a partir del Padre), son Tres los que adoramos" (Gregorio Nacianceno, Oración 31 [Sobre el Espíritu Santo] 14).

 

Basilio copió virtualmente estas palabras de su amigo cuando decía que el "Dios, que está solo sobre todas las cosas tiene una marca especial de su propia persona (hipóstasis), su ser Padre y su no derivar su persona de una causa; y a través de esta marca es conocido peculiarmente" (Carta 38:4).

Para los capadocios, por lo tanto, el único Dios de la fe es el Padre, quien es "más grande" que su Hijo y que el Espíritu como "la única causa de la divinidad" y la "causa de la causa de todas las cosas," esto es, el Hijo, quien comparte con ellos la absoluta unidad y perfección de su divinidad incomprehensible en su identidad de naturaleza esencial.

 

"Esto es lo que te encargo hoy; con esto te bautizaré y te haré crecer. Esto te doy para compartir y defender toda tu vida, la única divinidad y Poder, que se encuentra en los Tres en Unidad, y que comprende distintivamente a los Tres... la conjunción infinita de Tres Infinitos, cada uno Dios considerado en sí mismo... los Tres un solo Dios cuando son contemplados conjuntamente; cada uno Dios por la única esencia (to homooúsion); un solo Dios a causa de la Monarquía (del Padre). Tan pronto como concibo el Uno, soy iluminado por el esplendor de los Tres; tan pronto como los distingo, soy llevado de vuelta al Uno" (Gregorio Nacianceno, Oración 40 [Sobre el santo bautismo] 41).

"Para nosotros hay un solo Dios, el Padre de quien son todas las cosas; y un solo Señor Jesucristo por quien son todas las cosas; y un solo Santo Espíritu en quien son todas las cosas; con todo, estas palabras no denotan una diferencia de naturaleza... sino que caracterizan las personalidades de una naturaleza que es una e inconfusa" (Gregorio Nacianceno, Oración 39 [Sobre las santas luces] 12).

 

La Divinidad Tripersonal.

El único Dios que es Amor no está solo en su divinidad. Esta es, como hemos visto, la conclusión capadocia sacada de la experiencia de la fe, una conclusión que no está en contradicción con la intuición helenística de que Dios debe en algún sentido participarse a sí mismo.

Un Dios monada unipersonal (para no hablar de una divinidad no personal o suprapersonal) no es sólo contrario a los hechos de la revelación divina, según los capadocios, sino que al mismo tiempo repugnaría "a la razón"; por cierto que "la razón según los apóstoles" que, pretendía Gregorio Nacianceno, era para los cristianos contraria a quienes piensan "a la manera de Aristóteles" (Oración 23, 12). Dios debe expresar por sí mismo que es Dios. Y debe hacerlo divinamente, según la naturaleza, y no meramente por su buena voluntad. Debe hacerlo de una manera adaptada a su majestad y gloria, una manera inefable e incomprensible, apropiada a su divinidad. La creación del mundo no puede posiblemente satisfacer la necesidad esencial de Dios de auto-expresarse perfectamente.

 

"Pero es la Monarquía lo que tenemos en honor. Es, sin embargo, una Monarquía que no está limitada a una sola Persona, pues es imposible para la Unidad que varíe en sí misma para llegar a la condición de pluralidad; sino aquella que es hecha de una igualdad de naturaleza y de una unión de la mente y una identidad de moción y una convergencia de sus elementos en la unidad -una cosa que es imposible a la naturaleza creada de tal manera que, aunque numéricamente distinta, no hay separación de la esencia. Por lo tanto la Unidad, habiendo llegado por moción desde la eternidad a la Dualidad, encontró su descanso en la Trinidad. Esto es lo que significamos por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo" (Gregorio Nacianceno, Oración 29 [Sobre el Hijo] 2).

 

La auto-expresión eterna e increada de Dios es la Palabra divina, su Hijo unigénito. Este hecho es afirmado por los capadocios no sólo por referencia a las Escrituras cristianas, particularmente los escritos de Juan y Pablo, sino también por la reflexión sobre la ley, los profetas, los salmos y la literatura sapiencial de Israel a la luz de Cristo, así como por la consideración de las intuiciones metafísicas y místicas de los filósofos helenísticos, quienes se aproximaron a esta verdad sublime pero fallaron en comprenderla clara y plenamente a causa de las limitaciones inherentes al estado de caída de la razón y del corazón humano. Eran los errores helenísticos sobre esta cuestión, que habían penetrado en el pensar cristiano, los que llevaron a las varias herejías del siglo IV contra las que los capadocios se sintieron llamados a dar batalla.

Los capadocios identificaban a Jesús el Hijo encarnado de Dios con la Palabra y la Sabiduría de Dios atestiguada en las Escrituras hebreas, así como identificaban al Espíritu de Cristo con el Espíritu de Dios que inspirara la ley y los profetas. También identificaban a Jesús con la palabra y la sabiduría de los filósofos griegos. Pero tanto contra los judíos como contra los griegos los Padres cristianos estaban forzados a defender la unidad absoluta de la divinidad mostrando cómo la Palabra y la Sabiduría de Dios, así como su Espíritu, eran necesarios y esenciales a su propio ser, aunque personal, o hipostáticamente, eran distintos de él y de ninguna manera inferiores. Argumentaban que la Palabra y la Sabiduría de Dios, y su Espíritu Santo, no podían ser creados puesto que Dios nunca estuvo, y en verdad nunca podría estar, sin ellos.20 Argumentaban que Dios tiene un Hijo, la Palabra, e Imagen (y, si es amor, debe tenerlo), entonces su Hijo debe ser exactamente lo que el Padre es, pues considerarlo a él, y su Espíritu, como inferiores no sólo denigraría al engendrado sino que denigraría también a aquel del cual ha nacido, "pues el a bajar a los que son a partir de él no es gloria para la Fuente" (Gregorio Nacianceno, Oración 40 [Sobre el santo bautismo] 43). Argumentaban que de cualquier manera, y en verdad en cualquier caso, lo que es engendrado es necesariamente de la misma esencia (homooúsios) que el que engendra, de tal manera que, cuando un ser hace nacer a otro, el nacido tiene necesariamente una naturaleza idéntica al que engendra y no una meramente semejante (homoioúsios) —sin hablar de una que sea enteramente diferente (heterooúsios). Argumentaban también que una imagen debe ser idéntica a su arquetipo de todas maneras; ciertamente, la imagen divinamente perfecta del arquetipo divinamente perfecto que es la perfección divina misma. Así, insistían ellos, la Imagen de Dios, que es el Hijo y la Palabra de Dios, su Sabiduría y Resplandor, debe ser distinto del arquetipo paterno sólo en la medida en que es una imagen. No puede ser diferente en la substancia, y ciertamente no puede ser inferior o defectivo. Y un Dios personal debe tener una personal Imagen y Palabra. Debe ser un Padre personal con un Hijo personal cuya propia existencia como persona ha de ser exactamente lo que el Padre es, no el Padre mismo sino la expresión personal de su ser y su vida divinamente personales. En verdad, el Hijo de Dios debe ser el mismo ser y vida de Dios en una forma personal, o hipostática.

La contribución de los capadocios a la teología cristiana fue la formulación de la distinción entre hipóstasis o persona (prósopon) para el sujeto concretamente existente (hypokéimenori) de Dios Padre, y así del Hijo y del Espíritu Santo, y esencia (ousía) o substancia o naturaleza para su ser divino idéntico. Esta distinción, con la definición específica de los términos que produjo, entró en la tradición cristiana y llegó a ser rápidamente parte del lenguaje técnico de la Iglesia en las afirmaciones dogmáticas y en las oraciones litúrgicas. Fue retomada en las controversias teológicas de las épocas posteriores respecto de la persona y la naturaleza de Cristo, por ejemplo, y de la relación entre la esencia incognoscible de Dios (o supraesencia, hyperoúsios) y las acciones y operaciones (enérgeiai) de Dios en el mundo. Sigue todavía hoy un vivo tema del debate entre los pensadores cristianos sobre cuestiones contemporáneas.

En el corpus capadocio, los escritos clave sobre este tema son la carta de Gregorio de Nisa A Ablabio: sobre "no tres dioses" y la famosa carta a Gregorio de su hermano Basilio, Carta 38, de la que los estudiosos piensan que puede haber sido obra propia de Gregorio. Uno encuentra también la enseñanza claramente presentada en las oraciones de Gregorio Nacianceno. La idea presentada es bastante simple. Hypóstasis, una palabra más fuerte y mucho más apropiada que prósopon, persona, designa al existente concreto que está marcado en los seres divinos y humanos por sus nombres propios. Responde a la pregunta ¿cuál? o, para los seres personales ¿quién? Esencia (también, en español, sustancia o naturaleza) designa lo general y común. Responde a la pregunta ¿qué? Todo ser que existe, creado o increado, existe hipostáticamente, esto es, como un existente particular, específico, concreto. Con todo, todo ser que existe tiene su ser en común con otros que son esencial, sustancial y naturalmente lo mismo. Así, por ejemplo, en el orden creado todos los animales llamados "caballos" son esencialmente lo mismo en su ser de caballos. Con todo, cada uno es único en su existencia concreta y específica. No hay cosas tales como caballo en general. Sólo hay caballos existentes, cualquiera de los cuales producirá la misma definición cuando se pregunta sobre su ser. La descripción llega a ser diferente, sin embargo, cuando la pregunta se hace acerca de un caballo particular. En ese caso, deben presentarse sus características hipostáticas específicas.

El ejemplo usado por los capadocios no tiene que ver con caballos sino con gente. En las cartas arriba mencionadas y en la oración de Gregorio Nacianceno, Sobre el Espíritu Santo, los Padres piden a sus oyentes que imaginen tres hombres: Pedro, Santiago y Juan; o Pablo, Silvano y Timoteo. Como seres humanos, nos dicen, los tres son idénticos. Su humanidad es la misma. Pero como seres humanos únicos que existen concretamente, se distinguen entre ellos como personas, hipóstasis distintas, cada una con su propio nombre y características personales (idiótites, idiómata).

 

"Aquello de lo que se habla de una manera especial y peculiar es indicado con el nombre de hipóstasis. Supone que decimos "un hombre." El significado indefinido de la palabra repercute en el oído con un cierto sentido vago. Es indicada la naturaleza, pero lo que subsiste y es indicado especial y peculiarmente por el nombre no es aclarado. Supon que decimos "Pablo." Expresamos, por lo que es indicado por el nombre, la naturaleza subsistente. Esto entonces es la hipóstasis o "lo que está debajo"; no la concepción indefinida de la esencia o substancia que, por cuanto lo que es significado es general, no encuentra "el estar," sino la concepción que por medio de las peculiaridades expresadas da "el estar" y circunscripción a lo general e incircunscriptible. Es costumbre en los textos hacer una distinción de esta clase..." (Basilio, Carta 38:3).

 

"Transfiere entonces a los dogmas divinos," continúa el autor, "la misma diferencia común que reconoces en el caso tanto de la esencia como de la hipóstasis en cuestiones humanas, y no andarás equivocado" (Carta 38:3). El "modo de existencia" (tropos hypárxeos) específico del Padre es ser la fuente y causa de la divinidad, el engendrador del Hijo unigénito, aquel de quien procede el Espíritu Santo. El "modo de existencia" del Hijo es ser el engendrado, la Imagen y Palabra hipostática del Dios no engendrado. Y el "modo de existencia" del Espíritu Santo es el de no ser otro Hijo (de allí la distinción entre "generación" y procesión") sino "el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, el Espíritu del Señor y Señor él mismo..." De esta manera, siendo una y la misma la esencia de las tres hipóstasis, las características peculiares de cada persona son preservadas.

La debilidad de este argumento, cuando es aplicado a Dios, era obvio para los capadocios, y trataron con él directamente. Éste era el propósito específico de la carta de Gregorio de Nisa a Ablabio. Aunque admitimos una condición común a los seres humanos, e incluso una completa identidad de naturaleza, todavía hablamos de "tres hombres" cuando somos confrontados con Pedro, Santiago y Juan. Y todavía enumerados tres seres separados. ¿Por qué, entonces, no hablamos de "tres dioses" cuando nos encontramos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y no los contamos como tres seres divinos? La respuesta capadocia — y la de la tradición nacida de su visión espiritual y conceptualización intelectual — tiene que ver con las características de la esencia de Dios, o, como diríamos hoy, la naturaleza de la naturaleza de Dios.

Mientras que todas las naturalezas creadas son limitadas y finitas, y (con la excepción de los ángeles) en cierto sentido materiales y corpóreas, localizadas en el espacio y el tiempo, y por tanto crecen y cambian, la naturaleza de Dios trasciende en todos los modos estas categorías. Dios es santo. El ser de Dios es incomparable con los seres creados. Dios es completamente diferente de todo lo que ha hecho. Como tal, la esencia de Dios está más allá de cualquier palabra, símbolo, imagen y concepto creados. Los capadocios enseñaron, sin embargo, que hay conceptos que son "propios para Dios" (lógoi theoprepeis), al menos formal y esquemáticamente.27 De esta manera, ellos defendían, respecto del ser y la vida de Dios, la visión según la cual la naturaleza divina — que está más allá de las categorías de las criaturas por su definición — que es de hecho, en su contenido más íntimo, la naturaleza de las tres personas divinas: el único Dios y Padre; su Hijo unigénito, Palabra e Imagen; y su santísimo Espíritu. E insisten en que las tres hipóstasis no son "tres dioses" o tres individuos o seres divinos distintos, a causa de la absoluta unidad y perfección de la naturaleza idéntica que comparten — en verdad, que ellos son-, que es, primero y ante todo, la del mismo Dios Padre.

 

"Pero Dios, que está sobre todo, es el único en tener la marca especial de su propia hipóstasis, su ser Padre y su derivar su hipóstasis de ninguna causa; y a través de esta marca es conocido peculiarmente. Por lo cual en la comunión de la esencia mantenemos que no hay aproximación mutua o intercomunión de estas notas de indicación percibidas en la Trinidad, por las cuales se expresa la peculiaridad propia de las Personas comunicada en la fe, siendo cada una de éstas aprehendida distintivamente por sus propias características. De allí que, de acuerdo con los signos de indicación señalados, se descubre la distinción de las hipóstasis; mientras en tanto se refiere al infinito, lo incomprensible, lo increado, lo incircunscriptible y atributos similares, no hay variabilidad en la Naturaleza dadora de vida, en aquélla, quiero decir, del Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero en ellos se ve cierta comunión indisoluble y continua" (Basilio, Carta 38:4).

 

Estas palabras de la Carta 38 son repetidas enérgicamente una y otra vez por los capadocios para negar la acusación contra ellos de "triteísmo." "Contra aquellos que nos echan en cara que somos triteístas — dice Basilio —, que se les responda que confesamos un solo Dios no en número sino en naturaleza" (Carta 8:2). Y Gregorio Nacianceno, insistiendo en que es "mejor tener una visión magra de la Unidad que aventurarse a una completa impiedad," añadía que "cada una de estas Personas posee la Unidad; no menos con aquella que le está unida (i.e., las otras Personas — divinas) que consigo misma, por razón de la identidad de esencia y poder. Y ésta es la razón de la Unidad, en la medida en que la hemos aprehendido. Si, pues, esta razón es la verdadera, agradezcamos a Dios por el vistazo que nos ha concedido; si no lo es, busquemos uno mejor" (Oración 31 [Sobre el Espíritu Santo] 12:16).

 

"Y cuando digo Dios, quiero decir el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; pues la divinidad no es ni difusa más allá de éstos como para introducir una turba de dioses, ni atada por un círculo más pequeño que éstos, como para que se nos condene por una concepción de la deidad caracterizada de pobre; ni judaizando para salvar la Monarquía, ni cayendo en el paganismo por la multitud de nuestros dioses. Pues de los dos lados el mal es el mismo, aunque se encuentre en direcciones contrarias. Así pues el Santo de los Santos, que está oculto incluso a los serafines y es glorificado por un tres veces repetido "Santo," se encuentra con la atribución" (Gregorio Nacianceno, Oración 45 [Sobre Pascua] 4).

 

Gregorio de Nisa fundaba la unidad de las tres personas en la unidad de sus acciones y operaciones en el mundo. Nosotros —escribía a Ablabio—, siguiendo las sugerencias de la Escritura, hemos aprendido que aquella naturaleza es innominable e inexpresable... De allí que es claro que, con cualquier término que usemos, no es significada la naturaleza divina misma, sino que alguno de sus contornos es dado a conocer" (A Ablabio, Sobre "no tres dioses"). Hemos visto ya que, para Gregorio, los "contornos" de Dios se refieren a sus acciones (enérgeiai).2 Estas acciones son siempre las de las tres personas, y con todo ellas son siempre perfectamente una sola.

 

"Pero en el caso de la naturaleza divina... aprendemos que el Padre no hace nada por sí mismo en que el Hijo no obre conjuntamente; o nuevamente que el Hijo tenga alguna operación especial aparte del Espíritu Santo; sino que cada operación que se extiende desde Dios a la creación ... tiene su origen en el Padre, y procede a través del Hijo, y es perfeccionada en el Espíritu Santo. Por esta razón el nombre derivado de la operación no es dividido respecto del número de quienes la cumplen, porque la acción de cada uno respecto de cualquier cosa no es separada y peculiar, sino que lo que sea que suceda -sea en referencia a los actos de su providencia por nosotros, o al gobierno y constitución del universo- acontece por la acción de los Tres, y con todo lo que acontece no son tres cosas" (Gregorio de Nisa, A Ablabio, Sobre "no tres dioses").

 

Por cuanto cada acción de la Trinidad — y el efecto de cada acción de las tres personas - es una sola acción y un solo efecto, es estrictamente imposible, decía Gregorio, hablar en ningún sentido de "tres dioses."

 

La comunión en la Trinidad.

Una enseñanza fundamental de los capadocios era que los seres humanos, varón y mujer, son hechos a imagen y semejanza de Dios, la Santa Trinidad. La naturaleza humana refleja la naturaleza divina. Y la naturaleza humana está hecha para reflejar no sólo la unidad de la Trinidad sino también la "unión (énosis) de las tres personas." "No hizo los cielos a sus imágenes — escribía Gregorio de Nisa —, ni la luna, el sol, la belleza de las estrellas, ni ninguna otra cosa que sobrepasa todo entendimiento; sólo tú (¡oh hombre!) eres una semejanza de la Belleza eterna... cuya Gloria está reflejada en tu pureza. Nada en toda la creación puede igualar tu grandeza" (Comentario sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 2).

Los capadocios enseñaban también, siguiendo las Escrituras, que los seres humanos han fallado en su llamado. Han manchado su pureza original y desfigurado su belleza primordial. Para referirnos de nuevo a Gregorio de Nisa, ellos han "mirado hacia la serpiente y guardado su imagen," más bien que la imagen de Dios (Comentario sobre el Cantar, Sermón 5). Pero Dios ha actuado para restaurar la imagen, purificar la naturaleza, devolver a los seres humanos al camino apropiado, volverlos a su dignidad original, e incluso mucho más. Dios ha actuado para hacer divinas a sus criaturas, para deificarlas por la acción de Cristo, el Hijo de Dios encarnado, y el obrar del Espíritu Santo, por los cuales habían sido hechas originalmente. Ésta es la doctrina de la deificación (théosis), por la cual los capadocios, y la teología griega en general, son tan bien conocidos. Gregorio Nacianceno proclamaba esto en un sermón para la fiesta de la Teofanía, cuando, luego de recordar cómo los humanos son creados a imagen de Dios, llevando "en sí mismos la magnificencia del Creador-Palabra" desde que Dios ha puesto dentro de ellos un "hálito tomado de sí mismo," continuaba diciendo cómo "la Palabra de Dios... la Luz de la Luz, la Fuente de la Vida e Inmortalidad, la Imagen de la Belleza arquetípica... vino a su propia imagen y tomó la carne por causa de nuestra carne y mezcló consigo mismo un alma inteligente por causa de mi alma, purificando lo semejante con lo semejante, y se hizo hombre en todos los aspectos menos en el pecado" (Oración 38 [Sobre la Teofanía] 13).

 

"Y el que da las riquezas se hace pobre, pues asume la pobreza de mi carne, para que yo pueda asumir la riqueza de su divinidad. Aquel que es pleno se vacía a sí mismo, pues se vacía de su gloria por un corto tiempo, de tal manera que yo pueda participar de su plenitud. ¿Cuál es la riqueza de su bondad? ¿Cuál es el misterio que me rodea? Yo compartía la imagen; no la guardé. Participa de mi carne para poder tanto salvar la imagen como hacer la carne inmortal. Comunica una segunda comunión mucho más maravillosa que la primera, ya que entonces impartió la naturaleza mejor, mientras ahora él mismo participa de la peor. Ésta es una acción más semejante a Dios que la primera, esto es más elevado a los ojos de todos los hombres de entendimiento" (Gregorio Nacianceno, Oración 38 [Sobre la teofanía] 13).

 

Gregorio continuaba su enseñanza en un sermón para Pascua, que llamaba "la Pascua en honor de la Trinidad." Decía que, "creados para ser felices," y "echados a causa de que transgredimos," nosotros "necesitábamos un Dios encarnado, un Dios condenado a muerte, para que nosotros pudiésemos vivir" (Oración 45 [Sobre Pascua] 2:28).

 

"Hemos sido condenados a muerte con él, para que podamos ser limpiados. Resucitamos nuevamente con él porque habíamos sido condenados a muerte con él. Fuimos glorificados con él, porque resucitamos de nuevo con él. Muchos en verdad son los milagros de aquel tiempo: Dios crucificado, el sol oscurecido... la sangre y el agua de su costado... las rocas hendidas... los muertos resucitados... los signos en el sepulcro que nadie puede celebrar dignamente; y con todo ninguno de éstos es igual al milagro de mi salvación. Unas pocas gotas de sangre recrean el mundo entero y llega a ser para todos lo que el cuajo es a la miel, atrayéndonos y comprimiéndonos en la unidad" (Gregorio Nacianceno, Oración 45 [Sobre Pascua] 28-29).

 

El teólogo completaba su predicación sobre la deificación de las personas humanas dentro de la unidad de la Trinidad en un sermón para Pentecostés en el que enfatizaba la obra del Espíritu Santo, cuya deidad proclamaba claramente, y a quien honraba plenamente con el título de "Dios." (Oración 3[Sobre el Espíritu Santo] 10).

 

"El Espíritu Santo siempre existió, y existe, y existirá siempre... Siempre estuvo siendo participado, pero no participando; perfeccionando, sin ser perfeccionado; santificando, sin ser santificado; deificando, sin ser deificado; siempre el mismo consigo mismo y con aquellos con quienes está en línea... el Espíritu de adopción, de verdad, de sabiduría, de entendimiento, de conocimiento, de bondad, de coraje, de temor... por el cual el Padre es conocido y el Hijo es glorificado; y por quien solo él mismo es conocido..." (Gregorio Nacianceno, Oración 61 [Sobre Pentecostés] 9).

 

Basilio era reacio a afirmar claramente que el Espíritu es Dios. Pero respondió al reproche de Gregorio y demostró cuidadosamente la divinidad del Espíritu Santo en su tratado dedicado a ese fin, en el cual proclamaba también claramente el poder deificante del Espíritu:

 

"Por el Espíritu Santo llega nuestra restauración al paraíso, nuestra ascensión al Reino de los cielos, nuestra adopción como hijos de Dios, nuestra libertad para llamar a Dios nuestro Padre, nuestro llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, siendo llamados hijos de la luz, compartiendo la gloria eterna, y, en una palabra, nuestra herencia de la plenitud de la bendición, tanto en este mundo como en el mundo por venir" (Basilio, Tratado del Espíritu Santo 36).

 

Gregorio de Nisa identificaba el Espíritu Santo con el reino (o la realeza) de Dios. En su Comentario sobre la Oración del Señor decía simplemente que "el Espíritu Santo es el reino." (Sermón 3). En otras partes afirma que "el que unge es el Padre; el ungido es el Hijo; y la unción misma, el "aceite de la alegría," es el Espíritu Santo" (Sobre el Espíritu Santo). Los que pertenecen a Cristo son ungidos junto con Él por el Espíritu de Dios y llegan a ser hijos de Dios, "dioses" por la gracia. Ésta es la enseñanza capadocia sobre la comunión de los seres humanos con Dios y, en verdad, dentro de la divinidad: la unión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

Al igual que Dios, a cuya imagen son hechos, los seres humanos no son pensados para ser individuos separados en una mutua relación externa. Tampoco son llamados a existir como "colectividad" sin un "estar" o integridad personal. Están hechos más bien, igual que su Creador, para ser personas en comunidad, hipóstasis distintas en una identidad de naturaleza, llamados a una unión perfecta — y, según Gregorio de Nisa, incluso más perfecta — del ser y de la acción en el cumplimiento de todas las virtudes, la más grande de las cuales es el amor. Tal perfección, enseñaban los capadocios, es posible sólo por el poder del Espíritu Santo. Y los mismos capadocios, muchos pretenderían, serían la prueba más segura de que tal perfección para las personas humanas es real.

 

"Sólo cuando una persona ha sido purificada de la vergüenza de su maldad, y ha vuelto a su belleza natural, y la forma original de su Imagen real ha sido restaurada en él (por medio de Cristo), le es posible aproximarse al Paráclito. Entonces, igual que el sol, te mostrará en él mismo la imagen de lo invisible, y con ojos purificados verás en esta imagen bendita la belleza inexpresable de su Prototipo. Por medio de él los corazones son levantados, los débiles son sostenidos de la mano, y los que progresan son llevados a la perfección. Brilla sobre aquellos que están purificados de toda mancha, y los hace personas espirituales por medio de la comunión con él. Cuando un rayo de sol cae sobre una sustancia transparente, la sustancia misma se hace brillante e irradia luz de sí misma. Así también las almas portadoras del Espíritu, iluminadas por él, se hacen finalmente ellas mismas espirituales y su gracia es enviada hacia otros. De esto vienen el conocimiento del futuro, el entendimiento de los misterios, la aprehensión de las cosas ocultas, la distribución de dones maravillosos, la ciudadanía celestial, un lugar en el coro de los ángeles, gozo sin fin en la presencia de Dios, el llegar a ser como Dios y, el más alto de todos los deseos, el llegar a ser Dios" (theón genésthai; Sobre el Espíritu Santo 23).

 

4. "La Trinidad" en el cristianismo Latino...

Mary T. Clark.

La oración cristiana temprana indica una primitiva y no desarrollada conciencia de fe en el Dios trinitario por parte de los cristianos que experimentaban una triplicidad en el trato revelado de Dios para con ellos. Reconocían la obra creadora, redentora y santificadora de Dios, Cristo y el Espíritu, nombrándolos litúrgica y privadamente en la oración. Esta devoción al Padre, Hijo y Espíritu Santo era visible en la liturgia eucarística, que era trinitaria, en los ritos bautismales y otros ritos sacramentales, que invocaban la Trinidad en el contexto de la comunidad cristiana; y en las varias doxologías del Nuevo Testamento y en las liturgias. Con todo, las fórmulas triádicas usadas al confesar a Dios no se originaron como afirmaciones de que Dios es una Trinidad. Los primeros cristianos no tenían conciencia de conceptos como naturaleza, persona o hipóstasis. Sólo a partir del siglo III los cristianos se concentraron teológicamente en la igual divinidad de los tres. La especulación teológica fue el intento inevitable de entender la fe, una comprensión que evolucionaba lentamente y no siempre de forma exacta.

Tal especulación estaba basada en la revelación hecha por Cristo acerca de su Padre divino y de la promesa del envío del Espíritu divino. En el cristianismo, el término "espiritualidad" es el más apto para indicar, no la vida filosófica, sino la vida en el Espíritu que hace posible la oración "Abbá, Padre" (Rm 8:14-17). La unión con Cristo en el Espíritu Santo, en quien llegamos a ser hijos del Padre, es el fundamento de la oración y la vida cristianas.

Este hecho provee algo de discernimiento respecto del significado de la Trinidad para la espiritualidad cristiana. La diversidad en Dios revelada por Cristo está profundamente relacionada con las aspiraciones básicas de la persona humana de apertura a lo trascendente, de diálogo interpersonal con Dios, y de vivir en Dios siempre y en todas partes. Nadie va al Padre excepto a través del Hijo, y tampoco puede alguien reconocer al Hijo excepto en el Espíritu (Jn 14:7; 15:27). Vemos aquí cuan necesarias son las tres personas divinas para la autenticidad de la experiencia religiosa cristiana.

La Trinidad es la piedra angular teórica del cristianismo. Dentro de la Trinidad está sintetizada la economía u orden de las acciones de Dios en favor de la raza humana: creación, salvación, glorificación. Aunque estas funciones ayudan a distinguir al Padre del Hijo, y a ambos del Espíritu Santo, la revelación de la generación del Hijo del Padre ingénito y la procesión del Espíritu Santo nos permiten saber que la constitución de las personas divinas se da por relación. La Trinidad es vista entonces como el paradigma de la interrelación de todas las cosas y de la unidad básica de la realidad.

La Trinidad tiene, por lo tanto, un significado práctico. La espiritualidad trinitaria denota ciertas actitudes básicas que son evocadas por la realidad de Dios como Padre, Hijo y Espíritu, a saber, silencio ante lo Inefable, amor-obediencia junto con el Hijo hacia el Padre, experimentar a Dios-Espíritu en todas las cosas. Algunas tradiciones religiosas enfatizan una de estas actitudes más que otras. En el mundo cristiano antiguo, la actitud prevaleciente era la de unión con Cristo en amor y obediencia al Padre. Pablo hablaba de Cristo como la imagen del Padre (Col 1:15). En el relato de la creación del Génesis leemos: "Y dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" (Gn 1:26). Los Padres orientales, siguiendo a Ireneo, usaban "imagen" para denotar los poderes naturales y "semejanza" para los dones sobrenaturales. Dentro del concepto agustiniano de imagen, había no sólo derivación del Dios trinitario, sino también una semejanza implícita y una nota dinámica de tendencia hacia el Principio-Ejemplar. El retorno a Dios por la semejanza era la meta de la espiritualidad trinitaria. Algunos teólogos, en especial Mario Victorino, siguiendo a Pablo (Rm 8:29), enseñaban que, puesto que Cristo es la imagen del Padre, los seres humanos creados a imagen de Dios estaban creados a imagen de Cristo. Otros, como Agustín, siguiendo a Génesis 1:26, interpretaban que la creación por la Trinidad era una creación a imagen de la Trinidad.

Este tema de la imagen enfatiza las connotaciones prácticas de la doctrina de la Trinidad. Aquí encontramos la vocación humana a la deificación, una afinidad por naturaleza y gracia a la unión con Dios. La noción agustiniana de imagen, como ya hemos dicho, no sólo se refiere a la imagen natural de la Trinidad en el alma, sino también a su tendencia dinámica hacia el Dios trinitario, un llamado a la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y con todos aquellos invitados por creación a entrar en la misma comunión. Aunque esto está basado en la capacidad natural de recordar, comprender y amar a Dios, es la gracia de Dios o el don de fe, esperanza y caridad lo que actualiza esta capacidad. El alma tocada por la gracia es la verdadera semejanza de la Trinidad. La perfecta semejanza sólo será lograda en la resurrección, según Victorino (Contra Arrio 1:19). La interconexión entre este tema de la imagen y el tema de la Trinidad está enfatizada en la enseñanza de Agustín de que el ser humano es capax Trinitatis, porque siempre llevamos dentro de nosotros una imagen de la Trinidad (La Trinidad 14:8-11).

En lugar de ofrecer la historia del desarrollo teológico de la doctrina de la Trinidad, cosa que puede encontrarse en cualquier otra parte, consideraré a las principales figuras representativas de la unión entre la doctrina de la Trinidad y la doctrina de la imagen, a causa del significado de esta unión para la espiritualidad occidental. Estos representantes son Mario Victorino, Agustín de Hipona y Ricardo de San Víctor: un laico, un obispo y un canónigo.

 

Mario Victorino.

Mario Victorino Afer (281-ca. 365) no sólo se benefició con el pensamiento de los Padres griegos sino también con las reflexiones de Tertuliano (160-ca. 220) y de Hilario de Poitiers (315-ca. 358).

Tertuliano, un africano influenciado por los apologistas griegos y por la enseñanza de Ireneo sobre el misterio divino, enseñaba que Dios es Trinidad y unidad. La clave para su teología es la noción estoica de naturaleza. En su obra sobre la Oración, el primer tratado trinitario formal que tenemos, recomendaba orar tres veces al día en honor de la Trinidad. Consideraba la encarnación como el camino de la salvación porque abre una participación en las relaciones recíprocas de las divinas personas. La proyección de la Palabra en el mundo no la separó de Dios, ni Dios fue dividido por las varias misiones. En la Trinidad, la unidad no es destruida sino distribuida. Tertuliano introdujo términos legales en la teología, pero usó también palabras y metáforas ordinarias. Tenía una vivida comprensión del Padre como fuente de la vida, del Hijo como agente de la vida y del Espíritu Santo como dador de la vida. Para denotar este orden usaba estas imágenes: arraigado en el Padre, el Espíritu Santo es el fruto recogido de la rama (el Hijo); o el Padre es la fuente, el Hijo el río y el Espíritu Santo la corriente; o el Padre es el sol, el Hijo es su rayo cuya cima (apex) es el Espíritu Santo, portador de calor y de vida. Tales símbolos eran comunes en la tradición, pero describen inadecuadamente la igualdad de los tres (Tertuliano, Contra Práxeas 8). Tertuliano apreciaba profundamente el papel del Espíritu. Creía que el Espíritu venía del Padre por medio del Hijo para otorgar la amistad con Dios. Sólo si el Hijo y el Espíritu son verdaderamente Dios, los cristianos reciben realmente la vida divina para hacer de la amistad una realidad. En su teología de la unidad y de la Trinidad, ascendía Tertuliano de las acciones de Dios a la vida inmanente de la Trinidad y luego a la dignidad de la vida humana como capacidad para la vida de Dios a través del Espíritu.

Hilario de Poitiers rehusó repudiar a Atanasio, como fue mandado por el emperador Constancio, quien favorecía el arrianismo. Hilario fue, por lo tanto, desterrado a Frigia, donde se enteró de las controversias en la Iglesia oriental respecto del homooúsion o la consubstancialidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Allí escribió La Trinidad, a partir del deseo, para él y para otros, de una auténtica vida de oración, honrando a Dios como es, no solo sino triple. Escribió con ardor apostólico, convencido de que la fe en la Trinidad era la fuente de la salvación. Por lo tanto, argumentó contra tres herejías prevalecientes: 1) el subordinacionismo o doctrina de Arrio de que el Hijo era una criatura de Dios; 2) el modalismo o doctrina de Sabelio de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran meramente tres nombres diferentes para una y la misma persona divina; 3) el focianismo o negación de Fotino de la preexistencia del divino Cristo. Arrio había razonado que, puesto que el Padre solo es ingénito, por tanto él solo es Dios eterno y verdadero; Arrio concebía a Dios como esencialmente ingénito. Aunque Arrio había muerto en el 335, los nuevos representantes de su herejía subordinacionista fueron Ursacio de Singidunum y Valente de Mursa. En su tratado guarda conjuntamente Hilario el acento niceno sobre la consubstancialidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, con el énfasis en el estatus especial del Padre que se encuentra en Orígenes, Tertuliano y los capadocios. Aprendió Hilario de los Padres griegos a hablar de un único Dios en tres, cada uno de los tres conteniendo el uno al otro (circumincesión o perijóresis). Aunque las herejías a las que se oponía le hacían argumentar en favor de la divinidad del Hijo, Hilario enseñaba que el Padre y el Hijo daban testimonio de la divinidad del Espíritu Santo, y señalaba también las indicaciones de la Trinidad en el Antiguo Testamento, las que, sin embargo no llegaron a ser evidentes hasta después de la revelación de la Trinidad en el Nuevo Testamento. Creía que la gente debería ser convencida fácilmente de la realidad de la Trinidad por el testimonio del Señor en Mateo: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28:19; Hilario, La Trinidad 2:1).

Hilario llamaba al Padre la fuente de todas las cosas; al Hijo, el unigénito por medio del cual son todas las cosas; y a su Espíritu, el don en todos los creyentes. Distinguía entre Dios, que por naturaleza es Espíritu y por tanto es omnipresente, y el Espíritu Santo como don a los creyentes que los capacita para conocer a Dios y para adorarlo en espíritu y en verdad. El Espíritu como don a los creyentes es plenamente Dios y omnipresente (La Trinidad 2:31-32). El Espíritu guía a las personas a la verdad. Este don es ofrecido a todos pero debe ser libremente aceptado y luego guardado por la fidelidad a los mandamientos de Dios. Con este don vienen la esperanza y la victoria sobre de temor a la muerte.

Mario Victorino, un orador romano nacido en África, tuvo una educación clásica y filosófica, y escribía tanto en griego como en latín. La historia de su conversión al cristianismo se cuenta en el libro octavo de las Confesiones de Agustín. Había respondido tempranamente al llamado neoplatónico a la vida interior del conocimiento, un llamado a vivir intelectualmente, más bien que en forma material. Encontró en la tríada neoplatónica del esse, vivere, intelligere una imagen trinitaria en el alma. Como teólogo cristiano, usó esta tríada para demostrar contra Arrio y los semiarrianos la presencia recíproca y la igualdad del ser, de la vida y del entendimiento, en que el Padre como ser es la fuente de la vida que sale (el Hijo) y del regreso por el entendimiento (el Espíritu Santo). Cristo es la vida universal, trayendo al mundo sensible una vida más elevada y el conocimiento de Dios para llevar a la gente a Dios. Después de la muerte de Cristo, el Cristo oculto continúa actuando en el Espíritu Santo, principio del retorno a Dios por el conocimiento. El regreso contemplativo viene de la presencia del Espíritu Santo en la persona humana que está abierta a la vida trinitaria de amor. Este amor en cascada dentro de la Trinidad es el gran kerygma de la encarnación, la revelación de "cómo Dios amó al mundo." Victorino leía esta condescendencia divina en Juan y Pablo, y la sintetizó con lo que había aprendido de los neoplatónicos sobre la vocación humana. En su primer libro Contra Arrio escribía:

 

"Pues éste es un gran misterio: que Dios "se anonadó a sí mismo cuando estaba en la forma de Dios," luego, que sufrió, primero al estar en la carne y compartir la suerte del nacimiento humano y ser levantado en la cruz. Estas cosas, sin embargo, no serían maravillosas si él hubiese venido sólo del hombre o de la nada, o de Dios por la creación. Pues ¿qué significaría "se anonadó a sí mismo" si no existía antes de estar en la carne? ¿Y qué era? Dijo "igual a Dios." Pero, si fuera creado de la nada, ¿cómo es igual? Por eso es "un gran misterio" que fue manifestado en la carne (1:26).

 

Es el misterio de las misiones trinitarias. Incluye no sólo el descenso de la vida divina por medio del Hijo al mundo, a las almas en el bautismo, sino también el ascenso del alma al Padre por la contemplación por medio del Espíritu:

 

"Pues las tinieblas y la ignorancia del alma, violadas por los poderes materiales, tenían necesidad de la ayuda de la luz eterna de tal manera que el logos del alma y el logos de la carne, después de destruir la corrupción por el misterio de aquella muerte que lleva a la resurrección, podrían así levantar almas y cuerpos bajo la guía del Espíritu Santo a las inteligencias divinas y dadoras de vida, elevados por el conocimiento, la fe y el amor" (Victorino, Contra Arrio 1.48).

 

El papel del Espíritu Santo en la Trinidad y en el alma bautizada fue más tratado por Victorino que por sus predecesores. Llamando al Espíritu Santo "el principio femenino en la Trinidad," hablaba del Espíritu como el principio de identidad de las tres substancias divinas. Para los cristianos el Espíritu es también el principio de la unión con Dios. La vida ascética nos separa del conocimiento sensible para unirnos con el Espíritu divino de sabiduría y revelación. La fe es el conocimiento de Dios dado por el Espíritu, una primera resurrección a la vida divina, preparando para la sabiduría. El alma, predominantemente como vida, es una imagen del Hijo, quien es la imagen del Padre. En la acción cristiana el alma llega a ser semejante a Dios. Para llegar a ser semejante al Dios trinitario, el alma necesita una cualidad social, la caridad que conduce a la contemplación o conversión al Padre.

Como sus predecesores, Victorino enseñaba que todas las actividades divinas ad extra eran cumplidas por la Trinidad como unidad y que con todo reflejaban la triple esencia:

 

En los Tres

una triple acción

pero sólo una,

¡oh bienaventurada Trinidad!

(Himno 3)

 

Agustín.

Agustín (354-430) incorporó el neoplatonismo por medio de algunas traducciones latinas hechas por Victorino; con todo, la teología trinitaria de este último no parece haber influenciado la de Agustín. En su espiritualidad, sin embargo, tanto Victorino como Agustín veían el ser de la persona humana hecha a imagen de Dios como la clave de una vocación divina. Aunque Victorino hablaba de esto como una vocación a la semejanza con Cristo a causa de la afirmación de Pablo de que Cristo es la imagen del Padre, Agustín se aplicó a decir que el ser humano es hecho a imagen de la Trinidad y es llamado a la re-formación de esa imagen, que fue deformada por el pecado original. La fe enseña que, si pensarnos en aquella imagen de la que está escrito "hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza," no a mi imagen o a tu imagen, debemos creer que los seres humanos fueron hechos a la imagen de la Trinidad (Agustín, La Trinidad 14:19-25). Además, la trinidad de la mente humana es la imagen y semejanza de Dios, no porque la mente se recuerda, se entiende, se ama, sino porque recuerda, entiende y ama a su Creador. Y al hacerlo alcanza la sabiduría (Agustín, La Trinidad 14:12-15) Por cuanto Adán fue creado a esta imagen y semejanza, todo hijo de Adán es capax Dei. La fe, la esperanza y la caridad restaurarán la semejanza, trayendo gradualmente la pureza de corazón y la paz. Sólo el puro de corazón verá a Dios, y sólo los hacedores de la paz participarán en su sabiduría. Uno procede de la fe al amor, del ver la imagen de Dios Trinidad en la mente a ver a Dios en su imagen, el ser humano. La semejanza con Dios nos capacita para verlo, pero oscuramente, como en un vidrio, no cara a cara.

Esta creación a imagen de la Trinidad es un llamado a la intimidad y comunión divinas. Agustín usaba algunas veces el lenguaje del "reditus" o retorno para indicar la introversión en contraste con la preocupación por el mundo sensible, más a menudo para indicar la semejanza con Dios o aquel estado primordial de perfección de gracia a la que el alma ansia volver, la clara manifestación en la imagen de su Ejemplar, a aquella realidad de la intimidad con la Trinidad otorgada por Dios, pensada por Dios y expresada como la sabiduría, el conocimiento y el amor de Dios, la vida feliz del gozo "en ti y a ti y a causa de ti," un gozo en la verdad, esto es, en Dios. (Agustín, La vida feliz 1:4-35).

La propia conversión de Agustín fue su re-formación por los dones de la fe y la caridad. La capacidad para la semejanza con Dios es realizada a través del Hijo pero se refiere a la Trinidad. Si el alma es hecha a imagen del Hijo de Dios, como enseñaba Pablo, entonces es hecha realmente a imagen de la Trinidad, puesto que Cristo dijo: "El Padre y yo somos uno." La imagen puede ser reformada sólo por la Trinidad que originalmente hizo a Adán a imagen de Dios en santidad y justicia. La Trinidad reforma a las personas no sólo para la intimidad con las tres divinas personas sino igualmente para la comunidad cristiana, una comunidad sólo alcanzable por la fe y la caridad.

El movimiento de retorno a Dios es iniciado por la Palabra de Dios, quien, al recibir todo del Padre en amor, retorna todo en amor. Amor es el nombre especial del Espíritu pero, puesto que Dios es amor y Dios es Trinidad, el Padre es amor como lo es el Hijo. Como amor, el Padre es el principio de la creación y de la providencia; como amor, la Palabra es el principio de la conversión e iluminación; y el Espíritu en cuanto principio del amor es el principio del retorno al Padre. La intimidad amorosa con la Trinidad es la verdadera sabiduría contemplativa, y la sabiduría es la verdadera y única imagen de Dios, un proceso dinámico de participación en Dios, la sociedad y el mundo a través del amor. En la intimidad con las divinas personas, el alma alcanza la semejanza con la sabiduría y participa de la acción divina creadora y providencial, acción iluminadora y amorosa.

La imagen, según Pablo (1Co13:12), es un espejo que refleja más o menos perfectamente a Dios. Pero, por cuanto la imagen está localizada en los actos intelectuales de recordar, entender y querer, no hay aquí sugerencia de una imagen material como una fotografía sino más bien de una actividad dirigida a Dios trino por la Trinidad. Vendrá el día de la transformación cuando uno sea "cambiado a su semejanza de un grado de gloria a otro; pues esto viene del Señor que es Espíritu" (cf. 2 Co 3:18). Esto es interpretado por Agustín como referido al progreso espiritual, cuando dice: "Esto es lo que tiene lugar en aquellos que están haciendo progreso constantemente día a día" (Confesiones 7:10). Y así oraba: "Que te recuerde, te comprenda y te ame. Aumenta estos dones en mí hasta que me hayas reformado completamente" (La Trinidad 14:17:23).

Agustín meditaba constantemente en el misterio de la encarnación, pero esto no significó nunca que no considerara el misterio de la Trinidad importante para la vida espiritual. Los dos misterios están íntimamente conectados. Cristo encarnado vivía su vida trinitaria. El Espíritu Santo lo llevó al desierto para hablar con su Padre. Y Cristo hizo conocer a sus seguidores la existencia de la Trinidad, como hace la Iglesia en cada bautismo, consagrando cada uno a estos tres en cuanto relacionado uno con otro. Como Victorino, Agustín estaba anonadado por el amor de Dios a las criaturas, y veía esto como un reflejo de la vida de amor dentro de la Trinidad.

Influenciado por los Padres latinos y griegos, especialmente por Gregorio Nacianceno, Agustín desarrolló una teología trinitaria distintiva. El Hijo es la expresión substancial perfecta del Padre, la generación de su autoconocimiento; el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por espiración, un beso compartido. Por lo tanto, el Espíritu procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Del Padre como fuente, el Hijo posee el poder de enviar el Espíritu en Pentecostés. Padre e Hijo se encuentran en un amor común a ambos: el Espíritu Santo. Aunque enfatizaba cómo las misiones visibles (la encarnación y el Espíritu tomando forma corporal en el bautismo de Jesús y en Pentecostés) nos hacen conscientes de las relaciones divinas, Agustín estaba más preocupado por cómo la vida espiritual de los cristianos es transformada por las misiones invisibles, la inhabitación de las personas triunas en las almas de los justificados. Sabía de esta presencia del Hijo por Juan y Pablo (cf. Jn 14:23; 17:23; Ga 2:20; Rm 8:10; Ef 3:17), y de la presencia del Espíritu Santo por Pablo. (cf. 1 Co 6:19; 12:11; Ga 4:6).

La Trinidad está presente para realizar por su propia comunión la amistad de las personas con Dios y de unos con otros. El misterio de la Paternidad es el misterio del autodonarse, el éxtasis, la kenosis. Él se entrega completamente como Padre del Hijo y exhala el Espíritu, amor substancializado. Todas las cosas son conocidas en su Palabra y creadas en su Amor, el Espíritu Santo. El Hijo revela el Padre a las criaturas, y en los corazones de los fieles el Espíritu planta un espíritu de hijos adoptados de tal modo que puedan conocer y clamar a su Padre en los cielos. El Hijo glorifica al Padre, el Espíritu glorifica al Hijo (cf. Jn 16:14) y derrama el amor en los corazones de los creyentes. La disponibilidad a ser continuamente creados por Dios a su imagen y semejanza es el comienzo de la perfección cristiana. Como el Hijo, debemos recibir todo del Padre, y como el Padre, debemos hacer donación de nosotros mismos, abandonando la propia voluntad para que llegue a estar disponible a Dios en la oración y al prójimo en el servicio igual que Cristo, que lavara los pies de sus apóstoles (cf. Jn 13:14-17), e igual que el Espíritu, glorificando por siempre al Padre y al Hijo.

El valor de la teología trinitaria de Agustín para la espiritualidad cristiana reside en su reflexión sobre la creación de Adán a imagen de la Trinidad y sobre el amor como el fundamento del relacionarse trinitario en la comunidad. Hizo de la relación no meramente un instrumento teológico para explicar la Trinidad sino la cuestión central de la vida cristiana. Bajo la influencia de Pablo, Agustín citaba la caridad como el fin fundamental de la vida contemplativa. Aunque Victorino fue el primer teólogo en elaborar la consubstancialidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, identificaba el Espíritu Santo con el conocimiento, mientras que Agustín se concentraba en la función unificadora del Espíritu en la Trinidad como expresión de la centralidad del amor en la vida cristiana. Fue el primero en identificar explícitamente el Espíritu Santo con el amor (La Trinidad 9:12-17).

 

"Por lo cual también el Espíritu Santo subsiste en esta misma unidad e igualdad de substancia. Pues ya sea él la unidad entre ambos, o su santidad, o su amor, o que sea la unidad porque él es la santidad, es obvio que él no es uno de los dos. A través de él ambos están unidos; por él el engendrado es amado por el engendrador, y a su vez lo ama quien lo engendró; en él preservan la unidad de espíritu por medio del lazo de la paz (Ef 4:3) no por la participación sino por su propia esencia, no por el don de alguien superior a sí mismos sino por su propio don. Y somos mandados por la gracia a imitar esta unidad, tanto en nuestras relaciones con Dios como entre nosotros mismos. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los profetas" (cf. Mt 22:37-40; Agustín La Trinidad 6:5-7).

 

El constituir la imagen de la Trinidad no queda confinado a las actividades de la mente. Requería una síntesis del conocimiento, del amor y de la acción. Las relaciones reales dentro de la Trinidad son el paradigma para la vida cristiana, que es la vida en comunidad de los seres humanos reales. Todas las cosas materiales, todas las acciones y todo el conocimiento natural deben ser usados al servicio del amor. Comentando sobre las epístolas de Juan y de Pablo, decía Agustín: "La caridad es el alma de las Escrituras, la virtud de las profecías, la salvación dada por los sacramentos, el fundamento del conocimiento, el fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los que mueren." (Comentario a la Primera Carta de Juan 5:7; Comentario a la Epístola a los Galatas 4:5).

La apertura al Espíritu para el fortalecimiento del amor formará la comunión de los santos. La comunidad cristiana es universal, más bien que exclusiva; tiene una sola mente y un solo corazón. La comunidad descrita en los Hechos de los Apóstoles inspiró la Regla de Agustín para la vida monástica. Consideraba a los monasterios como centros para la educación del amor, con el fin de realizar una más perfecta imagen de la Trinidad en respuesta a la oración de Cristo: "Para que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno" (Jn 17:22-23).

 

Ricardo de San Víctor.

La espiritualidad trinitaria permea la enseñanza de Ricardo de San Víctor (m. 1173), quien perteneciera a la comunidad fundada en París por Guillermo de Champeaux. Hugo de San Víctor fue el espíritu movilizador del misticismo especulativo y afectivo de la Abadía de San Víctor. Ricardo sistematizó las doctrinas místicas de Hugo y llegó a ser un maestro espiritual de la Edad Media. La inspiración para el ascenso místico a la Trinidad, primordialmente a través del amor que responde a la presencia de Dios en el alma humana, era agustiniana, una influencia que alcanzó a Alejandro de Hales y a Buenaventura a través de los Victorinos.

En La Trinidad de Ricardo de San Víctor vemos la devoción religiosa estrechamente unida a la comprensión de la fe. Su teología manifestaba su fe y expresaba su personal asimilación del credo a su vida. Ricardo recomendaba a los jóvenes religiosos de la Abadía de San Víctor este camino a una unión más estrecha con Dios. La autoridad era usada más como un comienzo que como un final del pensamiento, y éste mismo se daba por el bien del amor. Influenciada por Agustín, Dionisio, Boecio, Anselmo y Casiano, la teología trinitaria de Ricardo era, sin embargo, original. La intuición metafísica fundamental que guiaba su pensamiento — derivada de Anselmo — era que Dios es la existencia perfecta. Pero Ricardo, inspirado por Juan y por Agustín, fue más allá que Anselmo y llamó "caridad" a la propiedad más perfecta del Ser más perfecto.

La caridad perfecta requiere una trinidad de personas: el amor de amistad requiere otra persona, pero el perfecto amor de amistad implica a un tercero para compartir la mirada con la que el que ama abraza al ser amado y es mirado por el amado tal como el amado es mirado por él. Así, al "amor mutuo" del Padre y el Hijo citado por Agustín, Ricardo agregaba el "amor compartido"; el que ama desea compartir con una tercera persona su propio gozo en el amado. El que ama también desea que el amado comparta la clase de amor que es darse completamente, y no sólo un retorno del amor; de esta forma, el Hijo da su totalidad al Espíritu Santo, como el Padre dio su totalidad al Hijo (Ricardo de San Víctor, La Trinidad 3,19). El amor de dos personas no es meramente mutuo, sino que une en un solo amor, un amor en común por otro que los establece en la unión más profunda posible.

El amor compartido, la característica del amor perfecto, no está presente en la Trinidad a no ser que haya una tercera persona. Así, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Las propiedades personales están limitadas a las tres clases de amor: gratuito, receptivo-gratuito, receptivo. Dar es la propiedad personal del Padre ingénito, recibir es la propiedad que distingue la persona del Hijo, quien también da al Espíritu Santo, el cual es totalmente receptivo del Padre y del Hijo, de los cuales procede simultáneamente. El Padre es dador, el Hijo es receptor y dador, el Espíritu Santo es don, como había percibido Hilario de Poitiers. Distinguidas por sus relaciones de amor, las personas divinas están constituidas por sus orígenes.

