Historia

de la Iglesia Ortodoxa.

Dr. Sebastiá Janeras.

Para Usos Internos y Didácticos Solamente

 

Contenido:

1. La Iglesia de la Pentarquía.

2. El patriarcado de Moscú.

Etapas y Figuras Principales de la Teología Ortodoxa.

1. La Iglesia de los siete concilios.

2. Teología bizantina medieval.

3. Teología y espiritualidad rusas.

4. La teología en la Grecia moderna.

Núcleos Doctrinales de la Teología Ortodoxa.

1. Preliminares.

2. Dios Trinidad.

3. Cristo y el misterio pascual.

4. El Espíritu Santificador.

5. Las energías Divinas.

6. El misterio de la Iglesia.

7. El mundo sacramental.

8. La teología del icono.

Bibliografía.

 

 

La Iglesia nació en Oriente, en Jerusalén — llamada "madre de todas las iglesias" —, y desde allí se esparció por la oikumene y por el mundo. La Iglesia Ortodoxa nunca dependió del Occidente, de Roma. La dos partes del Imperio romano, en plena comunión, seguían caminos propios, dadas las diferencias entre la mentalidad latina y la griega. Roma era el primer patriarcado en honor, Oriente poseía otros patriarcados, que en el Concilio de Calcedonia (451) fueron fijados definitivamente en el orden siguiente: Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Quedaba así establecida la pentarquía, cuya doctrina había de dominar en Oriente la noción de Iglesia y su misma vida jerárquica.

1. La Iglesia de la Pentarquía.

Las relaciones entre Roma y los patriarcados consistían sobre todo en que los papas y los patriarcas se informaban mutuamente de la elección mediante las cartas sinodales. El obispo de Roma respondía en signo de comunión. No se trataba, pues, de nombramiento o de colación de cargos. Roma era a veces el lugar de apelación en los litigios. La comunión se expresaba también con la inclusión de los nombres en los dípticos, proclamados normalmente por el diácono durante la celebración eucarística.

Comunión, pero diferente concepción de la Iglesia. En Oriente se formó la idea de la Iglesia del Imperio bajo la dirección del patriarca y el emperador. En Occidente, donde el Imperio romano había caído bajo los bárbaros el 476, se desarrolló una Iglesia papal independiente de la autoridad del Estado y la fuerza de las circunstancias ayudó al Papa a asumir funciones seculares y políticas. En Oriente la concepción eclesiológica partía de la iglesia local en torno al obispo, para agruparse en metropolías y en patriarcados. La coronación de Carlomagno, en la Navidad del año 800, por el papa León III, culminó un proceso de alejamiento de Roma respecto del Imperio bizantino que venía gestándose de hacía años, a medida que el Papa se volvía hacia el mundo germánico. Y en este punto entra un tema de capital importancia para la vida de la Iglesia de Oriente y para las relaciones entre Oriente y Occidente: la cuestión iconoclasta.

a) La persecución iconoclasta.

El emperador bizantino León III Isáurico (715-741), tal vez, dado su origen, por su convicción personal dualista y maniquea, tal vez con miras políticas frente al mundo islámico muy cercano (el Islam no admite la figuración humana, sino sólo ornamental, en sus mezquitas), o tal vez para atajar la influencia dominante de los monjes, grandes propagadores del culto a los iconos, prohibió, el 730, la veneración de las imágenes. Es la primera persecución iconoclasta, en la que destacaron dos grandes defensores del culto a los iconos: san Germán de Constantinopla y san Juan Damasceno. El papa Gregorio III, en un sínodo romano del año 731, defendió el culto a las imágenes, contra lo cual reaccionó el emperador León. Su sucesor Constantino Coprónimo intensificó la persecución contra los iconodulos. Después de un período más tolerante bajo León IV, Irene, su viuda, regente en nombre de su hijo Constantino y favorable a los iconodulos, convocó un concilio en Nicea (II), el séptimo ecuménico, el año 787, al cual el papa Adriano I envió sus legados. En dicho concilio se restableció el culto a los iconos.