En Ricardo la comprensión, por la fe, de Dios como Trinidad ilumina la experiencia del amor interpersonal como auto-trascendente. La vida espiritual empieza en el amor carnal que es gradualmente liberado en la caridad perfecta, un amor del otro como otro y, al mismo tiempo, uno con uno mismo. Pero para que el amor natural sea deificado es necesario que haya participación en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es no sólo don dentro de la Trinidad sino también don a las almas humanas, urgiéndolas a volverse hacia Dios en lo que sólo puede ser "amor que responde." La acción del Espíritu sobre el espíritu humano lo transforma a la semejanza del Espíritu (Amor) como el fuego transforma el hierro (Ricardo de San Víctor, La Trinidad 6:14). Esta unión transformadora con el Espíritu Santo lleva al matrimonio espiritual y hace a las almas humanas fructíferas en obras de amor.

El amor interpersonal en la Trinidad ilumina lo que se espera del amor humano, que es una imagen de Dios. Más que ser meramente la fuente de satisfacción individual, el amor está hecho para ser la fuente de comunidad expresada por la comunicación y la reciprocidad.

Ricardo expresaba aquella espiritualidad vivida por los muchos que reconocían en la Trinidad el ejemplo del amor comunitario de los auténticos cristianos. Los cristianos son bautizados no sólo en el nombre de la Trinidad sino que son bautizados dentro de la comunidad creyente que refleja la Trinidad por la caridad. Son llamados a fortalecer ese reflejo, ayudados por la eucaristía, que no es solamente una celebración de la comunidad sino también una liturgia trinitaria que promueve la comunidad como apertura al Espíritu de amor, no excluyendo a nadie.

La vida espiritual de los cristianos antiguos y medievales fue un esfuerzo absorbente para volver al Padre con el Cristo resucitado. La espiritualidad no significaba inmaterialidad, un repudio de la mitad de la naturaleza humana, el cuerpo. Era una comunión con el Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo, y de unos con otros por un amor compartido a Dios. El martirio y el monaquismo eran fuerzas positivas más que negativas. Capacitaban a los cristianos a identificarse con Cristo en su pasión y muerte, y a entrar en la vida trinitaria por la contemplación y el amor. El Espíritu de amor, al proceder de la unión del Padre y del Hijo, es creador de comunidad, uniendo todo al Padre y al Hijo y a unos con otros. Ésta es la gran misión. La vida espiritual no es una huida del "solo al Solo," sino un relacionarse con todos en la manera triple del Padre, Hijo y Espíritu. Incluye la interioridad de la apertura a la generosidad del Padre, a la sabiduría del Hijo, al amor del Espíritu que se expresa en comunidad. Esto fue observado tempranamente por Tertuliano, cuando decía: "Vean a estos cristianos, cómo se aman unos a otros" (Apología 39).

La espiritualidad trinitaria manifestada en la oración y en las actitudes de los cristianos precedió y siguió al desarrollo del dogma de la Trinidad. La divinidad de Cristo estaba firmemente enraizada en la creencia cristiana cuando las epístolas y los Evangelios estaban siendo escritos (cf. Hb 1:8-9; Jn 1:1; 1:18; 20:28; 1 Jn 5:20; Tt 2:13; Rm 9:4; 2 Ρ 1:1). El Nuevo Testamento se hace eco de la tradición oral de la fe en Jesucristo el Redentor, quien declara ser el único Hijo para el Padre, uno con el Padre, y con el Padre enviando el Espíritu. La tradición oral y escrita estaba expresada en el credo romano del siglo II, transmitido como el credo de los apóstoles, reproducido en forma temprana en la Didajé del siglo I o II, y en el siglo II en la Apología y el Diálogo con el judío Trifón de Justino Mártir. El movimiento desde esta expresión simbólica a una expresión conceptual tuvo lugar en Nicea (325) donde, en oposición a Arrio, se declaró que el Hijo es consubstancial con el Padre porque todo lo verdadero del Padre es verdadero del Hijo, excepto que el Hijo no es el Padre. Pablo enseñaba que el Espíritu no es menos que Dios (Rm 8:14-18) y Juan indicaba la personalidad y la divinidad del Espíritu Santo, el otro Paráclito (Jn 14:16; 5:26; 16:7). Esta divinidad del Espíritu, verificada en la devoción y simbolizada en la Escritura, fue conceptualizada por Atanasio y Victorino, y formulada como dogma en el concilio de Constantinopla (381), que completó la definición de la Trinidad empezada en Nicea. La fe de los cristianos en el Padre, la Palabra y el Espíritu se expresaba primero en la oración, la actitud y la acción; y sólo más tarde fue articulada en el dogma de la Trinidad: lex orandi, lex docendl.

Tal como las formulaciones conciliares y dogmáticas no pretenden abarcar la totalidad de la realidad divina, decir todo lo que puede ser dicho, así la espiritualidad que suscitan no debería sucumbir a la complacencia. El esfuerzo de vivir lo que ha sido comprendido a partir de la revelación de Dios en cualquier época no remueve el misterio de la Trinidad, que siempre fundamentará una experiencia apofática del Padre al mismo tiempo que un desarrollo incesante en la teología afirmativa, haciendo surgir actitudes espirituales cada vez más integrales. La espiritualidad del mundo medieval brotó de la espiritualidad patrística con su carácter teológico y su visión del universo como vestigio de Dios, del ser humano como imagen de Dios. No había oposición entre el progreso en la vida espiritual y el amor al estudio. El origen del Hijo y del Espíritu fue articulado como procediendo del conocimiento y del amor. Cuando en la vida humana el conocimiento y el amor se promovían uno al otro, una fuerte y auténtica espiritualidad nutría a los grandes místicos. No había regreso a Dios sin conocimiento y amor. El retorno a la unidad divina comenzaba por la transformación de estos dos por la fe y la caridad. Era una experiencia religiosa que conducía a la unión inefable con Dios.

Así, los cristianos antiguos y medievales no consideraban a la Trinidad irrelevante para la vida cristiana. Los hacía conscientes de la interioridad y de la escatología. Pero, al concentrarse sobre las riquezas de la vida interior y de la vida futura, ¿mostró la espiritualidad trinitaria un respeto suficiente por lo humano, por lo corporal? Agustín, es verdad, encontraba la imagen de Dios en el alma, como lo hacían Victorino y Ricardo de San Víctor. Con todo, Victorino, que enseñaba que el ser humano fue hecho a imagen de Cristo, decía que, porque Cristo se encarnó, entonces la persona humana entera, cuerpo y alma, estaba hecha a su imagen. Aunque no aceptaba esta posición, Agustín constataba que Cristo es el camino para nuestro conocimiento de la Trinidad y para nuestra vida en la Trinidad. Él es el modelo de cómo vivir una vida trinitaria abierta al misterio del Padre, actuando en amor y obediencia en un mundo donde Dios en cuanto inmanente debe ser respetado y querido en todas las cosas. El Hijo encarnado, la Palabra, hace posible el proceso de entrar profundamente en lo humano y lo cósmico para sacralizarlos. Tal como la vida del Hijo en la Trinidad lo capacitaba para unificar lo divino y lo humano, de la misma manera la imagen de la Trinidad en el alma humana capacita a una persona humana para unir lo divino y lo humano, incluyendo el cuerpo, en el movimiento hacia el absoluto, un movimiento que restaura todas las cosas en Cristo. El reformar la imagen trinitaria del alma es efectuado a través de la Imagen del Padre, Jesús, nuestro modelo y mediador, quien vivió en el tiempo y en la historia.

La doctrina de la Trinidad, cuando está ligada a la doctrina de la imagen del Génesis, proporciona un sentido de la dignidad del ser humano. Una persona difiere de los animales no meramente por la racionalidad sino por ser hecha a imagen de Dios. Todos tienen la vocación divina a la unidad de la Trinidad: una comunidad de amistad con Dios y con los otros. Por medio de la gracia y de la libre elección, la obediencia a la nueva ley del amor, que Cristo manifestó vividamente, reforma la imagen desdibujada de Dios en el ser humano y revela a Dios en su realidad como Trinidad, esto es, como comunidad.

 

 

5. La Persona Humana Como Imagen de Dios. El Cristianismo Oriental.

Lars Thunberg.

En la espiritualidad cristiana tiene una importancia decisiva el ser humano como persona.1 Esto no quiere decir que la espiritualidad cristiana sea individualista. La persona humana es vista siempre en un contexto social. Es la persona junto con el prójimo la que es el sujeto de la espiritualidad cristiana. Esto significa, también, que la antropología y la eclesiología (la comprensión de la persona humana y la de la Iglesia, respectivamente) están interrelacionadas.

El ser humano como persona se entiende siempre como ser creado a imagen de Dios. El carácter de imagen del ser de una persona y la finalidad de la imagen en la existencia de una persona constituyen las características de la espiritualidad cristiana. Por lo tanto, el ser humano como persona y Dios como la contraparte personal son vistos como los factores decisivos en esta espiritualidad. Lo que Martín Buber llamó, desde el punto de vista judío, "la relación Yo-Tú," es por lo tanto también relevante para el pensamiento cristiano.* El ser humano como imagen de la realidad divina nunca es entendido meramente como un espejo que refleja, sino como un sujeto individual, desafiado en la libertad por Dios y que responde en la acción y en el reconocimiento de adoración — o en la rebelión pecaminosa — a tal desafío.

La base de esta espiritualidad cristiana se sentó en la Iglesia primitiva. Sus escritores de autoridad y sus Padres espirituales desarrollaron la antropología de esta Iglesia como un fundamento conciso para sus consideraciones sobre el desarrollo espiritual. Son cruciales en este contexto los dos conceptos de "imagen" y de "persona." La persona humana es entendida básicamente como un ser que es el portador de una finalidad "iconológica" en relación con Dios dentro del orden creado, y que es, al mismo tiempo, una persona, es decir, un ser capaz de desarrollar un sí mismo, lo que no es simplemente un individuo dentro de una especie ni un centro de resistencia desleal dentro de un orden dado. Los conceptos de imagen y de persona, de hecho, van juntos. La vida divina es entendida como personal. Dios es la divinidad en tres personas, por lo que el ser humano es necesariamente, en cuanto portador de la imagen de Dios, una persona.

Pertenece al genio de la Iglesia primitiva la habilidad en concentrar su atención en los temas teológicos que eran decisivos para la espiritualidad humana. Tres de tales temas son predominantes, y en cada punto está elaborada una perspectiva cristiana peculiar: 1) la comprensión de Dios, cuya realidad divina es concebida como trinitaria; 2) la comprensión de la salvación, en la que Cristo, el Salvador, es concebido como un misterio teándrico (es decir, divino/humano); y 3) la comprensión de los seres humanos, concebidos como personas que llevan la imagen de Dios en ellos mismos. El concepto de persona es relevante en relación con todos estos tres temas.

En el desarrollo de su teología trinitaria, la Iglesia primitiva vio a Dios como una substancia manifestándose activamente en sí misma, hacia afuera y hacia adentro, como tres personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto llevó a la idea de que la persona es una individualización dentro de la misma naturaleza o especie, pero más que eso, puesto que Dios es las personas. Especialmente en la tradición oriental de la Iglesia antigua, es evidente que la naturaleza divina no es algo que exista en sí misma, de tal modo que las personas de la Trinidad pudieran ser entendidas simplemente como tres manifestaciones subordinadas de su naturaleza común, sino que existe sólo en cuanto se manifiesta a sí misma como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Esto repercutió en la antropología cristiana. En el desarrollo de su Cristología (que es su doctrina de la salvación), la Iglesia antigua vio a Cristo como una persona (griego hypóstasis, latín persona) divina humana, lo cual significa que la categoría de persona trasciende los límites de lo naturalmente dado. Cristo consiste en dos naturalezas pero es, sin embargo, una persona, como lo estableció el concilio de Calcedonia en el 451.

Finalmente, en el desarrollo de su antropología, la Iglesia antigua concentró su atención en los humanos como seres compuestos — cuerpo y alma — y sin embargo como una unidad, cargada por Dios con un propósito en el mundo que está ligado a su ser "a imagen de Dios." Esta unidad es relevante al ser de uno como persona, y con todo, el ser personal está íntima y exclusivamente relacionado con el carácter de ser "imagen."

En la Iglesia antigua, de esta manera, no es posible ninguna evaluación de los seres humanos sin considerar su relación con Dios — uno en tres personas — o con Cristo, el Salvador divino-humano, que es una persona en dos naturalezas.

 

Los seres humanos y Cristo en su carácter de imagen.

Lo que hemos señalado ahora es, por supuesto, el fruto de un desarrollo que tuvo lugar durante siglos. Ninguna visión espiritual de esta clase es madura desde el comienzo. Las raíces de esta antropología son obvias. Una de ellas es la antigua tradición bíblica. En Gn 1:26 se dice que Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza. Las palabras hebreas son allí selem y demút. Ambas expresan la misma idea de que al ser humano le es dada, en virtud de la intención de Dios, una posición especial dentro del universo creado: nombrar, crear, recapitular y mantener todo junto bajo el dominio de Dios. Es decir, el ser humano es el representante de Dios en la tierra. Ésta es, sin embargo, sólo una de las historias bíblicas de la creación de la humanidad.

Sabemos por Gn 2:7 que Dios creó al ser humano del polvo y que le inspiró su propio espíritu en sus narices con el fin de hacerlo un ser viviente. La Iglesia primitiva estaba obligada a tomar seriamente ambos relatos de la creación, y así lo hizo al luchar con el significado posible de las dos narraciones en relación una con otra.

Al mismo tiempo, la Iglesia primitiva fue la administradora de una tradición apostólica en que la humanidad era considerada caída en Adán y restaurada de nuevo en Cristo, el Nuevo Adán (cf. la doctrina de Pablo en 1 Co 15) Pablo también veía al ser humano como imagen de Dios, pero especialmente en Cristo, y como un ser dotado del Espíritu de Dios al final de los tiempos, gracias a la redención de Cristo. De la misma manera, la Iglesia primitiva surgió dentro de un contexto cultural helenístico. Estaba de esta manera destinada tanto a tratar con la filosofía griega como a manejar el Antiguo Testamento en su versión griega, la Septuaginta. Y allí la versión de Gn 1:26 parece más explícitamente distintiva: el ser humano es creado no sólo "a imagen de Dios." (kat'eikona) sino también "a su semejanza." (kat'homóiosin), lo que parece implicar una distancia entre lo que es dado al comienzo y lo que podría ser realizado dentro de la categoría del tiempo. Y, si esto se combina con el concepto de la caída y de la pecaminosidad de la humanidad, podría llevar a una comprensión de los humanos como en tensión entre su carácter de imagen "ontológica" y su "semejanza" moral.

En la tradición cristiana, Cristo es siempre la verdadera imagen de Dios (tanto como idéntico a la Palabra creadora, el Logos, cuanto como encarnado en la humanidad) y los seres humanos reales son solamente de acuerdo con esta imagen, esto es, una imagen de la imagen.7 El Logos es visto como el prototipo que Dios usó al crear a los humanos a su imagen, y Cristo es visto como el arquetipo de lo que es el ser humano. Pero Cristo es también, en su dualidad, una persona. De esta manera, los seres humanos, al reflejar sucesivamente al arquetipo, pueden desarrollar su semejanza con Dios como una realización personal. Veamos ahora más en detalle de qué manera se desarrolló esta perspectiva general en la Iglesia antigua.

 

Los humanos como seres compuestos.

La tradición cristiana primitiva veía a los seres humanos como duales, formados por cuerpo y alma/espíritu. Este hecho representa un problema pero también una posibilidad. Como problema se refleja, por ejemplo, en Orígenes (m. ca. 254), quien, basándose en Gn 1 y 2, construyó una teoría de la doble creación: la primera, de espíritus puros reunidos en torno de Dios, pero que finalmente cayeron en la corrupción; la segunda, efectuada por Dios en el acto de rescatar a la creación caída, dando cuerpos humanos para reunir de nuevo sus almas (psyjai) caídas y congeladas. Esta teoría fue condenada más tarde como herejía por estar en conflicto con la comprensión bíblica de la creación como básicamente buena (cf. Gn 1:31), pero siguió influyendo en tiempos posteriores. Como posibilidad, la dualidad humana fue primero elaborada por Ireneo de Lyón (m.ca. 200), quien consideraba a Adán como todavía no maduro pero dotado de la misión divina de desarrollar sus capacidades hasta su plenitud. Este desarrollo fue interrumpido por la caída pero, puesto que los humanos son restaurados en Cristo (recapitulando su historia en Él mismo), en su libertad, son libres de llegar a ser aquello a lo que fueron llamados.

Gregorio de Nacianzo, el Padre capadocio (m. 389), luchó considerablemente con el problema de la constitución compuesta de los seres humanos. Son una "mezcla," o una "combinación" de cuerpo y alma. Son "al mismo tiempo espíritu y carne" y, sin embargo, precisamente en cuanto a esta mezcla, son quienes dominan en la tierra, "una especie de segundo mundo," "plenamente iniciados en la creación visible pero sólo parcialmente en la intelectual." Y este hecho no es sólo una expresión de la condición caída de los seres humanos (como en Orígenes) sino también, y sobre todo, un signo de haber sido preservados — por Dios, al crearlos tanto cuerpo como alma — del destino más desastroso (ejemplificado por Lucifer, el ángel caído) de una creación que se rebela contra su Creador." En el desarrollo del pensamiento cristiano llega así a ser más y más claro que el ser compuesto de los humanos debe considerarse como su prerrogativa especial, colocándolos en una posición única dentro del orden creado, sin dejarlos ni usurpar la posición exclusiva de Dios, ni ser absorbidos por la creación material. Están en una posición entre medio, lo cual implica lucha, y es esta posición precisamente la que hace a los humanos tanto débiles como pretenciosos. En la tradición oriental del pensamiento cristiano predominó el primer aspecto; en Occidente, el último.

Para Orígenes no hubo una coexistencia inicial del cuerpo y el alma, aunque Dios en su providencia usó la coexistencia secundaria de éstos en su plan pedagógico. Sin embargo, los escritores cristianos posteriores, habiendo rechazado esta teoría, fueron capaces de ver en la coexistencia del cuerpo y el alma en los humanos un instrumento divino desde el principio. Gregorio de Nisa, otro de los Padres capadocios (m. ca. 395), pretendía en su De hominis opificio (Sobre la creación del ser humano) que la postura origenista estaba íntimamente conectada con una idea de metempsicosis, y argumentaba que una caída en el mundo material no implicaría una purificación sino más bien sucesivas caídas, o una superioridad de la vida sensual sobre la espiritual. Y esto estaría nuevamente en oposición con la condición humana de llevar la imagen de Dios.

Para un Padre tardío, Máximo el Confesor (m. 662), que de manera semejante partió de un rechazo de la teoría origenista, era evidente que el cuerpo y el alma no pueden existir separadamente. Están por necesidad ligados el uno a la otra. Éste es, empero, el verdadero secreto de los seres humanos; son una naturaleza compuesta. Dios lo quiso de esta manera. Leoncio de Bizancio (monje y teólogo del siglo VI) tenía la misma convicción. Es parte del plan de Dios que los seres humanos consistan en cuerpo y alma.15 Para Máximo, sin embargo, este plan estaba expresado en la propia constitución de] ser humano. El cuerpo y el alma no sólo forman una naturaleza compuesta, con su propio principio de ser, sino también una especie completa. Así, el ser humano como un ser compuesto es único, siendo esta unicidad la que es "según la imagen."

Ahora bien, también esto es de una relevancia soteriológica especial, puesto que existe una analogía entre ¡a naturaleza compuesta de la humanidad y la unidad entre la naturaleza divina y humana en Cristo. Cirilo de Alejandría (m. 444) usó extensamente esta analogía y la hizo popular entre los maestros de la Iglesia contemporáneos y posteriores. Puesto que Cristo es la verdadera imagen de Dios, esta analogía parece transmitir a toda la humanidad un carácter de imagen secundario, que es fundamental y básico, si bien sigue siendo un hecho que la Iglesia primitiva localizó la imagen de Dios de los humanos en el alma, en particular en la parte más elevada del alma, la mente (nous).

 

El ser humano como microcosmos.

La composición dual de la humanidad era, en la antigua tradición cristiana, no sólo un problema sino también una posibilidad. Esta posibilidad era elaborada a menudo en términos del carácter del ser humano como microcosmos. La noción del ser humano como microcosmos es muy antigua. Su presencia en la antigüedad griega se debió probablemente a influencias orientales. Ya Demócrito había afirmado que el ser humano es un microcosmos y, si bien Platón nunca usó el término, todo el diálogo del Timeo está marcado por el hecho de que el mundo es descrito como un gran ser humano. En Aristóteles encontramos la terminología explícita, pero el concepto no juega un papel muy importante. La filosofía estoica, sin embargo, hizo que la idea floreciera, pues está allí íntimamente conectada con la idea correspondiente de la inmanencia de Dios en el mundo. Sobre esta base podría imaginarse la fórmula siguiente: "Lo que Dios es al mundo, el alma es al ser humano," dando por sentada la analogía entre ambas cosas. Generalmente, no obstante, la idea era concebida de tal manera que los humanos reflejan simplemente el mundo que está a su alrededor, aunque Platón describió más bien el mundo en términos humanos.

En la tradición cristiana, por lo tanto, un nuevo elemento tuvo que ser agregado a la idea. Seguía entendiéndose al mundo como un macrocosmos y al ser humano como un microcosmos, pero el carácter de microcosmos de los humanos está también relacionado con su relación con Dios. El ser humano es un microcosmos — en un sentido más amplio — precisamente por ser creado a imagen de Dios. El uso cristiano antiguo del concepto se desarrolló probablemente bajo la influencia de Filón, el filósofo y teólogo judío. Para él, sin embargo, el asunto era más complicado que para los filósofos paganos, puesto que se remitía al concepto bíblico de la humanidad. En lo filosófico, se apoyaba más en la tradición platónica que en la estoica. Filón hacía una distinción estricta entre los seres humanos creados a imagen de Dios y los seres humanos formados de la tierra. La analogía entre la humanidad y el mundo debe, por tanto, incluir una perspectiva dual. Al final, la analogía real es la que existe entre el Logos y la mente humana (nons), por un lado, y entre el mundo material y el cuerpo humano, por el otro.19 Algunos escritores cristianos usaron precisamente esta dualidad con el fin de hacer una evaluación positiva del estatus y de la tarea de la humanidad.

Esto es obvio ya en los Padres capadocios, quienes parecen haber usado bastante frecuentemente el concepto de ser humano como microcosmos. Basilio de Cesárea (m. 379) afirmaba que los seres humanos, al prestar atención a sí mismos, son capaces de ver la sabiduría del Creador como en un microcosmos, refiriéndose con ello a la interacción entre los diferentes elementos dentro del ser humano como una analogía del orden cósmico, estando la sabiduría creadora de Dios reflejada en ambos.

En Gregorio Nacianceno, el motivo del microcosmos está presente en muchos lugares, aunque en general no usó este término respecto del ser humano como un ser compuesto. En una ocasión, sin embargo, usó explícitamente respecto de los seres humanos la expresión "el pequeño mundo," con referencia a los poderes receptivos de los humanos en su relación con el mundo exterior, por lo cual, se puede decir que el alma humana contiene a este mundo dentro de sí misma. Al hacer esto, sin embargo, el alma está realizando también una tarea, abierta a los humanos precisamente porque son microcosmos: el alma es llamada a llevar al cuerpo a una relación vital con Dios. El ser humano, como unidad de elementos distintivos, uno intelectual y espiritual, y el otro limitado y material — precisamente por esta capacidad—, es "un rey sobre la tierra y un alabador de Dios."

Gregorio de Nisa, finalmente, usó en varios lugares el concepto del ser humano como microcosmos, aunque es solícito en señalar que la semejanza de la humanidad con el universo creado no es la razón de su grandeza. La multiplicidad creada es un elemento en la analogía entre el microcosmos y el macrocosmos, pero con el fin de poner este hecho en su proporción correcta, hay que hacer referencia a la doctrina de la imagen de Dios en la humanidad. Los seres humanos son, de hecho, llamados a mediar entre el mundo inteligible y el sensible. Por supuesto que esto actualiza una vez más la caída y la pecaminosidad de la humanidad, y el desorden consecuente en la creación.

Así, para el pensamiento cristiano antiguo, el estado inmaduro de la humanidad en el principio (en la manera como esta idea fue desarrollada primeramente por Ireneo), así como su naturaleza compuesta, invitan a los seres humanos a funcionar en relación con la creación como realizadores de un propósito más elevado, lo que significa que el carácter de microcosmos está ligado a una tarea de mediación. Esto llega a ser particularmente explícito en Máximo el Confesor y, antes de él, en un Padre sirio, Nemesio de Émesa. Para este último, los seres humanos no son en primer lugar reflectores pasivos del universo creado; están llamados a cumplir una función precisamente como microcosmos. Están llamados a actuar como microcosmos uniendo en sí mismos los elementos opuestos del mundo. Esta tarea de los seres humanos significa que tienen que juntar cosas que son opuestas: criaturas mortales con lo inmortal; seres racionales con lo irracional. En Nemesio, la tensión entre la idea del ser humano como microcosmos, que refleja el mundo exterior, y la del ser humano como creado a imagen de Dios, está reconciliada más definitivamente a través de la insistencia en la función del ser humano en el mundo. Encontramos nuevamente esta combinación particular en Máximo el Confesor, quien la desarrolló en una teología de la quíntuple mediación humana, como veremos más adelante. Por el momento, baste afirmar que, de esta manera, es el ser humano en cuanto creado a imagen de Dios el que es al mismo tiempo un ser compuesto, cuya unidad hace posible para él realizar su carácter de imagen tanto como cumplimiento personal (liberado en Cristo de la condición de pecador) cuanto como una tarea de mediación dentro del mundo creado, ligando ese mundo al Creador en la perfección plena de adoración.

 

Imagen y semejanza: una distinción importante.

Con el fin de conceptualizar la constitución de la humanidad como una tarea, la Iglesia primitiva hizo a menudo la distinción entre imagen y semejanza en la historia bíblica de la creación. Hemos destacado que los términos hebreos seleni y denmt no conllevan tal distinción, sino que son simples sinónimos. Pero, en el Antiguo Testamento griego, los términos eikón (semejanza) y homóiosis (semejanza) parecen más abiertos a una distinción entre dos significados. Orígenes unió esto a sus observaciones sobre las dos creaciones. En Gn 1:26 es la intención última de Dios la que es esbozada y, por tanto, se mencionan tanto la imagen como la semejanza. Pero en 1:27 sólo la imagen es mencionada (dejando Dios de lado la semejanza de forma explícita), lo que indicaba para Orígenes que el ser humano recibió en la primera creación la dignidad de imagen pero que la perfección de la semejanza quedaba reservada para el final de la historia (a cuenta de los esfuerzos pedagógicos de Dios así como de la positiva imitación de Dios por la humanidad). De esta manera, para Orígenes la semejanza era adquirida por los seres humanos a través de la imitación de Dios.

Los escritores cristianos posteriores siguieron parcialmente a Orígenes en esta línea. La distinción como tal, sin embargo, es más antigua que Orígenes. Para Clemente de Alejandría (m. ca. 215) la semejanza significaba algo más que lo dado naturalmente; e Ireneo pudo haber sido el primer Padre de la Iglesia en usar la distinción, puesto que el carácter humano de imagen no es para él un signo de perfección humana, sino que indica una tarea cuya culminación se supone que es la semejanza con Dios. A pesar de ello, no todos los antiguos escritores cristianos usaron la distinción explícita, en parte por reacción contra los excesos en la interpretación de las Escrituras, pero ante todo porque una distinción demasiado tajante (completada en el espíritu de Orígenes) podría implicar la idea de que algo falta en la humanidad creada como tal y que la mente, única en llevar la imagen divina, está rebajada por su relación con el cuerpo y debe ser liberada a través de esfuerzos ascéticos para ganar la semejanza divina. Los pensamientos en esta línea eran una tentación para los capadocios, en particular para los dos Gregorios, y tal vez por esa razón dudaron en usar esa distinción.

Más adelante, sin embargo, se hizo popular nuevamente. Máximo el Confesor, por ejemplo, pudo en este punto haber sido influenciado por Diadoco de Fótice (presente en el Concilio de Calcedonia en 451), para quien la semejanza estaba por encima de la imagen. Pero ésta no es ciertamente la única explicación. Su uso de la distinción debe ser visto en contraste con un rechazo más bien masivo a usarla (por ejemplo, en la mayoría de los Padres latinos y en un Padre griego influyente como fue Cirilo de Alejandría). A Máximo, sin embargo, el uso de la distinción no pareció causarle dificultades, posiblemente porque tenía acceso a lo que era el sentido real de la distinción cuando era usada. Y tal sentido era compartido por la mayoría de sus predecesores.

El sentido detrás de la distinción no está necesariamente ligado a la particular teoría de la creación de Orígenes. El punto, en efecto, es que el concepto mismo de imagen contiene un dinamismo. La imagen representa no solamente un estatus sino también una potencialidad, y tal potencialidad florece sólo cuando los seres humanos son liberados por Cristo de la esclavitud al pecado y son capaces de desarrollar las capacidades potenciales otorgadas en la creación para su plena madurez. Si la distinción es usada, entonces sirve ante todo para subrayar el aspecto dinámico del concepto de imagen. Los seres humanos son creados a imagen de Dios con la finalidad de poder llegar a ser semejantes a Dios. Y esta semejanza es al mismo tiempo su propia madurez como seres humanos y su cumplimiento de la tarea microcósmica y mediadora dentro del universo creado.

A través de todo el pensamiento cristiano, se subrayó la posición particular de la humanidad dentro del orden creado. El concepto de la imagen de Dios fue instrumental para expresar esto, y el de la semejanza ayudó a destacar las consecuencias activas del estatus de la humanidad. Sin embargo, el estatus y la tarea de los seres humanos, que son creados a imagen y semejanza de Dios, fueron también considerados desde diferentes puntos de vista. Para hacer más concreta la idea en este punto, parece sabio concentrarse en algunas ilustraciones particulares y también traer a la mente cómo es visto el estatus de la humanidad como personal y como colectivo. Cuando la tradición cristiana habla de los seres humanos, los ve como representativos en todos los aspectos: representativos microcósmicamente en relación con el resto de la creación, individualmente representativos de la humanidad, y representativos del orden creado en su relación con Dios, siendo Cristo tanto la imagen primordial como el hombre primordialmente representativo en la semejanza plena.

Así, consideremos a su vez tres aspectos de la cuestión: a) la posición de los seres humanos bajo el aspecto de su dominio; b) la tarea de los seres humanos bajo el aspecto de su capacidad contemplativa; y c) la unidad de los seres humanos como la unidad de la humanidad, creada y restaurada en Cristo el Logos. Trataremos más extensamente el primero de estos aspectos, puesto que en muchas formas resume lo que es característico de la antropología cristiana temprana.

 

Los seres humanos como virreyes racionales de Dios sobre la tierra.

La tradición cristiana es acusada hoy a menudo de haber evaluado tan altamente el lugar de la humanidad en la creación que implicaba una invitación abierta a usar los recursos de la naturaleza hasta los extremos y a destruir la naturaleza a voluntad. Esta, sin embargo, es una falsa acusación tanto respecto de la teología medieval como, no menos, respecto de la teología de la Iglesia primitiva. Precisamente en este punto es relevante lo que hemos afirmado al inicio de este artículo: la antropología cristiana, tal como se desarrolló en la Iglesia primitiva, estaba primordialmente interesada en la espiritualidad de las personas humanas. Su dominio sobre la tierra, parte de su carácter de imagen, es entendido en términos de una empresa espiritual y, cuando los seres humanos eran absorbidos por el lado material de esta empresa, ésta era considerada como una expresión de su condición de pecado, más bien que de su soberanía justa.

La actitud de la Iglesia primitiva en este punto no fue, por supuesto, enteramente uniforme. Sin embargo, fue característico para su pensamiento, en general, el hecho de que la interacción entre lo que es biológico y lo que es espiritual se entendiera de manera diferente en aquel tiempo de como se entiende hoy. Para la Iglesia primitiva los seres humanos eran ante todo almas, que también tenían cuerpo, a través del cual estaban relacionados con lo que podríamos llamar creación biológica — material. Como tales, eran considerados como microcosmos que reflejaban el universo. Para nosotros hoy, por el contrario, los seres humanos son seres biológicos con un grado tal de capacidad psíquica y espiritual como para permitirles controlar y trascender sus propias condiciones biológicas. Para la Iglesia primitiva era importante subrayar que los seres humanos, a pesar de su materialidad y corporeidad, eran capaces de mantenerse como seres espirituales, mientras que nosotros en nuestro tiempo damos más bien por sentada la constitución biológica de los seres humanos y hallamos que es importante destacar que a esta capacidad biológica pertenece también una habilidad para dar conciencia a la vida biológica y supeditarla a un propósito consciente; una habilidad, sin embargo, que puede ser usada para el bien o para el mal.

Gn 1:26 y 1:28 forman, por supuesto, la base bíblica para las ideas de la Iglesia primitiva también acerca del dominio humano. El dominio es parte del carácter de imagen de la humanidad. Esto empero significa también que el dominio de Dios llega a ser el modelo del de la humanidad, y que los seres humanos pueden regir sobre la tierra solamente como virreyes de Dios. Así, hablando en general, todas las reflexiones cristianas tempranas sobre la relación de Dios con el mundo creado están comprometidas. No sorprende que los relatos bíblicos sobre la creación fueran frecuentemente comentados en la Iglesia primitiva. En un inventario, hecho una vez por Yves Congar, encontramos los siguientes nombres notables de aquel período: Teófilo de Antioquía, Hipólito, Clemente de Alejandría, Orígenes, Victorino de Pettau, Efrén el Sirio, Basilio de Cesárea, Eusebio de Némesa, Prudencio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Agustín, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto, Procopio de Gaza, Jacobo de Sarug, Isidoro de Sevilla, etc.35 Esta lista, con todo, se refiere sólo a obras que tratan el tema explícitamente. Las referencias más breves son, por supuesto, aun más numerosas.

Nos concentraremos aquí en unos pocos puntos de vista importantes en la Iglesia primitiva, que están relacionados con el concepto del dominio humano como parte del ser de la humanidad creado a imagen de Dios.

Un punto primordial es el hecho de que la narración bíblica sobre la creación fue entendida como respondiendo a preguntas fundamentales respecto de la función de la humanidad. Así, más bien que implicar un reclamo moral, la narración primordialmente afirma un hecho. La historia sobre la creación de Dios es más una explicación que un mandato. El hecho reconocible es la realización fáctica del mandato y de la intención de Dios. En la época de la Iglesia primitiva, no se presuponía un poder básico para cambiar fundamentalmente las condiciones del orden creado. Un buen número de escritores testifican indirectamente este hecho.

Orígenes podría ser mencionado como un ejemplo. En una homilía sobre Gn 1:26 registraba simplemente que la humanidad mantiene una posición en la creación que corresponde a lo que se dice en el texto. Sin embargo, el interés principal de Orígenes era la interpretación alegórica, sobre la cual volveremos. Otro ejemplo es la Homilía 10 de Basilio sobre los días de la creación (un texto que, aunque tal vez no sea del mismo Basilio, es sin embargo representativo de las ideas de la Iglesia primitiva), donde la actitud básica es similar: simples observaciones sobre el papel de la humanidad en relación con los animales muestran la situación a que se refiere Gn 1:26: Cuando la sombra de un ser humano cae sobre un estanque, los peces no se atreven a llegar a la superficie; el delfín se atemoriza cuando un ser humano se acerca y, aunque el león es temido por todos los otros animales, un ser humano es capaz de ponerlo en una jaula, etc. La actitud del autor puede parece algo cruel, pero el punto es que es una cuestión de pura observación, no de moralidad.

Podemos concluir así que para la Iglesia primitiva el dominio de la humanidad consiste en gran medida en su propio estatus y no en actividades que interfieran con el orden creado. Pero es en tanto seres racionales como los humanos ejercen su dominio. El concepto de dominio adquiere así un carácter ontológico o hasta formalista, aunque en la tradición occidental surgió una actitud algo diferente: el dominio de la humanidad (así como otras expresiones de su señorío) se debe también a un mandato divino explícito, para el cual es provisto un don adicional de Dios. Sin embargo, ser capaz de gobernar es una cosa, y hacerlo de hecho es otra. Cabe aquí la conclusión lógica de que la humanidad perdió una parte considerable de su dominio fáctico a través de su caída y su condición pecadora. Los escritores de la Iglesia primitiva oscilan en parte entre estas dos posiciones, una optimista y otra más pesimista, pero ninguna de las dos posiciones invita a la arbitrariedad.

En la Homilía 10 sobre los días de la creación, atribuida a Basilio el Grande, hemos notado una referencia a hechos observables. Pero tales hechos tienen también una explicación. Los seres humanos ejercen el dominio gracias a su racionalidad. Puesto que los seres humanos recibieron por la superioridad de la razón el poder de mandar, son capaces de ejercer el dominio sobre los animales. No pueden volar como las aves, pero la mente humana se mueve por todas partes y, gracias a la inteligencia humana, todo está bajo el dominio de la humanidad.

Éste, sin embargo, es sólo un lado del asunto. Es claro para la Iglesia primitiva que los seres humanos ejercen un dominio fáctico sobre la tierra pero también que usan mal su posición para satisfacer sus propias necesidades egoístas. Lo que Adán poseyó en el principio, lo perdió en parte por su caída. Sólo gracias a la restauración obrada por Cristo de la legítima posición de la humanidad, son capaces los seres humanos de ejercer dominio en el sentido propio de la palabra. Pero esto significa que los aspectos de dominio del carácter de imagen de la humanidad son calificados a través de la Cristología. Por un lado, sigue siendo un hecho que los seres humanos ejercen su dominio a causa de su naturaleza racional creada. Juan Crisóstomo afirmaba que nada en la tierra es superior a la humanidad y que por eso todo le está sometido. Y Teodoreto de Ciro observaba que los seres humanos ya ejercen el dominio al construir casas, muros, ciudades, puertos, barcos, etc. Por otro lado, Cirilo de Alejandría subrayaba que el mismo ejercicio del dominio se debe también a un don adicional de Dios, ya que todo lo que tenemos es un don de Dios. Lo que Adán poseía en el principio se perdió por la caída y se recuperó en Cristo. Esto significa, consecuentemente, que el ejercicio legítimo del dominio por la humanidad es, en última instancia, un fruto de la redención.

Esta visión puede expresarse dialécticamente. Por un lado, el dominio es dado a través de la naturaleza racional de los seres humanos; por el otro, su ejercicio depende de la relación de los seres humanos con Dios. Isidoro de Pelusio llegó a afirmar que el carácter de imagen de los seres humanos se debe a su dominio fáctico más bien que a su naturaleza. Cuando Adán realmente ejercía su semejanza con Dios tenía el poder de dar nombres a los animales, pero cuando se hizo desobediente se le quitó este poder. Noé y Daniel eran únicos en medio de la humanidad, puesto que eran justos: Noé fue capaz de reunir a los animales en el arca y Daniel asustó a los leones. Pero tales poderes fueron rehusados a los comunes seres humanos pecadores.42 Aunque la actitud de Isidoro es más característica de la tradición occidental, sigue siendo un hecho que para toda la Iglesia antigua los seres humanos abdican en parte de su dominio sobre la tierra a través de la caída, y recuperan tal dominio a través de Cristo.

Hay más para decir acerca de la comprensión del señorío humano en la Iglesia primitiva. Especialmente dentro de la tradición alejandrina tiene lugar una espiritualización considerable de todo el concepto. Esto es importante, puesto que también esta tendencia relativiza la idea del dominio humano. Para el alejandrino, la espiritualización implicaba que el dominio de los seres humanos depende del dominio de sus propias pasiones, y esto, a su vez, depende de un apropiado desarrollo de su espiritualidad.

Con algún apoyo en Filón, Orígenes introdujo esta interpretación espiritualizante de la narración de la creación. Filón entendía el dominio al que se refiere Gn 1:26 como un dominio sobre las pasiones, puesto que las pasiones son la manifestación de lo que la humanidad comparte con los animales. De esta manera, sólo los seres humanos que controlan sus propias pasiones muestran el carácter de imagen en pleno. Orígenes completó esta línea de interpretación dentro de la tradición cristiana, y después de él fue considerada como una de las interpretaciones posibles. Esto implica que lo que los seres humanos son llega a ser más importante que lo que hacen. Y lo que son a este respecto se debe a sus almas racionales y no primordialmente a sus cuerpos, aunque sean una unión de ambos.

Podemos hacer un resumen con dos consecuencias paralelas de esta clase de pensamiento, que son relevantes para la Iglesia primitiva en su totalidad. Ante todo, el dominio humano dentro de la creación debe ser ejercido a través de la razón y debe tener como modelo el dominio de Dios. Y segundo, el dominio humano sobre la tierra debe ser ejercido paralelamente con el desarrollo del dominio sobre las pasiones corporales. Así, nuevamente, el dominio humano en su sentido legítimo no puede ser arbitrario.

En este contexto — y ésta es nuestra observación final sobre este punto — no debemos olvidar que las especulaciones de la Iglesia primitiva sobre los así llamados lógoi de la creación establecen una relación importante entre el dominio humano y las naturalezas fijas y los propósitos de los seres creados. Nuevamente, fue Orígenes el primer escritor cristiano en desarrollar plenamente la teología de los lógoi. Hay lógoi o principios inherentes al orden creado. Tales principios están relacionados con la Palabra divina, el Logos. Estos lógoi están, se podría decir, presentes dentro del Logos. Atanasio, sin embargo, decía que Dios, dándose cuenta de que un mundo creado según sus propios lógoi independientes sería un mundo que se caería en pedazos, creó el mundo según su propio Logos. Una idea semejante se encuentra también en Agustín, quien habla de los eones como de principios eternos e inmutables. Otros exponentes de la idea de los lógoi son Evagrio del Ponto (m. 399) y el Pseudo-Dionisio el Areopagita (del siglo VI). Este último — y su comentador Juan de Escitópolis, (también del siglo VI) — veía los lógoi no sólo como ideas que constituían las substancias sino también como intenciones divinas (una comprensión que la posterior doctrina posterior palamita de las energías divinas increadas). Máximo el Confesor siguió esta línea. Para él los lógoi no eran idénticos ni con la propia esencia de Dios ni con la existencia fáctica de las cosas en el mundo. Para Máximo todo ser creado tiene su propia naturaleza, pero esta naturaleza puede estar más o menos manifiesta en cada caso individual.

Lo que es importante en el contexto presente es que los seres humanos, a causa de su constitución racional y "lógica" son capaces, a través de la contemplación de las cosas en sus lógoi, de mantener unido el universo creado y de referirlo a su causa primera, es decir, en Cristo y bajo Dios. Esta capacidad es la prerrogativa de los seres humanos en cuanto virreyes en la tierra, pero la pueden ejercer solamente a través de su poder contemplativo. Así, el dominio humano no es una amenaza para los seres creados. Encuentran éstos su unidad más elevada en su relación con Dios, mediada hacia ellos por los seres humanos a imagen de Dios y en cuanto seres capaces de contemplar los principios mismos de su venir a la existencia. El dominio humano, así, no implica una subyugación del orden creado a la voluntad humana en oposición a otros propósitos, sino una comunicación creativa con el universo en su diferenciación, cuyos propósitos permanecen inmutables en la propia intención de Dios.

Estas conclusiones, sin embargo, nos conducen inmediatamente a nuestro segundo ejemplo: la tarea de los seres humanos bajo el aspecto de su capacidad contemplativa.

 

Los seres humanos, creados a imagen de oíos, como seres contemplativos.

La contemplación, según la Iglesia primitiva, particularmente en Oriente, parte de lo ontológico y termina en lo místico. Así pues, la contemplación es una actividad triple. Consiste, según Máximo el Confesor, en la "contemplación natural" (es decir, la contemplación de las naturalezas), la contemplación espiritual de lo que se revela a través de la Escritura y la contemplación mística del mismo Dios Trino. Ahora bien, la contemplación en este sentido es posible solamente porque la humanidad está creada a imagen de Dios.

En el pensamiento griego había una regla general que afirmaba que "lo semejante conoce lo semejante," y así son precisamente los seres humanos en cuanto portadores de la imagen de Dios quienes son capaces de conocer a Dios, pero también, de hecho, de conocer las cosas creadas según la intención divina para ellos. En cuanto seres racionales, los humanos mismos poseen los lógoi, que son capaces de comunicarse con los lógoi del orden creado. Así, los humanos en cuanto seres racionales mantienen también unidas las cosas bajo Dios, y lo hacen usando su facultad contemplativa.

Esta facultad, sin embargo, es también efectiva en relación con la autorevelación de Dios en las Escrituras. También la Escritura tiene un contenido "lógico," y esto es así porque las palabras (lógoi) de la Escritura son vistas no sólo como palabras sino también como intenciones divinas, inherentes a la Escritura. Y por tanto, la comunicación humana con la Escritura implica una contemplación de estas intenciones mismas. Así, al leer la Escritura, los seres humanos, en cuanto restaurados en su carácter de imagen, son capaces de leer en ella las intenciones básicas de Dios. Esta forma de contemplación, sin embargo, es sólo un estado intermedio antes de la contemplación mística, culminación de la actividad intelectual humana.

En una parte de la tradición mística cristiana la contemplación es llamada theologia. Quiere decir que la forma más elevada de contemplación era considerada propiamente como teología. Ahora bien, la teología propiamente dicha establece el conocimiento de Dios. En última instancia el carácter de imagen de la humanidad conduce a la comunión mística con Dios. Tal comunión, no obstante, es realizable sólo en aquello que los Padres llamaron "oración pura," o en una especie de éxtasis de parte de uno fuera de uno mismo, y en el cultivo del "corazón." Pseudo-Macario (un escritor desconocido de principios del siglo V) decía que el corazón es el maestro y rey de todo el organismo corporal. Por lo tanto, cuando el corazón humano está lleno con la presencia de la Palabra encarnada, se abre también (como si fuera orgánicamente) al Dios vivo. La gracia bautismal vive en el corazón, idea que, a su vez, está relacionada con la idea cristiana antigua de que el Logos-niño nace en el corazón del creyente y crece en el creyente mientras sea nutrido por los dones del Espíritu." Así, Juan Clímaco (m. ca. 649) decía que el "hesicasta," esto es, el monje contemplativo, trata de contener lo incorpóreo en una habitación corporal: su propio ser físico-espiritual.

Por lo tanto, toda actividad práctica, todo el pensar y toda la energía están potencialmente presentes en este centro humano, que encuentra su paz en Jesucristo. Gregorio de Sinaí (de fines del siglo XIII comienzos del XIV) decía que esto implica un regreso a la simplicidad original de la aurora de la creación. De hecho, la simplicidad es, tanto en el pensamiento bíblico como en el de la Iglesia primitiva, una restauración de la intención primordial de Dios para la humanidad, e implica una liberación de los poderes del mal (que tratan de dividir la humanidad y el mundo en una multiplicidad ilimitada) y también una liberación para el desarrollo personal en una espiritualidad múltiple. Los Padres del desierto estaban especialmente ansiosos de subrayar este aspecto. Para ellos la simplicidad humana implicaba tanto la bondad como el cumplimiento del llamado, extendido a la humanidad en la Creación, de llegar a ser semejante a Dios mismo.

No obstante, esta simplicidad de la humanidad — restaurada en Cristo — no es sólo una capacidad y una prerrogativa individuales; pertenece a la humanidad en su totalidad. Por tanto, nuestro próximo ejemplo será el de la antigua comprensión cristiana de la humanidad como hecha a imagen de Dios.

 

La colectividad Humana y su carácter de imagen.

En la Iglesia primitiva los seres humanos eran considerados en su unidad "adámica." La convicción bíblica no sólo es que Adán fue el primer ser humano sino también que contenía en sí mismo toda la raza humana. Esta convicción era también la de la Iglesia primitiva. Así, la doctrina de la encarnación de Dios en Cristo — que restablece la unidad de la humanidad en sí misma — no implica primordialmente que Dios llegara a ser una persona entre otras, sino que adaptó la naturaleza humana a sí mismo y llegó a ser todo lo que la humanidad es y podría ser. Por lo tanto, todos los seres humanos son afectados por la encarnación y, así, para algunos de los antiguos escritores cristianos llegó a ser un problema cómo distinguir entre esto y la cuestión de la salvación personal del individuo. Una doctrina de la apocatástasis (restauración general) estaba así cerca no sólo de Orígenes sino también de Gregorio de Nisa. Sólo a través de la distinción entre un nivel ontológico y otro personal/soteriológico, donde la libertad humana puede ser ejercitada, llegó a ser posible para la Iglesia primitiva tratar con esta tensión. Sigue siendo un hecho, sin embargo, que la humanidad y su restauración en Cristo son vistas en una perspectiva colectiva, y que el carácter de imagen de la humanidad está relacionado con todos los seres humanos en su compañerismo universal.

Este compañerismo se realiza en la Iglesia, entendida en un sentido paulino como Cuerpo de Cristo. Así, existía en la Iglesia primitiva un aspecto eclesiológico de la semejanza de la humanidad con Dios. Según Ga 3:28, no hay en Cristo — es decir, tampoco en la Iglesia — ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer, sino que todos son uno en Él. Transferido a la esfera de la espiritualidad, esto significa ahora que los seres humanos en Cristo, manteniendo unida toda su especie, están obligados a abstenerse de la guerra, a soslayar las diferencias entre libres y esclavos, e incluso a no tener en cuenta la división de la religión en facciones y sectas. Al menos, tal era la conclusión extraída por Máximo el Confesor. Para él, la Iglesia también era un "gran ser humano" que reúne todo lo que es humano y está relacionado con todo el cosmos a este respecto.

Pero la colectividad de la humanidad, en este sentido, no es evidente por sí misma. Para los seres humanos caídos, se trata de su restauración de la pecaminosidad y de realizar su tarea de mediación. Este aspecto de la antropología cristiana antigua será el que terminará este artículo.

 

Los seres humanos en cuanto caídos y restaurados, y corno mediadores en el universo.

Una parte considerable del pensamiento cristiano antiguo estuvo, por necesidad, dedicado a la caída de la humanidad y a la pecaminosidad humana. De nuevo, la pura observación era suficiente para convencer a los escritores cristianos de la exactitud de la narración de Génesis 3. La parte que tuvo la humanidad y su culpa en el proceso que condujo a su autodestrucción pecaminosa y las consecuencias de la caída eran algunas de las principales cuestiones que habían de ser tratadas.

Hablando en general, la caída de la humanidad era entendida en la Iglesia primitiva como una revuelta, pero Occidente y Oriente no estaban completamente de acuerdo sobre dónde colocar el énfasis principal. En Oriente la revuelta estuvo más ligada a la naturaleza compuesta de los seres humanos y a las tentaciones que emergen de los sentidos. La soberanía que los seres humanos experimentan sobre el resto del mundo los invita a descuidar los peligros inherentes a la dependencia respecto de los sentidos y las satisfacciones ofrecidas por el mundo sensible. En la tradición monástica esta línea de reflexión condujo al establecimiento de una lista de ocho vicios capitales, en donde los dos primeros eran la glotonería y la fornicación. (El relato de la tentación de Gn 3 era tomado muy literalmente y en su valor nominal.). En Occidente se ponía un mayor énfasis en la revuelta propiamente dicha, cuyo ímpetu inicial era la soberbia, y la caída de la humanidad era a menudo juzgada más radicalmente. En su superioridad, la humanidad negaba a Dios su derecho de reverencia, y de ese pecado de orgullo todos los otros vicios emergían como una consecuencia. Como Agustín lo expresara, el impulso básico de la humanidad se convirtió en su opuesto, en cupiditas, concupiscencia pecaminosa, que volvió la atención de la humanidad hacia el mundo creado en vez de hacia el Creador. En Cristo esta cupiditas fue nuevamente convertida en caritas, caridad, de tal modo que la humanidad pudiera ser orientada en la dirección pensada para ella desde el principio, esto es, hacia Dios, quien es tanto la fuente de la vida como la meta del cumplimiento.

En ambos casos — la diferencia entre los dos conceptos básicos no es tan importante-, se puso un acento considerable sobre la libertad humana. La libertad pertenece a la naturaleza humana. Al llevar la libertad a la humanidad, Dios calculó la posibilidad de la caída y de la revuelta. El papel de Cristo como Salvador, por tanto, también fue planeado antes del comienzo del tiempo, aunque dicho papel no fue entendido exclusivamente como el de restauración. También la libertad de la humanidad es restaurada en Cristo y, de esta manera, la Iglesia antigua, después de mucha discusión, llegaba a la conclusión de que debía haber dos voluntades en Cristo, una divina y otra humana (codificadas como doctrina en el concilio de Constantinopla en 680-81), aunque en Él la voluntad humana sigue siempre a la divina. Pero con la libertad de la voluntad está también conectada la posibilidad del desarrollo.

En la línea de pensamiento que emanaba de Ireneo, que fue descrita arriba, la restauración de la humanidad significaba necesariamente un nuevo punto de partida. Lo que fue dado al principio como una posibilidad (el carácter de imagen de la humanidad como una potencialidad) está ahora libre para desarrollar la semejanza de la humanidad. Cristo recapitula, según Ireneo, la historia pasada de la humanidad pero la lleva también a un nuevo comienzo, del cual puede emerger una historia de plenitud, en la vida de los individuos y de la raza humana. Aquí de nuevo la libertad juega un papel importante. El destino de los seres humanos es el resultado de su propia elección. Gregorio de Nisa y Gregorio de Nacianzo insistían en esto. Y lo que los seres humanos elijan queda más allá de su capacidad meramente humana.

Para ver mas claramente las implicaciones de esta afirmación para la Iglesia antigua, debemos considerar los conceptos paralelos de encarnación y deificación. La Iglesia antigua luchó por siglos con lo que realmente implicaba el prólogo del Evangelio de Juan. En ese proceso rechazó cualquier idea de Cristo como semi-Dios y semi-hombre. La plena divinidad y la plena humanidad de Cristo fueron afirmadas por los concilios de la Iglesia, y en el concilio de Calcedonia en 451 esta convicción también fue expresada, aunque paradójicamente, de una manera que decidiría la perspectiva desde la cual la encarnación sería vista en el futuro.