Las actas del concilio fueron enviadas por Adriano a Carlomagno, rey de los francos desde el 768. Como respuesta, Carlomagno le envió los llamados "Libros carolinos" (o también Capitulare de imaginibus), obra redactada por sus consejeros francos, especialmente Alcuino, y en la que se atacaba el culto a las imágenes como idolátrico. En ella se decía, entre otras cosas: "Los griegos ponen su esperanza en las imágenes, mientras que nosotros veneramos los santos en sus cuerpos o, mejor aún, en sus reliquias o en sus vestidos, siguiendo la tradición de los Padres." Los autores de este documento, que no habían entendido la esencia de lo que se debatía en Bizancio, condenaban simultáneamente un conciliábulo iconoclasta tenido en Hieria el 754 y el concilio ortodoxo de Nicea del 787: "Estos dos concilios han ensuciado a la esposa de Cristo y repudiado la doctrina de los Padres, que no imponen un culto a las imágenes, aunque permiten su representación como ornamento de las iglesias." La reprobación del culto a las imágenes y del Concilio de Nicea se repitió en un sínodo de Francfort del año 794. Es curioso observar que si en Nicea estuvieron presentes y firmaron los legados del papa Adriano I, los legados del mismo papa hicieron lo mismo en el sínodo de Francfort. Al mismo tiempo, los "Libros carolinos" por ignorancia culpaban a los griegos de haber eliminado el Filioque del Credo.

A estos hechos hay que añadir la hostilidad creciente entre francos y bizantinos, que llegó a su punto culminante con la coronación de Carlomagno, en la Navidad del año 800. Desde aquel momento Occidente volvía a tener emperador y Roma se volvería hacia él, alejándose del emperador de Oriente y dejando a su suerte o ignorando totalmente a los iconodulos bizantinos, que volverían a experimentar la persecución.

En efecto, bajo León V el Armenio (813-820) se inició una nueva etapa de persecución iconoclasta, en la que nuevamente hubo mártires y en la que destacaron, entre otros defensores de los iconos, los monjes del monasterio de Studion, en Constantinopla, especialmente san Teodoro Estudita, que sufrió exilio por esta causa. La emperatriz Teodora, esposa de Teófilo, favoreció la iconodulia ortodoxa, y durante su regencia en nombre de su hijo Miguel III llegó finalmente el triunfo definitivo del culto a los iconos y, por lo mismo, el triunfo de la Ortodoxia. Ello tuvo lugar en un sínodo celebrado en Constantinopla el año 843, el primer domingo de Cuaresma. Desde entonces este domingo, llamado también Fiesta de la Ortodoxia, conmemora este evento.

La cuestión de los iconos había conmovido durante años todo el mundo bizantino, dividido entre iconoclastas e iconodulos. El resto del cristianismo oriental no se vio envuelto en estas luchas. Y Occidente no se interesó en lo más mínimo por tales cuestiones; más bien, como hemos visto, las rechazó. Y ciertamente es inimaginable la cuestión iconoclasta si no se tiene en cuenta la doctrina que el icono encierra y que veremos en otro lugar. En definitiva, la cuestión en torno a los iconos contribuyó al distanciamiento entre Oriente y Occidente.

b) La cuestión de Focio y la evangelización de los eslavos.

Pero el siglo IX había de traer consigo otros hechos que favorecerían que Oriente y Occidente siguieran sus propios caminos y su propia evolución. Destacan sobre todo la figura de Focio y la evangelización de los pueblos eslavos.

El año 858, depuesto y desterrado el patriarca Ignacio por el emperador Miguel III (bajo las presiones del ministro Bardas), Focio ocupó su lugar. Su elección, comunicada por Focio al papa Nicolás I, fue aprobada por los legados papales. En esa comunicación, Focio envió al Papa una profesión de fe, naturalmente sin el Filioque, profesión que el Papa aprobó sin ningún reparo. Posteriormente (863), un sínodo romano condenaba a Focio, sin que ello surtiera efecto; todo lo contrario, pues el 867 un sínodo constantinopolitano declaraba depuesto al papa Nicolás. Aquel mismo año, sin embargo, el nuevo emperador, Basilio I, queriendo la paz entre el Imperio y Roma, desterró a Focio y repuso a Ignacio en el trono patriarcal. Fue convocado un concilio en Constantinopla (869-870), al que acudieron los legados papales, el cual restablecía la comunión entre las dos sedes. Fallecido el patriarca Ignacio, Focio fue restablecido en la sede y reconocido como patriarca por un sínodo constantinopolitano, en presencia de los legados papales. Focio tuvo también un papel relevante en la polémica sobre el Filioque, el inciso añadido por los latinos en el Credo. Pero durante todo este tiempo, e independientemente de que fuera Ignacio o Focio el patriarca de Constantinopla, surgieron fuertes rivalidades entre Roma y Bizancio por la cuestión eslava.

Por una parte, los llamados apóstoles de los eslavos, los hermanos san Cirilo y san Metodio, fueron a evangelizar Moravia, a petición del príncipe Rostislav, deseoso de abrazar el cristianismo. Frente a las presiones germánicas de Occidente, cuyos obispados vecinos (Salzburgo, Passau, etc.) pretendían evangelizar de acuerdo con la Iglesia latina, el príncipe moravo se volvió hacia Constantinopla; y los hermanos Cirilo y Metodio, enviados por el patriarca Focio el año 862, empezaron su magna obra, creando el alfabeto glagolítico y traduciendo al antiguo eslavo la Biblia y los libros litúrgicos. Dicha evangelización encontró enormes dificultades por parte de los vecinos latinos, que acusaron de herejía a Cirilo y Metodio, quienes tuvieron que defenderse ante los papas Adriano II (867-872) y Juan VIII (872-878). Cirilo murió en Roma (869), mientras que Metodio volvió a Moravia, donde murió el 885. Sus discípulos tuvieron que huir hacia Bulgaria, mientras los obispos latinos introducían el rito latino en Bohemia (el 973 fue creado el obispado de Praga).

En Bulgaria, el príncipe Boris (852-889), después de fluctuaciones entre Bizancio y Roma, se dirigió al emperador bizantino Miguel III y él y su pueblo recibieron el bautismo (864) según el rito bizantino. Posteriormente los búlgaros recibieron a los discípulos de Cirilo y Metodio, huidos de Moravia. Pronto el príncipe Boris pretendió un reino y una Iglesia autocéfala, pero quedó bajo la jurisdicción de Constantinopla. Por el mismo tiempo Servia se convertía masivamente al cristianismo bajo Basilio I el Macedonio (867-886) y vivió, más aún que Bulgaria, los vaivenes y las disputas entre bizantinos y latinos, pero quedó bajo la órbita de Constantinopla.

Aquí importa, para ver la evolución de la Iglesia Ortodoxa en general y sus relaciones con Roma, constatar cómo este forcejeo entre ambas sedes por llevar el evangelio tenía lugar tanto bajo el patriarcado de Ignacio como de Focio. No era cuestión de las personas, sino de los dos patriarcados principales de la cristiandad, Roma y Constantinopla. Pero en estas disputas se sacaron a relucir, criticándolas, algunas prácticas y costumbres propias de cada Iglesia, que nada tenían que ver con la fe. Así, por ejemplo, los latinos recriminaban a los bizantinos el que no ayunaran en sábado, que no usasen pan ázimo para la Eucaristía, se burlaban de sus barbas y les echaban en cara que los sacerdotes estuvieran casados. Los bizantinos reprochaban a los latinos que quisieran introducir en las tierras eslavas costumbres contrarias a las propias de siempre de la tradición bizantina.