Desde Calcedonia en adelante, la encarnación iba a ser entendida como la unión hipostática (es decir, personal) de lo que es divino y lo que es humano, ambos en su capacidad plena, sin ninguna mezcla falsa entre ellos ni destrucción alguna de cada una de las partes. La encarnación es, de esta manera, esta paradoja "teándrica" o misterio, junto con las implicaciones que pueda tener para la comprensión del estatus y el destino de la humanidad. Es precisamente esta doctrina la que confirma a los seres humanos en su carácter de imagen y abre el camino para su realización en el pleno desarrollo de su semejanza con Dios. Y es la misma doctrina la que parece unir a Dios con los seres humanos en un intercambio salvífico perpetuo, una "relación Yo-Tú" que no puede tener otro final digno y otro cumplimiento que en la unión mística.

Y aquí precisamente se hace relevante el concepto de deificación. Ireneo había señalado ya — y Atanasio lo había afirmado explícitamente — que Dios se hizo humano con el fin de que los seres humanos pudieran llegar a ser Dios. Esto era una paradoja desde el principio, puesto que la Iglesia primitiva nunca dudó del hecho de que los seres humanos pertenecen al orden creado. Y el orden creado y todo lo que pertenece a él permanece siempre finito, mientras que Dios es infinito, ilimitado, eterno. Pero la paradoja contiene la convicción de que los seres humanos, a pesar de su limitación, pueden entrar en tal relación con Dios que, sin perder su propia naturaleza, pueden estar en plena comunión con la realidad divina. Al hacer eso, su semejanza con Dios queda plenamente realizada y al mismo tiempo se manifiestan las plenas implicaciones de su ser personas. Los seres humanos son arrastrados dentro del dinamismo de la Trinidad divina, y ese dinamismo se hace manifiesto también en la vida de la Iglesia como vida plenificada de la humanidad.

De esta manera, los seres humanos como microcosmos pueden también funcionar como mediadores. De todos los Padres de la Iglesia, Máximo el Confesor fue tal vez el más explícito en este punto. Para él, como para sus predecesores, el pecado significaba la desintegración de la humanidad misma y del orden creado. Restaurada en Cristo, empero, la humanidad puede reintegrar el universo entero y llevarlo finalmente a una relación salvífica permanente con su Creador. En este punto Máximo hablaba de cinco mediaciones. Éstas son: entre los sexos (puesto que se supera un antagonismo destructor), entre el Paraíso y la tierra habitada, entre los cielos y la tierra, entre la creación sensible y la inteligible (de tal modo que todo es mantenido unido por el principio universal, el logos, pensado por Dios en la creación) y, finalmente, entre Dios y la creación entera a través del éxtasis y la unión mística, de tal manera que Dios llega a ser todo en todo, sin destruir ninguna de las diferencias creadas ni nada del libre albedrío de la humanidad, pero llevando todo a su cumplimiento, reunido en torno de la humanidad en la semejanza perfecta con Dios.

Esta visión es una especie de culminación de todo lo que la Iglesia primitiva discurrió en su lucha penosa por encontrar una verdadera antropología, digna de seres creados a imagen y semejanza de Dios, seres que, en su relación con Dios y al desarrollar sus capacidades espirituales, son también capaces de trascender sus propios límites.

 

6. Cristianismo Occidental.

Bernard McGann.

Conécete a ti mismo." Esta máxima bajada del cielo e inscrita en el templo del Apolo de Delfos está en el centro de varias tradiciones "espirituales occidentales. Los autores cristianos gustaban citar este consejo griego, aunque sentían que los griegos nunca habían captado la respuesta plena al misterio de la persona humana. El Dios Trino solo lo ha revelado, primero en el Antiguo Testamento enseñando que la humanidad, aunque caída, ha sido creada "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1:26), y luego enviando al único Hijo del Padre a asumir la carne de tal manera que podamos llegar a ser verdaderas imágenes de su Hijo (cf. Ro. 8:29; 1 Co 15:49; 2 Co 3:8; Col 1:15-20). La antropología forma un tema complejo y extendido que toca casi toda área de la fe y de la práctica cristianas.

A pesar de este alcance y variedad, es posible lograr una comprensión de algunas de las principales dimensiones espirituales de la antropología tradicional latina estudiando su tema central: la persona humana en cuanto hecha a imagen de Dios (imago Dei), aunque una imagen necesitada ahora de redención a través de la acción salvífica del Hijo, la imagen perfecta del Padre. Como lo parafraseaba suscintamente un autor medieval, "Puesto que el Todopoderoso mismo ha manifestado su imagen en medio de las criaturas, a saber en la humanidad..., el mismo Creador envió a la persona del Hijo de su divinidad al mundo para tomar para sí mismo esta imagen ya formada para reformarla en un estado mejor" (Ralph Glaber, Histories [PL 142, col. 663A]).

 

Prolegómeno.

Las maneras en que los autores latinos entendieron cómo la humanidad fue hecha y reformada a imagen de Dios estuvieron muy influenciadas por su herencia de las fuentes tanto judías como griegas. La visión hebrea de la persona humana en cuanto llamada por Dios a actos de obediencia amorosa fue un recurso que los autores cristianos destacaron siempre en los libros sagrados que llamaron "Antiguo Testamento." La antropología de los filósofos griegos, especialmente de Platón y sus seguidores, con su noción del alma portadora de una imagen (eikón) de la divinidad,1 tuvo casi igual influencia. Había, por supuesto, diferencias importantes entre las antropologías judía y griega, especialmente en la separación griega entre el cuerpo y el alma que llevó a un énfasis en la última como la verdadera persona y a una insistencia en que la inmortalidad del alma era el verdadero destino humano. La antropología judía tradicional no conocía la distinción entre cuerpo y alma, y en su fase apocalíptica había creado la noción de la resurrección del cuerpo para vindicar la justicia divina en un tiempo de persecución. Con todo, el énfasis que ambas tradiciones ponían en la persona humana como agente consciente, con una relación única con Dios y una posición especial en el universo, era un valor crucial compartido que facilitaba los intentos de combinar las dos tradiciones.

Dada esta dependencia de otras dos tradiciones religiosas, ¿qué fue lo nuevo de la antropología cristiana, especialmente la de los autores latinos del siglo IV hasta el XII? Un camino para abordar esta cuestión es preguntarse acerca de la relación de la humanidad con el universo, consigo misma y finalmente con Dios. La antropología cristiana tradicional insistiría correctamente en que estas relaciones son correlativas; pero por razones de claridad pueden ser examinadas independientemente.

En términos de la relación de la humanidad con el mundo, podemos distinguir entre las dimensiones temporal y ejemplar del misterio humano. El entendimiento cristiano de la naturaleza temporal de la existencia humana se construyó sobre la teología de los "actos de poder" de Dios que se encuentran en el Antiguo Testamento, y también sobre la visión de la predeterminación divina de la historia que estaba presente en la literatura apocalíptica intertestamentaria. Este entendimiento fue alterado decisivamente por la confesión cristiana del carácter último del acontecimiento-Cristo. La resurrección del Salvador, entendida originalmente de forma apocalíptica como el inicio del nuevo eón divino, fue vista también tan temprano como en Lucas-Hechos, como el punto medio decisivo de la historia, sobre el cual la nueva comunidad debía modelarse a sí misma a medida que se extendía por el mundo. Agustín de Hipona elaboró las dimensiones plenas de esta teología de la historia; sus contribuciones a la antropología son inseparables de su teología de la historia.

El pensamiento filosófico griego veía al alma como el centro del cosmos, la realidad medial que unía los extremos de los ámbitos material y espiritual. Para los griegos el alma participaba de la divinidad, mientras que el cuerpo, al que estaba unida, ejemplificaba la estructura del cosmos. En su componente material la humanidad era así dignificada como el microcosmos, o mundo en miniatura. Los pensadores cristianos a lo largo del Renacimiento harían central el tema del microcosmos en sus especulaciones antropológicas, pero la comprensión cristiana del microcosmos tomó frecuentemente un carácter propio a través de la consideración de la forma en que la unión del Logos con la naturaleza humana logró la terminación del universo físico.

La antropología implica no solamente el modo en que las personas ven su relación con el mundo sino también cómo se conciben a sí mismas. También aquí es importante, pero no determinante, el componente clásico en la antropología cristiana. La noción griega de la contemplación (theoría) ha tenido una historia larga e importante dentro del pensamiento y de la práctica cristianos que aquí no puede ser seguida.3 En la mayoría de los pensadores cristianos, tanto en Oriente como en Occidente, el ascenso a la visión o contemplación de Dios implica usualmente partir de una verdadera contemplación de uno mismo mediante alguna técnica introspectiva. Los autores cristianos fueron muy influenciados a este respecto por neoplatónicos tales como Plotino, que advertía: "Debemos cerrar los ojos e invocar una nueva manera de ver, una vigilia que es el derecho por nacimiento de todos nosotros, aunque pocos la ponen en práctica." (Enéadas 1.6.8); pero, mientras los filósofos paganos se apartaban del mundo externo para contemplar la chispa divina enterrada dentro, los autores cristianos latinos después de Agustín usaban la introspección tanto para iluminar la brecha trágica entre las aspiraciones y las realizaciones humanas como para señalar la presencia de un elemento divino en el alma.

El cristianismo paulino implicaba un concepto de la libertad humana y su relación con la historia, que marcaba un corte radical con las tradiciones de la filosofía clásica. Su reavivamiento en el siglo V, en la victoria de Agustín sobre Pelagio y sus seguidores, fue un acontecimiento decisivo pero tal vez no inesperado. El conocimiento introspectivo al que los cristianos latinos medievales eran invitados era siempre más que un conocimiento de la naturaleza y de los poderes del alma. Enraizado en un reconocimiento existencial de nuestra condición pecadora, era un conocimiento tanto de la grandeza como de la miseria de la humanidad, uno de los mayores temas retóricos de la tradición latina medieval.

"Lo semejante es conocido por lo semejante," como había insistido una antigua máxima griega.4 Al conocerse a sí mismo a como imagen de Dios, cada persona humana es llamada a un nuevo o más adecuado conocimiento de Dios. El recién convertido Agustín oraba para que pudiese conocer a Dios y el alma, ¡nada más, ni nada menos! (Soliloquios 1.7). El camino hacia adentro, esto es, el auto-conocimiento por medio de la introspección, es también el camino hacia arriba: el ascenso a Dios. También aquí podemos ver semejanzas con las tradiciones heredadas del mundo clásico e importantes innovaciones, puesto que, aunque muchos autores cristianos hicieron uso del lenguaje filosófico griego al explicar su antropología, el carácter trinitario y cristológico del entendimiento medieval de la imago Dei, fuente de nuestra semejanza con Dios, fue radicalmente nuevo. La divinización, un concepto tomado de los griegos, recibió un nuevo contenido en la fe y en la práctica cristianas, no sólo a través de la insistencia de la nueva religión en 1a necesidad de la gracia para restaurar la imagen, sino también porque la propio comprensión cristiana de la imagen se basaba no sobre una noción griega fluido de la divinidad sino más bien en el misterio del Dios Uno que se había revelado a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Tres tradiciones de la espiritualidad occidental de la imago Dei.

Es posible aislar tres tradiciones de la espiritualidad de la imago Dei en el cristianismo latino entre los siglos IV y XII: la que encuentra la imagen de Dios primariamente en la persona considerada como un sujeto intelectual; la que se concentra en la libertad del sujeto como la verdadera localización de la imagen; y la que enfatiza el carácter interpersonal de la imagen. Obviamente, no hay que pensarlas como tradiciones separables. Elementos de cada una se encontrarán en todos los principales maestros espirituales, pero el énfasis dado variará considerablemente de un autor a otro, y un estudio de estas variaciones ayudará a exponer las riquezas de la antropología latina medieval.

 

Agustín y el sujeto intelectual.

Mario Victorino y Agustín hicieron ambos uso de elementos importantes del pensamiento neoplatónico en sus esfuerzos por comprender qué significaba ser hecho a imagen y semejanza de Dios. En sus tratados primero y segundo Contra Arrio (359), distinguía Victorino entre el Logos, que es la verdadera imago Dei, y el alma humana, que es creada ati imaginan, esto es, de acuerdo con el modelo del Logos (Contra Arrio IA. 20). El maestro africano sostenía que la persona humana original cuya creación es descrita en Gn 1:26 lleva la imagen divina: el alma posee "ser," "vivir," y "entender" en conformidad con las tres divinas personas, mientras que la división del cuerpo en dos sexos, como está contada en la historia de la creación de la humanidad terrestre en Gn 2:7, refleja la doble naturaleza del Logos como masculino y femenino a la vez (Contra Arrio IB. 61-64).

Al igual que Victorino, Agustín ponía el carácter de imago del sujeto humano ante todo en su naturaleza intelectual, pero su rico pensamiento implica elementos de las tres tradiciones y así forma la vertiente crucial para la antropología occidental subsecuente. Nos concentraremos aquí en las afirmaciones explícitas del obispo respecto de la imago Dei, pero es importante señalar que casi todos sus escritos están en una forma u otra involucrados en el misterio de la relación de la persona humana con Dios.

La obra más leída de Agustín, las Confesiones (397-400), es un estudio en dos partes del destino humano: los libros 1-9 cuentan la historia de un ser humano como cualquiera, y los libros 10-13 presentan dos meditaciones teológicas sobre el misterio humano: un análisis de la memoria (libro 10) y una interpretación del relato de la creación como la historia de la caída del alma (libros 11-13). En esta obra sutil Agustín rompió decisivamente con la antropología neoplatónica usando la historia de su propia vida para comunicar un mensaje universal: el destino humano ya no es visto como la absorción del individuo en el Todo, sino como la recuperación del verdadero sí mismo a través del reordenamiento divino de la voluntad. La verdadera persona humana se expresa a través del acto de la confesión, una alocución interpersonal directa a Dios que es al mismo tiempo confesión de nuestra propia pecaminosidad (por ejemplo, 2:1;2:3;10:1;10:4) y alabanza de la bondad amorosa de Dios hacia nosotros (por ejemplo, 1:1; 1:6; 1:15; 7:6). Agustín mostró cómo su conversión intelectual, en la que el neoplatonismo jugó un papel tan grande (7:9 y 20), no lo capacitó para superar el conflicto de las voluntades carnal y espiritual que existían dentro de él que, como lo expresara, "...arruinaron mi alma por su discordia" (8:5). El empate entre las dos direcciones de la voluntad podría ser quebrado solamente por la intervención de la gracia de Cristo, tan gráficamente pintada en la famosa escena de la conversión en el jardín (8:8-12).

Aunque Agustín estaba contando la historia de su propia vida, el mensaje que presentaba en las Confesiones no era individualista. Ningún alma se aparta de Dios o vuelve a Él por sí misma. Los incidentes que ilustran el viaje pecaminoso lejos de Dios, lo mismo que el robo de las peras en 2:4-10, son siempre expresiones de aquella solidaridad en el pecar que comenzara en el Jardín de Edén. La famosa visión en Ostia del libro 9, que presenta el paradigma de la humanidad restaurada, muestra a Agustín en compañía de Mónica, disfrutando de una breve experiencia del "tocar la Sabiduría divina" (9:10), meta del peregrinaje humano. El hecho de que es Mónica, la mujer no ilustrada, quien comparte esta experiencia mística no sólo subraya que el destino humano es la obra de la gracia y no de nuestros propios esfuerzos; muestra también que la meta está abierta a todos. Finalmente, como deja muy claro el libro 10, la reforma y la restauración de la persona humana que el amor divino fue obrando en la vida de Agustín no fueron nunca realizaciones permanentes sino siempre un proceso tenue y continuo. La conversión continua es la esencia de la vida cristiana.

Las Confesiones exponen las líneas fundamentales de la antropología de Agustín, que no sólo rompió con el neoplatonismo pagano sino también, al l menos en parte con las comprensiones cristianas tempranas de la humanidad que ponían menos énfasis en los efectos del pecado original y daban más peso al valor inherente del impulso ascético hacia Dios. Después del 400 las controversias teológicas, especialmente aquélla con Pelagio, llevaron a Agustín a profundizar y a menudo a endurecer sus posiciones. Abandonó algunos de los elementos más platónicos que se encuentran en las Confesiones, tales como la noción de la caída del alma y el papel del deseo natural de Dios, en la medida en que se movía hacia una postura más y más intransigente sobre la eficacia operativa de la gracia en el proceso de la salvación. En este período la analogía trinitaria del alma, que anotaba brevemente en las Confesiones 13:11, fue desarrollada en una teología plenamente madura de la imago Dei en su gran obra La Trinidad, escrita entre 400 y 417.

Agustín desarrolló una noción sofisticada de una imago como una especie particular de semejanza (similititdo) por la cual algo se refiere a su fuente tanto como la expresa. "Por cierto que no cualquier cosa en las criaturas que sea de una manera u otra similar a Dios debe también llamarse su imagen, sino sólo aquello a lo que solo él es superior; puesto que la imagen es una expresión de Dios en su sentido pleno sólo cuando ninguna otra naturaleza yace entre ella y Dios" (La Trinidad 11:5-8). Tal imagen es expresiva de su fuente no sólo por la proximidad sino también porque su naturaleza está formada a través de la conversión, esto es, de un retorno dinámico a la fuente en el momento mismo de su creación.7Como Victorino, Agustín admitía que algunas imágenes pueden tener una relación de igualdad con su fuente porque la perfecta imago Dei cuya actividad formativa da el ser a las criaturas racionales y, de una manera algo diferente, a todas las cosas, es la Palabra, la segunda persona consubstancial de la Trinidad. A diferencia de Victorino, Agustín insistía con Pablo (1 Co 11:7) en qué puede decirse que la persona humana no sólo está hecha ad imaginem (esto es, según la Palabra), sino que es también en sí misma una verdadera imago Dei (por ejemplo, La Trinidad 7:6-12).

A diferencia de algunos Padres griegos, Agustín rehusaba ver la división sexual de la humanidad como un resultado de la caída (cf. por ejemplo Ciudad de Dios 14:21). Esto, sumado a su insistencia en que la imagen reside en la persona interior (homo interior), evidencia que Agustín no concebía la imagen en un sentido específicamente sexual como si sólo el varón llevara la verdadera imagen de Dios (sobre esto ver en especial el Comentario literal al Génesis 3:22-34). Sin embargo, hacía uso en varias de sus obras de una interpretación alegórica del relato de la caída que se remonta a Filón, en la cual la serpiente representa la facultad sensitiva, la mujer la razón inferior orientada a las cosas de este mundo, y el hombre la razón superior orientada a Dios.8 Esto llegó a ser un tema popular en la antropología occidental posterior. Podemos así decir que, si bien Agustín en su enseñanza esencial insistía en la igualdad de hombres y mujeres como partícipes de la imago Dei, el valor simbólico que les diera a los géneros compartía las limitaciones de su cultura. Con todo, los autores cristianos latinos en general dejaban en claro que tanto los varones como las mujeres biológicos poseían todos los niveles de los poderes espirituales humanos. La meta de la humanidad reformada no era la supresión de ninguno de aquéllos sino su armoniosa integración, de tal manera que el poder más elevado en el alma, simbolizado por el vir u "hombre," recuperaba su papel original de conexión entre la divinidad y la humanidad. Tal integración quedaba abierta tanto a las mujeres como a los varones, como lo señalaba la abadesa del desierto Sara cuando exclamaba, en un lenguaje que nosotros los modernos podemos considerar difícil de apreciar: "Yo soy una mujer en el sexo, pero no en el espíritu" Agustín había explorado en sus obras tempranas cómo toda la realidad creada reflejaba al Dios triuno y cómo la persona interior había sido creada como una especial imagen del Dios uno. Este esquema fue ampliado después del 412 en los libros posteriores de La Trinidad donde el obispo insistía en que el mundo exterior y hasta la persona exterior (homo exterior) llevan sólo los vestigios de la Trinidad (vestigia Trinitatis), y que sólo la persona interior puede ser vista como una imago Trinitatis real. Porque Dios dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza," y un poco más adelante se dice: "De esta manera creó Dios al hombre a imagen de Dios." Sería ciertamente incorrecto decir "nuestra," puesto que es un número plural, si el hombre fuera hecho a imagen de una persona, sea del Padre, o del Hijo o del Espíritu Santo; sino que, por cuanto fue hecho a imagen de la Trinidad, se dijo consecuentemente: "a nuestra imagen" (La Trinidad 12:6-6).

Agustín era claro en que esta imagen reside solamente en la mens, o dimensión más elevada del alma. "A partir de esto debemos comprender que el hombre fue hecho a imagen de Dios en aquella parte de su naturaleza por la que sobrepasa a las bestias brutas; es decir, por supuesto, su razón (raízo), o mente (mens), o inteligencia (intelligentia), o como queramos llamarla." (Comentario literal al Génesis 3:20-30) Puesto que la mens incluye los aspectos tanto intelectual cuanto la voluntad del sujeto humano (La Trinidad 9:12-18), Agustín desarrolló la comprensión de la persona humana como una imagen trinitaria basada tanto en el amor como en el conocimiento. Una línea de pensamiento que explora la relación entre la Trinidad y nuestra experiencia de amor interpersonal fue desarrollada en La Trinidad 8:5-8, antes de que el obispo volviera su atención a análisis más extensos del conocimiento y del amor de sí mismo de la mente en cuanto imagen primordial.

El esfuerzo principal de los últimos libros de La Trinidad está dedicado a la exploración del alma intelectual como una imagen trinitaria. Las complejas variaciones de Agustín sobre este tema podrían hacer pensar que los libros 9-15 son primordialmente un ejercicio de especulación filosófica; pero, aunque contengan mucha observación filosófica, deben ser entendidas dentro del amplio programa espiritual de la meditación sobre la imagen como la mejor manera de interactuar con la restauración por Dios de la imago dañada a su ejemplar trinitario, como queda claro en la magnífica oración que cierra la obra.

Agustín exploró cómo la presencia de la mente a sí misma (el principale mentís de 14.8.9 o abstnisior profimdüas memoriae de 15:21-40) suscita actos de amor y conocimiento de uno mismo a través de la producción de la palabra interior (por ejemplo, 14:7-10, 15:12-22). La fascinación del obispo por la memoria, iniciada en las Confesiones, alcanzó una culminación en la última parte de La Trinidad, donde la memoria en cuanto base de toda actividad intelectual humana refleja el papel del Padre como fundamento para la procesión tanto del Hijo, entendida como un acto de conocimiento consubstancial, como del Espíritu Santo, concebida como acto de amor igualmente consubstancial (por ejemplo, La Trinidad 15:23-43). Agustín exploró estas estructuras trinitarias de la parte íntima y más noble de cada persona humana especialmente en sus magistrales análisis de las tríadas mens notitia sui amor sui (por ejemplo, 9:3-3) y memoria, intelligentia sui, voluntas sui (por ejemplo, 10:11-17). Sin embargo, el ejercicio de entender la mente como imago Trinitatis no es la meta.

 

"Por lo tanto esta trinidad de la mente no está en aquel relato de la imagen de Dios porque la mente se recuerda a sí misma, se comprenda a sí misma, y se ame a sí misma, sino porque puede también recordar, comprender y amar a aquel por quien fue hecha. Y cuando lo hace, se hace sabia; pero si no lo hace, aunque se recuerde a sí misma, se conozca a sí misma y se ame a sí misma, es necia" (La Trinidad 14:12-15)

 

Sólo porque la persona humana retiene la imagen de la Trinidad incluso después del pecado, es posible para la gracia de Dios restaurar esa imagen a través de los actos de conocerlo, recordarlo y amarlo. Insistía Agustín en que por nosotros mismos no podemos hacer nada: "Podemos deformar la imagen de Dios en nosotros; no podemos reformarla" (Sermón 43:4-4 [PL 38, col. 255]). Según este modelo creacionista, en el cual el ser intelectual recibe su naturaleza por la conversión a la Palabra, la "recreación" sólo puede tener lugar a través de una nueva conversión a la Palabra encarnada: las dos mitades de la visión de Agustín sobre la historia humana encajan entre sí sin solución de continuidad.

Finalmente, debemos recordar que la visión de Agustín del sujeto humano como imago Trinitatis necesita siempre ser considerada a la luz de sus reflexiones sobre el misterio de la gracia y de la libertad. Algunos intérpretes han visto en el último Agustín un debilitamiento del concepto de libertad en la humanidad hasta el punto de su extinción, pero tal visión depende de un concepto de la libertad que el obispo no compartía. Agustín se oponía resueltamente a toda concepción de la libertad como autonomía sin impedimentos o autodeterminación del sujeto individual. Para él la libertad necesitaba siempre de un calificativo: era la libertad "para" o la libertad "respecto de." La libertad de Adán tenía un grado de versatilidad (posse peccare et non peccare) no disponible a sus descendientes. Después de la caída la humanidad estaba libremente atada al pecado y disfrutaba de una libertad perversa respecto de la justicia; Cristo restauró la verdadera libertad (libertas) a nuestro poder de libre elección (liberutn arbitrinrn), al otorgar la libertad de la servidumbre al pecado y la libertad para cooperar con la gracia viviendo según la caritas. Las ideas de Agustín sobre la libertad, aunque centrales en el cristianismo occidental hasta la Ilustración, no fueron aceptadas sin alguna modificación, Las implicaciones predestinacionistas más rigoristas de esta teología fueron modificadas en el siglo después de su muerte, y la antropología agustiniana se mezcló de una manera fecunda con otros elementos en la historia de la espiritualidad latina medieval.

 

La Edad Media temprana.

En medio de una civilización agonizante en la que la sobrevivencia día a día era la preocupación más apremiante, las elevadas consideraciones sobre el sentido del destino humano podían sobrevivir sólo encontrando instituciones culturales e intelectuales que las incorporaran y transmitieran a las generaciones futuras. El monaquismo benedictino sirvió como vehículo primario para la preservación de la antropología agustiniana en la Edad Media. Los monjes, seguramente, tendían a una postura que encontraba difícil concebir el logro del destino humano pleno fuera del monasterio, de la misma forma en que los elementos platónicos de la antropología que heredaban les hizo fácil concebir el alma sola como la verdadera imagen de Dios en detrimento de una apreciación plena de la realidad corporal de la persona humana. El elitismo monástico y el clásico dualismo alma-cuerpo fueron dificultades reales en la espiritualidad medieval latina tradicional, pero su efecto ha sido a veces exagerado. Varios otros elementos en la tradición, en especial el énfasis en la comprensión microcósmica del cuerpo humano y la gran visión de la restauración de la perfecta armonía con la jerarquía cósmica, sirvieron para flanquear el dualismo implicado en algunas de las categorías filosóficas heredadas. De una manera semejante, aunque los monjes tendían a ver al monasterio como la única arena en que era posible en esta vida la verdadera restauración de la imago Dei, nunca osaron pretender que sólo los monjes y las monjas podían salvarse. El obrar misterioso de la gracia divina no podía estar limitado a una institución o lugar, aunque el entorno monástico disciplinado de obediencia, humildad y oración ejemplificaba lo que la enseñanza cristiana consideraba como los fundamentos esenciales para tratar de vivir la vida de perfección.

Dos autores más bien diferentes pueden servir para señalar algunas de las contribuciones mayores de la antropología occidental entre los siglos V y XII. El papa Gregorio el Grande (590-604) tenía poco interés en las cuestiones filosóficas, pero nadie hizo más por la formación de la cultura monástica y su mentalidad, especialmente en las áreas que tienen que ver con la situación de la persona humana. Las bases de la antropología de Gregorio son ampliamente agustinianas, pero su desarrollo manifiesta un genio propio. El sentido agudo de Gregorio sobre la miseria humana como resultado del pecado — fuertemente reforzado por los tiempos lúgubres en que vivió — estuvo asociado a una intensa toma de conciencia de cómo la compunción por nuestra condición pecaminosa suscita el deseo de la experiencia de Dios como una vivencia previa de la vida perfecta que se gozará en el cielo. Si insistía, por un lado, en que "en la contemplación de Dios una persona reconoce su propia indignidad," estaba igualmente convencido de que "en esa contemplación el gusto de la paz interior ya es experimentado" (Homilías sobre Ezequiel 1:8-11; 2:12-14). Jean Leclercq ha observado que "la búsqueda de Dios y la unión con Dios son explicadas en Gregorio en la forma de una doctrina generalizada de la relación del ser humano con Dios."

En el siglo IX, Juan Escoto, un pensador irlandés residente en la corte carolingia, intentó fundir las elucubraciones de algunos de los Padres griegos con la tradición occidental basada en Agustín. El Periphyfeon de Juan contiene una profunda antropología teológica de un carácter pronunciadamente neoplatónico. Si bien nunca llegó a ser la base para un programa espiritual de la manera como lo hizo la antropología de Agustín a través de su asimilación en el monaquismo benedictino, el pensamiento de Juan no quedó sin influencia en el siglo XII. Su comprensión de la humanidad como creada ad imaginem (la Palabra es la verdadera imago) permanece primariamente en la tradición intelectualista. La imagen reside en la naturaleza intelectual más alta de la persona humana y lleva una estructura trinitaria. Todo esto es tradicional, pero Juan fue más allá al insistir en que la idea de humanidad (homo) es la primera de las causas primordiales en las que Dios creó todas las cosas: "...el hombre fue hecho entre las causas primordiales a imagen de Dios; [de tal manera] que en él cada criatura, inteligible y sensible, de la que está compuesto como de varios extremos, debe llegar a ser una unidad inseparable, y él debe ser el término mediador y la unificación de todas las criaturas." La primera creación fue espiritual, en la cual todas las cosas estaban unidas en la idea primordial del Primer Hombre, Adán. Su caída por el orgullo produjo el universo material diferenciado en que vivimos, mas este mundo de división está siendo conducido de vuelta a su unidad prístina por la obra salvadora del Nuevo Adán, Cristo la Palabra encarnada.

Este grandioso esquema arquitectónico explica las peculiaridades de la antropología del irlandés. Para Juan la definición apropiada de humanidad es la ideal – "la humanidad es una idea intelectual particular eternamente creada en la mente de Dios." (Periphyseon) y la real similitud entre la imagen y su Ejemplar divino reside paradójicamente más en la ignorancia que en el conocimiento. Dios conoce todas las cosas bajo Él pero no puede conocer lo que Él es porque no es un "qué," esto es, una realidad particular capaz de ser definida. El conocimiento de sí mismo de Dios es una conciencia trascendental de su misterio ilimitado. Somos lo más verdaderamente imagen de Dios en nuestra incapacidad de captar o definir nuestra verdadera naturaleza que, precisamente como imago Dei, permanece para siempre misteriosa.

 

"Lo más admirable y hermoso para aquellos que piensan sobre sí mismos y su Dios, es que la mente humana debe ser más alabada en su ignorancia que en su conocimiento. Pues es más digno de alabanza en ella no conocer lo que es, que conocer lo que es, tal como la negación es más grande y más consistente que la afirmación en la alabanza de la naturaleza divina..." (Periphyseon 4.7).

 

La sabiduría espiritual de Juan Escoto puede ser descrita como una forma apofática de la comprensión intelectualista de la humanidad como imagen de Dios.

 

El siglo Xll.

El siglo XII ha sido considerado desde hace mucho como un punto decisivo en la historia de la espiritualidad latina. Desde el punto de vista de la comprensión de la persona humana como imagen de Dios, el período es al mismo tiempo una culminación del desarrollo de tradiciones enraizadas en el pasado patrístico y un tiempo en que nuevas experiencias religiosas e instituciones y prácticas innovadoras comenzaban a transformar viejos símbolos y valores. Algunos han ido más lejos al pretender que el siglo XII testimonia "el descubrimiento del individuo" en su búsqueda sublimada de la auto-examinación, su nuevo acento en la intención y la motivación, y su preocupación por las relaciones interpersonales. Sin embargo, la pretensión exagerada de un nuevo individualismo descuida tanto la complejidad de los lazos de los pensadores del siglo XII con el pasado, especialmente con Agustín, cuanto las diferencias entre las nociones del siglo XII sobre el sí mismo formado por la interacción con una comunidad o grupo y por la vía de la conformidad con un arquetipo o modelo, y las de nociones más modernas sobre el individualismo.

Cualquiera sea el peso que queramos asignar a los nuevos aspectos de la antropología de esta época, no se puede negar que el siglo XII estuvo fascinado con el misterio de la persona humana como imago Dei, y que trajo al estudio de este misterio una mentalidad ordenadora sistemática no vista antes. La era fue también marcadamente creativa para encontrar formas institucionales y prácticas espirituales nuevas para estimular la restauración de la imagen y el ascenso a Dios. Las grandes teologías místicas de los cistercienses, Victorinos, benedictinos tradicionales y cartujos estaban enraizadas en la antropología.

No es posible en este trabajo un repaso completo de todos los maestros espirituales que escribieron sobre antropología, lo mismo que de los varios cambios en la oración y la práctica reflejados en sus puntos de vista e influenciados por ellos. Vamos a concentrarnos, siguiendo nuestro tema general de las tres tradiciones de la espiritualidad de la imagen, en dos figuras representativas: Bernardo de Claraval, quien consideró la libertad humana como sede de la imagen, y Ricardo de San Víctor, cuyo pensamiento contiene reflexiones profundas sobre cómo el sujeto humano interpersonal es una imagen del Dios-en-tres-personas.

Muchos autores monásticos del siglo XII escribieron tratados sobre el alma (De anima) y sobre el tópico correlativo de la conciencia (De conscientia). Aunque Bernardo no lo hizo, no se puede negar que la antropología estaba en el centro de su pensamiento. A pesar de la profundidad teológica de otros cistercienses que escribieron en esta área, en particular Guillermo de Saint Tierry e Isaac de Stella, Bernardo fue el maestro de la escuela cisterciense. Con su habilidad para usar la prosa latina como instrumento para penetrar en la autoconciencia y describir la emoción, fue el único rival de Agustín entre los autores latinos medievales.

La insistencia de Bernardo en el autoconocimiento es muy conocida: la senda primaria y el primer paso a lo largo del camino es el autoconocimiento. "El cielo fue la fuente de la máxima "¡Conócete a ti mismo! "¿No dice lo mismo la esposa al amado en el cántico de amor: "¡Oh la más bella de las mujeres! Si no te conoces a ti misma, sal afuera" (Ct 1:8). El autoconocimiento consiste en tres cosas: que una persona conozca qué ha hecho, qué merece, qué ha perdido."17 Como lo indica la frase final, Bernardo estuvo siempre más interesado en las consecuencias prácticas del autoconocimiento que en sus componentes teóricos. Para Bernardo era anatema el autoconocimiento que no servía directamente para aumentar el sentido de pecaminosidad y la profesión de humildad del individuo, sino que se convertía en curiositas, esto es, en puro ejercicio intelectual divorciado de la reforma moral. Esta actitud fue la base de los duros ataques contra Abelardo y otros que el consideraba correcta o erróneamente como culpables culpables de esta perversión. Con todo, el abad reconocía que la reforma espiritual correctamente concebida no podía estar divorciada del pensamiento y del análisis severos. En términos de penetración en la motivación humana, su Pasos de la humildad y del orgullo es una obra maestra de observación e introspección; su Gracia y libre elección es el tratamiento doctrinal más profundo de este tema en la época; y su tratado Sobre el Dios de amor y los Sermones sobre el Cantar de los Cantares son presentaciones no superadas de la senda desde el conocimiento y amor de sí mismo hasta las alturas de la unión amorosa con Dios.

Como lo reconociera Étienne Gilson en su clásico ensayo "Socratismo cristiano," Bernardo..." encuentra par excellence la imagen de Dios en el libre albedrío humano." El abad, por supuesto, no era un defensor de la libertad concebida como la autonomía individual. Igual que la visión de la libertad de Agustín, la de Bernardo era fundamentalmente teocéntrica en el sentido de que la bondad indefectible de Dios como expresión libre y espontánea del ser divino es la fuente básica de toda libertad. En la voluntad divina la espontaneidad y la rectitud nunca pueden estar en conflicto; en los seres humanos, al menos mientras están en esta vida, tal conflicto es siempre potencial (como en Adán antes de la caída, o en el justificado en el presente) o actual (como en los que están todavía bajo la dominación del pecado) Para Bernardo, como para Agustín, la libertad para cometer el pecado no era nunca más que el vestigio oscuro y condenable de la verdadera libertad de la adherencia voluntaria e indefectible al bien que se encuentra en Dios.

Bernardo no carecía de predecesores que hubiesen acentuado la libertad humana como verdadera sede de la imago Dei, pero su propia comprensión de ésta estaba condicionada por el papel que el amor jugaba en la vida y el pensamiento de éste el más apasionado de los monjes. En una época llena de famosos amantes y de especulación sobre el amor, Bernardo no iba a la zaga de nadie en el poder y la singularidad de sus afectos. Lo que existencialmente parecía impresionarlo más sobre el poder del amor era que podía ser tanto voluntario como, con todo, también totalmente absorbente, de una manera que no permitía asomo de alternativa. La paradoja de un amor totalmente libre y sin embargo totalmente "obsesivo" está en el centro de la antropología de Bernardo y del misticismo que es su flor. La actividad del amor es el punto fundamental de contacto entre Dios y la humanidad, como dice un texto famoso de los Sermones sobre el Cantar de los Cantares: "De todos los movimientos, sentidos, afectos del alma, sólo en el amor la criatura es capaz, aunque no en el mismo nivel, de retribuir a su Creador por lo que ha recibido, de pesar en retorno algo de la misma medida."

Bernardo define el consentimiento voluntario o libre elección (libenim arbitrium) como "un hábito de autodeterminación del alma"; incluye tanto la expresión espontánea de la voluntad como un juicio concomitante del intelecto. La libertad, entendida en su forma más general como la ausencia de coerción externa, es la característica inalienable de la persona humana en cuanto humana. ¿Pero cómo podemos decir que son libres las personas humanas atrapadas desde la caída en el círculo sin fin del pecado? Bernardo introduce aquí, basándose en Pablo, su famosa distinción de los tres estados de libertad. Lo que siempre poseen los seres humanos, tanto antes como después de la caída, es el liberum arbitrium, o la libertad respecto de la necesidad (esto es, de la coerción externa), que asegura que los pecados que cometen son expresiones voluntarias de sus propias voluntades pervertidas. Lo que la humanidad perdió en la caída fue la libertad respecto del pecado, o libre consejo. Cristo restaura esta libertad a sus seguidores y de esa manera los pone en el camino que conduce a la posesión de la tercera libertad, la que corona, la libertad respecto del pesar (libre placer), esto es, el gozo indefectible de la bondad de Dios en el Cielo. El abad lo resume así:

 

"Aquí abajo, debemos aprender de nuestra libertad de consejo a no abusar del libre albedrío, de tal manera que podamos un día ser capaces de disfrutar plenamente de la libertad del gozo. Estamos así reparando la imagen de Dios en nosotros, y el camino está siendo pavimentado, por la gracia, para la recuperación del honor anterior que perdimos por el pecado."

 

Igual que la mayoría de sus contemporáneos, Bernardo encontraba la distinción entre imagen (imago) y semejanza (similitudo) de Gn 1:26 útil para describir cómo la humanidad retuvo su relación básica con Dios incluso después de la caída, pero que perdió su adecuación más elevada. Diferentes autores concebían esta distinción de diferentes maneras, e incluso Bernardo nos dio una cantidad de variaciones. En Gracia y libre albedrío la imagen es identificada con el libre albedrío, y la semejanza progresivamente restaurada es el libre consejo y el libre gozo; mientras que en los Sermones sobre el Cantar de los Cantares la imagen consiste en la grandeza (magnitudo) y la rectitud (rectitudo) del alma (y por tanto en lo que está perdido por el pecado), y la semejanza se encuentra en la simplicidad, inmortalidad y libre albedrío permanentes del alma. A pesar de estas variaciones en Bernardo y en sus contemporáneos, existe una base común para la antropología de la imago Dei del siglo XII, evidente en la convicción de que, aunque la humanidad ha caído en el pecado, permanece abierta a Dios (capax Dei), especialmente a la acción del Dios Trino que reforma los poderes del conocer y amar de la humanidad hacia la experiencia última de la imitas Spiritus, la unión amorosa con Dios en esta vida (cf. 1 Co 6:17).

Este proceso dinámico de restauración y ascenso hacia la unión no era un esfuerzo individual para los escritores del siglo XII más de lo que lo había sido para Agustín. Ellos insistían en los aspectos eclesial, comunitario y sobre todo interpersonal del destino humano en realización. Para Bernardo y los otros cistercienses, el monasterio era la "escuela de la caridad" en la que el abad hacía las veces tanto de una madre que nutre como de un padre que toma decisiones.24 El culto de la amistad que los cistercienses y muchos otros perseguían con tal pasión y sutileza era una parte integral de la vuelta a Dios. "Aquí estamos, tú y yo, y que Cristo sea el tercero entre nosotros," como Alredo de Rievaulx lo expresara tan hermosamente (Amistad espiritual 1:1).

Hay muchos caminos para aproximarse al tópico complejo de cómo los autores del siglo XII entendían y utilizaban las relaciones interpersonales en sus programas espirituales. Al elegir echar una breve mirada sobre la comprensión de la persona humana de Ricardo de San Víctor y sobre cómo esto afectó su comprensión de la Trinidad, tendremos espacio para examinar solamente una pequeña parte de este programa extenso de solamente uno de los autores importantes que podrían ser considerados. Sin embargo, incluso esta breve mirada puede ser indicativa de la contribución de esta época.

Bernardo de Claraval (aunque no algunos otros cistercienses) mostró poco interés en desarrollar una detallada psicología facultativa; la preocupación intensa de Ricardo por el análisis de los poderes afectivos e intelectuales del alma y las maneras en que toman parte en el ascenso a Dios es más típica de la pasión del siglo XII por el ordenamiento de la experiencia y del conocimiento.26 Para Ricardo, como para todos sus contemporáneos, el alma tiene dos poderes fundamentales, el amor y el conocimiento, los dos pies con los cuales viajamos hacia Dios, como lo expresara el cisterciense Isaac de Stella (Carta sobre el alma [PL 194, col. 1880B]). Si el amor es el poder más elevado en el que tiene lugar la real transformación o divinización de la persona, no es un amor anti-intelectual el que alcanza esta meta, sino un amor que en sí es una forma de conocimiento: amor ipse notitia est, como expresaba una famosa frase de Gregorio el Grande (Homilías sobre los Evangelios 27 [PL 76, col. 1207]). La verdadera caritas, en cuanto opuesta al falso amor a sí mismo de la cupiditas, implica por definición a otra persona a la que es dirigida. Al explorar las implicaciones de esto, Ricardo de San Víctor hizo algunas de sus contribuciones más importantes.

Ricardo siguió la guía de Agustín y desarrolló, a través de un análisis de la naturaleza de la caritas, una comprensión de cómo las tres personas pueden ser un solo Dios. Dios, quien por definición es la caridad perfecta y el amor generoso que se derrama, requiere a alguien igual a Él hacia quien dirigir este amor. "Y en aquellos que se aman mutuamente... la perfección de cada uno requiere con igual razón, para ser completa, un copartícipe del amor (condilectus) que les ha sido mostrado" (La Trinidad 3.11). Este comprensión de la Trinidad como el amor compartido supremo de tres personas iguales se basa en un análisis sensitivo de la experiencia del amor humano que encontramos en La Trinidad 3:14-20 de Ricardo, y lleva a una nueva definición de la persona divina como "una existencia incomunicable de la naturaleza divina" (La Trinidad 4:18-22). Es importante acentuar que, en esta definición, "incomunicable." (incomcomunicabilis) significa "individual," esto es, una autoidentidad capaz de ser compartida. Para decirlo en otras palabras, una persona. (divina o humana) es un sí mismo individual por cuanto sólo un "sí mismo" puede elegir la trascendencia de sí mismo. Ricardo elabora su nueva noción de la persona primariamente en términos de la Trinidad pero, puesto que el misterio divino y el misterio humano son siempre correlativos, la definición puede usarse análogamente para aplicarla a la persona humana como una existencia incomunicable, o individual, de naturaleza racional (4:23-24). La persona humana, por lo tanto, igual que la divina,, es llamada a compartir el amor: esto es lo que hace que sea lo que verdaderamente estaba destinada a ser. Ser hecho a imagen y semejanza de Dios significa ser hecho para compartir el amor compartido de la Trinidad y comunicar ese amor, igual que la Trinidad, a los demás. Esto llega a ser especialmente claro en el cuarto grado del tratado de Ricardo Los cuatro grados de la caridad violenta donde, después de la licuefacción o transformación o muerte del alma en Dios en el tercer grado, se da un estadio más elevado en el que la "nueva criatura" resurge con Cristo para vivir una vida de servicio amoroso a los otros. El verdadero significado de ser una imago Dei es, para Ricardo de San Víctor, llegar a ser una ¡mago Christi en esta vida.

Las limitaciones de la antropología tradicional de la imago Dei y los programas ascéticos y místicos a los que dio origen llegaron a ser obvios con el paso del tiempo. La concentración en el alma, o persona interior, como la verdadera imagen, y las dificultades que los pensadores de esta tradición tuvieron para expresar la unión substancial del cuerpo y el alma, llevaron a ambigüedades sistemáticas que estimularon el menosprecio del cuerpo y algunas veces soslayaron la salud de las observancias ascéticas. Aunque las tradiciones latinas en general insistían en la igualdad tanto de los hombres como de las mujeres en su posesión de la imagen, la práctica de hecho consideraba frecuentemente a las mujeres como un poco inferiores, en conformidad con los valores simbólicos asignados a lo femenino. Con todo, una mirada sin prejuicios a la espiritualidad de la antropología latina tradicional muestra que trajo a la luz valores de mérito permanente que no siempre han sido recordados o plenamente apreciados en los siglos subsiguientes. Principal entre éstos es lo que podríamos llamar el "giro antropológico," esto es, la convicción de que el misterio de Dios y el misterio de la persona humana son estrictamente correlativos. El conocimiento de sí mismo es el reconocimiento tanto de la grandeza como de la desgracia de la persona humana: grandeza en cuanto imagen de Dios, desgracia en cuanto atrapada en las redes del pecado. La introspección y la humildad forman, por lo tanto, el punto de partida del viaje a Dios, un peregrinaje que es también un descubrimiento del verdadero sí mismo; mas esta creación dinámica de la nueva persona es posible solamente porque la Palabra divina hizo primero el experimento haciéndose plenamente humana por nuestra causa.

 

 

7. La Gracia: el Fundamento Agustiníano.

J. Patout Burns.

En la Iglesia occidental, la comprensión del papel de la gracia de Dios fue modelado por la interacción de tres tradiciones. Cada una contribuyó con un elemento particular a la doctrina forjada en los escritos de Aurelio Agustín (354-430), el obispo de Hipona en el África romana a fines del siglo IV y comienzos del V. La enseñanza de Agustín sirvió como fundamento para la subsecuente teología latina de la gracia.

Desde las tradiciones del espiritualismo platónico y del antimaterialismo gnóstico, venía la convicción de que el espíritu humano deriva de, y es empujado hacia, una unión natural con el principio divino, que trasciende no sólo las limitaciones del mundo de los cuerpos sino incluso el status de la persona como criatura. Como el paso inicial hacia esta unión, el ascetismo libera la mente de la atadura a las ilusiones y placeres de los sentidos. La contemplación introduce a la persona en la Verdad y Unidad inmutables que son la fuente del gozo verdadero. Este tipo de pensamiento fue mediado por Orígenes (185-254) y fue reflejado en los escritos de los contemporáneos mayores que Agustín: Gregorio de Nisa (330-395) y Ambrosio de Milán (339-397).

Una segunda tradición afirmaba que todas las criaturas, incluso las espirituales, son por naturaleza diferentes de lo divino y pueden ser unidas a Dios sólo con el ejercicio del libre albedrío en que la criatura se conforma a la voluntad divina. La persona que obedece libre y plenamente los mandamientos de Dios será premiada por una intervención creadora en que Dios levanta el cuerpo a la vida inmortal, confirma la voluntad en el bien que ha elegido, y transforma el espíritu de tal modo que todos los deseos de la persona sean cumplidos. Esta tradición acentuaba el cuerpo y rehusaba limitar a la mente o espíritu la esperanza de la bienaventuranza. Las raíces de este punto de vista pueden haber estado en la insistencia estoica en la sumisión libre a la voluntad divina que rige el universo. Su forma cristiana es evidente en los escritos de Tertuliano (160-220) y Cipriano (m. 258).

Finalmente, un tercer elemento fue introducido a partir de la meditación paulina en la soberanía de Dios sobre la iniciativa y la libertad de las personas. El ejercicio humano de la libre elección entre el bien y el mal no es ni irrestricto ni autónomo. Las costumbres establecidas por el pecado reiterado restringen la libertad, y el control providencial de Dios dirige incluso las decisiones y acciones malas a sus propios buenos propósitos. Los comentaristas cristianos de Pablo reconocían la dependencia de la fe humana respecto del llamado de Dios, y la de la buena voluntad respecto de la gracia liberadora de Cristo. De esta manera, Dios debía ser alabado por el logro de los esfuerzos humanos. La meditación de Agustín sobre los escritos paulinos llevó, más allá de esta interpretación tradicional, a una comprensión más radical de la necesidad y de la eficacia de la gracia.

Estas tres tradiciones contribuyeron de forma diferente a las interpretaciones cristianas tempranas de la interrelación de la gracia divina y la libertad humana. Algunos consideraban el deseo natural de Dios del espíritu humano como un signo de la promesa divina de que cada persona sería convertida finalmente y llevada a la salvación; otros entendían la frustración de este deseo como la fuente del sufrimiento terrible en los condenados, que son privados eternamente de la unión con Dios para la cual fueron creados. Algunos consideraban el ejercicio del libre albedrío como un proceso de apropiación y desarrollo de todo lo bueno con que Dios había dotado a la persona en la creación; otros lo veían como la realización de las tareas prescritas para ganar el favor de Dios y ser así cualificados para el premio de la recreación, que transformaría la capacidad original de la naturaleza humana. La mayoría reconocía que Dios asiste y actúa con una persona que se autodetermina; unos pocos afirmaban que Dios puede dirigir una decisión e incluso efectuar una nueva orientación en una persona que se le había opuesto.

Estas tres fuentes se combinaron en la comprensión de la gracia que prevaleció en el cristianismo occidental durante los siglos II, III y IV. Teólogos tan diversos en perspectiva como Tertuliano y Ambrosio asumían una doctrina común de la gracia y de la libertad. Dios había dotado a la naturaleza humana con una capacidad inalienable para elegir el bien y rechazar el mal. El ejercicio del poder de autodeterminación puede ser mejorado o restringido sólo por elección personal previa. Cualesquiera hayan sido los efectos de la caída de la humanidad en Adán, los mandamientos divinos en la Escritura indican claramente la capacidad de la naturaleza humana para el bien. Por cuanto Dios no requiere lo imposible, cada persona debe ser capaz de hacer el bien prescrito y evitar el mal prohibido. La obediencia substancial será premiada, y la falta significativa, castigada. Esta doctrina común limitaba generalmente el papel de la gracia divina al esclarecimiento del bien y del mal verdaderos, facilitando lo que puede ser hecho por capacidad natural y perdonando las faltas de aquellos que se arrepienten. El cristiano es estimulado por la revelación del amor y del perdón de Dios, por el ejemplo de Cristo y de los santos, por la promesa de recompensa y la amenaza de castigo. Al otorgar la gracia, Dios obra con la justicia más elevada. Alguna asistencia es proporcionada imparcialmente a todos; gracias especiales son dadas a individuos particulares a causa de sus esfuerzos anteriores o de una respuesta preconocida.

En el siglo V, esta doctrina común de la gracia y de la libertad estaba representada por Juan Casiano (360-435) y por Pelagio, quien dirigió la oposición a los intentos de Agustín de derribar muchos de sus presupuestos fundamentales. Aunque buena parte de esta perspectiva temprana permaneció en la práctica religiosa de la Iglesia occidental, no prevaleció en su teología. Agustín introdujo una nueva interpretación de las cartas paulinas y utilizó la tradición platónica para desafiar las suposiciones de autonomía y capacidad humanas para la buena voluntad y la acción. Esta comprensión innovadora de la operación del Espíritu Santo en el cristiano llegó a ser la base de la teología latina.

La exposición de la doctrina de la gracia de Agustín procede por una serie de consideraciones crecientemente especializadas, comenzando con la relación entre naturaleza y gracia, y terminando con su gratuidad y eficacia.

 

Naturaleza y gracia.

Agustín contrastaba agudamente los ámbitos espiritual y material. El mundo de los cuerpos tiene una cierta integridad y un límite definido. En la creación, Dios dotó a la materia con varias potencialidades que fueron subsecuentemente actualizadas por medio de fuerzas y agentes dentro del universo creado. Dios establece y mantiene el mundo material en su bondad por un gobierno providencial ejercido a través de los ángeles y de los seres humanos.

Las criaturas espirituales gozan también de ciertas dotes naturales. Sus naturalezas incluyen la vida, la inmortalidad, la capacidad de conocimiento y la libre elección. Estos recursos para su funcionamiento apropiado y su desarrollo no son, sin embargo, inherentes a sus naturalezas ni inclusive al ámbito creado. Las criaturas espirituales son establecidas en la bondad sólo con ser vueltas hacia el origen de su existencia, con ser nutridas constante e inmediatamente a través de la unión con la verdad y la belleza divina. La Palabra divina ilumina la mente creadora y transmite un entendimiento de los principios universales tales como la unidad y la proporción matemática, según los cuales el mundo es creado y gobernado. El espíritu humano es guiado por estos principios a mantener su propio cuerpo, a realizar las acciones corporales y a juzgar y obrar sobre el mundo material. La mente humana que se aparta de la luz divina pierde tanto la sabiduría moral como el poder de integrar las funciones corporales para prevenir la corrupción y la muerte. Tal comprensión de la verdad universal como la que permanece en los humanos pecadores no proviene de la capacidad natural de la mente sino de una iluminación divina que se manifiesta en la persona por el Espíritu que actúa en ella por fe y gracia.