Un punto que sí sacó a relucir con fuerza el patriarca Focio, y que marcaría de una manera determinante la separación entre Roma y Constantinopla, fue la cuestión del Filioque. Focio recriminaba a los latinos la introducción de este inciso en el Credo. Por reacción contra los latinos, Focio y los obispos orientales precisaban que el Espíritu Santo procede sólo del Padre.

Otra cuestión que iba ahondando las divergencias y la separación entre las dos Iglesias era la doctrina bizantina de la pentarquía frente al concepto monárquico y cada vez más centralista y uniformizador de la sede romana. Focio también incidió en esta cuestión negando el primado de jurisdicción universal del obispo de Roma. Pero la pentarquía era igualmente defendida por su rival Ignacio. Ello no impidió que Focio, obligado a dimitir por el emperador León VI, muriese, retirado en un monasterio, en comunión con Roma, el 877. La Iglesia Ortodoxa venera como santos a ambos patriarcas, Focio e Ignacio.

En el siglo X, concretamente en el año 988, tuvo lugar el bautismo de Vladimiro de Kiev, junto con su pueblo, por parte de sacerdotes bizantinos — acontecimiento destinado a marcar profundamente la antigua Rus’ de Kiev y los pueblos situados al norte hasta llegar al apogeo de la Iglesia rusa.

c) La ruptura de 1054

Mientras el Imperio y la Iglesia de Oriente vivían una época de esplendor, el papado conocía una etapa de decadencia. Pero la reforma que le siguió en el último cuarto del siglo xi y que lleva la impronta de Gregorio VII (1073-1080), aunque iniciada ya antes por León IX (1049-1054), bajo su inspiración, conllevaba también un mayor centralismo y uniformismo de la Iglesia romana. Es durante el pontificado de León IX cuando tuvo lugar el llamado "Cisma de Oriente," el hecho que tradicionalmente se señala como el de la ruptura definitiva entre Roma y Constantinopla. Gobernaba la sede de Bizancio el patriarca Miguel Cerulario, declarado adversario de los usos latinos. El emperador Constantino IX, urgiendo la alianza política en Italia, obligó al patriarca a escribir una carta conciliadora al Papa. La respuesta la dio, en tono áspero, el cardenal Humberto de Silva Cándida. Éste, enviado por León IX al frente de una delegación, citó a Miguel Cerulario a comparecer ante los legados, a lo cual el patriarca se negó. Ante esto los legados redactaron una bula de excomunión, que depositaron encima del altar de Santa Sofía, el 16 de julio de 1054. Entretanto había muerto el papa León IX. Cerulario, a su vez, reunió un sínodo que excomulgó a los autores de la bula.

Si bien se considera que el cisma se había consumado a partir de este momento, las relaciones entre ambas Iglesias no faltaron, ni los intentos para la reconciliación. Pero ya cada Iglesia estaba mental y sentimentalmente muy alejada de la otra, siguiendo cada una su propia tradición con total desconocimiento de la otra. Este distanciamiento llegó a su punto culminante con la Cuarta Cruzada. Proclamada por Inocencio III, fue desviada por los venecianos hacia Constantinopla, que fue tomada y saqueada en 1204 por los cruzados, quienes establecieron el Imperio latino de Constantinopla. El pueblo bizantino no podía comprender cómo los cristianos de Occidente, en lugar de recuperar los lugares santos de Tierra Santa, se habían ensañado con ellos, cristianos de Oriente. Más que muchas cuestiones doctrinales, el dominio latino en las tierras bizantinas contribuyó al alejamiento y a los resentimientos populares hacia el Occidente latino.