Agustín afirmaba también que la criatura ama la belleza divina y desea los bienes creados según su verdadero valor, sólo a través de la inhabitación del Espíritu Santo, la gracia de la caridad. Este amor divino actúa como una fuerza gravitacional que mueve a la criatura a gozarse en Dios y por tanto a amarse a sí misma y a otras personas, y a desear bienes corporales en su relación con Dios. Los ángeles y los humanos pecan por orgullo cuando prefieren su propio bien al de Dios, y la gloria en su propio poder sobre el mundo material. Cuando el amor es distorsionado de esta manera, toda la voluntad de la persona es pecaminosa. Sólo la intervención del Espíritu Santo puede convertir a la persona y restaurar la verdadera jerarquía del amor.

A diferencia del mundo material, los espíritus creados no pueden ser establecidos en la bondad y la verdad por ningún principio creado. Los espíritus funcionan con propiedad sólo cuando son guiados por la Sabiduría Divina. Dios mismo obra la perfeccionadora conversión a Él, tanto en la creación original como en la restauración del pecador. Agustín explicaba de esta manera que toda la buena voluntad y la acción de la persona derivaban de la gracia de Dios, la previa autocomunicación de Dios como verdad y belleza.

Con esta comprensión de la relación de la criatura espiritual con Dios, colocaba Agustín el fundamento de su doctrina particular de la gracia divina y de la libertad humana. Esta metafísica religiosa excluye la autonomía o independencia del espíritu creado, encuentra la actividad del Creador en el corazón de todas las funciones de la persona y guía la interpretación de la Escritura de Agustín y la elaboración de la experiencia religiosa en una teología doctrinal. De ella fluían las tesis peculiares, que llegaron a caracterizar al cristianismo occidental, sobre la operación divina y la cooperación humana, sobre la primacía del don de caridad del Espíritu, y sobre la liberación de la voluntad por la gracia.

 

El espíritu y la carne.

Muchos autores cristianos usan las categorías ontológicas de mente y materia para interpretar la descripción paulina del conflicto entre el espíritu y la carne. El cuerpo material era caracterizado como la sede de deseos insaciables e insistentes, de la pasión y la emoción, de la concupiscencia por la dominación. Todas estas pasiones parecen surgir de la necesidad de asegurar y de consumir los recursos, limitados para sostener la vida corporal. Las necesidades del cuerpo y las energías dirigidas a satisfacer sus apetitos eran reconocidas como la fuente del conflicto social y el medio principal de ejercer el dominio sobre los otros humanos. En contraste con el cuerpo, la mente era caracterizada como estable en la vida e intrínsecamente libre de pasión, nutrida por la verdad eterna e indivisible y, como la sede del amor que modera los bajos instintos, armoniza a las personas una con otras y las une a Dios. A diferencia de los deseos corporales, los deseos del espíritu admiten un accionar progresivo e incluso permanente. A causa de estas diferencias, muchos autores cristianos describían regularmente el camino a la realización humana y a la bienaventuranza como la limitación de los deseos del cuerpo y el cultivo de los recursos del espíritu. La felicidad para la persona entera sería obtenida finalmente con la transformación de la carne y su asimilación a la vida del espíritu.

Esta interpretación ontológica de la oposición del espíritu con la carne requería alguna clarificación de la intención y propósito de Dios en la constitución de la persona humana. La real condición del cuerpo humano y su resistencia al espíritu eran explicadas generalmente como las consecuencias de una desviación intencional, usualmente un pecado de sensualidad, introducido por Adán y Eva. Este primer pecado sacudió la unidad original en la que Dios había creado a la naturaleza humana; trajo la mortalidad a la carne y cargó el espíritu con las demandas de un cuerpo debilitado. Entre las funciones principales de la gracia redentora estaban el fortalecer el espíritu en su lucha para dominar el cuerpo por el ascetismo y el restaurar la carne a una condición espiritualizada en su resurrección de entre los muertos.

Agustín reconocía el conflicto que los humanos experimentaban entre varias operaciones corporales y mentales. Esta tensión, sin embargo, era comprendida como la manifestación de una división más fundamental dentro del propio espíritu creado entre el amor de Dios y el amor de uno mismo. El espíritu humano fue creado y establecido originalmente en unión con la verdad y la belleza divinas. Guiada por la sabiduría, el alma armonizaba todas sus operaciones dirigiéndolas hacia el bien más elevado, Dios. El pecado original de la humanidad, igual que el de los ángeles, fue consecuencia de la pasión desordenada del ego individual y de las ansias por querer dominar el mundo material. La criatura rechazó la acción soberana de la sabiduría divina y ejerció orgullosamente la elección autónoma. Agustín explicaba así la noción paulina del espíritu y de la carne como dos orientaciones opuestas de una sola alma: la caridad o sumisión a Dios y el orgullo o autonomía criatural. Al oponerse a su orientación natural a Dios, prefiriendo su bondad y poder derivados, el alma creada se divide contra sí misma y llega a ser "carne."

Apartada de la sabiduría divina, la mente pierde su clara comprensión de la unidad, proporción y armonía; luego fracasa en integrar todas sus operaciones corporales y mentales. El espíritu ya no gobierna perfectamente al cuerpo y no mantiene su fortaleza original, que previene la corrupción y la muerte. Los apetitos y energías de la operación corporal son gobernados pobremente. El conflicto resultante, experimentado dentro del cuerpo, manifiesta una desarmonía más fundamental en el espíritu humano mismo. Para recuperar el control y la coordinación de sus complejas actividades, la mente humana debe establecer modelos de evaluación, una respuesta y una operación afectiva. Estas costumbres o hábitos convierten la mayoría de las actividades en rutina y así capacitan a la persona para concentrar la atención y la energía en objetivos más importantes, espirituales. Una vez establecidas, sin embargo, estas costumbres otorgan a objetos sensibles particulares el poder de atraer o repeler; limitan la capacidad de la persona para modificar la respuesta e inician un nuevo tipo de conducta. Las costumbres virtuosas mantienen a la persona en la buena elección y actuación. Los hábitos enraizados en el amor a sí mismo, sin embargo, resisten a las buenas intenciones subsiguientes y pueden impedirles tener salida en la acción. Las costumbres pueden atar la voluntad al mal.

Agustín ofrecía así una doble explicación de la división y el conflicto designados por los términos paulinos de espíritu y carne. Este conflicto tiene lugar dentro de la mente humana, que la gracia del Espíritu Santo está convirtiendo nuevamente a Dios. El amor a sí mismo y el orgullo, que buscan la dominación sobre el mundo material y sobre otros seres humanos, se oponen al don del Espíritu de amor al prójimo y de sumisión a Dios. Segundo, la no atención a la sabiduría divina y la pérdida del amor divino debilitan el espíritu humano y suscitan la concupiscencia: la incapacidad de la mente para controlar y regir los deseos y funciones corporales para sus propios propósitos. La mente y la voluntad son dependientes al mal por la pérdida de la guía divina y por las costumbres con las que ésta ha sido reemplazada. Cuando una persona se ha convertido a la caridad, el amor de Dios supera el orgullo y empieza a restaurar la armonía entre el deseo y la acción. La concupiscencia será extinguida y la plena integridad restaurada sólo cuando la caridad alcance su perfección en la resurrección de la muerte y la visión de Dios.6

El espíritu y la carne, por lo tanto, se oponen no como mente y cuerpo, sino como gracia y pecado. La vida según el espíritu significa el amor de Dios y la integración personal por este amor. La vida según la carne está regida por el orgullo y caracterizada por el conflicto dentro del espíritu, del cuerpo y también de la sociedad humana.

 

El libre albedrío.

La noción de Agustín sobre la libertad de la voluntad era una parte de su comprensión general de la naturaleza y de su relación con la gracia; se diferenciaba significativamente de la comprensión común de la libertad como elección autónoma entre el bien y el mal. La noción cristiana antigua de la libertad entendía que la persona estaba dotada desde la creación con una capacidad inalienable para la autodeterminación por la cual cada individuo llega a ser responsable tanto de las buenas como de las malas acciones. Tal libertad y responsabilidad eran consideradas como la base necesaria para la retribución o el castigo. Este tipo de responsabilidad individual restringía el papel de la gracia en facilitar la realización por la criatura del bien y el rechazo o arrepentimiento del mal. La operación divina no suplantaría nunca ni desplazaría la decisión autónoma de la persona humana.

La comprensión de Agustín de la necesidad de la gracia divina para el funcionamiento apropiado de la criatura espiritual minaba las presuposiciones paganas sobre la naturaleza de la libertad. En su visión, la criatura puede reconocer el bien sólo por la sabiduría divina y puede cumplirlo sólo por medio del amor divino. En lugar de enfocar en la autonomía, Agustín explicaba la libertad creada como una participación en el indefectible amor de bondad de Dios y de cada criatura según su grado de participación en esa bondad y en ese ser. Identificaba la libertad que delibera y elige entre el bien y el mal, el poder de pecar o no pecar, como una forma deficiente de la verdadera libertad.

Las criaturas espirituales están dotadas naturalmente del poder de elección, de reconocer y seleccionar entre opciones. Esta capacidad es ejercitada apropiadamente cuando una persona responde a la jerarquía de bienes: los bienes más elevados o más plenos deben ser amados más que los más bajos o menores; lo particular debe estar subordinado a lo universal, y el bien del individuo, al bien común. Puesto que el mal no es nada real o positivo en sí mismo sino sólo la corrupción de un bien existente, la criatura distorsiona el poder de amar no eligiendo un mal sino desviándose del verdadero orden del bien. Así, una persona peca por orgullo al preferirse a sí misma en lugar de Dios o del bien común de la sociedad, por sensualidad al amar el bien corporal más que el espiritual y por curiosidad al prestar atención a la experiencia sensual de los objetos individuales mientras descuida el entendimiento intelectual de los principios. En esta teoría, la bondad de la voluntad deriva no de la autonomía o auto-determinación de la criatura sino de su correspondencia con el orden de la bondad de sus objetos.

Para amar a Dios como el bien más elevado y amar a las criaturas en su relación con Dios, la persona creada debe participar en el propio amor de Dios a Dios y al mundo tal como Dios lo gobierna. Este amor no es una actividad de la criatura sola; es el efecto de la gracia de la caridad y el fruto de la inhabitación del Espíritu Santo. Agustín explicaba que, porque sólo Dios es indefectiblemente bueno, la caridad no es una parte de la constitución natural de ninguna criatura. No pueden las personas iniciar tal amor por sus propios poderes naturales, puesto que entonces se harían a sí mismas mejores de como Dios las hizo. La persona se perfecciona no por la adición de alguna cualidad o propiedad creadas sino por la inhabitación y operación del Espíritu Santo, por la participación en el propio amor de Dios. Agustín basaba esta doctrina en Rm 5:5: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado." En la ausencia de esta gracia increada, las criaturas pueden elegir y seleccionar entre los bienes inferiores pero no pueden amar a Dios sobre todo ni seguirán el verdadero orden entre los bienes inferiores. Cualquier voluntad que sea independiente de la influencia del Espíritu Santo y pertenezca a la criatura sola es desordenada y pecaminosa. Así, para Agustín, la verdadera libertad es el fruto de la gracia, más que la propiedad o la realización de la naturaleza. Cuando está privada del Espíritu, la criatura se vuelve dependiente, esclava del pecado.

La noción agustiniana de libertad, por lo tanto, no valora la elección autónoma. La voluntad divina es idéntica por naturaleza con el indefectible amor de bondad. Aunque Dios goza de la suprema libertad, la voluntad divina no puede ni siquiera deliberar sobre una opción entre el bien y el mal. El nivel más alto de la libertad creada corresponde a los ángeles y santos en la gloria, quienes gozan de la unión plena con Dios y no pueden fallar en su apropiado amor del bien. En el extremo opuesto están los ángeles caídos y los humanos condenados: ellos están fijados en el amor a sí mismos y no tienen libertad de amar un bien más elevado. Sólo los humanos sobre la tierra que han recibido el don de la caridad del Espíritu Santo tienen una libertad que puede ser ejercida en la voluntad buena o mala.

La caridad del Espíritu Santo los lleva a amar y cumplir el bien, mientras la concupiscencia y los hábitos residuales del orgullo, sensualidad y curiosidad se oponen a esta tendencia. Los santos sobre la tierra pueden avanzar en el amor divino y aproximarse a un pleno amor de Dios. Hasta recibir la plenitud de la caridad en la visión de Dios, su amor puede fallar por volverse de Dios a sí mismos o a los bienes inferiores. Los pecadores sobre la tierra están condicionados al amor desenfrenado pero no están sustentados en él. El Espíritu puede todavía liberarlos, hacerlos volver y unirlos nuevamente a Dios.

Por lo tanto, la inhabitación del Espíritu, el don de la caridad, ni da a la criatura el simple poder de elegir apropiadamente ni fuerza a una persona no dispuesta a realizar lo que Dios manda. La caridad arrastra y atrae a una persona al bien, de modo que la voluntad es movida por el deseo y el deleite. El amor funciona como una masa gravitacional que lleva o transporta la voluntad al bien.7 La concupiscencia y las costumbres pecaminosas, que sacan su poder de la voluntad pecaminosa de la criatura, atraen a la persona a sí misma y a los bienes inferiores. Incluso cuando el Espíritu Santo vuelve una persona a Dios, el hábito de pecar continúa ejerciendo su influencia contraria y restringe la libertad nacida de la gracia. En el libro octavo de sus Confesiones, describía Agustín el conflicto de las fuerzas opuestas que dividían su voluntad y prevenían una entrega plena a Dios. Trazaba el proceso por el cual el Espíritu lo liberaba gradualmente del dominio de estas malas disposiciones y lo abría a la influencia de la belleza divina. En el libro décimo de la misma obra, detallaba la influencia continua de las orientaciones pecaminosas incluso en un obispo cristiano que era regido por la caridad.

La solidaridad humana.

Agustín, y después de él la mayoría de los teólogos occidentales, consideraban a las personas humanas no simplemente como individuos, sino como unidas conjuntamente en dos pueblos o ciudades.

La ciudad humana es una solidaridad en el pecado del orgullo que se originó en Adán y continúa en su linaje. La ciudad divina fue establecida en la humildad y obediencia de Cristo, y se extiende a todos los que se le asocian en la fe y caridad. Durante sus vidas terrenas, los ciudadanos de la ciudad celestial no están completamente libres del amor a sí mismos que se opone a su amor a Dios. Están también mezclados con los adherentes de la ciudad terrestre para formar la comunidad humana visible que es unificada por un amor de la paz temporal. Los dos pueblos han sido mezclados conjuntamente desde los primeros tiempos y serán separados sólo en el juicio final.

Dios dotó originalmente a la humanidad de una participación en la sabiduría y amor divinos. Los primeros seres humanos, Adán y Eva, comprendían los principios por los cuales Dios creó y gobierna el universo; eran movidos por el amor para obrar según la intención de él. Sus mentes integraban, siguiendo la guía divina, las operaciones vegetativa y sensitiva para mantener sus cuerpos en armonía y salud perfecta. No se experimentaban deseos conflictivos ni la corrupción en la mente o el cuerpo. De haber seguido Adán y Eva en la sumisión al gobierno de Dios, habrían sido confirmados en el bien. En cambio, pecaron de orgullo y perdieron los dones divinos del entendimiento y del amor. Después cayeron presa de la tentación del demonio y pecaron por sensualidad, como se registra en el tercer capítulo del Génesis.

Una vez que la mente hubo apartado su atención de los principios de unidad y proporción, no podía coordinar perfectamente sus propias funciones vitales: el cuerpo comenzó a corromperse. De manera semejante, el amor a sí mismo volvió al espíritu humano contra su orientación fundamental a Dios; el conflicto brotó entre sus deseos y afectos. De la pérdida de estas gracias, resultaron las tres características de la existencia humana caída: la ignorancia, la concupiscencia y la muerte. Los descendientes de Adán y Eva nacen privados de la gracia y sujetos a estos efectos de la privación.

Aunque sus ciudadanos son contados desde Abel e incluyen a los patriarcas y profetas, como también a los santos ángeles, la ciudad de Dios fue establecida en la muerte y resurrección de Jesucristo. Jesús ganó el perdón de los pecados y restauró los dones del Espíritu Santo, por los cuales los humanos aman a Dios por causa de Dios mismo, aman a las personas creadas por causa de Dios, y desean los bienes inferiores en su relación con Dios. Para ser incorporada a Cristo, una persona debe creer en la obra salvadora de Cristo y buscar el sacramento de esa fe. Antes de la venida de Cristo, el Pueblo de Dios creía en las promesas de salvación y se ligaba a Cristo por la circuncisión y los otros ritos apropiados a la época. Después de su venida, cree en la predicación del Evangelio y recibe el bautismo en la Iglesia.

Cada ser humano pertenece a una de estas dos ciudades o pueblos. Cada uno nace de Adán por medio de la generación carnal, entrando en la ciudad terrestre, y puede entrar en la ciudad celestial por el renacimiento en Cristo a través de la fe y el bautismo. La condenación de aquellos que no están incorporados a Cristo se justifica no sólo por la universalidad del pecado personal en los adultos sino también por la participación de todos, incluso los niños, en el pecado original de Adán. Aunque nunca tuvo éxito en explicar el mecanismo de la transmisión, Agustín afirmaba que todos los descendientes de Adán están sujetos a la culpa y condenación de aquel pecado original de orgullo.

Esta doctrina de la culpa heredada se basaba en dos dogmas. Los cristianos confesaban que Jesucristo es el único salvador, el único que reconcilia a los humanos con Dios. Los cristianos occidentales, y en especial los africanos del norte, creían que una persona podía compartir el Espíritu de Cristo solamente en unión con la Iglesia. Los niños pueden ser incorporados en Cristo sólo por el bautismo, y los convertidos a quienes no les está disponible el bautismo antes de la muerte pueden ser unidos a Cristo por la fe y el amor. Tanto el niño que muere sin el bautismo como el pagano que nunca oye acerca del Evangelio permanecen en Adán y son condenados por su pecado compartido.9 Aunque Agustín fue el primero en articular esta doctrina de la culpa heredada, ganó una aceptación general en el cristianismo occidental. Fue afirmada por el sínodo africano de Cartago en 418, reafirmada en el concilio de Orange en 529 y confirmada por el papa Bonifacio II (m. 532).

Al desarrollar esta doctrina de las dos ciudades, explicaba Agustín que los individuos están constituidos como pueblo por el amor compartido. La ciudad de Dios está establecida en la caridad e incluye no sólo a los santos sobre la tierra sino también a los ángeles y a los benditos en la gloria. Como realidad terrena en el período entre la resurrección de Cristo y su retorno para juzgar, esta ciudad no es plenamente idéntica con la Iglesia, la comunidad cristiana visible. Es el grupo dentro de la Iglesia que Agustín denominaba la sociedad de los santos. El Espíritu Santo une a esta gente por la caridad compartida, aunque puedan no ser capaces de identificarse mutuamente. Este amor mutuo no sólo une a los santos; a través de su paciencia y perdón, forma la comunión visible de la Iglesia. Los pecadores, que no participan de este amor, son mantenidos en la unidad de la Iglesia por el amor activo de los santos. Los cismáticos rechazan la unidad de la Iglesia y no toleran a los pecadores; pecan contra la caridad y pierden el Espíritu Santo. Los católicos que son excomulgados injustamente y que continúan ejerciendo el amor siguen siendo miembros de la ciudad celestial fuera de la Iglesia visible. Finalmente, Dios conoce a los que están todavía por convertirse y asociarse a su pueblo. De esta manera, las ciudades celestial y terrena están mezcladas tanto en la Iglesia como en la sociedad civil.

Agustín definía otras dos funciones sociales de la caridad. Siguiendo a Cipriano, el obispo-mártir de Cartago, ligaba el poder santificador y la unidad como dos dones gemelos del Espíritu Santo en la Iglesia. Rehusaba, sin embargo, seguir a Cipriano en identificar al obispo como el guardián de la unidad y el agente de la santificación. Puesto que muchos obispos eran claramente indignos de su oficio, fueron juzgados incapaces de poseer y comunicar el Espíritu Santo. Agustín explicaba que el poder de perdonar los pecados es dado por Cristo a la comunión de los santos, el pueblo santo dentro de la comunión católica. Los líderes ordenados administran los sacramentos como agentes de este grupo cuyas oraciones ganan la gracia santificante de Dios. El cristiano que originalmente recibió el sacramento del bautismo sin una conversión interior puede subsecuentemente recibir la gracia de la fe por las oraciones de los santos y luego recibir la caridad en la unión con ellos. Puesto que la práctica del amor es el principio tanto de la unidad como de la santidad, puede ser recibida y ejercida sólo en un contexto social: la comunión de los santos, dentro de la comunión católica.

Agustín explicaba finalmente que el ejercicio del amor dentro de la unidad de la Iglesia proporciona la base y la prueba de la propia confesión de fe. La mayoría de los sucesos de la vida de Jesús pueden ser identificados a través de la experiencia humana similar de nacimiento, predicación, sanación y muerte. El concepto de Dios, sin embargo, parece no tener una base vivencial común que dé su significado y en especial contenido a las palabras del credo. Agustín observaba que, según 1 Jn 4:7-8, Dios es amor y que puede ser conocido solamente en el compartir el amor dentro de la comunidad. Así, identificaba la participación en la caridad que constituye a la comunidad cristiana como una experiencia privilegiada del Dios que es confesado en la fe. Además, no puede un cristiano profesar la creencia en la obra salvífica de Cristo mientras rechasa compartir el amor que motivara a Cristo. La experiencia social de la práctica del amor en la comunidad pertenece a la esencia de la fe cristiana.

La doctrina de Agustín sobre el papel del Espíritu Santo en la constitución de la ciudad de Dios y sobre la dependencia de la fe respecto del amor brotó de las controversias acerca de la naturaleza de la Iglesia que dividieron el cristianismo africano desde el final del siglo II. Sus debates con los donatistas lo forzaron a desarrollar su comprensión de la presencia y operación divinas dentro de la comunidad cristiana. Esta enseñanza proporcionó un fundamento teológico para la espiritualidad comunitaria que caracterizó al cristianismo occidental. Su reflexión sobre la dimensión social de la gracia desafiaba la pretensión de que el acceso a Dios podría lograrse de la mejor manera por la contemplación solitaria y el retiro de la sociedad humana. Encontraba al Padre de Jesucristo revelado en la operación del don del amor del Espíritu Santo en el monasterio, en la congregación de la Iglesia, en la familia e incluso en el servicio civil o militar. Esta influencia puede detectarse en las afirmaciones presuntuosas de la Regla de san Benito acerca de que es mejor que los monjes vivan en un monasterio, superando a los ermitaños que proporcionaban el ideal a Juan Casiano, contemporáneo de Agustín.

 

El proceso histórico de la salvación.

La división paulina de la historia personal del cristiano en la existencia antes de la ley, bajo la ley y en Cristo proporcionaba el marco para el análisis de Agustín del proceso por el cual una persona se mueve desde el pecado en Adán, pasando por la gracia en Cristo, hasta la gloria de la ciudad celestial. Estas etapas serán examinadas en esta sección, y las dos transiciones principales, de la ley a la gracia y de la gracia a la gloria, serán estudiadas en la próxima sección.

En la primera etapa, los humanos viven como hijos caídos de Adán, privados del entendimiento y del amor del verdadero orden de los bienes. Siguen y buscan satisfacer el amor de sí mismos; experimentan conflicto sólo entre sus propios deseos desordenados, no entre el pecado y la gracia. Mientras viven en esta condición, establecen los hábitos que completan su servidumbre al pecado.

En la segunda etapa, el movimiento inicial de la gracia trae una restauración del conocimiento del verdadero orden de los bienes y de las acciones específicas que deberían ser cumplidas o evitadas. Dios provee esta clase de gracia a través de la iluminación interior de la mente y la enseñanza exterior de sus mensajeros, en particular de Moisés. Los que están bajo la ley reconocen el bien que deben hacer y reconocen la justicia del castigo amenazado para el rechazo o la falta. Los intentos de conformarse a la ley de Dios, sin embargo, prueban ser sin éxito. La persona está motivada por el amor de sí misma y no cumple el primero y más grande de los mandamientos: amar a Dios con todo el ser de uno. El amor de sí misma de la persona y el deseo de gratificaciones temporales se oponen a, y superan, el propósito de evitar algún castigo futuro. Bajo la ley, la voluntad está dividida contra sí misma y la persona enfrenta una condenación aparentemente inevitable.

Muchos teólogos no aceptaban esta interpretación de las afirmaciones de Pablo sobre la función de la ley divina en la economía de la salvación. Creían que un Dios justo ordena solamente lo que los sujetos pueden cumplir; usaban la ley como una medida de la capacidad sin ayuda de la naturaleza humana para el bien. Suponían que la gracia de Cristo llegó a ser operativa sólo después de su muerte y resurrección; de allí que infirieran que la naturaleza humana funcionaba sola en los patriarcas y los santos de Israel. Agustín respondía que este punto de vista implicaba que el sacrificio de la cruz no era absolutamente necesario y que Cristo no era el Nuevo Adán, el Salvador de todos los que entran en el Reino de Dios. Concluía que la singularidad de Cristo requería que su gracia fuera operativa incluso antes de la encarnación, que la ciudad de Dios fuera indistinguible del Reino de Cristo. La perspectiva de Agustín prevaleció.

La persona cuya autoconfianza ha sido conmocionada por el fracaso en cumplir los mandamientos de Dios y escapar a la condenación con que Dios amenaza, ha sido preparada para escuchar la predicación del Evangelio de Cristo. Agustín argumentaba que, para hacer la transición a la tercera etapa, una persona debe creer en el poder salvador de Cristo y orar por el don de su Espíritu. Por la gracia del amor, el creyente es movido a amar a Dios y es incorporado en Cristo como un miembro de su Cuerpo. Por el poder santificador inherente a la Iglesia, el convertido es perdonado de la culpa del pecado de Adán y de todos los pecados personales.

La gracia de la práctica del amor es la presencia y operación del amor divino, el Espíritu Santo, en la criatura. La caridad restaura el orden apropiado del amor, de tal modo que los bienes más plenos son preferidos a los más limitados y el bien universal al particular. La caridad supera el poder establecido del orgullo, sensualidad y curiosidad. Agustín cambió su interpretación del capítulo séptimo de Romanos aplicando la descripción paulina del deseo ineficaz del bien a la situación del cristiano que busca cumplir perfectamente la ley de Dios pero fracasa por la continua resistencia del hábito y de la concupiscencia. En la medida en que la caridad aumenta en una persona, estos deseos contrarios son vencidos más regularmente y las divisiones dentro de la persona son sanadas gradualmente. El Espíritu Santo otorga a los santos en la tierra solamente una participación parcial en la práctica del amor. Deben orar diariamente por la fuerza y el perdón, y con eso son preservados de caer una vez más en el orgullo. Puesto que la caridad es la fuerza santificante en la Iglesia, que cubre una multitud de pecados, una persona que se aferra al amor a Dios y al prójimo en la Iglesia es perdonada de todas las otras transgresiones y faltas.

Los cristianos que perseveran en el amor, las buenas obras y la unidad de la Iglesia hasta el final de sus vidas sobre la tierra son llevados por Dios a la plenitud de la gracia. En esta cuarta etapa, la gloria, son iluminados por la visión de Dios y participan plenamente en el propio amor de Dios por sí mismo y por el mundo creado por Él. Esta plena participación en la verdad y el amor divinos los establece en la libertad verdadera y en la bondad perfecta. Liberados de cualquier orientación y tendencia contrarias, son confirmados en la gracia y son incapaces de pecar. En la resurrección de la carne, el cuerpo es restaurado a la inmortalidad, y la persona entera logra una unidad, e integridad que no pueden perderse.

La descripción por Agustín de las cuatro etapas por las que los humanos pasan del pecado a la gloria fue usada ampliamente para explicar la estructura de la vida cristiana. Su explicación de la manera como la práctica del amor fortalece a la persona para seguir los mandamientos inspirando el deleite en el bien, movió a la teología cristiana occidental más allá de un estrecho moralismo. Su caracterización de la caridad como un amor que une a las criaturas con Dios abrió el Occidente a las riquezas que el cristianismo oriental había asimilado de la espiritualidad neoplatónica. Sin embargo, este cristianismo platónico tendía a separar la purificación del alma por medio de la obediencia y el ascetismo, de la espiritualidad más elevada de la unión contemplativa con Dios. Agustín contrapuso a esto su enfoque de la unión por amor que no está restringida por el conocimiento imperfecto, y su afirmación de que las buenas obras son una expresión del amor, no una preparación para el mismo.

 

La gracia libre y eficaz.

Agustín entendía la gracia de caridad como la inhabitación del Espíritu Santo que inspira el amor de Dios y del bien que Él ordena. Esta doctrina ganó general aceptación en el cristianismo occidental. Su explicación de la operación del Espíritu en la transición de un cristiano del pecado a la gracia y de la gracia a la gloria contradecía convicciones firmemente mantenidas y fue aprobada sólo en parte.

En una serie de intentos para explicar el capítulo noveno de Romanos, que culminaron en A Simpliciano sobre cuestiones diferentes, Agustín ponderaba las afirmaciones gemelas de Pablo de que Dios había preferido a Jacob en vez de Esaú sin referencia a cualesquiera obras meritorias de uno u otro, y de que Dios solo debe ser alabado por el éxito de los esfuerzos por los cuales una persona llega a la salvación. Después de considerar varias explicaciones, concluía Agustín que Dios mismo había causado los buenos méritos por los cuales luego prefirió a Jacob como heredero de la promesa a Abraham. Al aplicar esta comprensión de la elección al proceso de conversión de los cristianos adultos, afirmaba Agustín que Dios elige a individuos particulares para recibir la gracia de la fe en Cristo sin consideración de sus buenas obras previas o subsecuentes. Puesto que todos los seres humanos merecen la condenación por la caída común de la humanidad en Adán y por los pecados que han añadido individualmente, nadie tiene derecho a esta gracia. Dios condena justamente a todo aquel que no elige para que se convierta. Agustín rehusaba creer que aquellos que sí llegan a ser cristianos merecen más la gracia de Dios que los que nunca oyen el Evangelio y no tienen nunca la oportunidad de convertirse. Hizo de los niños que mueren antes de cualquier elección personal un modelo de la elección divina: los bautizados son salvados y los no bautizados son condenados; ni unos ni otros han hecho personalmente el bien o el mal por el cual pudieran ser recompensados o condenados. Sobre la base de la exégesis de los textos bíblicos tales como Jn 6:45-65; Flp. 2:13; y 1 Co 4:7, Agustín argumentaba que la gracia de la conversión — y la práctica del amor que le sigue — son absolutamente gratuitas, otorgadas sin consideración al mérito personal, incluso en los adultos. Según Rm 9:18, Dios tiene clemencia sobre quien quiere y retira la clemencia de quien quiere.

Además, Agustín rechazaba la interpretación estándar de Rm 9:16: "Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia." En su lectura, este texto excluye la cooperación humana independiente con la iniciativa divina; afirma que la operación divina causa de hecho la cooperación humana en el querer y el obrar buenos. Aplicaba esta interpretación a las dos transiciones importantes en el proceso de la salvación: la conversión del pecado a la gracia y la perseverancia en la gracia hasta la gloria. Argumentaba en favor de la gratuidad y eficacia de la acción del Espíritu en cada caso.

El proceso de conversión implicaba la predicación del Evangelio y la respuesta del creyente. Agustín argumentaba que el Espíritu Santo obra dentro de la persona que Dios ha elegido y causa la decisión de arrepentirse, creer y orar por la práctica del amor. Nadie se convierte sin elegirlo, pero el Espíritu Santo hace que el pecador lo quiera. La conversión súbita de Pablo por medio del obrar interior y exterior del Espíritu Santo llegó a ser el modelo para Agustín de la eficacia de esta operación divina. Describía el obrar de la misma gracia en su propia vida y en las vidas de aquellos a quienes predicaba.

La doctrina de la elección divina, de la gratuidad de la caridad y de la eficacia de la gracia de la fe encontró una oposición significativa. Recibió, sin embargo, a través de partidarios enérgicos y de la ayuda de los obispos romanos, una aprobación básica en el concilio de Orange en 529, y ganó finalmente una aceptación general.

En los cinco últimos años de su vida, aplicó Agustín los principios de la elección, gratuidad y eficacia a aquella perseverancia en la buena voluntad y el buen obrar que es necesaria para que el cristiano llegue a la gloria. La gracia de la práctica del amor no elimina las tentaciones de orgullo y sensualidad, ni elimina las dificultades que surgen de los malos hábitos y de la concupiscencia heredada. Así, la caridad otorga al cristiano una libertad limitada en el bien: la posibilidad de pecar o no pecar. La persona que peca es responsable de una falta evitable. La persona que ejercita consistentemente el poder de hacer el bien, sin embargo, ha sido asistida por una gracia ulterior, ha sido movida por Dios a querer y realizar el bien necesario."

Agustín explicaba que Dios causa el querer real por el cual aquellos que Él ha elegido perseveran en la práctica del amor y en sus obras. Por el control providencial del contexto, Dios previene ciertas tentaciones y dispone un momento oportuno para la muerte. Por una operación parecida a aquella que preservó a Cristo de todo pecado, el Espíritu Santo mueve a los cristianos elegidos a querer el bien y a arrepentirse de una caída en el mal. El Espíritu Santo no fuerza a una persona a permanecer fiel; la gracia de la perseverancia apoya el propio deseo de la persona por el bien y lo hace prevalecer sobre la tentación. Aquellos cristianos cuya buena voluntad no es sostenida por el Espíritu de esta manera fallan ellos mismos en mantener el compromiso que la práctica del amor inspira en ellos; abandonan el bien y son justamente condenados. Dios escoge a los elegidos y causa su perseverar; Dios sólo conoce pero no causa el pecado de aquellos a quienes llama pero no elige.

Agustín afirmaba también que Dios da la gracia de la perseverancia en la práctica del amor sin considerar los méritos anteriores o subsecuentes de la persona. Había hecho anteriormente la misma afirmación respecto de la gratuidad de la gracia de la conversión. Anteriormente a la conversión, por supuesto, todas las acciones de una persona son pecaminosas y sólo merecen la condenación. Las buenas obras que siguen a la conversión son el efecto de los dones divinos de la fe y de la práctica del amor. De esta manera, una persona no tiene méritos buenos que sean independientes de la gracia de la conversión y puedan por ello servir de base para reclamar la gracia. Los cristianos que viven bajo la gracia de la práctica del amor , sin embargo, son responsables de su interacción en el buen querer y obrar. Con todo, Agustín argumentaba que sin la gracia ulterior de la perseverancia no sostendrán esta interacción. Concluía de esta manera que los méritos de la práctica del amor, no ofrecen una base independiente para la recepción de la perseverancia. Sin consideración de ningún mérito anterior, Dios sostiene gratuitamente en la práctica del amor al elegido y luego da la vida eterna como un premio por la perseverancia que él mismo efectuara. Dios no previene el

libre albedrío por el que los no elegidos caen de la gracia; castiga su pecado, que pudo haber sido evitado por su ejercicio del poder dado en la gracia de caridad.

La doctrina de Agustín acerca de la gratuidad y eficacia de la operación divina estaba guiada por su interpretación del capítulo noveno de Romanos: la gloria y la alabanza por la salvación pertenecen a Dios solo; la criatura no puede reclamar de Dios un premio por logros que son producidos por su gracia. El foco de la teoría está, naturalmente, en los santos que son llevados a la gloria, no en los pecadores que son condenados. Muchos teólogos juzgaban, sin embargo, que la elección gratuita de algunos implica un rechazo infundado de otros que no son menos merecedores, sea del cielo o del infierno. La doctrina de Agustín parecía implicar una doble predestinación por la que Dios realiza su intención de salvar y condenar otorgando una gracia efectiva y retirando una asistencia necesaria. El propósito divino de retirar la gracia de la perseverancia de cristianos a quienes ya se les habían concedido las gracias de la fe y de la caridad demostró ser particularmente difícil de comprender. Finalmente, la distinción entre acto y necesidad demostró ser demasiado sutil: sin la gracia de la perseverancia, los cristianos que pueden permanecer fieles fracasan invariablemente en serlo; por esta gracia, aquellos que pueden caer, de hecho, se mantienen fieles. La gratuidad, eficacia y necesidad de la gracia de la perseverancia parecían, al menos a mentes menos sutiles que la de Agustín, hacer a Dios el único plenamente responsable de la salvación y de la condenación.

En la controversia que saludó la articulación de esta doctrina por Agustín, la mayoría de los teólogos se opuso a ella. En el concilio de Orange, en 529, la tesis de la predestinación divina tanto a la gloria como al castigo fue condenada explícitamente, y la doctrina de la operación divina en la perseverancia del elegido fue ignorada. En el siglo IX, la Iglesia condenó la doble predestinación propuesta por Gottschalk. La doctrina fue reavivada por Calvino en el siglo XVI, y fue condenada en el decreto sobre la justificación, del concilio de Trento en 1547. En una forma todavía diferente, fue propuesta por los jansenistas en los siglos siguientes.

Agustín modificó la tradición anterior y puso un nuevo fundamento para la doctrina de la gracia divina en el cristianismo occidental. Esta comprensión puede ser resumida en una serie de proposiciones. La forma principal de la gracia es la práctica del amor, que mueve a una persona a amar a Dios, a buscar el bien para el prójimo y a deleitarse en los bienes creados según su relación con Dios. Esta gracia es absolutamente necesaria para las acciones religiosas y morales; sin ella todo querer y todo obrar son pecaminosos. La práctica del amor es la inhabitación y la influencia del Espíritu Santo, no una cualidad creada que pueda ser poseída por la criatura. Esta doctrina puso los cimientos para la distinción del siglo XIII entre el orden natural y el sobrenatural, así como para la afirmación del carácter incompleto de la naturaleza del espíritu creado. La gracia inicial de la conversión, de la fe y del perdón es tanto gratuita como eficaz. Ni es ganada por la acción buena anterior, ni aceptada por el consentimiento autónomo e independiente. La gracia subsecuente de la caridad, sin embargo, requiere una interacción humana libre que la facilita pero no la produce. Esta cooperación con la gracia en el buen querer y obrar es necesaria para la eterna salvación.

Agustín también transformó la doctrina anterior del pecado. La culpa del pecado original de Adán es imputada a todo ser humano nacido en su línea. Esta culpa trae la condenación eterna a quienes no les es perdonada por medio de la gracia salvífica de Cristo. El orgullo o amor de la propia bondad y poder de uno es el pecado fundamental o la desviación básica de Dios de toda criatura espiritual. Agustín explicaba la concupiscencia y la lujuria como las consecuencias de un pecado previo de orgullo.

Si bien la metafísica y la comprensión religiosas de la actividad de los espíritus creados que integraban estas doctrinas en el propio pensamiento de Agustín no alcanzaron una aceptación general, prevaleció la interpretación de Pablo sobre la que las tesis estaban fundadas. La presentación agustiniana de la gracia divina iba a modelar la experiencia religiosa de los cristianos occidentales por más de mil años.

 

 

8. Liturgia y Espiritualidad.

La Teología Litúrgica Oriental.

Paul Meyendorff.

En el año 988, los embajadores enviados por el príncipe Vladimir de Kiev visitaron Constantinopla y asistieron a la liturgia en Haguía Sofía, la famosa iglesia erigida por el emperador Justiniano para ser la iglesia catedral de la "Nueva Roma." Los emisarios informaron que no sabían si estaban "todavía sobre la tierra, o en el cielo." El escritor de la Crónica Primaría Rusa pretendía que esta experiencia era la causa de la adopción del cristianismo bizantino por los rusos. Ésta es una ilustración pertinente de la influencia de la liturgia de la "Gran Iglesia," sentida no sólo por las naciones bárbaras que recibieron el cristianismo de los griegos sino también por otros pueblos cristianos que tenían sus propias tradiciones, incluyendo a los siríacos los armenios e incluso los romanos. Por supuesto, la liturgia bizantina en sí misma no era autónoma, puesto que evolucionó de fuentes sirias y fue ella misma influenciada por fuentes externas, en particular por la liturgia de Jerusalén. Por eso se puede argumentar convincentemente que la liturgia bizantina, a causa de que la mayoría de los cristianos orientales llegaron a ser sus adherentes y a causa de su naturaleza ecléctica, es representativa del ethos litúrgico oriental. Por esta razón y por la limitación del espacio, nuestro estudio enfocará principalmente la aproximación bizantina a la liturgia, en particular con respecto a los desarrollos en la eucaristía.

La finalidad de este artículo será limitada a un examen de sólo dos sacramentos o "misterios," como son llamados tradicionalmente: el bautismo y la eucaristía. La elección no es accidental, pues estos dos fueron considerados la fuente y la cima de la vida cristiana, y así siguieron siéndolo en Oriente a través del período en cuestión. El bautismo era el medio por el cual uno era hecho miembro de la Iglesia, y la eucaristía era el medio por el cual uno afirmaba esta afiliación y la experimentaba. En efecto, la experiencia de la liturgia era precisamente la experiencia del cristianismo, y así llegó a ser la propia posibilidad y fuente para el conocimiento de Dios y para la participación en la vida divina misma. Éste es el significado del concepto oriental de théosis, o divinización, siendo la liturgia percibida como su más perfecta expresión y realización. También por eso la teología y la liturgia permanecen tan estrechamente unidas en Oriente, pues la una no es considerada posible sin la otra.

 

El bautismo.

El aspecto unitivo del sacramento es característico de la comprensión y práctica orientales del bautismo a través de la historia. Los ritos de iniciación, que comprenden el bautismo, la crismación (o confirmación, como fue llamada más tarde en Occidente) y la eucaristía son vistos como una sola acción continua. Mucho se ha dicho del hecho de que la crismación seguía (en Occidente) o precedía (en Oriente) el bautismo de agua, pero esto ha sido frecuentemente en el contexto de explicar o justificar la división muy posterior del rito de iniciación en sacramentos separados y distintos. La iniciación, que comprende todos estos elementos, marca la entrada del neófito en la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, y su culminación es la participación en el banquete eucarístico, que está abierto a todos los fieles bautizados, incluidos los niños. En Oriente, estas acciones permanecen inseparables.

Durante los primeros siglos, Oriente y Occidente siguieron prácticas divergentes en el rito mismo. La práctica occidental temprana, que es vista por ejemplo en Tertuliano e Hipólito, consistía en el bautismo de agua, la unción con aceite, y la imposición de las manos. La unción era relacionado con la unción de Aarón y Moisés, y la imposición de las manos era vista como la comunicación del don del Espíritu Santo por el obispo. En Oriente, el orden fue invertido, y la unción a menudo precedía al bautismo. Esto se ve en fuentes tales como los Hechos de Tomás (siglo III temprano), los Didascalia (mediados del siglo III) y la obra siríaca Hechos de Judas Tomas(principios del siglo IV), los Didascalia (mediados del siglo III) y la obra siríaca Hechos de Juan(principios del siglo IV). La unción prebautismal era vista en algunos lugares como que impartía plenamente el don del Espíritu Santo. Esta práctica se derivaba probablemente de prácticas bautismales descritas en los Hechos de los Apóstoles (por ejemplo, 10, 44-48; 9, 17-18), donde el Espíritu Santo es impartido antes del bautismo. En algunos casos, la unción era vista como totalmente separada del don del Espíritu. Juan Crisóstomo asociaba el otorgamiento del Espíritu con la inmersión misma (Segunda catequesis bautismal 25-26). Estas divergencias, en la práctica, sin embargo, no creaban ninguna dificultad pues, mientras se mantuviera la unidad del rito poco importaba cómo eran distribuidos los varios elementos a través de los ritos reales. En verdad, es notable cuarta uniformidad existe pues, a pesar de las diferencias en la manera como estos elementos son distribuidos o explicados, los mismos elementos principales están presentes a través del mundo cristiano.

En este período temprano en Oriente, antes del siglo IV, el bautismo era visto primordialmente como la reactuación del bautismo de Cristo en el Jordán. La fuente es llamada el útero, del cual emerge una persona nueva, renacida, el "hijo de Dios." Esto es lo que hallamos en los Didascalia Apostolorum, que son de origen sirio:

 

"(Es) el obispo, a través de quien el Señor les dio el Espíritu Santo, y a través de quien han aprendido la palabra y han conocido a Dios, y a través del cual han sido conocidos por Dios, y por quien han sido sanados, y por quien ustedes llegaron a ser hijos de la luz, y a través de quien en el bautismo el Señor, por la imposición de la mano del obispo, dio testimonio a cada uno de ustedes y profirió su santa voz, diciendo: "Tú eres mi hijo: yo te he engendrado en este día" (Didascalia 9).

 

De manera semejante, los Hechos de Judas Tomás, originados en Éfeso, hablan del bautismo como "el que da a luz al hombre nuevo" y el "que establece al nuevo hombre en la Trinidad." Más tarde, Teodoro de Mopsuestia (m. 428) hablaría siempre de la fuente bautismal como del "útero," que introduce al cristiano en una nueva vida. Característica de esta literatura es la ausencia de una teología del bautismo fuertemente conectada a Rm 6:3-5, el bautismo como la reactuación y participación en la muerte y la sepultura de Cristo.

Esta última interpretación llegó a ser dominante sólo en el siglo IV, un período decisivo en el desarrollo de la Iglesia. Los años que siguieron al reconocimiento de la Iglesia y su transformación en una religión de Estado oficial presenciaron una afluencia masiva de nuevos miembros en la Iglesia, gente de variados trasfondos y motivos. Constantino lanzó una campaña edilicia masiva a través del Imperio y particularmente en Jerusalén, que hasta entonces había sido una ciudad insignificante. La Iglesia tuvo que adaptarse a estas nuevas condiciones, proveer a sus nuevos miembros una enseñanza apropiada, y desarrollar ritos y explicaciones adecuados. Al mismo tiempo, las disputas teológicas se enardecían, y éstas también ejercieron una influencia significativa tanto sobre los ritos como especialmente sobre la teología que estaba detrás de ellos.

El proceso histórico de la liturgia fue sentido con la mayor fuerza en Jerusalén. El programa de construcción empezado bajo Constantino era el responsable de todo un complejo de edificios, el Santo Sepulcro, Sión, el Gólgota y otros. Estas iglesias pronto llegaron a ser centros de peregrinación. La liturgia de la Iglesia de Jerusalén, que tuvo lugar en los propios sitios donde se creía que habían ocurrido los acontecimientos principales de la vida terrena de Cristo, no podía menos que ser influenciada por el medio. Las liturgias de la Semana Santa en particular, que alcanzaban su climax en la vigilia pascual, llegaron a ser en gran medida la repetición de los acontecimientos evangélicos, completadas con coloridas procesiones a los lugares apropiados, como podemos ver por la descripción proporcionada por la peregrina Egeria.2 Esta clase de liturgia estacional tenía un efecto poderoso sobre los testigos oculares, y las liturgias de los centros principales del Imperio. Roma y Constantinopla en particular, fueron rápidamente modeladas a partir de ella. El calendario, en particular el ciclo de las fiestas fijas, debe mucho de su desarrollo a este fenómeno de la historización. Esto marca también un cambio desde un énfasis primariamente escatológico en las fiestas de la Iglesia hacia otro más histórico, aunque esto no debe ser exagerado.

Esta tendencia historizadora influenció fuertemente la comprensión del bautismo, primero en Jerusalén y luego en otras partes. El rito bautismal en particular, con su procesión a la fuente, la triple inmersión y la emersión, comenzó a ser interpretado como la reactuación no del bautismo de Jesús en el Jordán sino de su muerte y resurrección. Esta interpretación, basada en Romanos 6, ha estado siempre presente, por supuesto, pero ahora alcanzó un primer plano. Cirilo de Jerusalén aplicaba esta teología a la ceremonia litúrgica en Jerusalén. El movimiento hacia la fuente era explicado como la procesión que llevó el cuerpo de Cristo a la tumba. Explicaba la triple inmersión como la estadía de tres días en el sepulcro. La salida de la piscina era un signo de la resurrección. De esta manera, nuestro bautismo es una imitación (mimesis) en figura (en eikoni) del sufrimiento de Cristo, pero somos salvados de verdad (en aletheia) y tenemos participación (koinonía) en los verdaderos sufrimientos de Cristo (Catequesis mistagógica 2.5). También los otros catequistas principales de la época (Ambrosio, Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia) comentaron este rito y usaron la misma metodología, pero asignaron varios significados a cada parte del rito. Es evidente en todos ellos, sin embargo, la tendencia histórica.

No basta, con todo, señalar sólo la influencia de Jerusalén y sus ritos para explicar esta tendencia. Fue también parte de la respuesta de la Iglesia a la afluencia masiva de nuevos miembros, a quienes debía explicarse el misterio de Cristo de una manera atractiva y dramática. Por lo demás, era un modo de acentuar la base histórica del cristianismo, que estaba en agudo contraste con el sesgo antihistórico de la cultura helenística. Ésta no era una aproximación sistemática sino pastoral. La Iglesia no consistía ya en una élite pequeña y cultivada sino en una multitud que necesitaba y demandaba una estructura más clara y más inmediata.

Todos estos factores llevaron, en el siglo IV, al desarrollo de un nuevo tipo de literatura, la literatura catequética, particularmente la catequesis mistagógica. Ésta se hizo necesaria por el gran número de convertidos, quienes debían pasar por el catecumenado, o período de preparación para el bautismo, ahora estructurado. La etapa final de este catecumenado tenía lugar durante la cuaresma, el período de preparación para la pascua. Consistía en el ayuno, los exorcismos, la lectura de la Escritura y la instrucción, que comprendía usualmente explicaciones de los artículos de fe contenidos en el credo. La descripción proporcionada por Egeria ofrece un perfil detallado de este programa, y la Procatéjcsis y las dieciocho Oraciones catequéticas de Cirilo son un ejemplo de la clase de instrucción que tenía lugar. El credo de la Jerusalén del siglo IV -una profesión de fe bautismal, como todos los otros credos tempranos- constituyó la base para el así llamado Credo Niceno, que hoy sigue en vigor por todo el mundo cristiano. En la vigilia pascual tenía lugar el bautismo: los neófitos marchaban luego hasta el Martyrium, la basílica constantiniana, para la eucaristía. Después, durante la octava de pascua, los recién bautizados se reunían diariamente en la Anástasis para escuchar las oraciones mistagógicas. Éstas eran explicaciones de los misterios del bautismo y de la eucaristía, que aquéllos acababan de experimentar. En efecto, los misterios de la fe cristiana les eran explicados sólo después que estaban iniciados, después que los habían experimentado.

Varias conclusiones importantes deben sacarse de esto. Primero, el mensaje del cristianismo, su contenido, era revelado en un contexto litúrgico. Esto es característico también hoy de las Iglesias orientales. Los credos eran ante todo confesiones de fe primordialmente bautismales. Segundo, la Escritura era leída y explicada en un contexto litúrgico. Tercero, la experiencia de la liturgia, del bautismo, de la eucaristía, precedía cualquier explicación de los mismos. Los ritos litúrgicos existían antes que sus explicaciones: las explicaciones eran secundarias a los ritos mismos, y a menudo fueron cambiadas para acomodarse a las necesidades pastorales y polémicas de cada época. Las explicaciones pueden a su vez influenciar la forma de los ritos, aunque su estructura básica, fijada muy temprano, permanece esencialmente inmutable.

También es significativo el método con el que los grandes catequistas se aproximaban a los ritos, pues aplicaban a la liturgia, en particular a las acciones visibles del rito, el método de la exégesis bíblica. Ya en el Nuevo Testamento, la Escritura era vista como poseedora tanto de un sentido literal como de otro espiritual. Además, el sentido espiritual no era secundario. Desde el tiempo de Orígenes, los dos sentidos de la Escritura eran aludidos como 1) literal o histórico y 2) espiritual, místico o alegórico. Más tarde, el sentido espiritual fue nuevamente subdividido en tres aspectos:

 

  1. alegórico: el aspecto dogmático, que interpreta el Antiguo Testamento como referido a Cristo y a la Iglesia;
  2. tropológlco: el aspecto moral y espiritual, que relaciona lo alegórico con el misterio de la vida cristiana, lo que creemos con lo que hacemos;
  3. anagógico: el aspecto escatológico, que se refiere al cumplimiento final que aguardamos en el Reino.

Desde el siglo IV, éste llegó a ser el método tradicional en Oriente, aunque varios comentaristas acentuaban un aspecto u otro en sus mistagogias. Esto será examinado más tarde en su relación con la eucaristía. En la descripción de Cirilo del desvestimiento del candidato antes del bautismo, podemos ver cómo este método es aplicado al rito bautismal:

 

"Ustedes han sido desvestidos de sus ropas, y esto era una imagen del sacarse el hombre viejo con sus acciones. Al haberse desvestido, quedaron desnudos; imitando también en esto a Cristo, quien colgó desnudo sobre la cruz, y en su desnudez despojó a los principados y poderes y los pisoteó abiertamente sobre el leño... ¡Oh maravilla! Ustedes fueron desnudados delante de todos y no tienen vergüenza. En efecto, ustedes eran en verdad a la imagen del primer hombre, Adán, quien estaba desnudo en el paraíso, y no se avergonzaba" (Catequesis mistagógica 2.2).

 

Esta exégesis, aplicada aquí a una acción ritual que era en principio sólo un acto práctico, provee de un significado multifacético al simple acto de desvestirse. El "sacarse el hombre viejo con sus acciones" provee el nivel tropológico, o moral.

La desnudez de Cristo sobre la cruz y su triunfo sobre los poderes (breve resumen del significado teológico de la cruz) representan el sentido alegórico, o dogmático. Y la referencia a Adán en el paraíso es un signo de nuestra inserción en la historia de salvación, nuestro pasaje a una nueva dimensión de la existencia, a la escatología: ése es el nivel anagógico. Es fácil ver qué atractivo y útil instrumento de predicación ofrece este método exegético, pero también tiene sus peligros, particularmente cuando los elementos individuales de un rito comienzan a ser vistos aislados del rito como un todo, lo que sucede más tarde.