d) Concilios unionistas

No faltaron tampoco intentos de reconciliación. En el mismo siglo XIII, el año 1274, se celebró el segundo Concilio de Lyón con el objetivo de llegar a la unión entre Roma y Constantinopla. El emperador Miguel VIII Paleólogo, que en 1261 había recuperado Constantinopla, desde 1204 bajo dominio latino, envió legados al concilio. Pero las concepciones eclesiológicas de ambas partes eran ya muy distantes entre sí, incluso contrarias. Sin preparación adecuada ni conocimiento previo, el concilio significaba una sumisión de la Iglesia oriental a la sede romana, a sus formulaciones, a sus costumbres. Así, los griegos asistentes al concilio cantaron el Credo y se les impuso una fórmula de fe en que no sólo se exigía la aceptación de la sustancia herética de la fe romano-católica, según la cual el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, sino que además se trataba de imponer a la fuerza al Oriente formulaciones típicamente latinas de Occidente (por ejemplo, el término y concepto de transubstanciación para referirse a la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo) y la concepción del primado del Papa. Se imponía también en Lyón que el sacramento de la confirmación sólo podía ser administrado por el obispo, contra la tradición oriental. Vueltos los legados a Constantinopla, el pueblo, con la jerarquía a la cabeza, no aceptó tal humillación y la unión quedó sin efecto. Y a partir de entonces se interrumpen prácticamente las relaciones entre ambas Iglesias. Incluso se ahondó todavía más en la separación, y en Occidente dominaba el pensamiento de que los griegos eran cismáticos que había que someter y absorber. De todas formas, durante los siglos XIII-XIV, hubo no pocos teólogos por ambas partes que conocían los escritos del adversario, muchos de los cuales eran precisamente polémicos.

El otro gran intento de unión llegó con el Concilio de Ferrara-Florencia (1438-1439). Contribuyeron a la convocatoria del concilio diversos factores. Por un lado, los griegos pedían, desde hacía tiempo, poder discutir abiertamente los puntos doctrinales controvertidos, a lo cual Roma se oponía; por otro, el emperador veía en la unión de las dos Iglesias una protección ante la amenaza turca; pero también la Iglesia latina había experimentado un cisma interno, el llamado "Cisma de Occidente," con dos y hasta tres papas simultáneos, cisma resuelto finalmente en el Concilio de Constanza (1414-1418). Las ideas conciliares que entonces afloraron estaban más en consonancia con la concepción eclesiológica de los griegos que la idea medieval del primado que había dominado sobre todo desde Gregorio VII.

El concilio se inició en Ferrara el mes de abril de 1438 y fue trasladado, a causa de la peste, a Florencia en enero de 1439. Acudieron al concilio, por parte ortodoxa, el emperador Juan VIII Paleólogo, el patriarca José II (quien murió allí y fue enterrado en la basílica de Santa María Novella) y 25 obispos, entre los cuales Besarión de Nicea (unionista convencido), Marcos de Efeso (Marcos Eugenikós), Jorge Skholarios (que sería más tarde patriarca con el nombre de Gennadio II) e Isidoro, metropolitano de Kiev (entonces ya con sede en Moscú). Entre los latinos representantes del papa Eugenio IV destacan el cardenal Cesarini y el dominico Juan de Torquemada. El 5 de julio, griegos y latinos firmaron el decreto de unión, que fue leído al día siguiente en griego y latín en una ceremonia solemne en la basílica de Santa María in Fiare.

El decreto romano-catolico, además de establecer que el pan ázimo en la Eucaristía era igualmente lícito que el pan fermentado, comprendía tres cuestiones doctrinales: a) sobre la procesión del Espíritu Santo, afirmaba que no había diferencias esenciales entre los Padres griegos y latinos, pero definía esa procesión con la terminología latina, al mismo tiempo que defendía la legitimidad del Filioque añadido al Credo por los latinos, aunque los griegos podían dejar intacto el texto; b) sobre el purgatorio, definía esta doctrina de acuerdo con la doctrina latina medieval de la purificación después de la muerte; c) sobre el primado del Papa, el decreto afirmaba que el pontífice romano era el auténtico vicario de Cristo, el jefe de toda la Iglesia, el padre y doctor de todos los cristianos, que tenía plenos poderes de apacentar, dirigir y administrar la Iglesia universal.

A pesar de la decisiones del II Concilio de Lyón, Roma no había encontrado el camino adecuado y los espíritus en Oriente no querían recibir la nueva sumisión. Así, pues, el pueblo ortodoxo no aceptó la resolución conciliar, sino que protestó enérgicamente. Entre estos últimos, el hijo del basileus, Demetrio, Marcos de Éfeso y Jorge Skholarios. Puesto que José II había muerto, el emperador impuso un patriarca unionista, Metrofanes (1440-1443), que acabó por renunciar y fue sucedido por otro unionista, Gregorio III (1443-1451). Los otros patriarcas orientales de Alejandría, Antioquía y Jerusalén condenaron el decreto de unión, lo mismo que sucedió en otras iglesias Ortodoxas. Isidoro de Kiev, a su regreso a Moscú, mandó leer el decreto de unión en presencia del gran príncipe de Moscovia Basilio II el Ciego y de los boyardos, pero sin dejarle terminar la lectura, el príncipe hizo encarcelar a Isidoro, quien más tarde logró escapar. Estuvo en Constantinopla a la caída de la ciudad bajo los turcos y pudo escapar a Roma, donde murió en 1463. La unión proclamada en Florencia había fracasado!

e) Caída de Constantinopla.

Ante la amenaza inminente de los otomanos, el emperador Constantino pide ayuda a Occidente, pero sólo los genoveses responden a la llamada. Los bizantinos, inflamados por las palabras de Jorge Skolarios, ahora monje con el nombre de Gennadio, prefieren, según la frase célebre, el turban de los turcos a la mitra latina. Como último intento, el emperador, en presencia de Isidoro de Kiev y del patriarca Gregorio, trata de proclamar su unión con Roma. Todo inútil! En la noche del 28 al 29 de mayo de 1453, los turcos, después de largas semanas de bombardeos, toman definitivamente y saquean la ciudad imperial. Santa Sofía, conocida también como la "gran iglesia" y símbolo del cristianismo bizantino y de la Ortodoxia, es convertida inmediatamente en mezquita. A partir de este momento, la vida de la Iglesia bizantina se verá sujeta a la voluntad de los sultanes y la actividad de los patriarcas (empezando por Gennadio II) implicada en los avalares de la vida política de la Sublime Puerta, aunque el patriarca será siempre el referente etnárquico de los cristianos griegos.

f) Las Iglesias eslavas.

Bulgaria, cristiana desde el 864, obtiene el título patriarcal el año 927, durante la época de esplendor del primer imperio búlgaro, con Simeón I (893-927). Durante este reinado surge la figura monástica de san Clemente de Ohrid (+ 916). A partir de 1018, la Iglesia búlgara pierde el patriarcado para convertirse en arzobispado greco-búlgaro bajo la jurisdicción de Constantinopla y sufre una serie de avalares, de acuerdo con las vicisitudes del Imperio y de las relaciones con Constantinopla. Recuperado temporalmente el patriarcado, ya plenamente búlgaro (1870), lo posee definitivamente.

Servia, una vez tomada Constantinopla por los latinos (1204), obtuvo la autocefalia bajo la égida de san Sava, monje del Monte Athos, donde había fundado el monasterio servio de Jilandar. En 1346 se convierte en patriarcado, con sede en Pec (o Ipek), durante el apogeo del reino de Servia con Esteban Dusan (1331-1355). Suprimido dos veces el patriarcado a causa de los turcos, en 1879 la Iglesia servia fue declarada autocéfala y en 1920 obtuvo el patriarcado.