Después del siglo IV encontramos poca literatura sobre el bautismo. Esto es atribuible a la generalización del bautismo de niños. Aunque el bautismo de niños había existido por siglos, la mayoría de los nuevos miembros habían sido conversos adultos. Por añadidura, muchos habían pospuesto su bautismo hasta tarde en la vida, incluyendo tales figuras como Constantino, Crisóstomo y Basilio. Con la generalización del bautismo de niños, la necesidad de la catequesis bautismal declinó y el catecumenado comenzó a desaparecer. El resultado, tanto en oriente como en occidente, fue que el bautismo comenzó a ser tenido por supuesto y así empezó a perder su posición prominente en la teología de la Iglesia, particularmente en la eclesiología. En este período, también, se dio el comienzo de una diferencia significativa entre Oriente y Occidente en la aproximación a los ritos de iniciación.

Bajo la influencia de la teología antipelagiana de Agustín, con su fuerte énfasis en el pecado original como la culpa traída por Adán sobre la humanidad, Occidente comenzó a entender el bautismo principalmente como la remisión del pecado. Así, la teología del bautismo llegó a ser primariamente negativa. Se suponía que los niños nacían culpables y que así necesitaban del paliativo del bautismo. Además, el requisito occidental de que la confirmación, hecha por la imposición de las manos, fuera realizada sólo por un obispo llevó finalmente a una ruptura en el rito de iniciación en dos elementos distantes, puesto que el obispo no podría posiblemente estar presente en todas las iglesias locales en los días bautismales tradicionales de Pascua y Pentecostés. Esto, a su vez, llevó a negar a los niños la eucaristía hasta que hubieran completado el proceso de iniciación.

El Oriente no aceptó la noción agustiniana del pecado original y vio su consecuencia no como culpa sino como mortalidad. La culpa es adquirida sólo por el ejercicio personal del libre albedrío, a través del pecado personal.4 De esta manera, el bautismo no es percibido primordialmente como la remisión de la culpa sino como la liberación de la mortalidad y la incorporación en la vida de la Iglesia. Ésta es una teología eminentemente positiva:

 

"Bendito sea Dios... quien hace todas las cosas y las renueva. Los que ayer estaban cautivos son hoy personas libres y ciudadanos de la Iglesia. Los que antes sufrían la vergüenza del pecado ahora poseen intrepidez y justicia. Son no solamente libres, sino santos; no sólo santos, sino justos; no sólo justos, sino hijos; no sólo hijos, sino herederos; no sólo herederos, sino hermanos de Cristo; no sólo hermanos de Cristo, sino sus coherederos; no sólo sus coherederos, sino sus miembros; no sólo sus miembros, sino templos; no sólo templos, sino instrumentos del Espíritu... ¿Han visto cuántos son los beneficios del bautismo? Mientras muchos piensan que su único beneficio es la remisión de los pecados, hemos enumerado tanto como diez honores otorgados por Él. Por eso bautizamos incluso a los niños pequeños, aunque no tengan pecados, para que puedan recibir la justicia, la adopción, la herencia, la gracia de ser hermanos y miembros de Cristo, y que puedan llegar a ser la habitación del Espíritu Santo" (Crisóstomo, Catequesis bautismal 3:5-6).

 

La persona bautizada es llamada a la théosis, la deificación, cuya meta es entendida como la participación en la misma vida divina. Los dones recibidos en el bautismo deben ser actuados luego en la vida de los cristianos. Las Constituciones apostólicas (ca. 380) suponen el bautismo de niños, no mencionan el pecado original y ponen un fuerte énfasis en una buena educación y formación cristiana (6:15). El bautismo es un don gratuito, independiente de la elección humana, una promesa de nueva vida. La fórmula bautismal en Oriente se expresa consecuentemente siempre en forma deprecativa: "El siervo de Dios... es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo." Esto indica que el bautismo viene de la iniciativa divina, más que de la humana; a ella el cristiano debe responder por su parte.

El Oriente ve el bautismo, como todos los sacramentos, como un acto trinitario: es el don del Hijo, por el Padre, hecho efectivo por el Espíritu Santo. Esto es mostrado ante todo por la fórmula bautismal trinitaria. Además, las oraciones para la consagración del agua y del crisma son fuertemente epicléticas, pidiendo al Padre que envíe el Espíritu Santo. Cirilo de Jerusalén deducía un paralelo directo entre la epíclesis sobre el pan en la eucaristía y la epíclesis sobre el crisma (Catcquesis mistagógicn 3:3). De esta manera, los bautizados, al igual que Cristo en el Jordán, son ungidos por y con el Espíritu Santo (Catcquesis mistagógica 3:1). Asociado a Cristo y lleno del Espíritu, el cristiano empieza el proceso de la divinización humana. Esta comprensión del bautismo sigue siendo normal en la Iglesia bizantina.

 

La eucaristía.

Este proceso de divinización se cumple en la eucaristía, que es una participación real en el cuerpo glorificado de Cristo. Los elementos eucarísticos son vistos en términos muy realistas por todas las grandes figuras del siglo IV, incluyendo a Basilio, Gregorio de Nisa, Crisóstomo y Cirilo de Jerusalén. La comunión, fuente tanto de inmortalidad como de unidad, es esencial para la vida cristiana:

 

"Es bueno y beneficioso comulgar todos los días y participar del santo cuerpo y de la santa sangre de Cristo. Puesto que él dice claramente: "Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna." (Jn 6:55) ¿Y quién duda de que participar frecuentemente en la vida es tener múltiple vida? Yo en verdad comulgo cuatro veces a la semana, en el día del Señor, el miércoles, el viernes y el sábado, y en otros días si es la conmemoración de algún santo" (Basilio, Carta 93)

 

Los sucesos dramáticos del siglo IV influenciaron también fuertemente la teología y la práctica eucarísticas. Los ritos mismos, que estaban ya firmemente puestos en su estructura y contenido básicos, cambiaron muy poco, sólo en aspectos externos y periféricos. Pero la comprensión de la eucaristía sufrió fuertes cambios. Las iglesias ahora estaban repletas de muchos miembros nuevos o potenciales, pero los catecúmenos y los penitentes no podían comulgar. Era común posponer el bautismo. Entonces, es importante señalarlo, los predicadores comenzaban a acentuar los elementos de temor y terror respecto de la eucaristía, en respuesta a una necesidad percibida de proteger de las "masas" los misterios. Los fieles respondían abandonando la comunión, y así la comunidad se dividió en una élite que comulgaba ante una mayoría que no lo hacía. No siendo ya un acto de "comunión." (koinonía), la recepción de la comunión llegó a ser un acto de devoción personal. De esta manera, la noción tradicional de la eucaristía como una comida, como compañerismo, comenzaba a romperse, a ser reemplazada por una comprensión diferente, donde esta participación activa no era tan esencial.

Además de los importantes cambios sociales del período, los debates teológicos determinaron los senderos que iban a tomar estas nuevas aproximaciones a la eucaristía. La crisis arriana llevó a un énfasis, renovado por parte de los ortodoxos, sobre la divinidad preexistente de Cristo, en reacción al subordinacionismo y al adopcionismo. Los ortodoxos, nivelaban la fórmula doxológica ("al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo") y acentuaban la fórmula de las dos naturalezas. Los alejandrinos ponían el acento en la divinidad de Cristo y veían su mediación como una función primariamente divina; prestaban poca atención al contexto histórico de la obra salvífica de Cristo. Los antioqueños, por otro lado, acentuaban la humanidad y la actividad histórica de Cristo, y su mediación humana. Estas aproximaciones divergentes al misterio cristiano fundamental reflejaban también los diferentes métodos exegéticos de las dos escuelas. Los alejandrinos, discípulos de Orígenes, acentuaban el sentido anagógico, o espiritual, de la Escritura, mientras los antioqueños enfatizaban el sentido literal e histórico.

Así, los escritores litúrgicos antioqueños, aplicando sus métodos exegéticos a los ritos y a los textos de la liturgia, la veían como una imitación (mimesis) o memorial (anamnesis) de los actos salvíficos de la vida de Cristo y como la anticipación de la liturgia celestial. Esta aproximación fue sintetizada por Teodoro de Mopsuestia, quien escribió sus homilías catequéticas entre 392 y 428.

 

"Cada vez, entonces, que es realizada la liturgia de este tremendo sacrificio, que es la imagen clara de realidades celestiales, debemos imaginar que estamos en el cielo... La fe nos capacita para representar en nuestras mentes las realidades celestiales, en la medida en que nos recordamos a nosotros mismos que el mismo Cristo que está en el cielo... ahora está siendo inmolado bajo estos símbolos. De esta manera, cuando la fe capacita a nuestros ojos para contemplar la conmemoración que ahora tiene lugar, somos llevados nuevamente a ver su muerte, resurrección y ascensión, que ya han tenido lugar por nuestra causa" (Homilía catequética 15:20).

 

Continuaba describiendo cómo los ritos representan el ministerio de Cristo. Al describir la procesión de la transferencia de los dones dice que "debemos ver a Cristo siendo ahora conducido lejos a su pasión, y nuevamente más tarde cuando es extendido sobre el altar para ser inmolado por nosotros." (Homilía catequética 15:25). La resurrección es efectuada a través de la consagración, y la participación de los dones se parece a la aparición del Señor resucitado. Teodoro adoptó también el sistema topográfico del simbolismo eclesial que se desarrolló en Jerusalén. El altar era visto como la tumba; el ábside, como la cueva del sepulcro. Este tipo de interpretación iba a entrar en la tradición bizantina en el siglo VIII a través de Germano.

La aproximación alejandrina, heredera de las tendencias espiritualizantes de Orígenes, es del todo diferente. El Pseudo-Dionisio, escribiendo a fines del siglo V, veía la liturgia como una alegoría del ascenso del alma a la realidad invisible:

 

"Dejemos para los imperfectos estos signos que, como dije, están pintados con magnificencia en los vestíbulos de los santuarios; serán suficientes para alimentar su contemplación. En cuanto a nosotros, volvamos atrás, considerando la santa sinaxis desde los efectos hacia sus causas y, gracias a las luces que Jesús nos dará, seremos capaces de contemplar armoniosamente las realidades inteligibles en que están claramente reflejadas las bondades bienaventuradas de los modelos" (Jerarquías celestiales 3:3).

 

No hay lugar aquí para la tipología bíblica ni hay referencia a la actividad terrestre de Cristo, excepto la encarnación. La salvación es la unión con el prototipo, y la deificación es lograda a través de la perfección moral. Dionisio nunca habló de la eucaristía como el cuerpo y la sangre de Cristo.

En el siglo VII, fue Máximo el Confesor el gran portavoz de esta tradición. Adoptó la aproximación espiritualizante dionisiana pero añadió su propia interpretación, que veía la liturgia como el memoria] de la obra divina en Cristo, y la anticipación de la parusía y del ésjaton. De esta manera, la liturgia representa toda la historia de salvación: el edificio de la iglesia es el tipo y la imagen del universo entero, la lectura del Evangelio es la consumación del mundo; el descenso del obispo del trono, la expulsión de los catecúmenos, y la clausura de las puertas representan de descenso de Cristo en la parusía, la expulsión de los malos y la entrada en la cámara mística de la esposa (Mistagogia 14-16). Aunque levemente más realista que Pseudo-Dionisio, también Máximo tenía de la eucaristía una visión ante todo simbólica. La fuerza de la aproximación alejandrina fue su fuerte énfasis escatológico, tan característico de la liturgia previa del siglo IV: su debilidad se hizo aparente en las controversias iconoclastas que sacudieron a Oriente en el siglo VIII.

La tradición bizantina anterior al iconoclasticismo siguió generalmente la aproximación alejandrina a la liturgia de Pseudo-Dionisio y Máximo. Esto llevó en el siglo VIII a una disputa sobre la naturaleza de la eucaristía. En el concilio iconoclástico de 754, los iconoclastas, apelando a una tradición de larga data, declararon que ninguna imagen de Cristo era aceptable, y que la eucaristía era el único símbolo válido de Cristo. Los defensores de las imágenes, particularmente Teodoro de Studios y el patriarca Nicéforo, rechazaban esta posición y afirmaban que la eucaristía no es "tipo" sino "verdad," que es la propia "carne de Dios," incluso después de su glorificación. En reacción a la postura iconoclástica y espiritualizante, los ortodoxos comenzaron a tomar una actitud mucho más realista y representativa y hasta simbólica, según líneas cristológicas y soteriológicas. Así, en la iconografía, Cristo no podía ya ser representado simbólicamente como un cordero, sino que podía ser dibujado solamente como un hombre.7 Y la aproximación anagógica a la liturgia fue complementada por la interpretación más histórica, representacional, de la escuela antioquena. El patriarca Germano, un defensor de la ortodoxia contra los iconoclastas, quien fuera destituido por ellos en 730, compuso una mistagogia sobre la liturgia divina, intitulada Historia, que fue su intento de combinar las dos tradiciones. El siguiente es un pasaje típico:

 

"El himno de los querubines, cuando la procesión de los diáconos y la representación de los seguidores, que son a semejanza de los serafines, significa la entrada de todos los santos y justos a la cabeza de los poderes de los querubines y de las huestes invisibles, angélicas, que corren delante del gran rey, Cristo, quien está procediendo al sacrificio místico... Es también a imitación de la sepultura de Cristo, cuando José bajó el cuerpo de la cruz, lo envolvió en un lienzo limpio, lo ungió con especias, lo cargó con Nicodemo y lo colocó en una tumba nueva excavada en la roca" (capítulo 37).

 

Así, a la imaginería más primitiva de la liturgia celestial, clara en el propio texto del Cherubicon (introducido en 573-574 bajo Justino II), fue añadido el simbolismo más tardío, de origen antioqueno, que veía las ofrendas en la consagración como representando el cuerpo del Cristo ya crucificado. Los varios ítems litúrgicos, el eiliton, la patena, el velo grande (para cubrir cáliz y patena) y el velo pequeño (cubre cáliz o patena) son interpretados todos en este segundo sentido. Esta última tradición fue muy influyente en el desarrollo de los ritos secundarios, la próthesis, o preparación de las ofrendas, en particular. Pero la aproximación de Germano a la anáfora, u oración eucarística, es completamente bíblica y desprovista de alegoría. Hay que recordar que, a través del período en cuestión, aunque variara la interpretación del rito, el rito mismo permanecía esencialmente sin cambios, tanto en la estructura como en sus dos focos, la liturgia de la palabra y la anáfora. Además, la atención de los comentaristas fue atraída principalmente por los aspectos visuales de la liturgia, las procesiones, el espacio litúrgico.

El período post-iconoclástico vio el desarrollo de aquel fenómeno peculiarmente oriental, la iconostasis. Como un desarrollo de la primitiva baranda del presbiterio, llegó a ser ahora un muro real, cubierto con iconos. Esto enfatizaba, en la mente bizantina, el elemento de "misterio" en la eucaristía. Por lo demás, la eucaristía no era algo para ser visto a través de los ojos físicos, sino para ser recibido como alimento. El misterio era visto a través del programa de iconos en los muros, y particularmente en la iconostasis, con sus imágenes de Cristo y de los santos. Así, un culto de los elementos eucarísticos, como el que se desarrolló en el Occidente medieval, no era posible. Por lo demás, los bizantinos nunca usaron el término transubstanciación (nictonsíosis) en conexión con la eucaristía, pues vieron siempre a los elementos mismos como pan y vino que, igual que el cuerpo humano de Cristo, son divinizados. Así, la epíclesis en la anáfora atribuida a Crisóstomo invoca que el Espíritu Santo sea enviado "sobre nosotros y sobre estas ofrendas." El foco no está tanto en el pan cuanto en el pueblo reunido como Iglesia. Los frutos de la eucaristía son "la purificación del alma, la remisión de los pecados, la comunión del Espíritu Santo, la plenitud del Reino de los cielos." El desarrollo de la iconostasis, empero, y la exaltación de la dimensión mistérica llevaron a un ahondamiento de la división entre clero y laicado, puesto que el santuario ahora escondido era la reserva exclusiva del clero. Esto se manifestó también, en el siglo IX, en el retiro del cáliz del laicado. Desde ese momento, aunque la comunión continuó siendo distribuida bajo las dos especies, fue dada por medio de una cuchara.

Es significativo que haya sido un argumento relacionado con la interpretación litúrgica el que sirviera de ocasión para el así llamado cisma de 1054. El asunto en disputa entre Oriente y Occidente era el uso de los ázimos. Occidente usaba pan ázimo para la eucaristía, mientras que Oriente usaba pan leudado. Los griegos sostenían que el pan leudado simbolizaba el cuerpo animado de Cristo: el hecho de que los latinos usaran ázimos mostraba que eran apolinaristas, pues negaban que Jesús tenía un alma humana. Los griegos, además, sostenían que el pan eucarístico debía ser normal, el pan leudado de todos los días, para ser así consubstancial con la humanidad: "Nuestro pan de cada día." Entendían que el pan era el "tipo" de la humanidad, de nuestra humanidad, que cambia en la humanidad transfigurada de Cristo. La piedad medieval latina, por otro lado, enfatizaba la "supersubstancialidad" del pan. Los latinos, al no atribuir mucha significación a este detalle rubricista aparentemente menor, sólo querían que los griegos cesaran de condenar la costumbre latina y estaban perfectamente de acuerdo en permitirles continuar usando pan leudado. Ésta era la disputa principal y la razón primaria para los acontecimientos dramáticos de 1054: en aquel momento, los bizantinos ni siquiera trajeron a colación los otros puntos de conflicto.

Esta intransigencia bizantina sobre un punto aparentemente tan trivial revela mucho acerca de su piedad litúrgica. Primero, consideran los textos y ritos litúrgicos como fuentes de la teología. Por eso los métodos tradicionales de exégesis bíblica pueden ser aplicados a la liturgia. Pues la liturgia, junto con la Biblia, es la fuente primaria y la manifestación de la vida de la Iglesia, y la revelación de la verdad eterna. Un rito o texto litúrgico, igual que un pasaje de la Escritura, debe tener no sólo un sentido literal sino también espiritual, y el sentido espiritual es igual de importante y tan verdadero como el literal. Los peligros son obvios en tal aproximación, en particular cuando los vuelos del alegorismo no son controlados por una visión coherente y consistente, y cuando se intenta fragmentar los sentidos sin tener en cuenta el rito como un todo. Sin embargo, la noción de que "la liturgia es una fuente primaria para la teología de la Iglesia," así como su expresión primaria, sigue siendo característica de la Iglesia oriental.

Ligada estrechamente con esto estaba la proliferación de la himnografía en el mundo bizantino, himnografía que era totalmente disímil a los pocos himnos cristianos primitivos sobrevivientes. Los kontakia de Romanos el Melódico, y luego los de muchos imitadores, eran de hecho homilías poéticas, que pasaron a ser parte del oficio. Los monjes, siempre una presencia en el cristianismo bizantino, se opusieron al comienzo a tal poesía como no bíblica y rechazaron la música a la que estaba unida como demasiado secular, pero más tarde desarrollaron su propia himnografía. Esta himnografía monástica, compuesta mayormente durante los grandes debates teológicos de los siglos VI al VIII es un compendio de la teología patrística oriental. Estos himnos encontraron su lugar principalmente en el oficio monástico, que gradualmente desplazaría el oficio de la catedral, y en forma total después del siglo XI. Esta himnografía sigue siendo una fuente primaria para el estudio de la piedad, el ascetismo y la teología orientales, aunque resulta difícil de usar a causa de su gran volumen y diversidad.

La liturgia era expresada en el contexto del año eclesial, un calendario litúrgico compuesto de períodos de fiesta y ayunos preparatorios. El año era visto como una reactuación de los actos salvíficos de Dios, así como de los acontecimiento principales de la vida de Cristo: al participar en éstos, el cristiano oriental se asimilaba a sí mismo en la historia de salvación, en la vida de Cristo. La eucaristía era la culminación de cada día o período de celebración: era suprimida durante los períodos de ayuno, particularmente durante la "gran" cuaresma, que perdió su significado primitivo como tiempo de preparación para el bautismo y llegó a ser un período de preparación para la pascua, el misterio central de la salvación; un período durante el cual cada cristiano era llamado a redescubrir su naturaleza pecaminosa y así también su alienación de Dios.

Si alguna conclusión puede sacarse de todo este desarrollo es que, junto con la Escritura y la tradición, la liturgia es un ingrediente esencial de la espiritualidad oriental. Es también el medio por el que los fieles, reunidos como Iglesia, llegan a ser lo que se supone que deben ser: miembros del Cuerpo de Cristo y partícipes de la vida divina. De esta manera, la liturgia no puede separarse de ningún aspecto de la fe y de la experiencia cristianas. Integra la cristología o la soteriología, porque a través de la liturgia llegamos a conocer a Jesús como el encarnado, a compartir su cuerpo encarnado, y a ser divinizados asimilándonos a Él. Integra la antropología, porque a través de la liturgia se revela la naturaleza teocéntrica de la humanidad. Integra la eclesiología, porque en la liturgia la Iglesia llega a ser lo que verdaderamente es, el Cuerpo viviente de Cristo. Integra la teología trinitaria, porque en la liturgia la Trinidad actuante es revelada y experimentada. La liturgia es un vehículo de la tradición, pues a través de ella son transmitidos el mensaje y la experiencia de Dios. De esta manera, para el creyente oriental, ningún cristianismo es posible sin la liturgia.

9. Los Sacramentos y la Liturgia en el Cristianismo Occidental.

Pierre-Marie Gy.

Más que tratar separadamente cada uno de los sacramentos principales, examinaremos diferentes momentos en la historia espiritual de los sacramentos. Nuestro propósito es comprender las articulaciones internas de la espiritualidad sacramental durante los tiempos de Hipólito, Ambrosio y Agustín, los períodos de los grandes sacramentales romanos, los períodos carolingio y post-carolingio, y finalmente el siglo XII.

 

La Primera Liturgia Romana en Griego: La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma.

El autor de la Tradición apostólica fue aparentemente Hipólito, un sacerdote romano y el fundador de una pequeña comunidad cismática, quien murió en el exilio bajo el papa Ponciano en el 235. Su obra (perdida en el original griego) describía la liturgia como él la veía, y la tradición en cuanto reconstruida según sus ideas teológicas personales. El interés en este documento no esta solamente en que presenta el estado de la liturgia cristiana (todavía en griego) en Roma durante el siglo III temprano, sino también en que adelanta la primera síntesis teológica de la liturgia, que más tarde iba a tener una amplia influencia, especialmente en Oriente. Los dos principales maestros cristianos del siglo III, Hipólito en Roma y Orígenes en Oriente, eran los oponentes contemporáneos de los rabinos que proporcionaron la oración judía con su estructura plenamente desarrollada.

En la espiritualidad cristiana, el bautismo era el sacramento más importante, porque a pesar de las persecuciones — o más probablemente a causa de ellas — el cristianismo se difundió rápidamente. Según Tertuliano, "la sangre de los cristianos es una semilla," esto es, aumenta su número (Apología 50:13). La mayoría de los bautizados eran adultos, aunque los hijos de padres cristianos eran bautizados en una edad temprana, a pesar del requerimiento en contra de Tertuliano, resumido en la fórmula "los cristianos se hacen, no nacen" (Apología 18:4). El caso de los hijos de familias cristianas bautizados sólo al llegar a ser adultos, como está atestiguado en el siglo IV, parece debido más a un temor a las exigencias de penitencia que a la perpetuación de una praxis cristiana temprana.

Ya los mismos ritos bautismales tenían una estructura comunitaria, con un tiempo de preparación por la conversión personal, las instrucciones y los exorcismos del demonio. El tiempo de preparación, que en el siglo IV evolucionó al tiempo litúrgico de la cuaresma, llevó a que la celebración bautismal tuviera lugar en la vigilia pascual. Para ser admitido en el catecumenado era necesario renunciar a todo estilo de vida incompatible con el Evangelio. Los ritos del bautismo constituían un conjunto: el bautismo mismo consistía en una triple interrogación sobre la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, acompañada de una triple inmersión. Ninguna otra fórmula bautismal fue conocida en Occidente hasta los siglos VII y VIII, época en que la interrogación de la fe fue combinada con la fórmula "y yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo," que preservaba un carácter distintivamente epiclético con su invocación a la Trinidad. El bautismo era seguido de una doble unción con aceite (por el sacerdote y por el obispo), una imposición de manos y finalmente por la comunión. Las oraciones expresaban la acción de la Trinidad durante el bautismo y los ritos que seguían, y distinguían el efecto del bautismo, que es la remisión de los pecados y la regeneración, de la imposición de las manos "para ser llenados del Espíritu Santo" (Hipólito, Tradición apostólica 21). La distinción de Hipólito es mejor que la de Tertuliano, quien afirmaba que el único efecto del bautismo era la remisión de los pecados.

En la concepción de Hipólito la eucaristía está situada dentro del marco del siglo II según el cual la palabra eucaristía designaba tanto la oración de acción de gracias sobre el pan y el vino, como el pan y el vino mismos una vez "eucaristizados." El acoplamiento de la oración eucarística con los elementos sagrados eucarísticos (Justino los llamaba "la carne de Jesús hecho carne" [Apología 1.66]), esencial en toda espiritualidad eucarística, iba a perderse en Oriente por cuanto la eucaristía llegó a ser considerada sólo como una obligación, y en Occidente por el uso latino, que ofrecía dos expresiones separadas para describir los dos sentidos de eucaristía. La oración fue llamada gratiarunt adió, y el cuerpo y sangre de Cristo fueron llamados eucharistia (el latín medieval ignoraba completamente el hecho de que eucaristía significaba acción de gracias, sentido que fue redescubierto durante el Renacimiento).

Hipólito intentó, al tratar estos dos aspectos de la eucaristía, revelar la originalidad cristiana como opuesta a la oración judía. A sus ojos, ambas compartían el glorificar al Padre, pero el dar gracias y el hacer la eucaristía era propio de los cristianos, por cuanto sólo ellos reconocían al Hijo, esto es, el don de Dios hecho hombre (Contra las herejías 14). Así, a causa de la encarnación, la eucaristía es el acto esencial del culto de la nueva alianza. Damos gracias porque el pan y el vino eucarísticos son y llegan a ser "la carne de Jesús hecho carne."

En la Tradición apostólica, el texto de la oración eucarística tiene un doble carácter: la naturaleza unificada de la oración (en oposición a una serie de bendiciones judías); y su estructura trinitaria, que pudo haber motivado la unidad de la oración. Aproximadamente en la misma época en que los rabinos daban a la oración de bendición (beraká) su estructura definitiva de bendición dirigida a Dios por su acción salvífica que culminaba en la glorificación de su Nombre divino, Hipólito construía la eucaristía como acción de gracias al Padre, a través de Cristo Redentor, quien diera su cuerpo y su sangre, seguida de la súplica por el Espíritu y finalmente de una glorificación trinitaria en la Iglesia. En Hipólito este pedido del Espíritu no estaba todavía desarrollado en una epíclesis eucarística que pidiera por el cambio del pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo, como seguiría en la anáfora antioquena, u oración eucarística. Pero sí tenía una teología precisa de la Iglesia como el lugar donde la Trinidad era confesada y glorificada, y donde el Espíritu florecía (Tradición apostólica 35). La palabra ekklesía, que no fue aplicada al edificio eclesial hasta fines del siglo III, designaba, como en el Nuevo Testamento, tanto la comunidad eclesial como la Iglesia reunida en oración. Era necesario ir a la ekklesía porque el Espíritu florecía dentro de ella.

 

La Liturgia Romana en Latín: la época de Ambrosio y Agustín.

Aunque está ahora establecido que el uso del latín por los cristianos comenzó en Roma y no en África en la segunda mitad del siglo II, fue solamente en algún momento entre mediados del siglo III y la segunda mitad del IV cuando la liturgia pasó al latín. Fue precisamente la segunda mitad del siglo IV la que vio la aparición simultánea de los textos litúrgicos mayores que forman el tejido fundamental de las liturgias cristianas, y de las principales catequesis patrísticas cuyos autores siguen siendo los padres de la teología y espiritualidad sacramentales. De un modo general, es difícil identificar textos litúrgicos que daten del siglo IV. En Occidente, sin embargo, eso es posible en el caso de la versión primitiva de la oración eucarística romana y respecto de al menos cuatro himnos de Ambrosio. Además, cuando Ambrosio comentaba la prex romana, su contribución personal es original comparada con el texto litúrgico. Si no hubiera citado el canon romano, no habría sido posible reconstituirlo a partir de sus enseñanzas. Existen dos testigos de esta catequesis sacramental durante la semana pascual: el De sacramentas (Sobre los sacramentos), una transcripción de sus palabras habladas (el canon romano es citado allí), y el De mysteris (Sobre los misterios), una versión literal basada en su predicación. La diferencia entre los dos es interesante y muestra que su recurso a la noción de iniciación es más una técnica literaria que un elemento espontáneo de predicación en vivo (lo mismo es verdadero respecto de El tiempo de cuaresma se originó en el siglo IV a partir del tiempo de preparación para el bautismo pascual. Este tiempo estaba estructurado, en las liturgias latinas, por las tres perícopas juaninas de la mujer samaritana (Jn 4:5-42), el ciego de nacimiento (9:1-41) y la resurrección de Lázaro (11:1-46). Se puede comparar esto con la aplicación de Romanos 6 al bautismo, que tuvo una significación menor en la teología bautismal de la Iglesia antigua y que hasta esta época no ejerció ningún papel en la tradición bautismal Siria, completamente inspirada en el bautismo de Cristo. Respecto de la penitencia, el paradigma evangélico primario es mucho menos la otorgación por Jesús a Pedro del poder de las llaves, que el arrepentimiento de este último al canto del gallo, que hizo del apóstol el modelo de arrepentimiento para los lapsi que habían negado su fe en Cristo.

Es probable, en el caso de los textos rituales, que la oración romana durante la imposición de las manos postbautismal ya pidiera que los recién bautizados fueran dotados de los siete dones del Espíritu Santo como están enumerados en Is 11:2: "Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que has regenerado a tus siervos a través del agua y el Espíritu Santo y les has concedido la remisión de todos los pecados, derrama sobre ellos tu Espíritu Santo el Paráclito y dales el espíritu de sabiduría y conocimiento... en el nombre de nuestro Señor Jesucristo con quien vives y reinas y con el Espíritu Santo." (Sacramentarlo gelasiano n. 451; Sobre los sacramentos 3.8) Parece que ya la oración eucarística romana adoptada en Milán era la que más insistía, entre todas las que seguirían en Oriente y Occidente, en el aspecto sacrificial de la eucaristía cristiana. En contraste con la anáfora de Hipólito y las influenciadas por ella, esta composición no está unificada y no contiene una mención especial del Espíritu Santo. Nunca ha enfatizado el carácter enorme de los misterios sacramentales, como será el caso en las anáforas antioqueñas. Esto explicaría por qué la recitación de la oración en voz baja, atestiguada en Oriente desde el siglo IV, no haya aparecido en Occidente hasta el siglo VIII, en las regiones francas más bien que en Roma.

Las catequesis sacramentales de Ambrosio y Agustín, las más importantes para la espiritualidad occidental, están marcadas por sus personalidades diferentes, lo mismo que por las diferencias entre las Iglesias locales de las que eran herederos. En este caso, Agustín es mucho menos el catecúmeno bautizado e iniciado por Ambrosio que un obispo africano que toma partido a favor de Tertuliano y Cipriano, y contra los donatistas. Junto con los otros autores cristianos mayores de su tiempo, Ambrosio y Agustín compartían la misma concepción de la iniciación y una catequesis de los sacramentos bíblica y eclesial cuyos principios han sido parte de la comprensión cristiana desde sus orígenes. "Ser iniciado." (por los sacramentos más bien que a ellos) no connotaba un crecimiento progresivo. Dentro de estas acciones sacramentales, los ojos del corazón recibían la luz de la fe y descubrían las realidades divinas e invisibles en las que Cristo nos concede participar. Ésta es la parte esencial del platonismo que los Padres reconocían como cristiana. Además, según la interpretación cristiana, los actos salvíficos principales de Dios relatados en el Antiguo Testamento son imágenes y prefiguraciones de lo que sucede en los sacramentos de la nueva alianza. Un lector moderno de las catequesis y textos litúrgicos patrísticos que se apoye fuertemente en tal tipología (por ejemplo, la oración romana de la ordenación del sacerdote, que podría datar de la primera mitad del siglo V) puede algunas veces tener la impresión de una vuelta al Antiguo Testamento. De hecho lo verdadero es lo contrario: el cristianismo temprano en general estaba tan convencido del papel transparente del Antiguo Testamento en prefigurar el Nuevo, que el propio valor humano y religioso de aquél se desvanecía en una explicación de las realidades cristianas.

Respecto de la dimensión eclesial de los sacramentos, los Padres pensaban que el bautismo y la eucaristía hacen cristianos primero creando la Iglesia, o más precisamente la Iglesia-madre, que es la comunidad entera y que alumbra nuevos hijos por el bautismo. Ella está activa también en otros sacramentos; por ejemplo, la reconciliación de los penitentes. La catequesis sacramental de los Padres era eclesiológica antes de tratar acerca del destino espiritual de las personas individuales (lo contrario de la aproximación catequética y teológica desarrollada desde el siglo XII en adelante).

Ambrosio y Agustín tienen cada uno su énfasis respectivo dentro de este contexto más general. En el caso de la eucaristía, Ambrosio usaba las prefiguraciones del Antiguo Testamento para explicar que el pan y el vino son cambiados por las palabras de Cristo. Hacía una distinción, especialmente en la oración eucarística, entre las palabras de la oración entera pronunciada por el sacerdote, y las de Cristo mismo que se encuentran en el centro. Explicaba que no son simplemente las palabras de Cristo citadas por el sacerdote, sino que "el mismo Señor Jesucristo dice (clamat) "éste es mi cuerpo." (Sobre los misterios 54). Antes de estas palabras, hay simplemente pan y vino comunes sobre el altar. Después, están el cuerpo y la sangre de Cristo. De esta manera, Ambrosio está presentando una teología recién en desarrollo de la consagración eucarística. Su espiritualidad de la comunión, sin embargo, es anterior a la visión de los misterios como tremendos (o en oposición a esta noción), y se apoya en el Cantar de los Cantares para describir con intensidad la experiencia eucarística.

La espiritualidad eucarística de Agustín se desarrolló en una dirección muy diferente, mucho más eclesiológica, en que el papel de Cristo está situado de otra manera. El cambio del pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo ocupaba poco su atención, un hecho de alguna manera asombroso para Occidente, que después fue influenciado por Ambrosio. El foco de Agustín se trasladó más bien con rapidez hacia el cuerpo eclesial nutrido y en cierto modo creado por la eucaristía:

 

"Este pan que ustedes ven sobre el altar, santificado por la Palabra de Dios, es el Cuerpo de Cristo. La copa, o más bien su contenido santificado por la Palabra de Dios, es la Sangre de Cristo. Si los han recibido en un estado digno, son lo que han recibido" (Sermón 227).

 

Con esta visión eclesiológica de la eucaristía, que iba a tener poco efecto en la liturgia romana misma pero una profunda influencia en la teología eucarística medieval, uno podría comparar la interpretación de los Salmos de Agustín. Una vez más, hay allí una notable diferencia entre su lectura y la de Ambrosio. Para Ambrosio el foco es la relación personal con Cristo: "Beban a Cristo porque es el río cuya corriente alegra la ciudad de Dios; beban a Cristo porque es paz; beban a Cristo porque de su costado fluyen aguas vivas; beban a Cristo para beber la sangre que los redimió; beban a Cristo para beber sus palabras" (Comentario al Salmo 1, n. 33). Agustín, por otro lado, consideraba los Salmos como la voz orante del Cristo total, la cabeza y el cuerpo eclesial unidos:

 

"Cuando está orando el cuerpo del Hijo, no está separado de su cabeza. Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el único "Salvador de su cuerpo," el que ora por nosotros, que ora en nosotros y que es rogado por nosotros. Ora por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; es rogado por nosotros como nuestro Dios. Reconozcamos por tanto nuestra voz en él y su voz en nosotros " (Sobre el Salmo 85, n. 1).

 

Parece así que hay una correlación entre la interpretación de los Salmos por Agustín y su teología eucarística. Una coherencia semejante se puede observar en la aproximación de Agustín a los Salmos y a la eucaristía, aunque su interpretación de los Salmos ejerció una influencia más grande sobre la piedad litúrgica en los siglos siguientes, de lo que lo hizo su aproximación a la eucaristía misma. En cambio, el poeta Ambrosio estableció la forma principal de la himnodia litúrgica latina. Completó la salmodia (especialmente en el Oficio monástico) sin nunca suplantarla.

Los ritos penitenciales de la antigüedad cristiana, reservados solamente para pecados graves, recibidos sólo una vez, tienen poco que ver con el tema de la espiritualidad litúrgica excepto por el hecho de que la comunidad entera intercedía por el perdón de los pecadores en presencia de Dios. Agustín, sin embargo, intentó una integración ulterior de la penitencia en la espiritualidad general, especialmente la monástica. En primer lugar, propuso una reorganización de los aspectos penitenciales del cristianismo ya no más en dos etapas (conversión bautismal y penitencia sacramental) sino en tres, otorgando un papel importante a la conducta penitencial en la vida cristiana entera (Sermón 352). A esto añadió la oración penitencial de sus últimos días en la tierra, que es contada por su amigo Posidio:

 

"Tenía la costumbre de contarnos en conversaciones privadas que después del bautismo incluso los cristianos dignos de alabanza y los sacerdotes no deben dejar este mundo sin hacer una penitencia justa y razonable. Es lo que él mismo hizo durante su enfermedad, de la cual nunca se recuperó. Tenía copiados los salmos penitenciales de David, que no son tan numerosos; y durante los días de su enfermedad, yaciendo en la cama, miraba la lista de cuatro colocados a lo largo de la pared, leyendo y llorando constante y copiosamente. Diez días antes de su muerte nos pidió que nos quedáramos fuera de su habitación para no distraer su atención... Su deseo fue respetado y prestó atención todo el tiempo sólo a la oración" (Vida de Agustín 31).

 

Los libros de la liturgia romana.

Conocemos la existencia de libros de las diferentes liturgias occidentales desde el siglo VI en adelante, en particular los de la liturgia romana, que iban a reemplazar a los otros en la mayor parte de Occidente. Respecto de estos libros litúrgicos romanos, se pueden observar tres rasgos generales: 1) la distinción entre lo que se pueden señalar como los grados variables de "eclesialidad" de la liturgia; 2) la atenuación de ciertas características sacramentales propias de la antigüedad cristiana, y 3) la estabilidad durante muchos siglos venideros de la mayoría de los elementos desarrollados durante el período altamente formativo que va del siglo IV al VIII.

El primero de estos rasgos no debe ser comprendido a la luz de una definición moderna de la liturgia, según la cual las cosas litúrgicas son asignadas al cuerpo de la oración de la Iglesia por la autoridad eclesiástica competente. Este aspecto no era negado en la antigua Iglesia, pero era menos enfatizado que la adhesión de una oración o celebración a una asamblea eclesial de hecho. Ejemplos clave de esto eran la eucaristía de un obispo y su pueblo, y la eucaristía dominical en general, la reconciliación de los penitentes el Jueves Santo, y la iniciación cristiana durante la vigilia pascual. El matrimonio sacramental y los funerales, por otro lado, eran más a menudo actos de oración familiar que liturgias de la ekklesía congregada. Los oficios de los monjes eran organizados y celebrados en completa autonomía, aunque una especie de fusión iba teniendo lugar entre los oficios eclesiales de laudes y vísperas (que la liturgia hispánica y los historiadores modernos llaman "oficios de catedral") y las asambleas de oración de los monjes durante las otras horas litúrgicas del día y de la noche. El oficio organizado de esta manera fue considerado el oficio romano durante el período carolingio, y el oficio según la Regla de san Benito era la única alternativa. Más tarde este oficio monástico fue, a su vez, asumido en la oración oficial de la Iglesia bajo la Reforma Gregoriana.

En segundo lugar, en conexión con los grados de eclesialidad de la liturgia arriba delineados, aparecieron al final de la antigüedad ciertos cambios en la praxis y espiritualidad litúrgica. Las oraciones pregregorianas de la vigilia pascual, contenidas en el sacramentarlo gelasiano del siglo VIII y escritas probablemente por León el Grande (m. 461), expresaban admirablemente cómo la muerte y resurrección de Cristo, la historia de salvación y el misterio de la Iglesia estaban unidos como conjunto en el bautismo oriental muy de la misma manera que las catequesis del siglo IV Por ejemplo, la oración que acompañaba la lectura del sacrificio de Abraham: "Dios, Padre supremo (pater summe) de los creyentes, que al derramar tu adopción multiplicas los hijos de tu promesa a través del mundo entero, y que haces de tu hijo Abraham el padre de todas las naciones como prometiste, permite que tu pueblo entre dignamente en la gracia de tu vocación." (Sacramentario gelasiano, n. 434) Pero, en la medida en que poblaciones enteras se estaban haciendo cristianas, el bautismo de niños prevalecía sobre el de adultos y las catequesis bautismales desaparecieron casi por completo. Durante el siglo VI en Roma, los exámenes prebautismales, realizados hasta ese tiempo en los domingos de cuaresma, dejaron de celebrarse en presencia de la comunidad entera y fueron trasladados a los días de la semana. Todo el tono de la cuaresma se hacía más penitencial que bautismal, de tal modo que las oraciones gregorianas durante la vigilia pascual tomaban, sin perder del todo su tema bautismal, una connotación moralizante e interiorizante en armonía con la dimensión monástica de la espiritualidad de Gregorio el Grande. Para la confirmación, poco se conoce de la proporción de gente bautizada que debía recibirla de parte del obispo fuera de la vigilia pascual. Parecería que el número había crecido durante la alta Edad Media, y el sacramento era a menudo celebrado muy sumariamente y casi privadamente, incluso en ocasión del encuentro con el obispo durante uno de sus viajes. Por lo demás, la reconciliación de los penitentes, y con ella su estatus público, desaparecía progresivamente, y la oración por el perdón de los pecados tomaba un lugar más grande en la liturgia en general y más particularmente en las oraciones por los muertos.

Debe acentuarse, sin embargo, que la mayor parte de la liturgia romana creada entre los siglos IV y VIII, con su año litúrgico, las lecturas bíblicas, los cantos y oraciones, siguió sustancialmente sin cambios hasta el siglo presente. Este hecho tiene una enorme importancia al considerar la espiritualidad cristiana occidental, la que fue profundamente impregnada tanto directa como indirectamente, consciente o inconscientemente, por este período de fecundidad litúrgica.

Este fenómeno aparece mayormente en el curso del año litúrgico: su significado, sus estaciones y fiestas principales, e incluso los detalles de ritos y textos específicos. Ni los autores patrísticos ni los medievales consideraban el año litúrgico (una expresión del siglo XVIII) como una clase de especificidad ritual dentro del tiempo humano (profano). Era más bien este tiempo humano considerado dentro del tiempo de la salvación y cortado por su dinamismo el que lleva a la Iglesia a su cumplimiento escatológico. Dicha teología, ya desarrollada por Agustín en el caso de la pascua, fue extendida por León el Grande para incluir el conjunto de las fiestas litúrgicas. En torno a la misma época (siglos IV y V e incluso más temprano) aparecieron las principales fiestas y estaciones del año comunes a Oriente y Occidente: cuaresma y los cincuenta días de Pascua, Navidad y Epifanía, Ascensión y Pentecostés. Dentro de este marco festivo compartido hay una diferencia notable: la significación de la Epifanía. En Roma y doquiera en Occidente, esta fiesta celebraba la adoración de los Magos, los primeros entre los gentiles en quienes fue inaugurada la aproximación de los pueblos paganos a la fe en Cristo. A este curso del desarrollo litúrgico común, Occidente agregaba la estación del Adviento (en Roma, en la segunda parte del siglo VI), que abría y cerraba el año litúrgico. Fue sólo en torno del siglo XII cuando empezó a desintegrarse la tensión escatológica entre las dos venidas de Cristo, presente en ésta y en otras estaciones del año, y esencial desde los tiempos del Nuevo Testamento para la comprensión cristiana de la historia de salvación.

La celebración de las fiestas de los mártires, de otros santos y de la Virgen María, Madre de Dios, ponía menos énfasis en sus vidas como modelos de espiritualidad que en su relación con el misterio pascual, su entrada (natale) en la otra vida, su tumba como el escenario del culto local, así como su intercesión y presencia eficaz en la Iglesia. Un buen ejemplo de este último punto es el prefacio a la oración eucarística para la fiesta de los santos Pedro y Pablo, que así implora al Señor:

 

"Pastor eterno, no abandones tu rebaño, sino guárdalo bajo la protección continua de los santos Pedro y Pablo de tal modo que puedan ser dirigidos por estas mismas cabezas a quienes has encargado como sus pastores y vicarios de tu acción" (Sacramentaría gregoriano n. 591).

 

Desde el siglo VII en adelante, en Roma, Constantinopla y en otros lugares a los que la liturgia romana se difundió más tarde, el culto de los santos perdió su estricto carácter local y se desarrolló en el culto de las reliquias. No fue hasta el final de la Edad Media, sin embargo, cuando surgió una especie de competencia entre las fiestas de los santos y las estaciones del año litúrgico. Existían en la alta Edad Media en Roma y en otras partes ciertas fiestas mayores incluyendo las de santos (Pedro y Pablo, por ejemplo), que ayudaban a dar un marco al año litúrgico. Las variaciones entre estas fiestas son muy importantes en una consideración de la historia de la espiritualidad. Tal es el caso respecto de la importancia atribuida a la Navidad en relación con la pascua o, por ejemplo, la acentuación de la fiesta de la asunción (15 de agosto), que comenzó en el siglo XII.

La liturgia romana precarolingia contenía varias características distintivas que fueron únicamente propias o más pronunciadas que en otras tradiciones. Entre ellas están el predominio de elementos bíblicos, los aspectos sacrificial y escatológico de la eucaristía, y las oraciones cristológicas en los días de fiesta. La preocupación bíblica es atestiguada en los cantos de la misa y del oficio, donde el uso de los Salmos es casi exclusivo, aparte de la posición dada a los himnos en el oficio monástico y de varias respuestas o antífonas introducidas en el oficio en Roma por los monjes griegos de los siglos VII y VIII. El espacio respectivo asignado a las lecturas en la misa tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento es significativo en Roma y en otras partes. En Constantinopla, y tal vez ya en Antioquía, era leído sólo el Nuevo Testamento (excepto en la vigilia pascual y en las otras grandes vigilias dentro del año), con el intento posible de discriminar claramente las liturgias cristiana y judía, aunque el Antiguo Testamento gozaba de un amplío uso en Siria y Egipto. En Roma, las lecturas dominicales y de la feria pascual eran siempre del Nuevo Testamento, mientras que las de los días feriales en otros tiempos del año — especialmente durante la cuaresma — eran tomadas del Antiguo Testamento. Hay que agregar a esta lista las lecturas bíblicas del oficio. La norma, iniciada en el siglo VII, parece haber sido el cubrir totalmente la Biblia en el oficio nocturno dentro del espacio de un año. Teniendo en cuenta todo esto, aquellas liturgias cristianas que incluían numerosas lecturas del Antiguo Testamento mantenían una fuerte interpretación tipológica, mientras que en Antioquía insistían, teniendo en cuenta la crítica judía a la exégesis tipológica cristiana, probablemente en un uso cuasiexclusivo del Nuevo Testamento en la eucaristía.

La prex eucarística romana del siglo IV fue completada durante los siglos siguientes con elementos adicionales que revelan la comprensión de la eucaristía por parte de la Iglesia romana. Una vez que el Sanctus fue insertado en la oración eucarística (en la primera mitad del siglo V, bajo influencia oriental), el prefacio variaba de una misa a la otra, pero en general no lo hacían las otras partes de la oración. Éstas, sin embargo, quedarían o se harían variables en las liturgias gálica e hispana. Hacia el siglo V, el significado de la eucaristía se expresaba también con dos oraciones variables: la oración sobre las ofrendas, que precedía inmediatamente al canon, y la oración después de la comunión. Varias características pueden adscribirse a la cantidad de estos textos y a los temas que articulan. Primero, la noción fundamental de dar gracias aparece sólo en las primeras palabras del prefacio y casi nunca es desarrollada en el resto de la oración, lo cual da lugar a oraciones de súplica y de énfasis en el aspecto sacrificial de la eucaristía. Habría que notar, sin embargo, que la oración de post-comunión da ocasión a la petición de "que quedemos en la acción de gracias." (Sacramentarlo gregoriano, suplemento 1128). No es cuestión simplemente de dar gracias después de recibir la comunión, sino de una actitud más general del vivir cristiano que es el fruto de la acción eucarística y de la comunión sacramental. Sin embargo, esta acción eucarística — tanto en el canon romano como en el conjunto de oraciones que lo acompañan — aparece como más sacrificial que en ninguna otra liturgia. Es un "sacrificio espiritual," y pedimos que haga de nosotros una ofrenda y una liturgia eterna (munus aeternum) (Sacramentaría gregoriano n. 553).

Como ya fue observado, el canon romano nunca aceptó la inclusión de una epíclesis (invocación) del Espíritu Santo, aunque pueda haber tenido su origen en la Tradición apostólica de Hipólito. La tradición eucarística romana la relegó a la fiesta de Pentecostés y a los días que la seguían. Esta eucología, o libro ritual, por lo demás, no incorporaba los temas eucarísticos individuales de Ambrosio o Agustín. Preservaba, en cambio, un sabor más global, tal vez arcaico y más fundamental. En estas oraciones el fruto de la eucaristía es una medicina salvífica en la vida de la Iglesia, que ya comienza su realización escatológica. Así se pedía "que las cosas santas (sancta) recibidas nos vivifiquen y preparen, al purificarnos, para la misericordia eterna" (Sacramentario gelasiano n. 1217), y "que por los sacramentos celestiales crezcamos en la salvación eterna." (Sacramentario gelasiano n. 1212), o incluso "que lo que realizamos esta vez [la eucaristía] pueda ser obtenido en el gozo eterno" (Sacramentario gregoriano n. 541).

El lugar de Cristo en la estructura eucológica nunca se desvía del esquema considerado por los historiadores como el más fundamenta] dentro de la liturgia cristiana. Las oraciones, como la misma oración eucarística, son dirigidas al Padre a través de la mediación de Cristo. Después de señalar sus súplicas evocan al final esta mediación con una fórmula trinitaria de glorificación. Esta mediación, sin embargo, no es sólo ascendente (te lo pedimos a través de Cristo) sino también descendente (nos concedes estos favores a través de Cristo). Esta manera de orar a través de Cristo se encuentra parcialmente en el uso de los Salmos (en el tiempo de la pasión por ejemplo); dondequiera que la fiesta litúrgica goza de la mayor relación con el dogma cristológico, como en el caso de Navidad y de la Ascensión, hay un predominio de la salmodia dirigida a Cristo como Dios. Uno también se dirige a Cristo como Dios en la invocación del Agnus Dei, introducido en la misa bajo la influencia griega en el siglo VII como un canto para el rito de la fracción, y en la interpretación, que aparece en la Regla de san Benito, de los versos iniciales del oficio, "Señor, abre mis labios" (Sal 50:17), "Dios mío, ven en mi auxilio" (Sal 69:2), y lo mismo en la de los versos de apertura del oficio nocturno con el Salmo 94 (Venite exultenms) y la antífona de invitatorio que lo acompaña.

 

La liturgia romana en la piedad carolingia y post-carolingia.

La liturgia (y el canto) romanos, una vez transmitidos progresivamente a través de los territorios francos, fueron impuestos oficialmente en su imperio por Carlomagno. Llegaron a ser, por tanto, la escuela de oración para la mayor parte del mundo occidental, si bien la evolución lingüística privó a la mayoría de los fieles de la comprensión del latín.

Entre las mayores contribuciones carolingias a la liturgia y a la vida sacramental, están la difusión de la penitencia privada y la interpretación de la liturgia expuesta por Amalario. La penitencia privada, de origen insular, parece más bien alejada de la espiritualidad si se la considera sólo sobre la base de los penitenciales con sus catálogos de pecados y penitencias correspondientes. Hubo, sin embargo, una espiritualidad del arrepentimiento, especialmente entre los monjes, que jugó un papel mayor en las colecciones de oraciones privadas, primero en Inglaterra y más tarde en el continente a causa de la obra de Alcuino. Un ejemplo típico de esta perspectiva es la respuesta de Alcuino a la pregunta de Benito de Aniane sobre cómo oraba por sí mismo: "Así es como yo oro a Cristo: "Señor, ayúdame a comprender mis pecados, a hacer una honesta confesión y una penitencia satisfactoria, y concédeme el perdón de mis pecados" (Vida de Alcuino 9:17). Oraciones privadas de este género eran dichas durante la misa no sólo por los fíeles sino por el sacerdote mismo, como parece haber sido ya el caso en Siria por varios siglos. Su importancia disminuyó sólo por el tiempo de la Reforma Gregoriana. Fue probablemente durante la época carolingia cuando se generalizó la práctica occidental de la confesión sacramental privada antes de la comunión. También los rituales penitenciales carolingios mencionaban la posibilidad de dar la absolución inmediatamente después de la confesión, sin haber completado la penitencia prescrita; la excepción llegó a ser la regla con el paso del tiempo.

Las controversias entre los miembros de la generación que siguió a Alcuino — Agobardo y Floro de Lyon por un lado, y Amalario de Metz por el otro — son indicativas tanto de una nueva mentalidad litúrgica (especialmente Amalario) cuanto de las reacciones contra ella por parte de quienes adherían rigurosamente a la antigua comprensión de la liturgia. Agobardo sostenía que la liturgia debía ser puramente bíblica y purgó el antifonario que venía de Roma de las varias composiciones eclesiásticas que contenía. Floro defendía la noción patrística tradicional de que la misa en su totalidad es el misterio de salvación, mientras que Amalario interpretaba cada parte de la misa y del oficio como conteniendo un misterio individual, muy en la línea de la exégesis litúrgica aplicada por el antioqueño Teodoro de Mopsuestia a principios del siglo V. En la misma época, Floro tuvo éxito en lograr la condenación de las ideas de Amalario, pero las sendas que éstas abrieron serían las de la espiritualidad subsecuente. La liturgia fue concebida como la puesta en escena de los episodios bíblicos, que permitían una inclusión mucho más grande de creaciones poéticas. Este elemento dramático, que es una realización particular del carácter sacramental de la liturgia, tomó muchas formas diversas. Durante la ordenación, el sacerdote era en algún sentido constituido visualmente: era revestido, sus manos eran ungidas y era presentado con el cáliz y la patena. Tan fuerte era la impresión creada, que los fieles ya no podían recibir la comunión en sus manos. Y cuando los sacerdotes pronunciaban las palabras de la consagración eran acompañados por algunos elementos miméticos que recordaban al mismo Cristo (por ejemplo, el levantar los ojos al cielo) Pero, sobre todo, durante la misa en los días de fiestas mayores, el canto era complementado con tropos, palabras insertadas en el medio de un texto litúrgico para elaborar y embellecer su significado. En el introito para Pascua, el Hijo dice al Padre: He aquí que vengo, "He resucitado y estoy siempre contigo," con quien he estado eternamente a través de la participación en tu divinidad. El que está sentado en la diestra suprema del Padre y canta: "Tu mano descansa sobre mí," y nosotros, sobre la tierra, honramos, nos maravillamos, amamos el esplendor de un hombre cuyo cuerpo es como el nuestro. "Tu sabiduría se ha hecho maravillosa."

Era también en Pascua, y tal vez en torno al introito, donde se tejió el primer drama litúrgico, el Quem quaeritis ("¿A quién buscáis?").

Los dos elementos poéticos más importantes de la liturgia carolingia y postcarolingia fueron los himnos del oficio y las secuencias. Originariamente, sólo el oficio monástico incluía himnos, pero en la medida en que crecieron en número iban a ser generalmente adoptados por el oficio secular. Estos y otros textos imbuían la liturgia con un equilibrio innovador entre los cánticos bíblicos y las creaciones de la Iglesia, precisamente las que el monobiblismo de Agobardo deseaba excluir. Estos géneros literarios de reciente desarrollo en el corazón de la oración de la Iglesia produjeron varias obras maestras que iban a tener una influencia espiritual duradera. Para mencionar sólo unas pocas, estaba el himno Veni Creator, tal vez de Rábano Mauro, donde la confesión de fe en el Filioque está acompañada de una connotación originalmente polémica que los siglos han mitigado; la secuencia Victimae paschali laudes, del capellán imperial Wipo del siglo XI; o el gran clamor (clamor) a la Madre de Dios, Salve Regina, compuesto en la Aquitania del siglo XI, posiblemente en el santuario mariano de Le Puy, aunque aquí no estamos lejos de la evolución espiritual del período siguiente.

 

Espiritualidad Litúrgica y Piedad Sacramental en el Siglo XII.

Uno de los más grandes historiadores de la piedad medieval, el benedictino André Wilmart, pensaba que un texto espiritual de mediados del siglo XI estaba mucho más cerca de una obra patrística escrita muchos siglos antes que de algo escrito sólo pocas décadas después. En efecto, el final del siglo XI fue testigo de cambios profundos en la espiritualidad respecto de la interiorización de la oración, una aproximación a la humanidad de Cristo y la piedad mariana. Observaciones similares pueden hacerse sobre la teología y el derecho canónico del siglo XII enseñados en las escuelas. Incluso si la liturgia misma cambió muy poco en ese tiempo, el encuentro de diversas espiritualidades litúrgicas produjo nuevos factores que modificarían significativamente las prácticas sacramentales en la segunda mitad del siglo XII.

El conflicto entre Bernardo de Claraval y la abadía de Cluny es muy característico del período, si uno considera su personalidad y estatura, y el hecho de que no reconocía el valor espiritual auténtico de Cluny y de su liturgia. La significación de Cluny en la historia de la espiritualidad litúrgica se encuentra menos en los desarrollos que sufrió su oración litúrgica en el siglo XI que en la manera como elementos tangibles fueron integrados en la práctica cúltica que rendía a Dios. El uso cluniacense indicaba el grado de solemnidad de los días de fiesta (albas, capas, carillones). Lo mismo valía para Saint-Denis, donde el abad Suger usaba los objetos más preciosos para honrar el libro de los Evangelios o la sagrada eucaristía, todo lo cual simplemente continúa la espiritualidad litúrgica carolingia. Además, en la época en que introdujo el arte gótico con su iluminación del espacio litúrgico a través de vitrales, Suger proporcionaba una interpretación sacada de las obras teológicas de Pseudo-Dionisio, quien fue intencionalmente enterrado en la iglesia que estaba reconstruyendo en ese momento. Bernardo, nutrido por Orígenes, luchó en Claraval y en otras partes contra la continuación contemporánea de esta clase de espiritualidad tradicional de la liturgia, en favor de otra marcada por una interioridad, anticipada (aunque de una manera totalmente diferente) por el teólogo parisino Pedro Abelardo. En la liturgia cisterciense, que en algunas formas es mucho más cercana a la de Cluny de lo que las disputas emprendidas por Bernardo harían creer, el rango de los días festivos no se manifestaba por la solemnidad exterior sino en el número de lecciones, la celebración excepcional de dos misas conventuales y sobre todo por la predicación. En Cíteaux y Claraval era la fiesta con sermones lo que correspondía al repique de campanas de Cluny. El itinerario espiritual de Bernardo parece haberlo conducido a una exclusión sistemática de todo arte humano — que en Cluny contribuía a la gloria de Dios-, como peligroso para la búsqueda de Dios.

A juzgar por el tratamiento escueto de la eucaristía en sus escritos, parecería que también aquí la espiritualidad de Bernardo estuvo marcada por esta especie de interiorización origenista. Esto, sin embargo, no impidió a los cistercienses tomar el liderazgo durante el último cuarto del siglo XII en el movimiento de la piedad eucarística, algo que de hecho sí coincidía con la devoción de Bernardo y sus contemporáneos a la humanidad y a los sufrimientos de Cristo. Es importante observar aquí que el nuevo acento en la devoción a Cristo — y en cierta medida a María — tuvo poco efecto concreto en las formas litúrgicas pero influyó profundamente en la manera en que fueron vividas, por ejemplo, en la piedad de la Navidad, en la Semana Santa y en la devoción eucarística. Pero la última evolución es atribuible también a otras causas, que ahora serán examinadas.

A mediados del siglo XI, la teología eucarística latina fue afectada considerablemente por las enseñanzas de Berengario, canónigo y maestro general de San Martín de Tours. A través de una interpretación dialéctica de citas de Agustín que había recopilado, Berengario atacó la comprensión tradicional de la eucaristía y forzó a los pensadores teológicos a hacer una opción entre simbolismo y realismo. Los dos habían sido ligados entre sí por los teólogos anteriores a él y por los Padres. Aunque las citas agustinianas de Berengario jugaron un papel importante en la reflexión de mediados del siglo XII que llevó a una articulación teológica de la noción de sacramento y a la lista de los siete sacramentos, la reacción contra la doctrina de Berengario por los teólogos y el papado fue violenta y se expresó en una forma ultrarealista. Berengario tuvo que admitir que el cuerpo y la sangre verdaderos de Cristo están presentes sobre el altar después de la consagración, que el cuerpo de Cristo es roto por las manos del sacerdote y masticado por los dientes de los comulgantes. Esta misma doctrina parece implicada en los numerosos milagros eucarísticos de esta época, en los cuales aparecía un pedazo de carne o corría sangre. Esta doctrina, lo mismo que el término "transubstanciación" (cuyo uso comenzó a mediados del siglo XII), tuvo a su vez que ser reinterpretada por los teólogos escolásticos, quienes hacían una distinción entre la presencia eucarística substancial y los accidentes del pan y del vino. Pero la devoción a Cristo jugaba indudablemente en el desarrollo del culto eucarístico un papel más fuerte que el debate teológico. La piedad eucarística se dirigía a Jesús en la cruz, en tanto la teología eucarística se concentraba en la consagración y en la presencia de Cristo en la eucaristía, más bien que en el memorial de su pasión.

La intensa percepción religiosa de la sacralidad de la eucaristía, que mientras tanto se estaba desarrollando en el culto de la presencia real, llevó también a una conciencia creciente de los requisitos para recibir la comunión. Fue cerca del siglo XII cuando desapareció la comunión del cáliz. (excepto por el sacerdote), mayormente por temor a derramar la preciosa sangre. La comunión bautismal de los niños también fue abandonada en esta época, ya que también era hecha con el vino. Hasta este período, la práctica parecía haber sido mandada por la enseñanza de Juan de que la comunión era necesaria para la salvación (Jn 6:53) Hacia el siglo XII tomó la delantera la réplica paulina del autoexámen antes de comulgar (1 Co 11:28). La teología y la práctica pastoral iniciaron los pasos hacia una nueva configuración de la práctica sacramental, codificada por el canon 21 del cuarto concilio de Letrán. Los niños que eran bautizados en seguida del nacimiento (incluso el día del nacimiento) debían ahora esperar los años de la discreción, el tiempo en que serían capaces de confesarse, para recibir la comunión.

El siglo XII atribuyó al menos tanta importancia a la confesión cuanto a la devoción eucarística. El modo de la penitencia (prescrito oficialmente por el cuarto concilio de Letrán) difería de la confesión "tarifaria" precedente sólo en el abandono de los catálogos de penitencias, siendo en adelante hecha su determinación por el sacerdote. De ahora en adelante, fue subrayada mucho más la primacía de la contrición interior. Los cristianos de esta época iban a confesarse más frecuentemente que a comulgar, y este énfasis puesto en el sacramento de la penitencia reemplazó en cierto sentido parte de la espiritualidad bautismal de la antigüedad cristiana.

 

 

10. Icono y Arte.

Leonid Ouspensky.

Una de las características que distinguen a la ortodoxia oriental de otras confesiones cristianas es la actitud hacia los iconos o imágenes sagradas. En la tradición ortodoxa, los iconos son esenciales e irreemplazables. No sólo adornan la iglesia e ilustran los escritos sagrados; son también una condición necesaria para la plenitud de la adoración.

Esto significa que el icono no es meramente la expresión de una esfera autónoma de la actividad creadora humana que la Iglesia usa por casualidad de un modo accesorio. Más bien, el icono pertenece al esse o ser esencial de la Iglesia; es una parte vital de aquel orden general de la actividad humana dentro de la Iglesia que sirve para expresar la revelación divina. "La Iglesia habla muchas lenguas; cada una de ellas, sin embargo, es la lengua de la Iglesia sólo en cuanto se corresponde con las otras auténticas expresiones de la fe cristiana." A través de su contenido y significado, por lo tanto, el icono transmite la misma verdad que es expresada por otros elementos esenciales de la vida y la fe de la Iglesia, incluyendo la Sagrada Escritura.

Como elemento necesario del culto, el icono es esencialmente una forma de arte litúrgica. Consecuentemente, la enseñanza de la Iglesia respecto de los iconos los sitúa dentro del contexto total de la obra divina y los ve como relacionados ontológicamente con el contenido entero de la enseñanza ortodoxa. Esto significa que una evaluación estética de una representación iconográfica particular debe estar basada en sus méritos tanto teológicos como artísticos. El valor último de un icono radica en su significación para la vida espiritual del adorador. Este solo hecho distingue el icono de cualquier otra forma de arte.

Contrariamente a la opinión prevaleciente, las imágenes sagradas han existido en la tradición ortodoxa desde el propio comienzo del cristianismo, como ha existido la teología que subyace a ellas. El séptimo concilio ecuménico (Nicea II, 787) proclamaba: "La tradición de hacer imágenes pintadas... existió ya en la época de la predicación apostólica, como sabemos que se da por doquiera desde la misma aparición de iglesias cristianas. Los santos Padres lo atestiguan, y los historiadores, cuyos escritos han sido preservados hasta nuestros tiempos, lo confirman." Al hacer esta afirmación, la Iglesia ortodoxa fue guiada no tanto por documentos y evidencias materiales que servían meramente como confirmación externa, cuanto por el propio fundamento de la fe de la Iglesia, esto es, por el contenido y el significado de la revelación cristiana. Como una expresión de la propia esencia del cristianismo, la imagen sagrada es sobre todo un testigo incontrovertible de la encarnación. Cuando Dios se hizo humano, la imagen de Dios apareció en el mundo creado. Puesto que el icono testifica que los arquetipos del Antiguo Testamento han sido cumplidos en la persona del Hijo de Dios encarnado, no está más sujeto a las prohibiciones del Antiguo Testamento contra las imágenes creadas, sea de Dios, sea de seres humanos. La prohibición del segundo mandamiento ha sido abolida pues, en la persona del Hijo, Dios se ha hecho visible y así representable en forma gráfica.

La representación iconográfica primordial dibuja la tradición de la imagen "no-hecha-por-las-manos" (en griego, ajeiropóietos): una imagen que, según la leyenda, fue enviada por el mismo Cristo al rey Abgaro de Edesa y era celebrada el 16 de agosto en los himnos litúrgicos al Salvador. Son de importancia casi igual en la memoria viva de la Iglesia las tradiciones referentes a los iconos de la Theotokos, la Madre de Dios, pintada por el evangelista Lucas (ver, por ejemplo, la celebración litúrgica del icono de la Theotokos de Vladimir, el 21 de mayo). Estas dos figuras, el Hijo de Dios encarnado y su Santa Madre, la Siempre-Virgen María, manifiestan la propia esencia de la obra divina y de la revelación cristiana. Según las fórmulas lapidarias de los Padres de la Iglesia, "Dios se hizo hombre de tal modo que el hombre pudiera llegar a ser dios," esto es, de tal modo que la humanidad pudiera participar en la plenitud de la vida eterna y divina. Estos dos iconos prototípicos atestiguan la encarnación del Hijo divino en la persona de Jesucristo y la "deificación" de la humanidad en la persona de la Madre de Dios. A través de ellos, podemos llegar a comprender todo el programa del arte de la Iglesia en la forma de imágenes sagradas. Por esta razón las tradiciones de la Iglesia relativas a estos dos iconos — por más que hayan podido crecer por demás con elementos legendarios — fueron incorporadas al tejido viviente del culto ortodoxo.

 

Una nueva cosmovisión.

El cambio radical traído al mundo por el cristianismo introdujo una transformación radical en la visión del mundo, una verdadera regeneración de la conciencia y del pensamiento respecto del destino humano y de la obra humana creadora. Esta regeneración fue expresada ante todo en una nueva actitud hacia la materia y, específicamente, hacia el cuerpo humano. A diferencia de los cultos paganos de la carne, por un lado, y el desprecio del cuerpo, por el otro, el cristianismo rehusó "desmaterializar" la materia. Por el contrario, afirmó la transfiguración real de la naturaleza humana y la salvación del cuerpo a través de la resurrección material. La materia llega a ser un vehículo de la salvación y adquiere así una significación decisiva. En las palabras de Juan Damasceno: "No adoro la materia. Adoro al Creador de la materia, que se hizo materia por mi causa, que quiso tener su morada en la materia y que a través de la materia obró mi salvación." Esta cualidad salvífica de la materia adquiere expresión en el arte sacro de la Iglesia.

Desde el comienzo mismo, la Iglesia estuvo comprometida en una lucha contra la idolatría, y simultáneamente se esforzó en eliminar aquellos elementos de la cultura pagana que amenazaban la cosmovisión cristiana. Con el fin de crear su propio lenguaje en imágenes, la Iglesia tuvo que purificar las formas de arte existentes de todo lo que era ambiguo, sensual o ilusorio. Desde los primeros siglos luchó contra las tendencias en el arte que amenazaban, en las palabras de Clemente de Alejandría, con "fascinar y engañar" al presentarse a sí mismas como expresiones de la verdad (Protréptico 4). Esto requería un proceso de selección: sólo aquellas formas gráficas que permitían la manifestación y afirmación de la revelación cristiana debían mantenerse y ser incorporadas en el nuevo lenguaje del arte cristiano. El elemento dominante en este proceso no fue la influencia del paganismo sobre el cristianismo, como se ha sostenido ampliamente, sino la cristianización y "eclesialización" de las costumbres y formas de arte paganas. Es impropio, por lo mismo, hablar de una "orientación pagana" del arte cristiano temprano.

Formas y medios de expresión tomados prestados eran llenados con un nuevo contenido, y este nuevo contenido, a su vez, cambiaba las formas.

 

El arte cristiano, al estar en gran medida en continuidad con la antigüedad griega... planteó por sí mismo, no obstante, y desde los mismos primeros siglos de su existencia, una serie de problemas independientes... De ninguna manera puede ser descrito como "antigüedad cristiana..." Los nuevos temas del arte cristiano temprano no son meramente un factor externo. Reflejan una nueva cosmovisión, una nueva religión, esencialmente una nueva comprensión de la realidad. Por eso estos nuevos temas no podrían ser revestidos de las formas clásicas antiguas... Todos los esfuerzos creativos de los artistas cristianos estaban dirigidos a elaborar este nuevo estilo.

 

Este nuevo arte adquirió primeramente sus rasgos básicos en las pinturas de las catacumbas. Para expresar la nueva cosmovisión, los artistas de las catacumbas emplearon el lenguaje artístico habitual de su tiempo. Este lenguaje adquirió, no obstante, un significado diferente. El foco no estuvo ya sobre la belleza relativa del mundo precristiano sino sobre la belleza divina manifestada en la creación y particularmente en la encarnación. La belleza misma fue contemplada no ya en el aspecto efímero de la existencia creatural sino más bien en la transfiguración futura de la criatura y de la creación. En la iconografía cristiana se mantiene el sentido del ritmo y de la armonía. El objetivo del artista, sin embargo, no es el de su contraparte pagana. Mientras que el arte de la antigüedad reproducía lo externo lo más cercanamente posible, en la iconografía cristiana son precisamente estos aspectos ilusorios — en la representación del espacio, del cuerpo humano y de los objetos — los que son abandonados. Luz y sombreado, perspectiva óptica y otras marcas de un mundo pasajero, tridimensional, simplemente desaparecen.

Por supuesto, no se creó inmediatamente un lenguaje artístico adecuado para la expresión de la fe, como tampoco se encontró en el comienzo mismo de la existencia de la Iglesia un lenguaje teológico adecuado. Por lo demás, las condiciones de la vida cristiana antigua y la existencia de tendencias iconoclastas tempranas difícilmente eran propicias para una amplia diseminación de las imágenes sagradas. Consecuentemente, encontramos un uso abundante de símbolos en los primeros siglos del cristianismo. Sin embargo, ya en las catacumbas aparecen escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento que datan de los primeros siglos de esta era. Además, existen testimonios escritos de la existencia de iconos y de su veneración incluso en los tiempos apostólicos. Uno de tales testimonios es un escrito apócrifo del siglo II, los Hechos de Juan, que habla de la veneración del icono de Juan el Evangelista por uno de sus discípulos durante la vida del apóstol. Está también el testimonio de Eusebio de Cesárea, quien describe una estatua de Cristo, erigida por la mujer hemorroisa del episodio evangélico. Añadía Eusebio: "Los rasgos de sus apóstoles Pablo y Pedro, y en realidad del mismo Cristo, han sido preservados en retratos en color que yo he examinado." A pesar de la rareza de estas imágenes, con todo, hacia el año 330, cuando fue fundada Constantinopla, el arte cristiano tenía ya una larga historia tanto en Roma como en la parte oriental del imperio.

En el siglo IV cambió la situación de la Iglesia. Bajo el emperador Constantino, se dio a la Iglesia la oportunidad de predicar libremente su fe con palabras y con imágenes. Como resultado, Constantinopla llegó a ser el centro artístico del imperio bizantino. Hasta esa época los cristianos habían considerado que los mártires eran los verdaderos pilares de la Iglesia. Después de Constantino, los Padres y maestros, lo mismo que los monjes ascetas, llegaron a ser los héroes reconocidos del cristianismo. Ésta fue la época de los grandes Padres de la Iglesia: Basilio el Grande, Gregorio el Teólogo, Juan Crisóstomo, Atanasio, Cirilo de Alejandría y otros.

La experiencia de los santos ascetas y sus escritos llegaron a ser conocidos a través de todo el mundo cristiano. La enseñanza de la Iglesia y la vivida experiencia espiritual de los santos Padres y ascetas llegaron así a ser la fuente primordial que alimentó el arte de la Iglesia, proporcionando dirección e inspiración. Por un lado, el arte se enfrentaba con la tarea de transmitir las verdades que en ese tiempo estaban siendo formuladas como dogmas. Por el otro, manifestaba la experiencia vivida y concreta de aquellas verdades en la forma de un cristianismo viviente en que el dogma y la fe se expresan mutuamente. En este período, como en el anterior, el papel principal de la imagen fue el de dar testimonio de la realidad y de la relevancia viva de la revelación cristiana.

A medida que se desarrollaba el pensamiento teológico, muchos Padres de la Iglesia basaban sus argumentos en las imágenes sagradas. Evaluaban el arte de la Iglesia no desde el punto de vista de su valor artístico o estético; más bien, lo veían como un medio de predicar con mayor poder de persuasión. Los santos Padres enfatizaban repetidamente, al referirse a los dos medios básicos de adquirir el conocimiento, el ver y el oír, que lo que la palabra es al oír, es la imagen al ver.

A medida que crecía el número de los convertidos, se necesitaban iglesias más espaciosas, tal como hubo un cambio en la manera de predicar. Los símbolos de los primeros siglos llenaban los requisitos de un pequeño número de iniciados que entendían claramente su contenido y significado. Para la masa de neófitos de los siglos IV y V, sin embargo, tales símbolos no eran tan fácilmente comprensibles. Se hacía necesaria una expresión visual más clara y más concreta. La Iglesia no sólo enseñaba por medio de las imágenes; también se apoyaba en ellas en la lucha contra las herejías. La respuesta de la Iglesia a la falsa enseñanza era la enseñanza ortodoxa sobre el culto y las imágenes. Detalles iconográficos y programas enteros de pinturas murales reflejaban la oposición de la enseñanza de la Iglesia a los errores doctrinales. Esta necesidad llevó, en los siglos IV y V, a la aparición de grandes frescos monumentales que representaban ciclos históricos enteros de los sucesos del Antiguo y Nuevo Testamento. Muchas iglesias construidas en Palestina en los sitios de los episodios principales del Evangelio fueron adornadas con mosaicos. Algunos de éstos datan de la época de Constantino; otros, de siglos posteriores. Hacia los siglos V y VI sus temas estaban básicamente definidos, y los encontramos reproducidos en las famosas ampollas de Monza y Bobbio. Las escenas allí pintadas representan una iconografía ya establecida, que encontramos también en los iconos festivos ortodoxos.

 

Los primeras definiciones doctrinales sobre los iconos.

La verdad revelada era experimentada concreta y directamente por los primeros cristianos, sin ser definida teóricamente. Las definiciones dogmáticas eran producidas por la Iglesia en respuesta a los requerimientos de las crisis históricas, como una respuesta a las herejías o falsas enseñanzas, o para corregir oscuridades verbales en la Escritura. Lo mismo vale para las definiciones relativas a las imágenes.

La primera referencia teológica formal al dogma de la encarnación que comprueba el uso de las imágenes se encuentra en un decreto del sexto concilio ecuménico (Trullanum, 692). El mismo concilio, respondiendo a una necesidad práctica, definió por primera vez la noción y el carácter fundamentales de las santas imágenes. En esa época había terminado la lucha dogmática de la Iglesia por la verdadera confesión de las dos naturalezas de Cristo, su divinidad y su humanidad. La fórmula referente a las sagradas imágenes era justificada con la siguiente explicación conciliar: "Algunos restos de la inmadurez pagana y judía han sido mezclados con el trigo maduro de la verdad." En otras palabras, el arte sacro del siglo VII usaba, junto con la representación directa, los símbolos del Antiguo Testamento para reemplazar la imagen humana de Cristo. Mientras el trigo no estaba todavía maduro, la existencia de símbolos era necesaria, porque favorecían la maduración, pero con la aparición del "trigo maduro de la verdad" su papel dejó de ser constructivo.

El concilio estaba preocupado principalmente con el símbolo del cordero. El cordero inmaculado del Antiguo Testamento no sólo prefiguraba a Cristo; era un símbolo básico que expresaba la función principal de Cristo como sacrificio expiatorio. El texto del canon 82 del concilio dice lo siguiente:

 

Decretamos que en adelante Cristo, nuestro Dios, el Cordero que quitó el pecado del mundo, sea representado en su forma humana y no en la forma del antiguo cordero, de tal modo que la humillación de Dios la Palabra sea comprendida, su vida en la carne recordada, lo mismo que su pasión, su muerte salvífica y, así, la redención del mundo.

 

De esta manera, la verdad no está sólo revelada por la Palabra, sino que es mostrada también por la imagen ("Yo soy la Verdad ...", Jn 14:6) Por cuanto la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, la imagen debe mostrar directa, y no simbólicamente, lo que apareció en la tierra en el tiempo, llegando por ello a ser visible, representable y descriptible.

Pero el concilio fue más allá. "De esta manera, habiendo saludado estas figuras y sombras antiguas como símbolos de la verdad transmitida a la Iglesia, preferimos hoy la gracia y la verdad mismas como cumplimiento de la ley." El concilio ordenaba que los símbolos del Antiguo Testamento y de los primeros siglos del cristianismo fueran reemplazados por la representación directa de la verdad que prefiguraban y llamaba a un develamiento de su significado. El simbolismo iconográfico no es excluido enteramente, sino que es colocado en el trasfondo. El lenguaje artístico del icono debe por sí mismo hacerse simbólico. La tarea del arte sagrado, que existía desde los mismos primeros tiempos del cristianismo, es formulado aquí en términos concretos. La pintura del icono no tiene que ver sólo con el tema de la imagen — por cuanto el mismo tema puede ser expresado también por otros medios — sino también con la manera, el modo en que es representado. La realidad histórica del tema revela la verdad espiritual y escatológica. Al exigir que "la humillación de Dios la Palabra" fuera discernible en la imagen, el canon 82 ofrece un fundamento teórico de lo que llamamos el canon iconográfico.

Si la "inmadurez judía" consistía en la adherencia a los símbolos bíblicos en lugar de la imagen humana, la "inmadurez pagana" se expresaba a sí misma en los vestigios de una forma de arte que la Iglesia había combatido desde el propio comienzo pero que influenciaba todavía el arte sacro.

El texto del canon 100 del concilio quinisexto dice así:

 

"Deja que tus ojos miren hacia adelante; guarda tu corazón con toda vigilancia" (Pr 4:25), reclama la Sabiduría. Pues las sensaciones corporales entran fácilmente en el alma. Ordenamos por lo tanto que las representaciones engañosas que corrompen la inteligencia excitando placeres vergonzosos, sean éstas pinturas sobre tablas u otros objetos similares, no deben ser usadas de ninguna manera, y que cualquiera que intente hacer tales objetos sea excomulgado.

 

El Iconoclasticismo y el Triunfo de la Ortodoxia.

El desarrollo del arte cristiano fue retardado más de un siglo por el movimiento iconoclasta de los siglos VIII y IX (hubo dos períodos iconoclastas: 730-787 y 813-843). Los iconoclastas no eran enemigos del arte; por el contrario, lo promovían. Perseguían sólo las imágenes culturales, las de Cristo, de la Madre de Dios y de los santos. Durante el tiempo de la controversia iconoclasta, era destruido todo lo que podía ser destruido. La preocupación de los iconoclastas, no era sólo con los iconos como tales sino también con la confesión ortodoxa de la encarnación divina. La controversia era esencialmente dogmática e implicó el corazón mismo de la teología. La herejía iconoclasta, como ha mostrado G. Florovsky, estaba enraizada en un espiritualismo helenístico persistente, representado por Orígenes y los neoplatónicos. Era un retorno al helenismo precristiano o, más precisamente, a la separación griega del espíritu y de la materia. En tal sistema, la imagen es comprendida como un obstáculo para la oración y para la vida espiritual, no sólo porque está hecha de "materia cruda" sino también porque representa el cuerpo humano, que en sí mismo es sustancialmente materia. En otras palabras, el iconoclasticismo significaba una negación del testimonio del Evangelio y de la realidad de la encarnación.

El primer período iconoclasta terminó con el séptimo concilio ecuménico (787), que selló la fe de la Iglesia en el dogma de la veneración de los iconos. Este concilio concluyó el período de los concilios ecuménicos con sus enseñanzas mayores sobre la Santa Trinidad y la encarnación divina. Pero el séptimo concilio se volvió también hacia el futuro. La controversia iconoclasta movió a la Iglesia a establecer la base cristológica de la imagen, lo que llevó a una clarificación y purificación del lenguaje del arte sagrado. La Iglesia, en su lucha con el iconoclasticismo, como en la superación de las otras herejías, encontró formas adecuadas para expresar en imágenes la teología del Evangelio.

El horos o definición, del séptimo concilio afirmaba antes que nada la conformidad del icono con la enseñanza del Evangelio, "ya que las cosas que se presuponen una a la otra son mutuamente reveladoras." El mismo testimonio es expresado de dos formas, verbal y pictórica. Cada una presenta la misma revelación a la luz de la misma santa tradición de la Iglesia. En la encarnación, tanto la Palabra como la imagen del Padre son reveladas al mundo en la única persona divina de Jesucristo. El Evangelio y el icono juntos constituyen una unidad de expresión verbal y pictórica de la revelación divina.8 El concilio decretaba también que el libro de los Evangelios y la santa cruz, que atestiguan la cooperación y unión de la acción divino-humana, son los objetos apropiados de una veneración idéntica.

La definición dogmática del concilio dice así: "El honor rendido a la imagen pasa a su prototipo, y la persona que venera un icono venera a la persona (hypóstasis) representada en él." (NPNF 14:549 y ss.). El icono de Cristo representa a la persona divina según la naturaleza humana que asumiera de su Madre. Este concepto de la persona como portadora de la divinidad y de la humanidad es la clave de la doctrina calcedonia y, por ello, de la teología de la imagen. La definición del séptimo concilio, en verdad, hacía una referencia explícita a Calcedonia. Es esencial, por lo tanto, que toda imagen, ya sea del Dios-hombre o de un santo, sea doctrinalmente auténtica. La imagen de una persona concreta, divina o humana, no puede, si es auténtica, ser reemplazada por un fenómeno natural ni por ninguna idea humana, por más elevada que sea. De esta manera, hay consistencia en la iconografía ortodoxa de los santos. Sólo a través de la comunión con una persona es posible participar de lo que esa persona significa.

La doctrina de la veneración de los iconos no es una doctrina de la veneración del arte. No se rinde veneración a las imágenes en general sino a la imagen de una persona, realizando con ello las palabras de Cristo: "El Reino de Dios está dentro de ustedes" (Le 17:21). En otras palabras, un icono es el Evangelio expresado en forma artística; es la planificación del Evangelio, al manifestar la participación de la naturaleza humana en la vida divina. Representa, por lo tanto, la realización de la fórmula patrística: "Dios se hizo hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios."

En el arte sacro ortodoxo, el tema principal es el ser humano. Ningún arte presta tanta atención a la persona humana, ni la eleva a tanta altura, como lo hace el icono. Toda cosa representada en un icono hace referencia a la humanidad. En la jerarquía de la existencia, la humanidad ocupa la posición suprema. Estamos en el centro de la creación, y el mundo circundante es representado como transformado por la santidad humana. El icono es una anticipación visual del reino escatológico de Cristo, la manifestación de la gloria de Cristo a la multitud: "Yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17:22).

Todas las controversias dogmáticas del pasado, tanto cristológicas como trinitarias, se ocuparon de la relación entre la divinidad y la humanidad, esto es, de la antropología cristiana. La conciencia católica de la Iglesia, por tanto, celebra la victoria sobre el iconoclasticismo como el triunfo de la ortodoxia; proclama al icono mismo como tal triunfo, en cuanto es el testimonio de la Iglesia de la verdad revelada. Es precisamente en el icono ortodoxo donde la antropología cristiana encuentra su expresión más vivida y directa. El icono, siendo una revelación de la verdad y de los frutos de la encarnación divina, expresa en la forma más plena y profunda la enseñanza cristiana sobre la relación de Dios con la vida humana y de la vida humana con el mundo. Y el triunfo de la ortodoxia, que cierra el segundo período de la disputa iconoclasta y es celebrado como la fiesta de la victoria del icono, marca también el triunfo final del dogma de la encarnación divina.

 

La Tradición inmutable y las formas mutables.

Puesto que la base cristológica de la imagen fue afirmada definitivamente por el séptimo concilio ecuménico, emergió después de ese concilio una tendencia definida y claramente consciente — basada en la experiencia espiritual previa y presente — a revelar el contenido y la esencia espiritual de la imagen. Así, el centro de gravedad se trasladaba desde el aspecto predominantemente cristológico del icono, acentuado durante el período anterior, hacia su contenido pneumatológico, que encontraba su expresión en la liturgia del triunfo de la ortodoxia.

En el siglo X, un reavivamiento de la vida espiritual en la ortodoxia alcanzaría su cima con Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022). Junto con el reavivamiento espiritual llegaba un florecimiento del arte sacro. Durante aquel período se realizó en toda su plenitud la función original del arte de la Iglesia: se formó el lenguaje clásico del icono ortodoxo, que expresaba visualmente — en la medida en que es posible por medios humanos — la verdad de la revelación cristiana. El lenguaje artístico alcanzaba la forma que transmite más plenamente la experiencia espiritual de la ortodoxia. La imagen alcanzó, desde ese período, la más alta precisión, claridad y forma. El arte se fundía inseparablemente con la realidad de la experiencia espiritual. La forma fue concebida y realizada como la transmisión más convincente y lúcida del contenido. Al fijar la atención del creyente en el prototipo, el icono lo ayuda en el proceso interior de llegar a ser como el prototipo. El lenguaje artístico del arte ortodoxo es cambiante, puesto que sus formas son las de la experiencia viva y por lo tanto varían con el tiempo, e inmutable, ya que la experiencia espiritual misma es esencialmente inalterable.

En el período posticonoclasta, nuevos grupos de gente entraron en la Iglesia, la mayoría de los cuales eran de origen eslavo. Cada nación aceptaba la tradición cristiana como un todo, con su pasado, su presente y su futuro. Para los nuevos convertidos, las herejías de Nestorio, de Eutico o de los iconoclastas no eran problemas extraños, sino que representaban una distorsión de su propia fe y de su propia vida.

Los pueblos recientemente convertidos heredaban el lenguaje ya formado del arte sagrado, junto con su fundamento teológico. Sobre esta base, cada pueblo desarrollaba su propio lenguaje artístico original. Esta expresión de originalidad era favorecida por el hecho de que en la Iglesia, ortodoxa la unidad de la fe no sólo no excluye la diversidad en las formas de culto y en otras expresiones de la vida de la Iglesia sino que -todo lo contrario- requiere tal diversidad. Éste es el motivo por el cual la fe debe renovarse constantemente a través de la experiencia original y creativa de la tradición. Cada nación que entraba en la Iglesia traía sus propias peculiaridades nacionales y crecía de acuerdo con su propio carácter, en santidad así como en su manifestación externa y artística. El arte sacro no era recibido pasiva sino creativamente, y por lo tanto se combinaba con las tradiciones artísticas locales. Tanto la santidad como la sagrada imagen adquirían un colorido y una forma nacionales como frutos de la experiencia viva. En la medida en que emergían formas específicas de santidad rusa, serbia y búlgara, surgían así correspondientemente tipos específicos de iconos.

El contenido del icono y su significación para la ortodoxia aclaran por qué la Iglesia se sintió obligada a defender el icono a través de una lucha intensa por más de un siglo durante el período iconoclasta. Para la ortodoxia, el contenido del icono ofrece una guía espiritual auténtica en la senda de la vida cristiana, particularmente en la oración. A través del icono, un creyente entra en comunión con Cristo o con el santo representado. El icono da testimonio, como un elemento esencial del culto y como arte litúrgico genuino, de la unidad de la Iglesia terrestre y celestial, una unidad realizada en y a través del culto ortodoxo.

El orden del icono y su papel y composición crecieron de la experiencia litúrgica de la Iglesia, como lo hicieron otras formas de arte sagrado. Confronta la experiencia universal de la Iglesia con la conciencia y la experiencia individual del artista y la visión particular del artista. Los iconos no son meramente el fruto de una concepción del artista, ni son la propia invención del artista. El artista no los crea en una explosión de inspiración, por más elevada que sea. Son creados de acuerdo con (y como una expresión de) la tradición inmutable de la Iglesia universal. El carácter del lenguaje artístico de la Iglesia está determinado por la norma desarrollada por la conciencia católica de la Iglesia. Ha llegado a ser habitual referirse a tal norma como el "canon" iconográfico. En el arte, como en otras esferas de la vida y de la obra de la Iglesia, el canon es un medio por el cual la Iglesia guía a la humanidad en el camino a la salvación. Es dentro del canon, y sólo dentro del canon, donde la tradición iconográfica realiza su función como lenguaje artístico de la Iglesia. Por lo tanto, cualquier icono "canónico," sin considerar su mérito artístico, refleja el contenido del único testimonio de fe y vida espiritual en la ortodoxia, su verdadero "orden." Este "orden del icono" tiene como objetivo hacer de los seres humanos partícipes de la revelación cristiana, revelando en formas visuales la esencia de la revolución traída por el cristianismo. El "orden" fue desarrollado a través del esfuerzo ascético, la oración, la abnegación y la contemplación por generaciones de pintores de iconos. Sólo una experiencia vivida y personal de la revelación puede capacitar a uno para encontrar las palabras, las formas y los colores que correspondan verdaderamente a lo que ellos buscan expresar en las imágenes sagradas. Esta correspondencia es expresada por el orden entero del icono. De ahí el desarrollo de un "estilo" definido del icono canónico; de ahí también la selección de materiales usados al crear el icono.

El icono participa, como lenguaje artístico de la Iglesia, en todo el complejo de nuestras ofrendas a Dios a través de los cuales es realizado el destino humano: el destino — en realidad, la vocación — a santificar y transfigurar el mundo, a sanar la materia corrupta por el pecado y a transformar todas las cosas en un medio de eterna comunión con Dios.

 

 

11. Formas de Oración y Contemplación

I. Oriente.

Kallistos Ware.

 

El viaje espiritual: un mapa panorámico.

"La cosa principal es permanecer delante de Dios con el intelecto en el corazón, y continuar permaneciendo sin cesar delante de él día y noche, hasta el fin de la vida." Estas palabras son de un obispo ruso del siglo XIX, Teófano el Recluso (1815-1894), pero reflejan exactamente la comprensión de la oración que se encuentra también en los escritores griegos y sirios de los primeros once siglos. Tres puntos de importancia básica sobresalen en la afirmación del obispo Teófano. Primero, orar es permanecer delante de Dios, no necesariamente para pedir cosas ni siquiera para hablar con palabras, sino para entrar en una relación personal con Dios, un encuentro "cara a cara," que en su mayor profundidad no se expresa con palabras, sino con el silencio. Segundo, es permanecer en el corazón, en el centro profundo de la persona, en el punto donde la humanidad creada está directamente abierta al amor increado. Es significativo que Teófano evite hacer cualquier contraste agudo entre la cabeza y el corazón, ya que nos indica permanecer con el "intelecto" o "mente" en el corazón, ambos deben estar unidos. Tercero, esta actitud o relación de "permanecer" debe ser continua, "sin cesar día y noche, hasta el fin de la vida." La oración debe ser no meramente una actividad entre otras sino la actividad de nuestra existencia entera, una dimensión presente en toda otra cosa que emprendamos: "Oren constantemente" (1 Ts 5:17). Debe constituir no tanto algo que hacemos de tiempo en tiempo cuanto algo que somos todo el tiempo.

Puesto que la oración es un encuentro directo entre personas vivas, no puede estar restringida dentro de reglas precisas. Por respeto a esta libertad, por lo tanto, muchos escritores cristianos orientales no ofrecen teorías abstractas sobre la oración y la contemplación, ni definiciones exactas, ni un mapa de las diferentes etapas en el camino espiritual. Esta aproximación no-sistemática, existencial, se encuentra notablemente en los Apophthegmata o Dichos de los Padres del desierto (Egipto, siglos IV-V) Éstos son textos que hablan en el lenguaje de la experiencia directa, no de una especulación racional. El consejo es simple y directo: "Abba Macario fue preguntado: "¿Cómo debemos orar?" El anciano dijo: "No es necesario usar un montón de palabras; sólo extiende las manos y di: Señor, como tú quieres y como tú conoces mejor, ten misericordia. Y, si el conflicto aumenta más violentamente, di: ¡Señor, socorro! Él conoce muy bien lo que necesitamos y nos muestra su misericordia.""2 Se conocen "iconos" verbales de la persona humana en oración, pero usualmente no hay un intento de explicar las cosas en términos argumentados y abstractos:

 

"Un hermano vino a la celda de Abba Arsenio en Scetis. Al mirar a través de la ventana, vio al anciano enteramente parecido a una llama; el hermano, en efecto, fue digno de ver esto. Cuando golpeó, el anciano salió y vio al hermano confundido y le dijo: ¿Has estado golpeando por largo rato? ¿No viste nada aquí, no es verdad? El otro respondió: No. De esa manera habló con él y lo despidió.

También decían esto de él, que el sábado de tarde, preparándose para la gloria del domingo, solía dar la espalda al sol poniente y extender las manos hacia el cielo en oración; y que así continuaba hasta que el sol saliente brillaba en su semblante. Entonces se sentaba."

 

Hay aquí una reticencia explícita ante el misterio de la oración viviente. Qué es lo que precisamente estaba implicado en la transfiguración corporal de Arsenio, qué contemplaba en las largas horas de la soledad nocturna, de esto nada explícito se dice.

Pero hay otras fuentes que, si bien no descuidan de ninguna manera el elemento de la experiencia personal, también hablan de la oración de una manera más sistemática. Se hace a menudo una distinción entre dos etapas básicas en el camino espiritual: la vida activa (praxis, praktiké) y la vida contemplativa (theoría) Ésta es una distinción que ya se encuentra en Clemente de Alejandría (ca. 150-ca. 215) y en Orígenes (ca. 185-ca. 254), donde Marta es interpretada como el símbolo de la vida activa y María el de la contemplativa (cf. Lc 10:36-42). El uso antiguo de estos dos términos es algo diferente del que se encuentra comúnmente hoy día. En el uso católico occidental moderno y especialmente romano, la vida activa denota normalmente a los miembros de las órdenes religiosas dedicados a la enseñanza, la predicación o tareas sociales, mientras que la vida contemplativa se refiere a religiosos tales como los cartujos, que viven en clausura. Pero en los autores patrísticos griegos los términos se aplican al desarrollo interior, no a situaciones externas: la vida activa significa el esfuerzo ascético para adquirir la virtud y dominar las pasiones, mientras que la vida contemplativa significa la visión de Dios. Así, según este segundo uso, la mayoría de los ermitaños y religiosos enclaustrados están todavía luchando en la etapa activa, mientras que un doctor o un trabajador social, plenamente entregado al servicio exterior en el mundo, puede con todo al mismo tiempo buscar la vida contemplativa, si él o ella practica la oración interior y ha alcanzado el silencio del corazón.

La vida contemplativa, a su vez, puede subdividirse en la contemplación de Dios y la contemplación de la naturaleza, transformando así el doble modelo en un esquema de tres etapas: la vida activa (praktiké), la contemplación de la naturaleza o "contemplación natural." (physiké) y la contemplación en sentido estricto, la visión de Dios (theoría), llamada también theología, "teología," ognosis, "conocimiento" espiritual. Orígenes, usando este triple esquema, habla de "ética," "física" y "enóptica" o teología mística, y asocia cada etapa con un libro particular de la Biblia: la "ética" con Proverbios, la "física" con Eclesiastés, y la teología mística con el Cantar de los Cantares. El esquema es precisado por Evagrio Pontico (346-399) y usado por la mayoría de los autores subsecuentes en la tradición griega, especialmente por Máximo el Confesor (ca. 580-662).

Miremos más de cerca las tres etapas, mayormente según Evagrio: Praktiké. La vida activa empieza con el arrepentimiento (nietánoia), entendido no meramente como pesar por el pecado sino como "cambio de mentalidad" (que es el sentido literal del término griego), como una conversión radical, el concentrar nuestra vida en Dios. El aspirante espiritual se esfuerza en vencer, con la ayuda de la gracia de Dios, las pasiones profundamente enraizadas que distorsionan su naturaleza humana. En Evagrio y la mayoría de los escritores griegos el término "pasión." (pathos) significaba un impulso desordenado, como la envidia, la codicia, o la ira descontrolada, que domina violentamente el alma. De esta manera, las pasiones son vistas como no-naturales, intrínsecamente malas, una "enfermedad," y no parte de nuestra personalidad humana. Pero prevalece ocasionalmente una visión más positiva: Teodoreto de Ciro (ca. 393-466) consideraba las pasiones, incluyendo el instinto sexual, como impulsos puestos originalmente por Dios en la humanidad, esenciales a nuestra sobrevivencia y capaces de ser vueltos a fines buenos. No es la pasión como tal la que es pecaminosa sino su mal uso. En el período bizantino tardío, Gregorio Palamas (ca. 1296-1359) adoptaba una visión similar, insistiendo en que nuestra meta es la "redirección" de las pasiones, no su supresión o "mortificación"; hablaba incluso de "pasiones divinas y benditas."

El cristiano es llamado a luchar no sólo contra las pasiones sino también contra los "pensamientos" (logismoi), apenas emergen primeramente en la conciencia y mucho antes de que hayan resultado en acciones externas o echado raíz como pasiones. Evagrio daba una lista de los ocho malos "pensamientos" básicos que, después de ciertas modificaciones, llegó a ser el catálogo de los siete "pecados capitales" corriente en el Occidente medieval. La lista en Evagrio es: gula, codicia, avaricia, melancolía (lypi), ira, desesperación o negligencia ("acedía," akedía), vanagloria y orgullo. El aspirante, vigilando sobre su corazón, creciendo en tal contemplación la mente humana debe elevarse por encima de los conceptos, de las palabras, y de las imágenes — por encima del nivel del pensar discursivo — de tal manera de aprehender a Dios intuitivamente a través del simple "mirar penetrantemente" o del "tocar." Como lo expresaba Evagrio, la mente debe llegar a estar "desnuda," pasando a la unidad más allá de la multiplicidad. Su meta es la "oración pura," la oración que es no sólo moralmente pura y libre de pensamientos pecaminosos sino también intelectualmente pura y libre de todo pensamiento. De acuerdo con esto escribía:

 

"Cuando estás orando, no formes dentro de ti ninguna imagen de la divinidad y no permitas que tu mente sea estampada con la impresión de ninguna forma; aproxímate en cambio a lo Inmaterial de una manera inmaterial... La oración significa el desprenderse de los pensamientos... Bendito el intelecto que ha adquirido la completa libertad de las sensaciones durante la oración."

 

En los niveles de contemplación más altos, pues, retrocede la conciencia de la diferencia entre sujeto y objeto, y en su lugar hay sólo un sentido de unidad que todo lo abarca. En las palabras de Antonio de Egipto, como están recontadas por Casiano: "La oración de un monje no es perfecta si en el curso de la misma es consciente de sí mismo o del hecho de que está orando." (Conferencias 9.31). Para usar la frase de T. S. Eliot: "Eres la música mientras la música dura."

De esta manera, la actitud apofática debe aplicarse no sólo a la teología sino también a la oración. En teología significa — como insistían los capadocios, reaccionando contra el racionalismo de Eunomio y de los arríanos extremos — que todas las afirmaciones positivas sobre Dios deben ser cualificadas y contrabalanceadas por afirmaciones negativas, pues ninguna fórmula verbal puede contener la plenitud del misterio trascendente. En el ámbito de la oración significa que la mente debe ser desnudada de todas las imágenes y conceptos, de tal modo que nuestros conceptos abstractos acerca de Dios sean reemplazados por el sentido de la presencia inmediata de Dios. De acuerdo con esto, Gregorio de Nisa (ca. 330-395) daba una interpretación simbólica del primero de los diez mandamientos, que prohíbe las imágenes grabadas (Ex 20:4). El apoyo en representaciones y abstracciones intelectuales hechas por los humanos es una forma de idolatría, pues estamos sustituyendo la realidad viviente de Dios con nuestra noción de la deidad. No son sólo las imágenes de piedra sino también las imágenes conceptuales las que deben ser sacudidas (Vida de Moisés 1.165-66). "Todo concepto aprehendido por la mente llega a ser, para los que buscan, un obstáculo en su búsqueda," escribía. Nuestra meta es lograr, más allá de todas las palabras y conceptos, un "cierto sentido de presencia"; "el novio está presente, pero no se lo ve."13 Esta conciencia no-icónica, no-discursiva de la presencia de Dios es designada con frecuencia en las fuentes griegas con el término hesyjía, que significa tranquilidad y quietud interna (de allí "hesicasmo" y "hesicasta") Hesyjía significa silencio, no negativamente en el sentido de una ausencia del habla, una pausa entre palabras, sino positivamente en el sentido de una actitud de atender. Significa plenitud, no vacío; presencia, no ausencia.

No debe pensarse que esa hesyjía aicónica es la única forma de oración interior practicada en el Oriente cristiano. Muchos escritores recomendaron también la meditación detallada e imaginativa sobre la vida de Cristo y, más específicamente, sobre la pasión. Esto era enfatizado, por ejemplo, por Marcos el Monje o Eremita (¿temprano siglo V?) y por Nicolás Cabasilas (siglo XIV); Pedro de Damasco (siglos XI-XII) incluso discutía en el mismo capítulo sobre la oración sin imágenes y la meditación imaginativa lado a lado. Los dos modos de orar no se excluyen mutuamente sino que son complementarios.

La facultad o aspecto de la persona humana que aprehende a Dios en la oración contemplativa era descrita por Evagrio como el nous, el intelecto o mente. Definía la oración como "la más alta intelección del intelecto." Sin embargo, por nous quería decir, en este contexto, no la razón discursiva sino la comprensión directa de la verdad espiritual a través de la intuición o "mirada" interior. Por lo tanto, si ha de ser calificado de "intelectualista," debería reconocerse que la palabra está siendo usada en un sentido muy diferente del que comúnmente se le asigna hoy día. Otros Padres griegos consideran la oración como una función no tanto del nous cuanto de la kardía o corazón. Parece posible hacer así, sobre la base de este uso diferenciado, una distinción entre dos escuelas o corrientes de la espiritualidad temprana, una "intelectualista" y la otra "afectiva." Pero no debe exagerarse la diferencia, y el término "corazón" en particular necesita ser correctamente entendido. Tal como aquellos autores patrísticos que hablaban en términos del nous no querían significar con él exclusiva o primariamente la razón discursiva, de la misma manera aquellos que hablaban en términos del corazón no significan con él solamente los afectos o emociones.

Las Homilías macarianas (¿Siria? siglo IV tardío), por ejemplo, miraban el corazón como el centro moral y espiritual de la persona humana entera, el verdadero sí-mismo, el lugar donde cada uno es lo más auténticamente "a imagen de Dios":

 

El corazón gobierna y reina sobre el organismo corporal entero; y, cuando la gracia posee los pastizales del corazón, rige sobre todos los miembros y pensamientos. Pues allí, en el corazón, está el intelecto (nous) y todos los pensamientos del alma y su expectación; y de esta manera la gracia penetra también todos los miembros del cuerpo... El corazón es el palacio de Cristo... Allí Cristo el Rey viene a tomar su descanso.

 

Aquí no hay dicotomía cabeza-corazón, pues el intelecto está dentro del corazón. El corazón es el punto de encuentro entre el cuerpo y el alma, entre el subconsciente, el consciente y el supraconsciente, entre lo humano y lo divino. La palabra lleva un sentido omniabarcante: en las palabras de Juan Climaco: "Grité con todo mi corazón, dice el salmista (Sal 118 [119], 145): esto es, con mi cuerpo y alma y espíritu."16 En la frase de Gregorio Palamas, es "el instrumento de los instrumentos" (Tríadas 2:2-28). Cuando "corazón" es entendido de esta manera inclusiva, resulta claro que para los escritores cristianos orientales "oración del corazón" significa no meramente "oración afectiva" en el sentido occidental, sino oración de la persona humana entera, oración en la cual quien ora está totalmente sumergido en la oración.

Al combinar estas dos aproximaciones a la oración — la que enfatiza el papel del nous y la que enfatiza el del corazón-, los escritores hesicastas griegos del siglo XIV hablaban de "descender con el nous hasta el corazón." Esto, como hemos visto, era también el modo de hablar del obispo Teófano.

Tal es, por tanto, el esquema tripartito básico propuesto por Orígenes, Evagrio y Máximo. Modelos triádicos de un tipo levemente distinto pueden encontrarse en otros autores. Gregorio de Nisa hablaba en La vida de Moisés de tres etapas, correspondiendo cada una a una "teofanía" o manifestación de Dios en el Éxodo: luz (la zarza ardiente, Ex 3:2); nube (i.e., luz y oscuridad mezcladas; cf. la columna de nube y fuego, Ex 13:21); tinieblas (en la cima del Sinaí, Ex 20:21). En los escritos atribuidos al Pseudo-Dionisio el Areopagita (ca. 500), las tres etapas son la purificación, la iluminación y la unión. Este esquema fue ampliamente adoptado en el Occidente medieval, pero en la tradición griega fue más común el esquema de Evagrio.

Dos omisiones pueden notarse en el "mapa" de Evagrio. Primero, él hablaba a menudo como si las tres etapas fueran sucesivas, pero ¿no deberían más bien ser consideradas como tres niveles que se profundizan, interdependientes y coexistentes simultáneamente? Éste es de hecho el punto de vista adoptado por otros, e incluso Evagrio reconocía que las pasiones del alma "persisten hasta la muerte,"18 lo que implica que nadie en esta vida pasa enteramente más allá de la etapa primera o "activa." Segundo, el amor es situado, en el esquema evagriano, en un nivel mas bajo que la gnosis o conocimiento. El amor es asociado a la apátheia y así corresponde al final de la primera etapa, la de la praktiké, y la gnosis ocupa el punto más alto de la tercera etapa. Como lo decía Evagrio: "La perfección del nous es la gnosis inmaterial." (Capítulos gnósticos 3.15). La perspectiva es invertida correctamente por Gregorio de Nisa, quien asignó al amor el lugar más alto: "La gnosis es transformada en amor" (Sobre el alma y la resurrección [PC 46, col. 96C]). Máximo el Confesor, aunque usaba el esquema evagriano, insistía también sin ambigüedad en la supremacía del amor: "Nada es más grande que el amor divino... El amor hace al hombre dios, y revela y manifiesta a Dios como hombre." En las palabras de Isaac el Sirio (Isaac de Nínive, siglo VII), otro autor influenciado por Evagrio pero que adaptó lo que tomó prestado: "Cuando hemos alcanzado el amor, hemos alcanzado a Dios y nuestro viaje ha llegado al final."