Caída Constantinopla bajo el dominio turco, poco a poco el centro de la Ortodoxia se iría desplazando hacia Moscú. Para comprenderlo hay que trazar brevemente su historia. Después del bautismo de Vladimiro, en el año 988, el cristianismo se difundió por toda la Rus’ de Kiev (la actual Ucrania) y se fue expandiendo hacia el norte, hacia las tierras de Rusia. Bajo Yaroslav (1015-1054) Kiev era la ciudad y le centro eclesiastico mas importante despues de Constantinopla. Durante su principado se construyo la catedral de Santa Sofia y la laura (monasterio) de la Grutas (Pecherska Lavra) y se organizó la Iglesia bajo el metropolitano de Kiev y de toda la Rus’. Al tiempo que otras ciudades iban surgiendo más hacia el norte, Kiev era devastada por los mongoles (1280) y perdía importancia. El centro religioso pasó a Vladimir (s. XIII) y posteriormente (1326) a Moscú, capital del naciente gran ducado de Moscovia. El jefe espiritual de la Iglesia siguió llevando, sin embargo, el título de metropolitano de Kiev. Y mientras Moscú veía crecer su prestigio e importancia, Constantinopla caía en manos de los turcos otomanos en 1453. Este hecho contribuiría a la independencia progresiva de Moscú.

2. El patriarcado de Moscú.

A principios del siglo XVI el monje Piloteo de Pskov formulaba la teoría siguiente: "La Iglesia de la antigua Roma cayó en la herejía. La nueva Roma (Constantinopla) cayó en poder de los turcos por su pecado de haber firmado la unión en Florencia. Ahora nace la santa y apostólica Iglesia de la tercera Roma que, extendiéndose por todo el universo, difunde por doquier como el sol la luz de la fe verdadera. Nunca jamás podrá haber una cuarta Roma." Estas palabras reflejan la conciencia que iba adquiriendo la Iglesia rusa de ser la heredera de los privilegios de la sucumbida Constantinopla. Y el primer paso fue que el metropolitano Teodosio declaró, en 1461, la autocefalia de la Iglesia rusa, aunque continuando con el título de metropolitano, si bien no ya de Kiev sino de Moscú y de toda Rus’ (convertido después en "de todas las Rusias").

Algo semejante ocurrió en el terreno civil y político. Iván III el Grande (1462-1505) importó el ceremonial y las insignias bizantinas, proceso que culminaría después Iván IV el Terrible (1553-1584), que se convirtió en el primer zar de toda Rusia. Las prerrogativas y las funciones que tuvieron otrora el Imperio y la Iglesia bizantinos eran asumidas ahora por el Imperio y la Iglesia rusos. Por parte eclesiástica, la evolución culminó en 1589, bajo la regencia de Boris Godunov, con la declaración de la sede de Moscú como patriarcado, el quinto en el orden jerárquico (después de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén).

También por ese tiempo, en 1596, tuvo lugar la llamada Unión de Brest, por la que la jerarquía de Ucrania, entonces perteneciente al reino de Lituania y Polonia, para no estar bajo los polacos latinos, decidió pasar bajo la jurisdicción romana, creyendo con ello conservar su identidad ucraniana, e iniciándose con ello la Iglesia greco-católica, llamada también "uniata."

El patriarca de Moscú Nikon (1652-1666) introdujo una reforma litúrgica para acomodar más los libros litúrgicos eslavos a los griegos, cosa que provocó el rechazo por parte de un número muy considerable de fieles, capitaneados por Awakum, produciéndose un cisma (en ruso, raskol) que perdura todavía. Awakum fue condenado a la hoguera y murió en 1682. Los raskolniki se dividieron posteriormente en popovtsi (‘partidarios del sacerdocio’), que mantuvieron el sacerdocio y los sacramentos, y bezpopovtsi (‘sin sacerdotes’), quienes, creyendo que la jerarquía rusa, por sus errores, había perdido la sucesión apostólica, prescindieron del sacerdocio e incluso de casi todos los sacramentos.