Y con todo, desde otro punto de vista, el viaje nunca llega a su fin. Puesto que Dios es infinito, los bienaventurados no cesarán nunca, ni en el cielo, de crecer en el conocimiento y el amor. Como afirmaba Orígenes:

 

Los que se dedican a buscar la sabiduría y el conocimiento no tienen final para sus trabajos. ¿Cómo podría haber un final, un límite, cuando está en cuestión la sabiduría de Dios? Cuanto más cerca de esa sabiduría llega alguien, más profunda la encuentra; y, cuanto más prueba sus profundidades, más ve que nunca será capaz de comprenderla o expresarla en palabras... Por tanto, los viajeros en camino a la sabiduría de Dios constatan que, cuanto más avanzan, más se abre el camino, hasta que, se extiende a lo infinito (Homilías sobre los Números 17.4).

 

Todo esto es verdad, así insistía Gregorio de Nisa, no sólo en esta vida presente sino igualmente en la que viene. Él describía este progreso interminable hacia la infinitud divina con el término epéktasis, "lanzamiento hacia adelante," que tomó de Flp 3:13, olvido lo que dejé atrás y me lanzo (epekteinómenos) a lo que está por delante." Al adoptar un punto de vista dinámico, mantenía que la verdadera esencia de la perfección consiste en el hecho de que nunca llegamos a ser totalmente perfectos sino que avanzamos incesantemente "de gloria en gloria" (2 Co 3:18). El punto de vista de Gregorio fue bien resumido por Jean Daniélou: "Dios llega a ser siempre más íntimo y siempre más distante... conocido por el niño más pequeño y, con todo, desconocido para el místico más grande. Pues el alma posee a Dios y con todo todavía lo busca." No sólo en el tiempo sino también en la eternidad, el camino sigue siempre, continúa siempre.

 

Un camino de ascenso: la Oración de Jesús.

¿Pero cómo partir para este viaje espiritual? ¿Cómo, más específicamente, podemos adquirir la quietud interior o hesyjía, progresando desde el nivel del pensar discursivo hasta el de la unión no mediada y no discursiva? ¿Cómo hemos de parar de hablar y comenzar a mirar?

El Oriente cristiano siempre ha sido renuente a considerar alguna "técnica" particular, tomada aisladamente, como un camino privilegiado para entrar en la hesyjía. La quietud del corazón no puede ser buscada en forma aislada, sino que presupone todas las diferentes expresiones de la vida cristiana: la fe ortodoxa auténtica en los dogmas de la Iglesia, la oración litúrgica, la lectura de la Escritura, la observancia de los mandamientos, los actos de servicio, y la compasión práctica hacia nuestro prójimo — y todo esto con humildad. Todas ellas forman una unidad orgánica. Sin embargo, dentro de esta totalidad indivisa, hay un modo de orar que ha sido hallado como especialmente valioso como una ayuda para el silencio interior: la Oración de Jesús.

Ésta es una breve exhortación, diseñada para su repetición frecuente y dirigida al Salvador. Lo más común es que tome la forma: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí" Aunque ésta pueda ser considerada como la fórmula estándar, hay una amplia variedad en la fraseología de hecho: por ejemplo, "pecador" puede ser añadido al final; se puede usar el plural, "ten piedad de nosotros"; la fórmula puede ser más breve: "Señor Jesucristo, ten piedad de mí" o, simplemente, "Señor Jesús, ten piedad." En tanto que el nombre "Jesús" era a menudo invocado por sí mismo en el Occidente medieval, esto no es usual en la práctica ortodoxa.

La Oración de Jesús es usada en dos situaciones principales. O bien puede ser recitada como parte de nuestro "tiempo de oración" formal, cuando estamos solos en la Iglesia o en nuestro propio cuarto, no comprometidos con ninguna otra actividad; o, si no, puede ser dicha de una manera "libre," cuando hacemos nuestro trabajo diario, en particular cuando estamos dedicados a alguna tarea repetitiva o mecánica, como también durante todos los momentos dispersos del día que de otra manera se malgastarían, cuando estamos esperando que pase algo.

La Oración de Jesús ha sido llamada un "manirá cristiano," pero esto es engañoso. No es simplemente un encantamiento rítmico, sino que implica una relación personal específica y una creencia conscientemente mantenida en la encarnación. La meta no es simplemente la suspensión de todo pensamiento sino un encuentro con Alguien. La oración es dirigida directamente a otra persona e incorpora una confesión de fe explícita en aquella persona como el Hijo de Dios encarnado, al mismo tiempo verdaderamente divino y completamente humano, nuestro Salvador y nuestro Señor. Sin esta relación personal y sin humildad no hay Oración de Jesús.

El público occidental se ha familiarizado con la Oración de Jesús más que nada a través de El camino del peregrino ruso, la narración de un laico ruso anónimo que vivió a mediados del siglo XIX. La oración misma, sin embargo, es mucho más antigua. Los autores ortodoxos sostuvieron generalmente que data de los comienzos mismos del cristianismo y que fue enseñada por el Señor mismo a los apóstoles. Falta la evidencia clara para esto, pero sus orígenes retroceden ciertamente al menos hasta los siglos IV y V. En la práctica de la Oración de Jesús, como se encuentra en la tradición ortodoxa, se pueden distinguir tres elementos constitutivos:

 

    1. la invocación de Jesús, nuestro Salvador;
    2. el llamado a la misericordia de Dios, acompañado de un sentido de penthos o pesar por el pecado;
    3. la disciplina de la repetición frecuente o continua;

El segundo y tercero de estos elementos ya se encuentran en la espiritualidad del desierto del Egipto del siglo IV, particularmente en centros tales como Nitria y Scetis. Como indican los Apotegmas de los Padres del desierto, los primeros monjes buscaban mantener la "memoria de Dios," la conciencia de la presencia de Dios, en cada momento y en cada lugar, no sólo durante los tiempos de la oración litúrgica en la iglesia sino a través de todo el día. "Oren constantemente" (1 Ts 5:17): para ellos, como para el obispo Teófano el Recluso, las palabras de Pablo significaban que la oración debe acompañar e imbuir toda otra actividad. Como ellos decían: "El monje que ora sólo cuando está de pie para decir oraciones, no está realmente orando de verdad."

El trabajo diario de los Padres del desierto era habitualmente una forma simple de trabajo manual, tal como hacer cestos o plantar esteras de junco. Como método para retener la "memoria de Dios" mientras realizaba esta obra, el monje era estimulado a recitar los Salmos y otros textos de la Escritura que conocía de memoria; y en vez de recitar largos pasajes podía repetir una y otra vez la misma frase. Esta práctica de reiterar una breve frase o fórmula había llegado a ser conocida, en tiempos de Juan Climaco, como "oración monológica," oración consistente en un solo logos o frase. A través de tal "oración monológica" el monje era capacitado, en combinación con el "trabajo externo" de su labor manual, a practicar también el "trabajo interno" de la oración. En las palabras de los Apophthégmata: "Un hombre debe siempre estar interiormente en el trabajo." La meta es resumida por el obispo Teófano: "Las manos en el trabajo, la mente y el corazón en Dios."

Una gran variedad de fórmulas era usada inicialmente en la repetición frecuente. Un monje repetía el primer verso del Sal 50 [51]: "Ten misericordia de mí, oh Dios, por tu gran compasión..."; otro decía constantemente las palabras: "Como hombre, he pecado; como Dios, perdona." En ambas instancias el elemento del penthos y de la contrición están fuertemente en primer plano. Casiano recomendaba, sacando de su experiencia egipcia, el uso repetido de la apertura del Sal 69 [70]: "Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme." (Conferencias 10.10). Algunas veces la frase podía en verdad ser muy corta, como en la oración sugerida por Abba Macario: "Señor, ayuda" (pero nada se dice aquí explícitamente acerca de la repetición frecuente). Aunque en los Apotegmas de los Padres del desierto hay unas pocas oraciones que incluyen el nombre de Jesús, ninguna prioridad especial le es asignada ni había comenzado todavía a actuar como un foco decisivo para la devoción.

El Egipto temprano, por tanto, proporciona una clara evidencia para los elementos segundo y tercero de los cuatro que hemos mencionado — el penthos y la oración monológica-, pero no para el primero, la invocación particular del Santo Nombre. En cuanto al cuarto elemento, la oración no discursiva y el "desprendimiento de los pensamientos," era enseñado por Evagrio en el Egipto del siglo IV, aunque esto no lo tomaba de los monjes coptos que lo rodeaban en el desierto sino más bien de Orígenes y de los capadocios. A decir verdad, la mayoría de los monjes coptos, hombres simples sin educación filosófica, eran "antropomorfitas," tomaban literalmente Gn 1:26 al asignar a Dios una forma humana. Difícilmente hubiesen comprendido lo que era significado por oración aicónica, apofática. Pero, aunque Evagrio urgía la renuncia a conceptos e imágenes, en ninguna parte proponía un método específico por el cual esta clase de oración "pura" pudiera ser lograda en la práctica. Aunque en una ocasión decía "Usa una oración breve pero intensa," ninguna conexión se hace entre este fragmento de consejo y el "desnudamiento" del intelecto. De esta manera, el cuarto elemento, la oración no discursiva, si bien conocido en el monaquismo egipcio temprano, no fue conectado inicialmente con el tercer elemento, la disciplina de la repetición.

En el siglo V, sin embargo, una espiritualidad "centrada en Jesús" comenzó a surgir, aunque la primera evidencia no proviene de Egipto sino de Asia Menor y de Grecia septentrional. Nilo de Aneara (m. ca. 430) aboga, en cuatro puntos de su voluminosa correspondencia, por la "recordación" continua o "invocación" del Nombre de Jesús, pero estas alusiones son dispersas e incidentales. La Oración de Jesús ocupaba un lugar central en la enseñanza de Diadoco de Fótice, quien escribiera cerca de una generación después de Nilo. Él unía estrechamente tres de nuestros cuatro elementos, viendo la invocación repetida de Jesús como un modo de lograr la oración no discursiva, aunque no concedía mayor prominencia al segundo elemento, el penthos o pesar interior.

¿Cómo puede, preguntaba Diadoco, nuestra memoria fragmentada ser reducida a la unidad? ¿Cómo puede nuestro intelecto siempre activo ser llevado del desasosiego a la quietud, de la multiplicidad a la "desnudez"? Ésta es su respuesta:

 

"Cuando hemos bloqueado todas sus salidas por medio de la recordación de Dios, el intelecto (nous) requiere imperativamente de nosotros alguna tarea que satisfaga su necesidad de actividad. Para el cumplimiento completo de su propósito no debemos darle nada fuera de la oración "Señor Jesús..." Que el intelecto se concentre continuamente en esta frase dentro de su santuario interior con tal intensidad que no sea desviado hacia ninguna imagen mental."

 

Es notable que Diadoco diga "nada fuera de la oración "Señor Jesús""; la variedad de fórmulas que existía en el Egipto del siglo IV está siendo reemplazada ahora por una uniformidad mayor. A través de esta repetición constante e invariable, la invocación de Jesús crece siempre más espontáneamente y "actuando-por-sí-misma": "El alma ahora tiene gracia ella misma para compartir su meditación y repetir con ella las palabras "Señor Jesús," exactamente como una madre enseña a su hijo a repetir con ella la palabra "padre," hasta que ha formado en él el hábito de llamar a su padre incluso en el sueño."

La Oración de Jesús es así un modo de "mantener la guardia" sobre el intelecto o el corazón, para usar una frase común en los textos cristianos orientales. Aunque es una oración en palabras, la invocación del Nombre es de tal brevedad y simplicidad que capacita al buscador a llegar más allá del lenguaje, al silencio viviente de Dios. Aquí, por tanto, al recomendar la oración sin imágenes, hacía Diadoco un avance decisivo más allá de Evagrio al proponer un método práctico para el logro de tal oración. Sus Capítulos gnósticos, al unificar como lo hacen la devoción al Nombre, la repetición monológica y el "desprendimiento" del intelecto, sirven de catalizador sumamente importante en la historia de la Oración de Jesús.

Según Irénée Hausherr, Diadoco tenía en vista sólo la "memoria" de Jesús en un sentido difuso y no una invocación explícita por medio de una fórmula específica. El lenguaje de los Capítulos gnósticos, empero, implica más que un mero recuerdo de la persona de Jesús. Permanece incierto, sin embargo, si Diadoco pretendía que las palabras "Señor Jesús" fueran seguidas por algo más, como "ten misericordia." De todos modos, no proponía la invocación del nombre de "Jesús" enteramente por sí misma. Lev Gillet sostiene que la Oración de Jesús empezó con el uso de la palabra "Jesús" aislada, pero esto es inverosímil. Toda la evidencia que queda de los primeros siglos sugiere, por el contrario, que el Santo Nombre formaba parte de una fórmula de oración más larga.

Fue durante los siglos VI y VII cuando lo que hemos designado la forma "estándar" de la Oración de Jesús fue mencionada explícitamente por primera vez. En Barsanufio y Juan de Gaza. (siglo VI temprano), y en su discípulo Doroteo, encontramos la fórmula "Señor Jesucristo, ten piedad de mí" (sin "Hijo de Dios"); también Barsanufio recomendaba otras frases cortas tales como "Jesús, ayúdame."13 La forma "estándar," "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí," se encuentra en la Vida de Abba Filemón, un monje egipcio, posiblemente del siglo VI o VI temprano.34 La Oración de Jesús es mencionada también por tres escritores relacionados con el Sinaí, Juan Climaco (siglo VII), Hesiquio (¿siglos VIII-IX?) y Piloteo (¿siglos IX-X?), pero ninguno de ellos dio una fórmula exacta de la invocación. Veían la Oración, concordando de cerca con Diadoco, como un modo de unificar la atención interior, desnudar la mente de imágenes, y lograr así la hesyjía. Es inapropiado, sin embargo, atribuir primariamente al Sinaí el desarrollo temprano de la Oración de Jesús.35 Es solamente uno entre un número de centros con los cuales la Oración está asociada en la evidencia temprana. De hecho, los más antiguos testimonios no provienen del Sinaí; y parece que su papel ha sido transmitir más que originar la tradición de la Oración de Jesús.

Entre los siglos V y VI, por lo tanto, la Oración de Jesús surgió en el cristianismo oriental como un "camino" espiritual reconocido. No debe imaginarse, sin embargo, que su uso fue universal. No se menciona en ninguna parte en los escritos del Pseudo-Dionisio el Areopagita, de Máximo el Confesor, o de Isaac de Siria, ni en las obras auténticas de Simeón el Nuevo Teólogo, para mencionar sólo algunos ejemplos. Cuando Gregorio de Sinaí (m. 1346) llegó a la santa montaña de Athos a principios del siglo XIV, buscando una guía para la práctica de "la hesyjía o protección del intelecto y de la contemplación" — es claro por el contexto que está incluida la Oración de Jesús en esta descripción general, no encontró a nadie al principio para ayudarlo. Sólo después de muchas investigaciones pudo descubrir finalmente a tres monjes con algún entendimiento de esas cuestiones; todos los otros, así pretende su discípulo y biógrafo Kallistos, estaban preocupados solamente de la búsqueda de la "vida activa."

Fue solamente en el siglo XIV, y más especialmente a través de los escritos del propio Gregorio de Sinaí, cuando la Oración de Jesús llegó a ser de lejos más generalmente conocida. Su uso fue ulteriormente promovido por la publicación de la Filocalia en 1782, una vasta colección de textos espirituales editados por Macario de Corinto y Nicodemo de la Santa Montaña. Las traducciones de la Filocalia llevaron a un conocimiento mucho más grande de la Oración de Jesús en Rusia y Rumania, y en los últimos cuarenta años la oración ha llegado a ser practicada también por un gran número de cristianos occidentales. Aunque limitada en el pasado principalmente a los círculos monásticos, es hoy parte de la vida espiritual de muchos laicos. La invocación del Santo Nombre quizás nunca haya sido tan ampliamente valorada y practicada como lo es en la época presente.

Hay en particular tres ayudas o puntos de apoyo en el uso de la Oración de Jesús, una interior, las otras dos externas. Como ayuda interior, la guía personal de un padre espiritual o "elder" (anciano; en griego, géron o géronta; en eslavo, starets) juega un papel vital. La necesidad de obediencia, en el uso de la Oración de Jesús como en todos los aspectos de la vida en Cristo, es subrayada frecuentemente en la enseñanza ortodoxa desde el tiempo de los Padres del desierto en adelante. En las palabras de los Apophthégmata: "Si ves a un hombre escalando el cielo por su propia voluntad, agárralo de los pies y tíralo abajo, pues esto es para su provecho." "¿Qué hay que desear más" — preguntaba Teodoreto de Studios (795-826) —, que un verdadero padre, un padre-en-Dios?" (Carta 1.2 [PG 99, col. 909B]).

Los lectores de Relatos de un peregrino ruso recordarán el papel decisivo del starets en la búsqueda del peregrino. Las fuentes ortodoxas se refieren a la madre espiritual tanto como al padre espiritual, a la "amma" tanto como al "abba."

De las dos ayudas externas, la primera es el uso de un cordón para la oración (en griego, komvosjoinion; en ruso, chotki), semejante en el aspecto al rosario occidental, excepto que en la práctica ortodoxa es hecho habitualmente de lana, con nudos más bien que con cuentas. La evidencia sobre su uso en combinación con la Oración de Jesús puede rastrearse al menos hasta 250-300 años antes, y probablemente sea más antiguo. El propósito primario del cordón de la oración no es tanto para medir el número de veces que la oración es dicha cuanto para asegurar una invocación regular, rítmica. Es un hecho de la experiencia que es más fácil concentrarse en la oración si las manos también juegan su parte.

Segundo, una técnica física, que implica en particular el control de la respiración, ha sido recomendada en conexión con la Oración de Jesús. Son oscuros los orígenes de este método. Los autores tempranos dan este consejo: "Recuerda a Dios con más frecuencia de lo que respiras" (Gregorio de Nacianzo, Oración 274 [PG 36, col. 16B]). "Tal como respiramos continuamente el aire, así deberíamos alabar y cantar continuamente a Dios" (Nilo de Áncyra, Carta 1 239 [PG 79, col. 169D]). Es probable que el sentido aquí no sea más que metafórico: la oración debe ser tan constante, tan parte de nosotros como es el propio acto de respirar. Juan Climaco, empero, fue ligeramente más definido: "Que el recuerdo de Jesús esté presente en cada respiración tuya," o "que estés unido con tu respiración" (Escala paso 27). Hesiquio fue todavía más específico: "Que la Oración de Jesús se pegue a tu respiración" (Sobre la vigilancia y la santidad 2.80 [PG 93 col. 1537D]). No se excluye aquí un sentido metafórico, pero también es posible que Juan y Hesiquio tuvieran en vista alguna especie de coordinación entre las palabras de la Oración y el ritmo de la respiración. Todavía más explícita es una frase del Macario copto (¿siglo VII-V111?): "¿No es fácil acaso decir en cada respiración: "Mi Señor Jesucristo, ten piedad de mí; yo te bendigo, Señor mío Jesucristo, ayúdame?" Tal lenguaje implica algo más que una mera analogía e indica seguramente alguna forma de técnica respiratoria.

Pero no es sino hasta considerablemente más tarde, en los siglos XIII y XIV, cuando puede encontrarse en las fuentes griegas una evidencia clara y detallada sobre tal método físico. Incluso entonces la descripción está lejos de ser completa. Muchos aspectos de la técnica no fueron puestos por escrito, por razones de prudencia, sino que fueron enseñados oralmente por cada padre espiritual a sus discípulos inmediatos. Los relatos más completos son proporcionados en dos breves tratados: Sobre la vigilancia y guarda del corazón, por Nicéforo el Hesicasta, un monje de Monte Athos del siglo XIII tardío, y Sobre los tres métodos de oración, atribuido a Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022) pero que es casi ciertamente de fecha más tardía y también muy posiblemente de Nicéforo. Detalles suplementarios pueden encontrarse en los escritos de Gregorio de Sinaí y de Kallistos e Ignacio Xantópoulos (siglo XIV tardío).

 

El método comprende tres rasgos principales:

Se adopta una postura corporal particular: 1) sentado, con la cabeza y las espaldas inclinadas, y la mirada dirigida hacia el lugar del corazón o del ombligo. 2). La velocidad de la respiración disminuye, y las palabras de la Oración de Jesús son coordinadas con la inhalación y la exhalación del aire. En Relatos de un peregrino ruso la oración se sincroniza también con el ritmo de los latidos del corazón, pero tal sugerencia no es hecha en los textos de los siglos XIII y XIV. 3). A través de una disciplina se concentra la atención sobre centros psicosomáticos específicos, más especialmente el corazón: durante la inhalación del aire el intelecto es hacer "descender" al corazón, causando así la "oración del intelecto en el corazón." Hay semejanzas llamativas entre este método "hesicasta" y las técnicas usadas en el yoga y el sufismo, pero es difícil encontrar pruebas de influencia directa.

La técnica sugerida por Nicéforo, usada de una manera obstinada e incontrolada, podría fácilmente resultar dañina en los niveles tanto corporal como psíquico, y de hecho es poco usada en su forma plena por los ortodoxos contemporáneos. La guía personal de un maestro experimentado es esencial. La Oración de Jesús puede ser ofrecida con humildad — sin el uso de ninguna técnica psicosomática en absoluto.

Los escritores ortodoxos modernos suelen distinguir, resumiendo la enseñanza de siglos anteriores, tres niveles en la práctica de la Oración de Jesús: 1). Empieza como una oración de los labios, una oración oral recitada en voz alta (pero no cantada). En las primeras etapas se pone un acento fuerte en la necesidad de repetir fielmente las palabras de la oración. Los principiantes deben concentrar todas sus energías en esto, no engañándose a sí mismos con la idea de que tal vez están avanzando al mismo tiempo hacia la oración del corazón sin palabras. 2) La invocación se hace más interior, por grados, llegando a ser oración del intelecto o mente (nous). Las palabras tal vez ya no son recitadas en voz más alta, sino que son expresadas interiormente. Las imágenes que surgen incesantemente en la conciencia son "desprendidas" o dejadas de lado suave pero firmemente, mientras se hace aun más poderoso el sentido de la presencia inmediata de Cristo, no acompañada por ninguna representación o concepto mentales. 3) La oración desciende finalmente del intelecto al corazón. Intelecto y corazón se unen, y de esta manera la invocación se hace oración del corazón o, más exactamente, oración del intelecto en la oración del corazón, esto es, de la persona humana entera. En algunos casos raros, tal oración puede ser continua, pero para otros es un estado excepcional logrado sólo ocasionalmente y por breves momentos. La oración del corazón de ninguna manera es concedida automáticamente a todos aquellos que practican la invocación del Nombre, sino que es un don especial de la gracia de Dios. Es el resultado no simplemente del esfuerzo humano sino de la energía divina en acción dentro de nosotros: "no yo, sino Cristo en mí" (Ga 2:20). Igual que la oración de "Cristo en mí," la Oración de Jesús llega a ser, en sus niveles más profundos, "autoactuante," y conduce de esta manera a un estado correspondiente a lo que en la teología mística occidental se denomina "contemplación infusa." El alma no es tanto activa cuanto pasiva; en palabras del Pseudo-Dionisio: "sufriendo las cosas divinas, no sólo aprendiendo acerca de ellas." (Sobre los nombres divinos 2.9 [PC 3, col. 648B]).

 

El final del viaje: La oscuridad deslumbrante.

La meta final del camino triple, la unión contemplativa con Dios, es descrita en el Oriente cristiano — igual que en el Occidente cristiano — a través del simbolismo de la oscuridad y de la luz. El símbolo de la oscuridad fue usado especialmente por Clemente de Alejandría — quien lo tomó del autor judío Filón (ca. 20 a. C.-ca. 50 d. Q, y por Gregorio de Nisa y el Pseudo-Dionisio el Areopagita. Estos autores tomaron como modelo para la ascensión mística la figura de Moisés subiendo al Monte Sinaí para encontrar a Dios en la "densa oscuridad" (Ex 20:21). En este contexto se entiende por oscuridad no una etapa preliminar de purificación — como con la "noche oscura de los sentidos" en la teología de Juan de la Cruz — sino la unión última "cara a cara" con el misterio divino. Más frecuente sin embargo que el símbolo de la oscuridad es el de la luz divina, que fue empleado por Ireneo (ca. 130-200), Orígenes, Gregorio de Nacianzeno, Evagrio, las Homilías Macarías, Simeón el Nuevo Teólogo y Gregorio Palamas. Estos autores tomaron como su modelo no la oscuridad del Sinaí sino la visión por Moisés del "pavimento de zafiro" y el "firmamento del cielo en su claridad" (Ex 24:10), la visión de Ezequiel del carro (Ez 1) — también importante en el misticismo judío — y la transfiguración de Cristo en el Monte Tabor. En cualquiera de las instancias, por supuesto, la descripción no es más que simbólica ya que Dios no es en sí mismo, como señalaba Pseudo-Dionisio, "ni tinieblas ni luz" (Teología mística 5 [PC 3, col. 1048A]). Al reconciliar los dos símbolos, el Areopagita hablaba de la "oscuridad deslumbrante que con total oscuridad eclipsa la luz más brillante." (Teología mística 1 [PG 3, col. 997B]).

Simeón el Nuevo Teólogo ponía la luz divina, más vividamente que ningún otro autor, en el centro de su enseñanza espiritual:

 

"Atestiguamos que Dios es luz, y que aquellos que son contados como dignos de verlo, lo han visto todos como luz, y aquéllos que lo han. recibido lo han recibido como luz, puesto que la luz de su gloria va delante de él. Sin la luz le es imposible hacerse manifiesto, y aquellos que no han visto su luz no lo han visto a él, ya que es la luz, y aquellos que no han recibido la luz todavía no han recibido la gracia."

 

La propia vida de Simeón, desde cerca de los veinte años cuando era todavía un laico, fue marcada por una serie de visiones de la luz divina. Aunque llamaba "inmaterial" a la luz, es claro que no quería significar con ello simplemente una luz metafórica de la inteligencia. Para él es una realidad existente, observada a través de los sentidos, aunque trascendiéndolos. Gregorio Palamas iba a dilucidar tres siglos más tarde el carácter de esta luz "inmaterial," identificándola con las energías increadas de Dios. Estas energías, como él sostenía, proceden del Dio, y con todo deben distinguirse de la esencia de Dios, que permanece incognoscible y más allá de toda participación, tanto en este mundo como en el venidero. Simeón, sin embargo, es menos preciso, hablando algunas veces de la misma manera que Palamas y con todo afirmando otras veces que los seres humanos pueden participar no sólo de las energías sino también, en forma limitada, de la esencia misma de Dios.

Lo que queda claro es que, para Simeón, Dios es un misterio más allá de toda comprensión; y así, aunque algunas veces decía que participamos en la esencia de Dios, no significa que alguna vez podamos conocer exhaustivamente a Dios. Es claro también que para Simeón la visión de la luz divina es una unión directa, no mediada, con Dios mismo, y no meramente la experiencia de algún don creado que Dios confiere. Es, además, una unión transformadora: Simeón era consciente de compartir la luz que contemplaba y de ser cambiado él mismo en luz. Como escribiera en uno de sus Himnos del amor divino:

 

¡Oh luz que nadie puede nombrar, porque es del todo sin nombre!,

¡Oh luz de muchos nombres, porque está en acción en todas las cosas!...

¿Cómo te mezclas con la hierba?

¿Cómo, mientras continúas inmutable, del todo inaccesible,

preservas sin consumirse la naturaleza de la hierba?

¿Cómo, mientras la guardas inalterable, sin embargo la transformas

enteramente?

Permaneciendo hierba es luz, y con todo la Luz no es hierba;

pero tú, la Luz, te unes a la hierba en una unión sin confusión,

y la hierba se hace luz; es transfigurada, pero sin cambiar.

Simeón señala aquí la paradoja mística básica: Dios es tanto desconocido como bien conocido, más allá de todo ser y presente en todas partes. El Totalmente Otro es al mismo tiempo singularmente cercano a nosotros, y sin dejar de ser trascendente se une a las personas humanas creadas en una unión de amor. Nosotros, humanos, por nuestra parte, somos "deificados" por esta unión, y sin perder nuestra identidad personal somos asumidos enteramente en la vida divina.

La mayoría de los autores a los que nos hemos referido eran monjes, que escribían en primera instancia para otros monjes. Con todo, no debe suponerse que consideraban el camino del hesicasmo y el uso de la Oración de Jesús como imposible fuera del contexto monástico. Por el contrario, este camino poseía a sus ojos un valor universal. Simeón el Nuevo Teólogo insistía en que "el que tiene esposa e hijos, multitudes de sirvientes, muchas propiedades y una posición prominente en el mundo" puede con todo alcanzar la "visión de Dios"; es posible vivir "una vida celestial aquí en la tierra... no solamente en cavernas o montañas o celdas monásticas, sino en medio de las ciudades." Gregorio de Sinaí le dijo a uno de sus discípulos, Isidoro (después patriarca), que volviera de la soledad de Monte Athos a Tesalónica para actuar en el corazón de la ciudad como un guía espiritual para los laicos. Y Gregorio Palamas sostenía que el mandamiento de "orar constantemente" se aplicaba no sólo a los monjes sino a todos los cristianos sin excepción. En las palabras de Nicolás Cabasilas:

 

"Cada uno puede continuar ejerciendo su arte o profesión. El general puede continuar mandando, el campesino labrando el suelo, el obrero en su oficio. Nadie necesita desistir de su empleo habitual. No es necesario retirarse al desierto, o comer alimentos desacostumbrados, o vestirse de forma diferente, o arruinar la propia salud, o hacer cualquier cosa temeraria; puesto que es totalmente posible practicar la meditación continua en la propia casa sin renunciar a ninguna de las posesiones."

 

Los cristianos contemporáneos que han aprendido a usar la Oración de Jesús podrán atestiguar desde su propia experiencia que Cabasilas está en lo cierto. A causa de su brevedad y simplicidad, es una oración que puede decirse en todos los momentos y en cualquier parte, particularmente en situaciones de ansiedad y estrés, cuando formas más complejas de oración son imposibles. Es una oración para todas las situaciones, nunca fuera de lugar. La Oración de Jesús hace posible que cada uno de nosotros sea un "hesicasta urbano," al preservar interiormente un centro secreto de quietud en medio de las presiones exteriores, llevando el desierto con nosotros en nuestros corazones por dondequiera que vayamos.

 

 

12. Occidente.

Jean Leclercq.

La comprensión y práctica de la oración que había sido transmitida a Occidente por la antigüedad evolucionó muy poco antes de fines del siglo XI. En este tiempo ocurrió un cambio respecto de los métodos de meditación. El monaquismo jugó un papel decisivo en esta evolución. Es importante establecer primero la concepción fundamental y duradera de la oración en general, situar luego la aparición y desarrollo de la "meditación" entre las formas de esta oración, y recordar finalmente que la oración monástica es inseparable de un "estilo de vida" que crea las condiciones bajo las cuales puede existir y producir sus frutos.

 

Siglos VI al XI: la unidad de la oración y la diversidad de su práctica.

La unidad y la diversidad de la oración se manifiestan en los propios términos en que la oración ha sido designada. Un testigo importante en el siglo IX fue Esmaragdo de St. Michael, a causa de la síntesis que presentó y de su influencia. Diversos han sido los nombres dados, a la oración pero todos ellos intentan expresar aspectos diferentes de una realidad común, diferentes movimientos o diferentes etapas de una actividad común. Estos nombres pueden ser usados en cierta forma de manera intercambiable, y aparentemente confusa, como es el caso de innumerables textos. Por medio de algunos ejemplos podemos al menos discernir el significado que es propio de algunos de estos términos y reconocer el lazo que existe entre las ideas que expresan.

La preocupación dominante era la de orar incesantemente, de acuerdo con el precepto del Señor (cf. Lc 18:1). Agustín había afirmado claramente que esta continuidad podía ser lograda a través del deseo. Los períodos del monaquismo medieval durante los cuales estuvo instituida la oración coral ininterrumpida fueron sólo excepciones. La oración continua fue siempre parcialmente llevada a cabo en privado, cada persona por su cuenta, en el silencio del corazón. Sin embargo, la vida monástica ha sido a menudo presentada como promotora de la oración sin interrupción como meta, en la medida y en cualquier forma en que sea posible aquí en la tierra. ¿De qué manera esta meta era juzgada posible, deseable para todos, y lograda por los santos? Por medio de una alternancia entre varios "ejercicios" que capacitarían al espíritu para permanecer asido por Dios y mantuvieran su atención de acuerdo con la psicología humana normal. El vocabulario mismo sugiere la conclusión de que la vida de oración era concebida de esa manera.

Oratio, hablando propiamente, tenía lugar cuando el espíritu, sin el intermediario de palabras tomadas de ningún texto, hablaba con Dios y estaba unido a Dios. Tres cualificaciones se atribuían tradicionalmente a la oratio, cada una de ellas confluyendo en las otras: pura, brevis, frequens. "Pura": debía ser sin distracción. Puesto que esto no podía normal y habitualmente ser hecho por mucho tiempo, la oración pura debía ser "breve." Pero se podía compensar la duración corta volviendo a ella con frecuencia: llegaba a ser "frecuente." Ésta era, en suma, la enseñanza consistente de la tradición occidental. Se encuentra, por ejemplo, en Agustín, Casiano, Benito, Hildemaro, Rábano Mauro y Roberto de Arbrissel. La oración, una actividad profunda, era designada como "privada," "solitaria," "personal." Podía consistir en exclamaciones rápidas y espontáneas, esto es, "jaculatorias" (llamadas también oraciones "furtivas" porque eran hechas como a escondidas, entre otras clases de actividades espirituales). Podía tener lugar después del canto de los salmos, sea en privado o en comunidad; en ese caso, alternaba con la salmodia como también con otra forma de oración. Las dos se combinaban entre sí. Se había establecido entre ellas una continuidad como si fueran idénticas.

 

Oración y lectura.

Lo más frecuente era que la oratio estuviera asociada con la lectio. La última era esencial a la vida de oración. Muchas fuentes han llevado a los especialistas a esta conclusión y los han capacitado para discernir las razones de ello. La hagiografía monástica nos ofrece un vistazo de la manera como los monjes pensaban que la lectura debía ser practicada y de la importancia que tenía en su psicología. Lo mismo que los ejercicios ascéticos, era una observancia exigida, uno de los canales normales a través del cual se era iniciado en la tradición espiritual. Era un medio por el cual los monjes aprendían a conocerse a sí mismos, a entrar en sí mismos y a considerar lo que tenían que cambiar. Llegó a ser una necesidad vital; sabemos que algunos de ellos leían incluso cuando viajaban, esto es, a lomo de caballo. Se cuenta que para Wulstan la lectura había llegado a ser indispensable hasta el punto de que era necesario que alguno leyera en su presencia durante su siesta de la tarde y que, si el lector hacía una pausa, se despertaba de su sueño. Su biógrafo, Guillermo de Malmesbury, añadía: "Le leían las vidas de los santos y otros escritos edificantes." (Vida de Wulstnn 3.3), pero el texto básico leído era la Sagrada Escritura y los diversos comentarios de la misma. La lectura era hecha atentamente, y una de las cualidades que debía asumir, en la cual más se insistía, era la continuidad. A diferencia de la oratio, que era breve, la lectio podía ser prolongada. Se suponía también que se hacía lo más frecuentemente posible; de esta manera contribuía a la frecuencia de la oración, con la que estaba asociada. Todos estos ejercicios estaban destinados a conducir a la pureza de corazón, porque todos ellos lo unían a uno con el Señor. Así, la frecuencia llegó a ser una especie de continuidad. Tal era al menos el programa ideal.

A la lectio seguía la oratio, la que a su vez preparaba a uno para retomar la lectura, la motivaba y la sostenía. Pero la meta seguía siendo la oratio: a ella debía uno llegar, y no se debía parar en medio del camino. Se suponía que la oratio debía resultar de la lectio. En esta última, Dios se revela a sí mismo; en la primera, uno se ofrece a Dios. Las dos, por lo tanto, eran inseparables; los monjes debían dedicarse a las dos. Debían establecer una alternancia espontánea y necesaria entre ellas, a tal punto que estos ejercicios se combinaran juntamente e incluso llegaran a ser idénticos. Por ejemplo, respecto de Isarn de Marsella leemos que "su lectura era ella misma una oración," y añadía su biógrafo: "Al leer, buscaba menos la instrucción del intelecto que el toque del corazón." (Vida de san Isarn 1.9). Así, veía él en la lectura un medio de realizar la palabra del Señor, que exhortaba a orar incesantemente.

Finalmente, una de las formas y manifestaciones de la vida de oración, uno de sus ejercicios, era la meditatio. Algunas veces este vocablo era usado en plural, pero más a menudo en singular, para designar una práctica apropiada a partir de dos tradiciones: la Biblia y la enseñanza práctica de la antigüedad. En este punto las dos tradiciones estaban relacionadas de alguna manera, y se combinaron durante la Edad Media. Al menos ocasionalmente, uno puede identificar lo que fue apropiado de cada una. La meditación era principalmente, siguiendo la Biblia y la tradición de las escuelas rabínicas, un acto de memoria en el cual el ejercicio básico era la pronunciación repetida de palabras y frases. En la pedagogía latina había algunas veces una insistencia ulterior en un esfuerzo en la reflexión propiamente dicha. En cada caso la meditación estaba marcada por las mismas características, puesto que de hecho la práctica heredada de estas dos tradiciones combinaba habitualmente sus respectivos elementos.

En primer lugar, la meditación tenía como objeto la lectura inicial del texto. La lectura era seguida por la repetición en la que la "boca" y la "lengua" jugaban un papel. Éste no era nunca un ejercicio abstracto dedicado a ideas solamente; era siempre la meditación sobre alguna Palabra de Dios transmitida a través de la Sagrada Escritura y explicada por aquellos que habían de una forma u otra comentado sobre ella. Los Salmos, interpretados desde la perspectiva cristiana tradicional, eran, entre los libros de la Biblia, el texto privilegiado para la meditación. Mantenían dentro del alma la presencia de Cristo. En segundo lugar, la meditación era ejercida sin compulsión; era suficiente que fuera nutrida por la lectura. La atención se suscitaba estimulada por el texto y, cuando desaparecía, era el signo de que era el momento de retomar la lectura con el fin de reencender la reflexión. La meditación, por lo tanto, no estaba atada ni a un período fijo ni a un método; en verdad, implicaba la ausencia de método. Era un ejercicio "libre," a diferencia de la lectio, que seguía ciertas reglas, esto es, las de la gramática. De tal manera, la meditación era una extensión de la lectura y una preparación para la oratio. Inducía la contemplación y despertaba la admiración por los hechos y las palabras de Dios. Finalmente la meditación era, por la propia razón de que llamaba la atención sobre los misterios divinos y otorgaba al espíritu la libertad para considerarlos, una actividad espiritual deleitable. Nunca era presentada como una prueba de constancia, de paciencia durante los momentos oscuros, de perseverancia valerosa en tiempos de aridez. Era llamada "agradable" y "fragante," y tenía un lazo esencial con los textos bíblicos. En esta forma, era uno de los ejercicios responsables por la resistencia del cristiano a las tentaciones y por la preservación de la unidad con Dios.

 

Biblia y Liturgia.

La oración era practicada en el marco del oficio divino y, consecuentemente, en una atmósfera creada por la liturgia. En la tradición cristiana — y también en el culto sinagogal — cada parte del oficio divino consistía siempre en una alternancia entre lecturas y un elemento de himnodia (llamada a menudo salmodia en el Medioevo latino). Este incluía no sólo salmos, sino también otros cánticos, bíblicos y no bíblicos, y, más o menos según el tiempo, otras fórmulas de oración y momentos de silencio. Éste era particularmente el caso con las "vigilias" u oficios nocturnos, para los cuales se reunían extensas colecciones de textos: leccionarios, colecciones de homilías, pasionarios. El acto de leer durante el oficio divino constituía una lectio divina. Ciertamente que la lectio divina no estaba limitada a lecturas hechas durante el oficio, pero eran uno de sus elementos, y la lectio, cuando era practicada plenamente, complementaba el oficio. La "materia prima," para decirlo así, de toda lectura era la Escritura por excelencia, esto es, la Biblia. Pero ésta nunca era usada sin referencia a la Tradición. De igual manera, los libros litúrgicos sacaban siempre sus comentarios de los escritos de los Padres quienes, usando la semilla de la Palabra de Dios como su punto de partida, dieron nacimiento a la doctrina de la Iglesia. Lo que distinguía la clase de lectura aquí descrita era el modo como era practicada: no se identificaba ni con el estudio científico propiamente dicho (que lo presuponía para quienes tenían el gusto) ni con las exhortaciones al fervor. Yendo más allá de preceptos para la acción moral, la lectio enseñaba la oración misma, así como el compromiso de toda la persona en el servicio de la Palabra de Dios en la sociedad humana. La forma específica de compromiso era dejada al discernimiento y generosidad de cada individuo. Más que enseñar una "lección" en el sentido estricto del término, la lectio contribuía a una formación que era integral y permanente. Creaba una mentalidad en que cada ocasión de estudio o cada actividad de apoyo a la búsqueda espiritual, podría convertirse en oración. No era de ninguna manera un acto de concentración psicológica o de investigación científica. La lectio estimulaba la calma y relajaba la meditación, una disposición amorosa, y un interés ferviente en la exégesis o al menos en sus resultados. Creaba una atmósfera espiritual dentro de la cual los problemas tratados por la ciencia bíblica permanecían como problemas religiosos: una atmósfera de fe en que uno aprendía, de una manera siempre misteriosa, a entrar en la experiencia de los autores inspirados, y especialmente de Cristo.

La lectio disponía a una persona, con los elementos de reflexión tranquila y de memorización que incluía, a "recordar" fácil y continuamente a Dios. Esta "recordación perpetua de Dios," como lo expresaba Casiano (Conferencias 10.10), purificaba la memoria humana para sus apropiadas funciones instintivas y libres. De esta manera, aprender algo "de memoria" (en inglés "by heart," esto es, con el corazón, usando el término en el sentido de la plenitud de la vida interior) hacía posible representar activamente lo que uno había leído u oído leer, interiorizarlo, y representárselo a uno mismo. La lectio desarrollaba la imaginación sagrada. No era asunto de conocer sino de llegar a estar refamiliarizado con, o de descubrir de una nueva manera, lo que uno creía: de consentir nuevamente a ello y traducirlo en experiencia, la experiencia del amor.

Un aspecto particularmente importante de esta formación era el modo como los Salmos eran usados en la vida de oración. Los Salmos eran un resumen de la Biblia, estaban llenos de alusiones a personas y sucesos bíblicos, y con todo resumían la Biblia y recordaban sus acontecimientos de un modo que ya estaba transformado en oración. La Biblia era el mejor comentario sobre la oración, pero sin el Salterio habría carecido de la expresión hímnica peculiar de esta colección de poemas compuestos bajo la inspiración de Dios para ser cantados en la presencia de Dios. La liturgia enseñaba una apreciación y comprensión de los Salmos no como documentos históricos y literarios que fueran dignos de ser estudiados, sino como la expresión de una clase de oración que, a través de la historia del pueblo de Dios, contribuía al desarrollo de la piedad y de la cultura. Esto estaba condicionado a que fueran leídos en forma de oración, en la manera como la tradición los leía e interpretaba. Los Salmos dan testimonio de una larga evolución de la piedad, de una formación gradual y progresiva. No fueron pensados para ser tomados literalmente. La liturgia nutría el discernimiento de su verdad profunda y perdurable, y la belleza de su expresión. Una lectura "poética" de esta colección de obras de arte ayudaba a la gente a entender la creatividad con la que el Espíritu de Dios los compuso y los dio al pueblo de Dios. Los Salmos eran a menudo eminentemente útiles en el proceso fructífero de iluminar el Antiguo Testamento por medio del Nuevo y viceversa.

La liturgia ofrecía las claves para entrar en el mundo de los Salmos. A través de lecturas, antífonas, introducciones, sumarios, títulos, colectas y otras oraciones que tradicionalmente precedían o seguían a los Salmos en los manuscritos, la liturgia desenvolvía sus temas. Esta interpretación cristiana del Salterio evolucionó en una escuela de oración dentro de la tradición litúrgica. A través del estilo poético de la liturgia, yuxtaponer textos procedentes de libros bíblicos diferentes, cada texto derramaba nueva luz sobre los otros. El resultado era un género estético único, especialmente cuando se añadían el canto y el ritual. Un texto leído en una atmósfera de belleza dejaba una impresión más profunda de lo que lo haría de otra manera. "Sólo el que canta escucha...," escribía Bernardo de Claraval (Sermones sobre el Cantar de los Cantares 1:6:II).

Por cuanto el culto no era individualista, tampoco lo era la lectio. Era hecha siempre en unión con la Iglesia, recibiendo de ella los textos a partir de la tradición. La lectio era hecha, por lo tanto, a través de y necesariamente para la Iglesia. Promovía la participación en el carácter permanente y universal de la Iglesia. Uno de los medios preferidos tradicionalmente para llegar a esta especie de comunión era el comunicarse con otros dentro del propio contexto en que uno vivía, leída y oraba. Esta actividad era descrita con los términos "coloquio," "conferencia," "conversación." Hoy preferimos hablar de "compartir," término que corresponde exactamente a la concepción de los medievales. Ellos veían en estos intercambios, en esta oportunidad para cada persona de dar y recibir, un complemento natural — algunos incluso dirían necesario-de la lectio. Esmaragdo de St. Michael llegó a escribir:

 

"Es mejor conversar que leer. Es probable que las conversaciones lleven a aprender. En verdad, las oscuridades son evitadas por medio de las preguntas formuladas; a menudo la verdad escondida viene a la luz como resultado de las objeciones. En la consulta, uno puede descubrir inmediatamente lo que es oscuro o ambiguo" (Diadema de los monjes 40 [PL 102, col. 636AB]).

 

Gregorio el Grande había tenido anteriormente la simplicidad de admitir: "Aunque había muchas cosas en la palabra sagrada que no podía llegar a comprender por mí mismo, podía a menudo captar su sentido cuando estaba en la presencia de los hermanos" (Homilías sobre Ezequiel 7:1:8 [PL 76, col. 843]). Este compartir, asociado a la lectio y llamado a menudo "lectura nocturna," precedía o seguía en el monaquismo a las vísperas o completas. Como resultado de estos esfuerzos, poco a poco, la lectio daba sus frutos: los del gozo. La lectio era necesaria, destacaba Jerónimo, "no por el trabajo sino por el deleite y la instrucción del alma" (Carta 130:15). Un monje de la Edad Media añadiría "sin ningún trabajo." Un descubrimiento inicial era seguido normalmente por una investigación completa que llevaba a una experiencia de asombro; este asombro tendía a hacerse continuo. Los monjes hablaban de este "deleite," este frui sobre el que los antiguos habían insistido. La lectio traía paz por cuanto unificaba todas las actividades de la oración, así como otras actividades: los estudios a los que uno volvía antes y después de ella, la proclamación y el trabajo pastoral de aquellos que estaban implicados en estas tareas, el compartir comunitario.

La Biblia, por sobre todo, sostenía toda oración. No se trataba de leer una sucesión de libros uno después del otro, sino de desimplicar algo único y hasta misterioso, centrado totalmente en Cristo. Es a Cristo a quien en última instancia la lectio nos ayuda a encontrar para traer a nuestra vida y experiencia lo que había en Él: encontrarlo, recibir el Espíritu y entrar en comunión con su Cuerpo Místico total. Leer la Palabra de Dios mientras se ora con ella, leer acerca de Dios de acuerdo con la tradición de las épocas (incluyendo la presente), estudiar sobre Dios: tales eran los medios de encontrarse con Dios de una manera vital para ser capaz de irradiar la presencia de Dios a través del universo. Esmaragdo — reviviendo una idea y un término usado por Gregorio el Grande, y hablando del leer y compartir después de haber discutido sobre la oración y la salmodia, y antes de llegar al tema del amor a Dios y al prójimo — escribía:

 

"La Sagrada Escritura brota y crece, por decirlo así, con aquellos que la leen. Los lectores no instruidos son llevados a explorarla, mientras que los que son instruidos la encuentran siempre nueva" (Diadema de los monjes 3 [PL 102, col. 598A]).

 

La oración contemplativa.

Para transmitir expresivamente el carácter frecuente, diligente y repetitivo que era propio de la actividad de orar, la gente de la Edad Media gustaba comparar a los monjes con animales rumiantes. Numerosos son los textos que señalan esto. Hay uno en la Vida de san Gerardo de Brogne que defiende la legitimidad de aplicar a la actividad espiritual palabras que designan las varias etapas del rumiar (masticación, sentido del gusto, digestión y sus efectos) (Vida de Gerardo 20). Tales imágenes intentaban mostrar la importancia de incorporar la Palabra de Dios en la vida de uno para llegar a asimilarse a la divinidad y nutrir la oración. Todas estas prácticas constituían lo que la Edad Media llamaba "ejercicio espiritual," y el hecho de que esta expresión era deliberadamente usada en singular es indicativo de la unidad que existía entre los varios "ejercicios." La lectio, la meditación y la oración eran inseparables del ascetismo y de la penitencia; como la última, presuponían el arrepentimiento y se suponía que llevaban a la "contemplación."

Contemplatio era un término frecuentemente asociado a la lectio, la meditatio y a la oratio. Dicho término debe ser comprendido apropiadamente. No designaba sola o primariamente (como era con frecuencia el caso en los períodos posteriores) estados altamente elevados de oración que pertenecen al orden de la vida contemplativa y son excepcionales y raros. Las palabras que aquí han sido usadas — oratio, lectio, meditatio, etc. — designan las actividades y actitudes espirituales que juntas constituyen la "oración contemplativa."

Descripciones de esta oración contemplativa se hicieron especialmente frecuentes en las Vidas de los santos desde el principio del siglo XIII, antes de convertirse, en siglos posteriores, en el objeto de relatos más desarrollados e incluso de verdaderos tratados. Pero lo que se dice en estos documentos, hagiográficos o de otra clase, corresponde con lo que revelan las más antiguas fuentes. Era siempre cuestión de una sola actividad unificada y de una sola vida contemplativa, en que la oración estaba rodeada de otras actividades espirituales que la preparaban y extendían. Si de ordinario el acto de la oración era breve, el estado de oración podía y debía ser habitual y continuo. Estaba constituido por una actitud durable de meditación y concentración en Dios, como resultado del cual todo se convertía en oración y anhelo. Esta última palabra revela la razón para toda esta actividad:

 

"No debemos dedicarnos a la oración una o dos veces sino frecuente y diligentemente, dejando que Dios conozca los anhelos de nuestros corazones y que oiga a veces la voz de nuestra boca. Por eso está dicho: "Que tus peticiones sean conocidas de Dios," lo que sucede como resultado de la persistencia y diligencia en la oración" (Bernardo de Claraval, Sermón sobre el adviento 9)

 

Después del siglo XI.

A partir del final del siglo XI, una de las actividades de oración comenzó a ser el objeto de una clase especial de literatura, que llegó a incluir dos géneros. El primero consistía en la extensión de los textos con los que Agustín se dirigía a Dios o a sí mismo en la oración (por ejemplo, las Confesiones o los Soliloquios). Juan de Fécamp (m. 1078) compuso tres ediciones sucesivas de una larga oración de alabanza y súplica. La edición intitulada La confesión teológica (i.e. "contemplativa") fue después dividida en secciones breves que, combinadas con selecciones similares de Agustín y otros autores, fueron ampliamente leídas bajo el título de Meditaciones de san Agustín. La idea era proponer fórmulas que un lector pudiera hacer objeto de lectura privada. Anselmo (m. 1109) compuso una colección, Meditaciones y oraciones, que era del mismo género. Nada de metódico había en todo esto: se trataba simplemente de proporcionar material para la lectio divina. Ni había allí nada laborioso: el criterio que fijaba la duración del ejercicio era el placer que ofrecía. De manera semejante, Amoldo de Bonneval (m. después de 1156) editó algunos textos que trataban de los misterios de Cristo, que debían ser leídos de la misma manera. Algunos de éstos recibieron de editores posteriores el título de Meditaciones. También Guillermo de St. Thierry produjo un volumen llamado Oraciones meditativas, que se acercaba al género de los textos atribuidos a Agustín y Juan de Fécamp. Entre los cistercienses, Bernardo de Claraval insertó en la segunda mitad de su tratado En alabanza de la nueva caballería una serie de elevadas reflexiones sobre cada uno de los misterios de Cristo que fueron cumplidos en los santos lugares. Alredo de Rievaulx (m. 1166) también proponía en su Regla para enclaustrados temas para la contemplación de los misterios. Todos estos textos proporcionaban material para la lectura meditativa pero no presentaban ni una reflexión elaborada sobre la naturaleza de la meditación ni un método.

Fue fuera de la tradición benedictina donde comenzaron a aparecer textos que trataban sobre estos dos últimos asuntos. Los canónigos regulares, tales como Hugo de San Víctor y otros cuyos escritos circulaban bajo su nombre trataron de colocar la meditación entre las otras actividades de la oración con más precisión de lo que había logrado la tradición monástica.6Esto resultó en varias series de clasificaciones, que llegaron a ser más y más sistemáticas pero que todavía no incluían un método sobre cómo entrar en cada una de estas actividades. La misma cosa vale para la Escala para los monjes del cartujo Guigo II (m. ca. 1188). Fue a partir de estas distinciones y esquemas de donde más tarde se desarrollaron los inicios de un método para la práctica de la meditación y para las actividades asociadas a ella. Este segundo género de literatura comenzó a estimular la "oración metódica."

La imaginación mantenía en esto un lugar pronunciado. Bernardo justificaba este énfasis empleando la idea de la Palabra encarnada "descendiendo a nuestra imaginación." (Sermón sobre la natividad de la Bienaventurada Virgen 10). Puesto que Dios se hizo a sí mismo visible, primero en la Biblia y luego en la encarnación, para salvar y santificar nuestra imaginación, el buen uso en que la ponemos nos ayuda a llegar a nuestra actitud y actividad primordial en relación con Dios, esto es, la oración. Pronto fueron presentadas, siguiendo el principio expresado por Bernardo, aplicaciones prácticas bajo la forma de meditaciones elaboradas de la imaginación por un monje anónimo del siglo XII, por Alredo de Rievaulx, y más tarde por muchos otros.

 

Las condiciones para la oración diligente y sus efectos.

El conjunto de ejercicios de oración discutidos arriba sólo podrían ser concebidos y realizados dentro de un estilo de vida, esto es, el monaquismo que, dentro de todas sus variaciones según la época, el entorno y las tradiciones, incluía elementos comunes. No hace falta decir que toda oración era introducida, sostenida y nutrida por lo que muchas veces se llamó la salmodia, un término que incluía el oficio divino entero, cuyo texto base era el Salterio. La historia de la vida real en la mayoría de los monasterios, que está siendo gradualmente mejor conocida, revela que fueron (excepto en algunos períodos excepcionales) comunidades circunscritas que a menudo contenían un número pequeño de monjes y monjas. Muchos de estos innumerables "prioratos" (o casas similares que eran llamadas por un nombre diferente) tenían sólo una vida litúrgica limitada por no tener a su disposición todos los manuscritos necesarios para una liturgia compleja. Fue el oficio divino, sin embargo, el que facilitaba, donde era posible, toda otra oración y proveía a su expansión. En cuanto a la laus perennis, que consistía en grupos que recitaban sucesivamente los salmos sin interrupción, se realizaba sólo en ciertos lugares desde el siglo VI al VIII. La salmodia prolongada, llamada "prolija," aunque no continua, era practicada en Cluny y en otras partes.

Toda esta oración implicaba la meditación y por tanto la separación del ruido y tumulto de la vida secular; implicaba el ascetismo, por tanto el ayuno, vigilias y la gama entera de observancia monástica. Implicaba el silencio, la purificación del corazón, la humildad, el arrepentimiento y la paciencia. Un cierto tedio (taedium), generado por la continuidad y monotonía de la vida regular, llegó a ser una de las formas de la mortificación que uno debía aceptar generosamente. El trabajo de varias clases era también una parte de la vida diaria.

A juzgar por toda la evidencia que está a nuestro alcance, esta existencia estaba centrada en la oración. Poseía un aspecto de variedad introducido por la sucesión de las actividades diarias y el desarrollo del ciclo litúrgico, y engendraba una pasión o tristeza, así como un gozo tranquilo que se manifestaba en tantas obras de arte de toda clase. La quietud y el ocio (quies, otium) que la vida de oración monástica requería y estimulaba era de hecho una fuente de creatividad artística. Todas las obras que produjo atestiguan la importancia de la imaginación y de la esperanza en la espiritualidad monástica: una imaginación que era totalmente bíblica y una esperanza que miraba espontáneamente hacia la Jerusalén celestial.

 

 

13. La Noción de Virginidad en la Iglesia Primitiva.

Peter Brown.

Desde un período temprano en algunos sectores, y universalmente después de alrededor del año 300, el ideal de virginidad, practicado por igual por hombres y mujeres, gozó en la Iglesia cristiana de una supremacía moral y cultural que se mantuvo sin desafío hasta la Reforma. El liderazgo de la Iglesia misma — su liderazgo por cierto más articulado y autoritativo — tendía a coagularse (en grados diversos y con rapidez diferente según las diferencias de las regiones cristianas) en las manos de aquellos que eran conocidos como sexualmente controlados. Como resultado, tanto las estructuras de la autoridad como los ideales dominantes de las comunidades del cristianismo llegaron a contrastar irrevocablemente con los de sus vecinos paganos, judíos, zoroastrianos y, más tarde, musulmanes. "Ustedes, en efecto, han recibido una maldición— los judíos le decían a Afraates, un obispo del siglo IV temprano en Iraq —y han multiplicado la esterilidad" (Afraates, Demostración 18.1). "Esta virtud —respondería Juan Crisóstomo, en Antioquía— está por encima de la naturaleza humana; es una fuerza extraña en los asuntos humanos" (Mujeres religiosas 1.5 [PG 47, col. 514]). Y por esta única razón la virginidad era frecuentemente ostentada como una manifestación más de los orígenes sobrehumanos de la fe cristiana.

Los cristianos tendían a entender por "virginidad" la abstinencia de por vida de relaciones sexuales. Así, el estado físico preciso de virginidad era tomado como el estado al que todos los seres humanos — hombres como mujeres — tenían todo el derecho de aspirar. Se sostenía convencionalmente que la virginidad de una joven debía ser preservada por su familia hasta (con frecuencia a una edad mucho más cercana a la pubertad de lo que se da en las sociedades occidentales modernas) el matrimonio, la penetración, la concepción y el alumbramiento consecuentes. La continencia, sin embargo, era la opción más habitual para muchos varones. Esto implicaba la renuncia irrevocable a toda relación sexual futura. Tal renuncia podría seguir a la actividad sexual juvenil, podría llegar con la viudez, o podría incluso ser practicada dentro del mismo matrimonio por el abandono del lecho matrimonial. Lo que importaba era la perpetuidad intencional de la renuncia. De igual manera, la continencia temporal, como el ayuno, fue ampliamente practicada en la Iglesia primitiva; por carecer de las connotaciones de perpetuidad, sin embargo, tal abstinencia temporal de relaciones sexuales nunca llegó a tener la misma carga simbólica. No es el propósito de este ensayo explicar por qué este ideal obtuvo tal prominencia en la Iglesia primitiva. Más bien, podría ser útil explicar precisamente qué significaba este ideal para los cristianos de la época "clásica" de su expresión, en los siglos IV y V. En ese período, escritores tales como Atanasio, Gregorio de Misa, Juan Crisóstomo, Efrén el Sirio, Ambrosio y Jerónimo (para nombrar sólo a los mas conocidos) movilizaron todos los recursos de una cultura clásica tardía en su forma cristiana para exaltar la práctica de la virginidad. Al hacerlo así, ponían al descubierto, muchas veces con raro candor y precisión, las implicaciones humanas y sociales más amplias de tal ideal. Este ensayo se centrará, por lo tanto, menos en lo que estos autores dijeron que en la seriedad de la preocupación que subyace en su discurso.

Es fácil para el lector moderno, con nociones modernas, con frecuencia post-puritanas de la sexualidad, trivializar las implicaciones de la noción de virginidad para los miembros de una sociedad mediterránea antigua. Para las personas antiguas, el centro de gravedad de esa noción no estaba solamente — como podríamos esperar automáticamente que estuviese — en la represión de la sexualidad en el individuo como un fin en sí mismo. Debemos aprender a ser más fieles a la severa precisión de la imaginería corriente en el mundo antiguo: la virginidad era un estado que se esperaba concluyese por un acto social. Al perder su condición de físicamente intacta en la consumación de un matrimonio arreglado — y, como era de esperarse, concibiendo un hijo que era una mezcla y un nuevo comienzo para ambas familias-, la joven era inscrita por su sociedad como un miembro plenamente productivo, como en realidad lo era su esposo, de una manera menos evidente pero igualmente definitiva. La relación sexual era el acto necesario del que dependían la solidaridad y la perpetuidad de la raza humana. Era también, por fortuna, un acto que habitualmente estaba asociado a un gozo personal considerable: de hecho, era un acto presentado para las dos partes como una de las sensaciones humanas más deleitosas, y de ahí una de las más irresistibles. Así, la pérdida de la virginidad a través de un acto de reclutamiento irresistible a la sociedad, y de posesión por ella, estaba al mismo tiempo asociado en el nivel personal a la dulce violencia de una pasión de la cual ningún ser humano podía desear sentirse a sí mismo exento o exenta. De allí que las experiencias personales de la sexualidad y el deseo de tales experiencias se combinaban tan inextricablemente con las implicaciones sociales de relación marital, que es fácil leer un tratado cristiano antiguo sobre la virginidad como si fuera simplemente un ataque a los gozos del sexo. Era clara con todo la lógica muda del argumento: la solidaridad en aceptar la fuerza y el deleite del impulso sexual implicaba la solidaridad en una disposición a casarse. Y esto, a su vez, implicaba una disposición a ser inscrito en la sociedad como constituido normalmente en un entorno clásico tardío, judío o zoroastriano.

Así, cuando se decía en términos nada inciertos a aquellos que deseaban mantener su estado de virginidad que debían aprender "a luchar contra la misma naturaleza humana," los escritores no tenían en mente sólo la pelea contra las tensiones de una sexualidad insatisfecha, por más serio que eso pudiese ser y con frecuencia tratado extensamente por autores como Jerónimo (cuyos escritos han contribuido pesada y desastrosamente a los estereotipos modernos). Detrás de estos conflictos físicos interiores subyace el esfuerzo por fortalecer a la persona contra la fuerza de la convención social que amenazaba con arrastrar al individuo, con la violencia silenciosa de un alud, a su papel social "natural" como persona casada, activa sexualmente para producir hijos.

Mantener la virginidad era, por lo tanto, comprometerse uno mismo, por implicación, en una imagen diferente respecto de los fundamentos de la cohesión de la sociedad. Según la visión antigua, la virginidad debía perderse, como una hermosa pradera florida debe florecer y luego ser guadañada, o como la tierra verde debe ser labrada antes de que pueda dar frutos. Era sólo una etapa (si bien una etapa conmovedoramente preciosa) en un movimiento cíclico por el cual todos los jóvenes y muchachas eran arrastrados, por el proceso de la maduración física, dentro de la masa humana duradera de aquellos "que se casan y son dados en matrimonio." Hacer que aquella única etapa fuera permanente significaba detener la circulación generosa de las parejas casadas y negar las solidaridades que surgían de tal circulación. Allá por el siglo IV, tal visión llegó a significar, en la práctica, que un número de personas jóvenes, bien establecidas, habían de hecho dejado en claro, al decidirse "a hacer santos sus cuerpos," que consideraban que tenían el derecho de disponer de sus cuerpos como les placía, guardándolos en su estado virginal, fuera de circulación en la sociedad. De esta manera, se sostenía que el cuerpo mismo ya no era permeable a las demandas que la sociedad ejercía sobre él. En ese sentido, el cuerpo de un joven podía estar tan "intacto" como libre de penetración por parte de la sociedad, como el de cualquier muchacha, y una virgen podía presentar un límite tan "duro" al mundo exterior como lo hacía cualquier varón. El cuerpo, en verdad, se había convertido en un locus tangible sobre el cual podía ejercerse la libertad de la voluntad, en opciones que afectaban íntimamente el tejido convencional de la sociedad.

Las implicaciones sociales radicales de esta noción fueron expresadas de muchas maneras. La vida de los sexualmente continentes era presentada como una imitación exacta sobre la tierra de la "vida de los ángeles." Los cristianos entendían por ésta una vida en sociedad (¿qué grupo, en efecto, era más armonioso de lo que eran los ángeles del cielo?) pero en una sociedad ya no formada por los lazos del matrimonio, la familia y el parentesco. Tal era la interpretación que se daba a la promesa de Cristo a los "hijos de Dios": "Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos." (Mc 12:25; cf. Mt 22:29-30 y Lc 20:34-36).

La exégesis de la historia de la caída de Adán y Eva se concentraba con insistencia en el estado virginal de la primera pareja humana. En agudo contraste con la exégesis rabínica del Génesis (que pudo haber sido elaborada para contrarrestar los puntos de vista cristianos), Adán y Eva eran presentados como seres pre sexuales y, por implicación, presociales. No habían sido creados para ser dados mutuamente en matrimonio por Dios, consumando la disposición divina por la relación sexual en el Edén. Por el contrario, la caída de Adán y Eva había consistido en, o había llevado necesariamente a, que se juntaran de una manera equivocada, esto es, por la relación sexual. El punto de vista más radical veía la caída misma como debida a la manera como Adán y Eva habían abandonado su estatus "angélico" imitando a las bestias al tener relaciones. La interpretación menos radical (expresada en escritores como Gregorio de Nisa y Juan Crisóstomo) insistía sin embargo en que la necesidad humana actual de los consuelos del matrimonio, de relación sexual y del gozo de los hijos surgía directamente del temor escalofriante a la muerte y del sentido de transitoriedad física que había seguido rápidamente a la caída. En ambos casos, las estructuras ideales de una sociedad verdaderamente "humana" — esto es, una sociedad formada de uniones puramente voluntarias, tan armoniosas como el unísono vibrante de los ángeles en torno al trono de Dios — llegaron a formar un patrón con que juzgar, y encontrar tristemente deficientes, las estructuras presentes de una sociedad humana basada sobre el matrimonio, sobre la familia y, por tanto, en último análisis, sobre aquellos impulsos sexuales ambiguos que hombres y mujeres comparten con el mundo animal en su estado caído, "post-angélico."

Dicho con la mayor frialdad, tenemos una visión "des-mitificada" de la sociedad. Ya no es más natural, en cuanto ya no puede pretender basar su cohesión y reclutamiento en la satisfacción de impulsos naturales, hacia la unión sexual y, por ende, hacia el matrimonio y los gozos de la progenie. Más bien, la comunidad humana existente es vista como no otra cosa que la creación artificial de un contrato social sexual. Igual que Adán y Eva, cada individuo es libre de retener o de entregar su cuerpo a la sociedad. Y la mayoría de las opciones son "caídas" en miniatura, por las cuales los seres humanos debilitados entregan fácilmente su derecho inalienable de asociarse a la sociedad armónica de los ángeles y decidir en cambio acrecentar la "comunión" abrasiva, transitoria y empañada de los casados.

Es importante darse cuenta de que los exponentes más radicales de tales puntos de vista eran por lo común los más fervientemente comprometidos con el ideal de la creación, dentro de la Iglesia cristiana, de formas alternativas de agrupamiento social. La noción de virginidad y la exégesis radical de la historia de Adán y Eva proporcionaban instrumentos conceptuales de gran poder emotivo con los cuales explorar las posibilidades de la comunidad cristiana como una asociación voluntaria. Puesto que, una sociedad que ya no se mantenía unida por un contrato social sexual era, de muchas maneras, una tabula rasa: podría reagruparse a sí misma de una manera muy diferente de la corriente en el mundo circundante. Podría abandonar también, junto con el matrimonio, aquellos otros grandes "muros divisorios" asociados con una sociedad normal, basada en el matrimonio: la institución de la esclavitud y la exclusión de las mujeres.

Dicho radicalismo estaba sorprendentemente difundido en la Iglesia primitiva. Tenía sus raíces, en la medida en que podemos verlo ahora, en las corrientes del judaismo sectario ejemplificadas por los esenios e ilustradas ahora por los Rollos del Mar Muerto. Alrededor del 300 de la era común, la línea divisoria que había llegado a separar a los grupos radicales — que fueron llamados, mayormente por conveniencia de los estudiosos, encratitas, "abstinentes" del consenso mayor de las comunidades cristianas tendía a ser trazada entre los radicales que esperaban que tal reestructuración total de la sociedad, basada en la abstinencia sexual, sería aplicada a la comunidad de los cristianos como un todo, y aquellos que enseñaban que el poderoso espejismo de una solidaridad "angélica" debería activarse sólo entre los miembros de la élite. Desde la primera carta de Pablo a los corintios en el año 54, ha habido una fuerte tendencia dentro de las comunidades cristianas, y especialmente en las comunidades urbanas, a limitar tales experimentos peligrosos y fascinantes a sus líderes. La corriente radical tendía constantemente a rebosar, para formar pequeños grupos de "abstinentes" totales. Muchas de estas comunidades vivían a la medida de las conclusiones radicales que habían sacado del mito de la caída de Adán y Eva. Desconcertaban a sus contemporáneos por la libertad de restricción de sus compañeras mujeres, quienes se mezclaban fácilmente con sus "hermanos" virginales y ejercían frecuentemente papeles de liderazgo. Más habitualmente, sin embargo, la corriente radical fue canalizada hacia los escalones superiores de la "gran Iglesia."

Así canalizada, se lanzaba con la fuerza de un canal de molino. La creación, desde Orígenes a Jerónimo, de una élite cultivada de maestros "vírgenes," accesible por igual a hombres y mujeres; el surgimiento de grandes monasterios y conventos de monjas como sociedades alternativas en miniatura, paradas en el borde del mundo asentado por todo el Mediterráneo; el enorme espíritu de cuerpo de un clero superior crecientemente celibatario: todo esto surgía de la necesidad de crear en la Iglesia grupos que tuviesen todos la solidaridad, el deseo de sobrevivir en el tiempo y la autoridad de una comunidad política, y que con todo carecía categóricamente del único ingrediente sobre el cual en el mundo antiguo descansaban usualmente las comunidades políticas: el sólido vínculo carnal y sanguíneo de la familia y del parentesco. El estado virginal era exaltado como el estado de "verdadera" unión y, de esta manera, como la fuente de la "verdadera" y duradera progenie. Deberíamos ser cuidadosos para no descartar tales hipérboles como si fueran meramente retóricas o como si delataran una sublimación patética del deseo de procreación en tantos cuerpos masculinos inútiles, en tantos úteros vacíos. Puesto que en tal afirmación podemos herir el gusto con el que el clero y los ascetas de los siglos IV y V se habían lanzado a crear instituciones duraderas y formas permanentes de transmisión cultural sobre un fundamento tan aparentemente etéreo, y sin embargo tenaz, como es la voluntad de una minoría dotada de construir una sociedad que podían mirar como una sociedad basada idealmente en la libertad de elección y no sobre los usuales lazos "orgánicos," de una sociedad basada en la familia. Esto brotaba de la elevada teoría de la virginidad, aunque no siempre de la práctica; puesto que los niños eran "donados" frecuentemente a los monasterios y al clero con tan poco respeto a sus voluntades como ellos alguna vez habían sido casados.

Tales consideraciones estaban implícitas en la noción de virginidad en su forma clásica. Por importante que pueda ser para un lector moderno recapturarlas, no son las únicas que se le hubieran ocurrido a un cristiano de la antigüedad tardía. Igualmente importante era la apelación al estado virginal como una forma de "mediación" entre lo divino y lo humano. En las palabras de Gregorio de Nisa:

 

"En efecto, en el nacimiento de la Virgen, la virginidad ha llevado a Dios a participar en la vida de los seres humanos, y en el estado de virginidad se han dado a la persona humana las alas para elevarse al deseo de las cosas del cielo; y de esta manera la virginidad ha llegado a ser la fuerza unitiva que asegura la intimidad de los seres humanos con Dios; y por la mediación del estado virginal tiene lugar la unión armoniosa de dos seres de naturalezas tan grandemente distantes" (Sobre la virginidad 2)

 

Cuando leemos un pasaje así, debemos recordar el corolario tal como éste ha sido expresado por una tradición reciente de la antropología estructural: esto es, aunque "el "problema" central de la religión es... restablecer alguna forma de puente entre el hombre y Dios... la "mediación" (en este sentido) es realizada siempre introduciendo una tercera categoría que es "anormal" en términos de las categorías "racionales" ordinarias... El terreno medial es anormal, no natural, santo. Es de una manera típica el foco de todos los tabúes y observancias rituales."

En verdad, un fuerte sentido de paradoja rodeó siempre la figura de lo virgen. En efecto, allí estaban hombres y mujeres comunes, fruto de relaciones sexuales, demasiado conscientes en la mayoría de los casos de la fuerza perdurable de su propia naturaleza sexual; todavía ligados a sus conciudadanos por una común necesidad de comer, dormir y respirar; e, igual que todos ellos, destinados a la muerte. Con todo, al mismo tiempo, "vivían en la tierra la vida de los ángeles en el cielo"; mantenían en sus cuerpos no reclutados la integridad primigenia de Adán y Eva; gozaban los "primeros frutos de la resurrección." Con frecuencia eran ritualmente separados de sus conciudadanos como los privilegiados "prometidos de Cristo": en el curso del siglo IV crecieron en dramática claridad y en fuerza obligatoria las ceremonias de la imposición del velo de las monjas, basadas en rituales de matrimonio; y la "profesión" monástica de un varón era un compromiso igualmente solemne. Como resultado de todo esto, se creía que sus frágiles cuerpos llegaban a ser "templos del Espíritu Santo."

Vistas con esta luz, esto es, en términos de un énfasis poderoso en el cuerpo virgen como el mediador "anormal" entre lo humano y lo divino, las causas usualmente invocadas para explicar el surgimiento del ideal de la virginidad en la antigüedad tardía pueden necesitar de una revisión. La explicación no puede nunca quedar exclusivamente limitada — como resultaría fácil para un investigador moderno limitarla — a las actitudes hacia la sexualidad. El surgimiento del ideal, por lo tanto, no puede ser explicado sólo en términos de un desasosiego creciente en los círculos paganos y cristianos respecto de los componentes físicos, y especialmente el sexual, de la persona humana. Ésta es una causa secundaria y puede ser totalmente superficial en comparación con las presiones no expresadas y geológicas instaladas dentro del sistema religioso del mismo cristianismo antiguo tardío, por su búsqueda de formas convincentes y tangibles de mediación entre Dios y la humanidad.

Los cristianos, en efecto, compartían con sus contemporáneos de la antigüedad tardía un sentido obsesivo de la distancia entre Dios y la humanidad, entre lo celestial y lo terreno, entre la creación invisible de Dios — la sociedad angélica — y las criaturas visibles de Dios: el mundo material y la raza humana. A esto añadían con todo una insistencia muy peculiar sobre la posibilidad de una unión de estas esferas antitéticas, y especialmente sobre la posibilidad de que tal unión pudiera suceder a través de las personas de los humanos. El cristianismo se había vuelto patentemente absurdo para los paganos racionales — y aun más para los judíos, como más tarde para los musulmanes — por su doctrina de la unión directa e inmediata del Dios altísimo con la carne humana en la persona de Cristo. Un sentido pasmoso del misterio de la encarnación se cernía sobre la mente de todo gran escritor cristiano cuando volvía la pluma, en momentos más tranquilos, al tema más fácil del elogio de la vida virginal. La religión incluía rituales dramáticos de participación, de transformación, de promoción ritual, por los cuales los seres humanos eran movidos desde una categoría antitética hacia otra. El bautismo elevaba al creyente de un ser de barro a la esencia ígnea de los ángeles. Los fieles cantaban en la eucaristía con los querubines delante del trono de Dios y luego procedían a participar del cuerpo y sangre de ese Dios. Se creía que la profecía, el martirio, la santificación ascética habían elevado a los seres humanos a una intimidad con Dios tan cercana como la de un ángel. El universo repicaba con las súplicas de los santos en favor de los fieles sobre la tierra, y la explosión del culto a los santos y de sus restos físicos volvía magníficamente concreta la creencia temeraria en la posibilidad incesante de una unión del cielo y de la tierra.

Es digno de notar cuan poco compartían los otros sistemas religiosos este ordenamiento distintivo de la experiencia. En el judaismo, como más tarde en el islamismo, la antítesis de Dios y la humanidad, el Creador y lo creado, era sentida como demasiado poderosa como para admitir la inserción de seres humanos "angélicos" en calidad de figuras mediadoras. Puede ser ésta una razón entre tantas otras de por qué nunca logró un lugar central en ninguna de las dos religiones una noción de la excelencia peculiar del estado virginal. El pensamiento pagano contemporáneo de la escuela platónica compartía la obsesión de los cristianos sobre la posibilidad de categorías antitéticas mediadoras. Con todo, llegaba a conclusiones significativamente diferentes. Puesto que, si para el platónico la antítesis primaria que necesitaba ser mediada era la existente entre el mundo invisible del puro espíritu, el mundo de las Ideas y de los dioses inteligibles, y el mundo visible de la materia, entonces los seres humanos aparecían demasiado profundamente teñidos de materia — en su existencia terrestre, de cualquier manera — como para elevarse alguna vez a una posición mediadora. Los dáimones etéreos, criaturas anormales en cuanto compartían la inmortalidad con los dioses y las emociones corporales con la raza humana (junto con las pocas almas grandes que después de la muerte se habían unido a sus filas), eran las figuras dominantes que en las mentes paganas llenaban el hiato entre el cielo y la tierra.

Lo que el historiador debe explicar, enfrentado con estas respuestas alternativas a la cuestión quemante de la sustraído, es menos por qué la noción de virginidad se elevó a tal prominencia en la antigüedad tardía, cuanto un rasgo peculiar de esta noción en los círculos cristianos, a saber, el peso simbólico enorme puesto en el cuerpo humano individual como un locus obsesivamente significativo de aquella mediación "anormal, no-natural, santa" de lo humano y divino. La virginidad era un estado intensivamente físico del cuerpo. El cuerpo intacto de la mujer virgen permanecía a través de toda la imagen organizadora del concepto en su totalidad. Un cuerpo en este estado — o, al menos, un cuerpo perpetuamente sustraído de la experiencia sexual futura — era tratado de la manera más concreta como un "templo del Espíritu Santo"; en las palabras de un tratado, una virgen era "el Espíritu Santo con un cuerpo." El cambio de perspectiva es dramático. El abrazo gozoso y transformador entre el mundo divino y humano que Plotino, el gran platónico pagano, estaba preparado a ver sobre todo en el cuerpo "santo" del cosmos como un todo, hecho lo más visible en el orden brillante de los astros, se ha estrechado, en la espiritualidad cristiana, al abrazo de Cristo con su prometida, la virgen individual. Se esperaba sinceramente que este abrazo volviera santo al cuerpo mismo: que penetrara con su fino perfume la estructura física frágil de la buena monja romana. Poco asombra, por lo tanto, que fuera advertida solemnemente de no recostarse en su tina mientras se bañaba, no fuera que el agua "común" lamiera un cuerpo hecho sagrado por el Espíritu Santo.

Es aquí donde podríamos volvernos provechosamente a la importancia abrumadora de las implicaciones sociales del estado virginal en la antigüedad tardía. En efecto, lo que era "anormal" respecto del cuerpo virginal no era necesariamente que era un cuerpo humano cuyos impulsos sexuales habían sido superados, por más extraño que tal logro pudiera parecer al observador promedio. En el nivel más profundo que hemos explorado, el cuerpo virginal era anormal mayormente porque era, en las categorías normales, profundamente asocial: no pertenecía a la sociedad como era definida naturalmente.

El énfasis en la separación de la persona como un todo respecto de los reclamos de la sociedad llevaba a una modificación significativa de los puntos de vista largamente establecidos sobre la persona humana. Muchos escritores sobre la virginidad, tales como Gregorio de Nisa y Ambrosio, todavía se movían sin pensarlo en un universo platónico. Con todo, aunque pudieran usar frases tomadas de las obras de Platón, su concentración distintiva en las implicaciones específicamente sociales del ideal de la virginidad llegaba a erosionar una faceta crucial del pensamiento de la Grecia clásica: esa "dicotomía aguda entre la persona y el cuerpo... el de mayor alcance y tal vez el más cuestionable de sus dones a la cultura humana."

En sus obras sobre la virginidad, en efecto, la "retirada" del alma respecto del cuerpo, sobre la cual Sócrates había hablado tan resonantemente en el Fedón de Platón, llegó a estar ensombrecida por una preocupación diferente: la retirada del cuerpo mismo respecto de la sociedad. Sócrates era el habitante bien arraigado de la polis griega. Era un hombre que se había casado, que había engendrado hijos, que había servido en el ejército de Atenas, Podría haber deseado, en las horas antes de su ejecución, haber gastado toda su vida en aprender gradualmente cómo decir adiós al cuerpo, al compañero locuaz, inconstante e ignorante que pronto quedaría en silencio, a medida que la bebida de la cicuta hacía su efecto, dejando al verdadero Sócrates, al Sócrates alma, para festejar sin distracciones sobre la belleza eterna. Platón, empero, nunca dudó ni por un momento que la polis tuviera el control completo sobre los cuerpos de sus jóvenes: que la fertilidad de sus muchachas debía ser movilizada para el alumbramiento y que los elevados espíritus de sus jóvenes debían estar disponibles para la procreación y para la violencia organizada de la guerra. Por contraste, los jóvenes hombres y mujeres contemplados por Gregorio de Nisa, que habían decidido "hacer santos sus cuerpos," los hacían santos poniéndolos aparte de las demandas hechas sobre ellos por la sociedad. Ponían el cuerpo mismo del otro lado de la poderosa línea divisoria que separaba a la persona de la sociedad.

Este cuerpo, por supuesto, frecuentemente permanecía tan ingobernable como lo había sido siempre. En verdad, los lugares comunes de la exhortación ascética recurrían demasiado pesadamente, cuando se enfrentaban con los poderes de la carne indomada, a la vieja dicotomía platónica de la persona y el cuerpo. Sólo unos pocos escritores ascéticos de visión sobresaliente, educados en la dura pero perspicaz escuela de los Padres del desierto — como Evagrio y Juan Casiano, y más tarde Doroteo de Gaza y Juan Climaco-, constataban que una imagen diferente del cuerpo implicaba, de hecho, una aproximación sutilmente diferente a la lucha moral. Ésta ya no se dirigía al abandono del cuerpo sino a su santificación íntima: de ahí una atención al flujo y reflujo preciso de los sentimientos sexuales en el cuerpo. Estos llegaron a ser tratados algunas veces menos como los movimientos de un área ajena al verdadero sí-mismo que como recordatorios misericordiosos de las tensiones más profundas del alma, hechas manifiestas por la bondad paciente de Dios en los escondrijos misteriosos del cuerpo. Pues, como Juan Climaco escribía cerca del 630:

 

"No pienso que cualquiera deba ser catalogado como santo hasta haber hecho santo su cuerpo, si esto es en verdad posible" (La santa escala, escalón 15).

 

C’est le premier pas qui coúte. El haber apartado el cuerpo como un todo de la sociedad era hacer una afirmación particularmente concreta e íntima acerca de la naturaleza de una sola forma de solidaridad humana: los lazos comunes de la sociedad, expresados con su denominador común más bajo en términos de necesidades sexuales, de unión sexual, y de las formas naturales de unión que surgían de tal unión, la familia, la descendencia, el parentesco. Significaba afirmar, en su lugar, el derecho del individuo a buscar para sí mismo formas diferentes de solidaridad, más consonantes con el elevado destino de personas libres, capaces de entrar en una armonía libremente elegida de voluntades que, como creían los cristianos de la antigüedad tardía, era el gozo particular de la vida indivisa de los "ángeles en el cielo."

El culto bizantino temprano a la Virgen María pone en alto relieve las preocupaciones que habían subyacido al discurso cristiano clásico sobre la virginidad, con una aproximación a ellas desde un ángulo no familiar. En efecto, detrás del fervor creciente del culto de la Virgen como Theotokos -la que dio a luz a Dios — y como intercesora para la raza humana, podemos detectar el agotamiento final de la lógica semiconsciente del estado virginal. En el arte, la liturgia, la poesía y la predicación de los siglos V y VI, vemos estas preocupaciones como eran vistas no sólo por una élite restringida de ascetas y patronos de monjas sino también por las poblaciones de las grandes ciudades cristianas del cercano Oriente bizantino.

El debate acerca de la virginidad fue en gran parte, como hemos visto, un debate acerca de la naturaleza de la solidaridad humana. Fue un debate sobre lo que el individuo necesitaba o no para compartir con su prójimo. En la figura de la Virgen y en su relación peculiar con Cristo aparecían en primer plano las paradojas inherentes a la noción cristiana temprana de la virginidad. Dios, en efecto, como Cristo, había elegido afirmar su solidaridad con la raza humana de la manera más íntima posible, tomando su carne del útero de María y luego nutriendo esa carne a través de la dependencia de sus pechos. Para un bizantino, ningún lazo natural de la sociedad podía ser tan fuerte o tan inequívocamente bueno como el doble lazo del útero y de los pechos que nutren. Como decía una reina, al rogar por la vida de un príncipe en un cuento copto: "¿No quieres tener presente, oh Rey, que fue el útero de una mujer el que llevó a este príncipe, como a cualquier otra persona, y que fueron los pechos de una mujer los que lo amamantaron, de la misma manera que mi querido hijo fue amamantado en mis pechos?"

Los habitantes de las ciudades bizantinas eran miembros de una sociedad notoria por su abrasividad y marcada por los abismos entre los ricos y los pobres, los poderosos y los desamparados, que golpeaban el alma de predicadores tales como Juan Crisóstomo. Estos habitantes recurrían instintivamente a la poderosa memoria subconsciente de una solidaridad cálida y nutridora entre madre e hijo, como al derecho último y vestigial de todos a una naturaleza humana común, y así a un reclamo común, al amor humano en un mundo dividido e inhumano. Y Dios había elegido precisamente ese lazo con el cual hacer evidente su unión íntima con una humanidad sufriente.

Con todo, para los meros seres humanos, el ímpetu de la noción de virginidad había servido precisamente para evaporar todos esos lazos meramente naturales. Si Cristo debía ser considerado un miembro de la raza humana, es imposible que fuera una membresía ganada a través de la solidaridad convencional, profundamente empañada, del contrato social sexual. Tenía más bien que ser el fruto de un útero virginal. Los escritores sobre el nacimiento virginal ponían en claro con indefectible minuciosidad que siempre se había hablado de Cristo como del "fruto del útero." En esto, había recapturado la majestad presocial del primer estado de Adán. Ninguna unión de dos cuerpos, ninguna penetración del uno por el otro, ninguna mezcla de semilla masculina había producido a Adán — modelado por Dios de la tierra "virgen," no labrada, de Edén — o a Eva — tomada del costado de Adán — o a Cristo — formado de la carne de la virgen enteramente dentro del útero de María, sin la intervención de semilla de varón-. Y de esta manera Cristo había entrado en la raza humana maravillosamente exento de aquellas solidaridades hartantes contra las cuales las vírgenes meramente humanas debían luchar sin cesar y con dolor de espíritu tan grande a través de sus vidas, solidaridades consideradas, en contraste con la formación solitaria de Cristo en el útero de María, como tan íntimas y tan extendidas como la mezcla rebelde asociada al acto de la concepción.

Con todo, un triunfo tan perfecto del paradigma clásico de la virginidad dejaba insatisfecha a una parte de la mente y del corazón. La figura de Cristo como el Nuevo Adán podía demasiado fácilmente llegar a estar rodeada del pavoroso temblor del "nacido-en-la-tierra," del imperfectamente humano; mientras que Cristo como Dios podía quedar separado de la humanidad por la majestad prominente de su condición divina. En efecto, ¿cómo podría un ser humano que no había nacido a través de la sociedad humana llegar a mostrar alguna vez aquella sympátheia, aquel profundo rasgo de la compasión humana por nuestros congéneres, que gozaba de una estima tan intensa entre los bizantinos, quienes conocían demasiado bien que tal sentimiento familiar era un rasgo humano raro? De allí la enorme importancia emocional para el creyente bizantino temprano del doble lazo del útero y de los pechos establecido entre la humana María y su hijo divino. Dios podría ser invocado como el "único que ama a la humanidad," y como el Compasivo. Pero, para estar seguros de que tan altos epítetos eran realmente verdaderos y, sobre todo, relevantes para la existencia día a día, los bizantinos se volvían a sus iconos y a sus himnos a la Virgen. María, en efecto, al capacitar a Dios, en cuanto Cristo, a llegar a ser humano, al llevarlo en su útero y al mantener su vida física a través de sus pechos, había en verdad hecho a Dios humano.

Al hacerlo, María gozaba de una cercanía con el propio Emperador del Cielo ante cuyo pensamiento todos los bizantinos se estremecían. El sentido de la majestad divina, puesta totalmente al alcance de un ser humano individual y débil, sacó a luz lo mejor en los grandes poetas cristianos del Oriente bizantino, Efrén el Sirio en el siglo IV, Romanos el Melódico en el VI. El estilo de toda una sociedad cristiana, en efecto, se hizo visible en la figura de la Virgen teniendo sobre sus rodillas al Regente de Todo. Todas sus esperanzas más profundas y sus temores sobre el acceso de lo débil a lo poderoso, de la humanidad a Dios, se agrupaban en torno de la cuna de Belén:

 

"María lleva ahora a El de Fuego en sus dedos.

La Llama Santa es estrechada a su lado.

El Dios Ardiente se aferra sus pechos.

¡Oh! ¿Quién ha visto al Fuego Santo

envolviéndose a sí mismo en pañales?" (Efrén el Sirio, Carmina Soglütn 1).

 

Al contemplar aquel callado momento, uno podría suponer fácilmente que medio milenio de debate obstinado y frecuentemente agudo sobre cómo podrían los seres humanos acercarse a Dios a costa de una porción tan grande de aquella tela cálida tejida por las solidaridades antiguas de la carne, había sido súbitamente resuelto; y resuelto en un momento de contacto amoroso que los escritores de himnos y los predicadores de la antigüedad tardía (buenos monjes o admiradores de los monjes) podían expresar únicamente en términos de sensualidad obsesionante:

 

"Extendiste tu brazo derecho (¡oh Madre de Dios!), lo tomaste y lo colocaste en tu brazo izquierdo. Inclinaste tu cuello y dejaste caer tu cabello sobre Él... Extendió su mano, tomó tu pecho, mientras introducía en su boca la leche que era más dulce que el maná... Y aquel que los serafines no podían contemplar, y cuyo rostro los ángeles nunca fueron capaces de mirar, la Santa Virgen acunaba en sus manos... y se hizo audaz sin temor y lo llamaba "Hijo mío," y él la llamaba también "mi Madre" (Cirilo de Jerusalén, Discurso sobre la Theotokos).

 

 

14. Guía Espiritual.

Dónalo Gorgoran.

La guía espiritual en el sentido moderno no era, estrictamente hablando, una práctica formalizada y consciente en el cristianismo primitivo. Sin embargo, la dirección y el cuidado de las almas en su sentido más amplio era ciertamente un tema importante en mucha de la literatura cristiana primitiva: sermones, cartas, tratados de exhortación moral, etc. Numerosas cartas de Ambrosio, Agustín, Anselmo de Canterbury, por ejemplo, estaban dirigidas a la dirección espiritual explícita de individuos. Los escritores cristianos de varios de los primeros siglos heredaron en alguna medida de la antigüedad clásica la preocupación de los filósofos por la guía moral. Así, El maestro de Clemente de Alejandría, por ejemplo, está dirigido mayormente a cuestiones de la vida moral cristiana. Uno encuentra en Sobre la virginidad de Gregorio de Nisa y en La santa escala de Juan Climaco fuertes exhortaciones sobre la necesidad de tener un guía espiritual. El Cuidado pastoral de Gregorio el Grande, que influyó grandemente sobre la espiritualidad de la Edad Media, estaba dirigido a la formación espiritual del clero en general y no era un manual para la dirección espiritual.

La tradición cristiana ha enfatizado siempre que Cristo o el Espíritu Santo es el verdadero guía de las almas. Encontramos aquí una diferencia notable respecto de algunas de las otras tradiciones espirituales principales donde el papel del instructor, maestro o guía espiritual es central, si no indispensable. Para algunas tradiciones, la relación maestro-discípulo es algo así como una forma semi-institucionalizada de transmisión." La lucha de la Iglesia primitiva con los gnósticos establecía que la transmisión está en la comunidad entera de la Iglesia y es, por lo tanto, pública y exotérica más que privada y esotérica. El instructor espiritual, en el sentido de un maestro espiritual extraordinario responsable de la transmisión persona-a-persona, es muy raro en el cristianismo, aunque hay lo que podríamos llamar dos subtradiciones que de alguna manera se aproximan a este fenómeno: los antiguos Padres del desierto monásticos y los startsy rusos de los siglos XVIII y XIX.

Si bien es algo excepcional la presencia del instructor espiritual en el cristianismo, puede admitirse fácilmente que ciertos individuos se han destacado como grandes guías incluso en el cristianismo occidental, donde la dirección espiritual fue crecientemente formalizada, institucionalizada y ligada a la confesión sacramental. El siglo XVII en Francia es llamado a menudo la gran época de la dirección espiritual a causa de figuras tales como Bossuet, Fénelon, Francisco de Sales y Bérulle. O se podría señalar al gran sacerdote francés director de almas, Abbé Huvelin (m. 1910), que fue el guía espiritual del Barón von Hügel, quien a su vez fue el guía espiritual del conocido escritor anglicano sobre el misticismo, Evelyn Underhill. Hay en la tradición cristiana muchos grandes guías espirituales.

La dirección espiritual en el cristianismo occidental, en particular, ha connotado habitualmente una relación más limitada, menos personal, que el fenómeno del instructor y discípulo espirituales en otras tradiciones espirituales. En el cristianismo occidental la dirección espiritual llegó a ser cada vez más dominio del clero ordenado. A causa del lazo con la confesión sacramental, tendió a menudo a tener un fuerte énfasis moral, especialmente en los dos últimos siglos. En Francia, por ejemplo, el director espiritual era llamado "le directeur de conscience." El Oriente cristiano, por el contrario, ha mantenido siempre una mayor distinción entre la dirección espiritual y la remisión de los pecados. Los startsy rusos eran casi exclusivamente monjes no ordenados. Irénée Hausherr comenta, por lo tanto, que el término "dirección espiritual" como es entendido comúnmente es insuficiente cuando se describe el cuidado de las almas en el Oriente cristiano.3 El cuidado de las almas en el cristianismo ortodoxo se centraba en la búsqueda de la santidad en general. Sobre todo, el Oriente cristiano ha mantenido siempre un fuerte sentido del papel del Espíritu Santo, el elemento pneumático en la guía de las almas.

Las nociones de guía espiritual en la era patrística y a través de la Edad Media temprana estaban fuertemente endeudadas con la tradición y la experiencia monásticas. Aunque podemos afirmar con certeza que hubo siempre una preocupación por la guía y el cuidado de las almas en la tradición cristiana, hay poca evidencia literaria sobre ello en los doce primeros siglos. Incluso en la tradición monástica, la institucionalización gradual de la vida monástica sustituiría con una específica regla de vida y de formación de la comunidad la interacción altamente personal y carismática entre el anciano y el discípulo del monaquismo primitivo. Sólo en el siglo XII, con el surgimiento de los movimientos populares y las órdenes mendicantes, la guía espiritual del laicado llegó a ser una preocupación en sí misma. El surgimiento de nociones generalizadas y algo abstractas del progreso espiritual significaba que cualquier persona podía ser guiada a través de un proceso más bien objetivo. Así, el término "dirección espiritual" llegó a ser común sólo en la Edad Media tardía.

La tradición monástica de la paternidad/maternidad espiritual es el fenómeno que en el cristianismo temprano más se parece al fenómeno del maestro y discípulo espirituales en las otras grandes tradiciones espirituales. El "abba" del monaquismo cristiano temprano jugaba un papel muy importante. Los Padres/Madres del desierto sobresalen como los guías espirituales preeminentes de la era cristiana temprana. Estos Padres/Madres del desierto fueron los primeros monjes y monjas cristianos que, desde el siglo IV al VI, poblaron los desiertos y las regiones yermas de Egipto, Palestina y Siria. Si bien los orígenes de la vida monástica cristiana son complejos, uno de los factores más fuertes fue ciertamente el hecho simple de que la gente se retiraba al desierto para encontrar al "anciano," un maestro ascético y espiritual consumado, capaz de dirigir a otras personas hacia una mayor experiencia de Dios.

El anciano o anciana del desierto era llamado con el término arameo "padre" (abba) o "madre" (anima) Hay un testimonio literario más bien extenso de la enseñanza de estos Padres/Madres del desierto, contenido mayormente en las colecciones de dichos conocidas como los Apophthégmata Patrum, los Dichos de los Padres.4 Estas colecciones de dichos se parecen a un género de literatura espiritual encontrado también en otras tradiciones. Al comienzo, los apotegmas o dichos eran transmitidos oralmente, por lo que son muy concisos. Los dichos revelan la rica sabiduría de los ancianos del desierto, pero poco nos dicen sobre las técnicas de la guía espiritual.

Las primeras generaciones de los Padres/Madres del desierto no hicieron ningún intento para elaborar una doctrina espiritual para uso general. Estaba simplemente la respuesta del anciano desde la vida profunda en el Espíritu a las personas, situaciones y problemas que salían a su encuentro. Los visitantes posteriores del desierto, escritores tales como Evagrio Póntico y Juan Casiano, desarrollarían una suma más conceptualizada de la ascesis del desierto. Así, aunque Juan Casiano describía la pureza del corazón como la meta de la práctica ascética, en la literatura de los Apophthégmata ésta no se destaca entre otras metas del esfuerzo ascético, por ejemplo, la vigilancia espiritual (en griego, nepsis), la libertad respecto de la ansiedad (en griego, amerimnia) o la memoria de Dios, que era un tema prominente en los Padres del desierto de Gaza. Puesto que no había una preocupación consciente por los métodos de instrucción, ni por una formación formalizada, la naturaleza carismática personal de la interacción maestro-discípulo se revela sólo a través de una gran variedad de historias concretas que nos han llegado en las colecciones de dichos. Las variedades de instrucción son tan diversas y ricas como la panoplia de las personalidades de los maestros. El maestro era, en algún sentido, la enseñanza.

Juan Casiano, quien pasó diez años en el desierto, escribía en sus Conferencias: "Una vida santa es más educativa que un sermón."

Otro apotegma advierte:

 

"Abraham fue hospitalario y Dios estaba con él, y Elias amaba la quietud, y Dios estaba con él. Así, todo lo que encuentras que tu alma quiere en el seguimiento de la voluntad de Dios, hazlo, y guarda tu corazón."

 

La paternidad/maternidad espiritual.

Lo que distinguía al guía cristiano en el contexto monástico temprano era la noción de la paternidad/maternidad en el Espíritu.7 A pesar de la imposición de Cristo de "no llamar a nadie "padre" (Mt 23:9), el cristianismo primitivo vio fácilmente al guía espiritual humano como compartiendo tanto la bondad amorosa de Dios Padre como el don carismático del Espíritu para engendrar a otros en la vida espiritual. De esta manera, Pablo hablaba de engendrar discípulos en el Espíritu, y Orígenes escribía: "Feliz aquel que es engendrado para Dios sin cesar." (Sobre Jeremías 9.4). Las cualidades que caracterizaban a los Padres/Madres del desierto como guías espirituales reflejaban su propia experiencia profunda de las cualidades de lo divino.

Se encuentra una tonalidad distintiva o dominante en cada una de las formas de guía espiritual de las tradiciones religiosas principales. Aunque en otras tradiciones se puede encontrar incidentalmente la noción de paternidad/maternidad espiritual, tal noción no es la imagen dominante del guía como lo era para los monjes y monjas cristianos antiguos. De esta manera, comparada con otras tradiciones de dirección espiritual, la paternidad/maternidad — el "engendrar en el Espíritu" — es el carácter distintivo de la dirección espiritual cristiana, particularmente en el contexto monástico.

Los grandes guías espirituales del desierto desplegaron una paciencia, bondad e indulgencia extraordinarias con sus discípulos, pero también la fuerza necesaria para confrontar y amonestar. Los ancianos del desierto tenían una penetración, delicadeza y compasión notables al tratar la debilidad de los otros. La caridad y el no-juzgar eran, sin duda, las cualidades sobresalientes de los Padres/Madres del desierto. Barsanufio, el gran Padre del desierto de Gaza, escribía a un discípulo: "En efecto, mi preocupación por ti es más que la tuya por ti mismo, y la de Dios es incluso más grande." La bondad de los ancianos del desierto es ejemplificada también en una historia contada sobre el gran Abba Poemen:

 

"Algunos ancianos llegaron para ver a Abba Poemen y le preguntaron: "Cuando vemos a hermanos dormitando en la sinaxis [liturgia] ¿debemos despertarlos para que estén vigilantes?" Él les dijo: "Por mi parte, cuando veo a un hermano dormitando, pongo su cabeza sobre mis rodillas y lo dejo descansar."

 

La caridad excede por mucho en valor incluso a la más grande de las austeridades auto-impuestas. Así, un anciano anónimo decía que un hermano que ayuna seis días no podría nunca, aunque se colgase de sus narices, ser igual a aquel que sirve a los enfermos.

 

Exagoreusis: La Manifestación de los Pensamientos.

Una de las prácticas de la ascesis del desierto menos comprendidas era la "manifestación de los pensamientos." Si algo se aproximaba a una técnica de guía, era esta práctica. Ha sido descrita como una "espiritualidad de abrir el propio corazón." El discípulo era invitado a dar conocer al anciano espiritual todo lo que iba pasando interiormente. Tenía un significado mucho más amplio que la confesión sacramental. La meta no era la absolución de la culpa sino más bien un aumento en el discernimiento acerca de las inclinaciones de la voluntad profunda en la personalidad de uno. La exagoreusis traía un autoconocimiento verdadero y daba la oportunidad al anciano carismáticamente dotado de ser un médico para el alma. Cuando Juan Casiano escribía sobre la necesidad de "llevarles [a los ancianos] todo pensamiento que surge en nuestro corazón," la razón que daba era que "la serpiente mala de la caverna subterránea oscura debe ser soltada; de otra manera, se pudrirá." Hay una obvia sabiduría psicológica en esta práctica, y nunca era realizada bajo compulsión. La exagoreusis habilitaba también al joven asceta a tomar una mayor conciencia de la naturaleza dispersa de los "pensamientos" (en griego, logismoi) y lo ayudaba a aquietar la mente para lograr la paz interior del corazón (en griego, hesyjía). La finalidad era llegar a ser una persona de un solo pensamiento (en griego, monologistós), una persona centrada en la conciencia de Dios. La exagoreusis no era una descarga indiscriminada de la propia alma a un oído dispuesto. Abba Poemen advertía: "No abras tu alma a cualquiera en quien no confías en tu corazón." La exagoreusis era una práctica que llegaba naturalmente, puesto que dimanaba de la confidencia y de la confianza profunda.

 

Diakrisis y "profecía."

El don espiritual del discernimiento significaba, para los ancianos del desierto, moderación, equilibrio y prudencia, pero especialmente la penetración intuitiva en el estado espiritual y en las necesidades de los otros (en griego, diakrisis): la capacidad de leer los corazones. Éste era un poder dado por Dios, e iba mucho más allá de la sensibilidad natural y de la penetración en la naturaleza humana. Había en la literatura monástica primitiva un amplio consenso de que sin discernimiento no era posible ningún progreso en la vida espiritual. Abba Moisés advertía en las Conferencias de Casiano sobre el ejemplo de los monjes que no tenían discernimiento y los llamaba "naufragios antiguos y modernos." Abba Antonio aconsejaba: "Algunos han afligido sus cuerpos por el ascetismo, pero carecen de discernimiento y, así, están lejos de Dios." El discernimiento es como el fundamento sobre el cual todas las virtudes están edificadas.

Algunos ancianos del desierto mostraban una capacidad particular para leer los corazones. Abba Míos, por ejemplo, era llamado un "verdadero lector de corazones."17 La capacidad de leer los corazones, con todo, se presume en cada caso en que un anciano hablaba una "palabra." (en griego, rhema), una afirmación inspirada de consejo espiritual. La capacidad de dar tal "palabra" era llamada "profecía." La profecía era la inspiración directa del Espíritu Santo dada con la finalidad de guiar a otros. Algunos ancianos del desierto tenían el título de profeta añadido a su nombre a causa de su extraordinario don de consejo: por ejemplo, Juan el Profeta, el discípulo de Barsanufio. La diakrisis, la profecía y la caridad sobresaliente son las características principales de los grandes guías espirituales del desierto.

Una frase de un apotegma llegó a resumir, especialmente en la tradición monástica cristiana oriental posterior, el entero proceso de transformación cristiana: "Da tu sangre y recibe el Espíritu Santo." Todo el esfuerzo del anciano del desierto estaba dirigido a incrementar la receptividad del discípulo hacia el Espíritu Santo. Con frecuencia los ancianos no tenían el don de la profecía, a no ser que un discípulo estuviera abierto. Las Conferencias de Casiano mencionan a Abba Moisés, quien tenía una regla inflexible: no dar nunca instrucción excepto a personas que la buscaban con fe y sentida contrición. La búsqueda seria y la apertura en el discípulo creaban en cierto sentido el poder en el maestro, aunque los ancianos del desierto tal vez no creían esto hasta el grado en que era sostenido por las tradiciones hindú y sufí. La eficacia del Espíritu Santo dependía de la apertura mutua del maestro y del discípulo.

Los monjes antiguos miraban a Elias como uno de los modelos para el asceta del desierto. La transmisión del espíritu de Elias a Elíseo, simbolizada en la entrega del manto de Elias (2 R 2:13), encuentra su paralelo en la historia según la cual el gran Antonio heredó la túnica de Pablo del Desierto. Se encuentra algún indicio, pero no es común, de una capacidad extraordinaria del Padre/Madre espiritual para invocar el Espíritu y para crear una experiencia sensible de la transmisión del poder espiritual. Una descripción particularmente bella de esto fue ofrecida en el siglo XVIII por Motovilov, un discípulo laico del starets ruso Serafín de Sarov.

En la actualidad hay un amplio resurgir del interés en la dirección espiritual. El modelo de la amistad parece ser el modelo favorito para la relación director-dirigido. Éste ciertamente es un modelo más igualitario que el modelo padre-hijo; sin embargo, hay que recordar que el movimiento monástico temprano nunca tomó la paternidad humana como un modelo literal de roles para la guía espiritual. Su sentido del "engendrar en el Espíritu," que subrayaba la necesidad de la oración y del esfuerzo por la santidad, tiene mucho para enseñar a la práctica contemporánea de la dirección espiritual. Existe el peligro de ver la dirección espiritual meramente como una forma especializada del ministerio, una habilidad que puede ser reforzada por medio del asesoramiento y las intuiciones psicológicas. Los ancianos del desierto, junto con los grandes guías cristianos de todos los tiempos, enfatizaban fuertemente que el verdadero guía de las almas es el Espíritu Santo, quien actúa en las almas humildes.

 

 

teologia_liturgica_oriental.doc, 8/28/2002

tema 11, numero 9