Con el zar Pedro I el Grande (1682-1725) la organización eclesiástica sufrió un gran cambio, puesto que fue suprimido el patriarcado en 1721 y la Iglesia rusa fue desde entonces gobernada por un sínodo que, en realidad, era un órgano burocrático en el cual el zar estaba representado por un procurador superior. Este período sinodal de la Iglesia rusa duró hasta 1917. Paradójicamente fue una época floreciente de la Iglesia rusa. En ese tiempo se difunde la Filocalía, por obra de san Paisy Velichkovsky; es un tiempo de renacimiento monástico: san Serafín de Sarov, el centro monástico de Optina Pustin, visitado por intelectuales y literatos como Dostoievsky, Gógol, etc.; de los startsí, del movimiento eslavófilo, etc. En ese tiempo la Iglesia rusa conoce también una importante expansión misionera.

Mientras tanto, en la segunda década del siglo XIX, Grecia se libraba del yugo turco y la Iglesia podía volver a desarrollar con plenitud y normalidad su vida y su misión. Los siglos de dominación turca hicieron que la actividad teológica de la Iglesia griega quedara muy reducida y sin repercusión notable. El pensamiento teológico durante este largo período hay que buscarlo, como hemos insinuado, en la Iglesia rusa.

Por lo que a ésta se refiere, en 1917, durante el gobierno de Kerensky, fue restablecido el patriarcado de Moscú, que sufrió una nueva interrupción, desde la deposición del patriarca Tijon, por su oposición al régimen soviético, hasta que el mismo régimen permitió, en 1943, la elección patriarcal de Sergio, quien ejercía las funciones de locum tenens. Pero ahora fue la Iglesia rusa quien no pudo hacer oír su voz ni comunicar su pensamiento durante todo el período comunista. No es aquí el lugar de esbozar la difícil situación de la Iglesia, las persecuciones que sufrió, las relaciones, a menudo de connivencia, con el gobierno soviético y las consecuencias que todo ello trajo consigo, como la creación de nuevas jurisdicciones en Occidente. Todo ello es ampliamente considerado más adelante, en la contribución de D. Pospielovsky. Interesa sólo destacar, como diremos en otro momento, que el pensamiento teológico de la Iglesia Ortodoxa rusa hay que buscarlo en la emigración hacia Occidente. Con la caída del comunismo, la vida eclesiástica en los países de la Europa del Este se va renovando y normalizando.

En la actualidad, desde el punto de vista jurídico, la Iglesia Ortodoxa se encuentra agrupada en los siguientes patriarcados e Iglesias autocéfalas:

Antiguos patriarcados orientales

Constantinopla

Alejandría

Antioquía

Jerusalén (dentro del cual, el arzobispado del Sinaí)

Otros patriarcados

Moscú (1589)

Bulgaria (927; definitivamente: 1945)

Servia (1346; definitivamente: 1920)

Rumania (1925)

Georgia (1990)

Iglesias autocéfalas

Chipre (arzobispo, 451)

Grecia (arzobispo, 1883)

Polonia (metropolitano, 1924)

Albania (arzobispo, 1937)

Iglesias autónomas (bajo el patriarcado de Constantinopla)

Chequia y Eslovaquia (1923)

Finlandia (1923)

Etapas y Figuras Principales de la Teología Ortodoxa.

1. La Iglesia de los siete concilios.

En los siete primeros concilios queda fijada la doctrina cristiana que será para siempre la base y el contenido de la fe de la Iglesia Ortodoxa. La doctrina cristológica y pneumatológica es elaborada por los Padres de la Iglesia y sancionada como dogma por los concilios ecuménicos. El primer concilio ecuménico, I de Nicea (325), proclama que el Hijo de Dios es consubstancial con el Padre. El segundo, I de Constantinopla (381), confiesa la divinidad del Espíritu Santo. El tercero, Efeso (431), confiesa la unidad de persona, la divina, en Jesucristo y la maternidad de María. El cuarto, Calcedonia (451), proclama la doctrina de las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina, en una sola persona, sin confusión ni división. El quinto, II de Constantinopla (553), con la cuestión de los "tres capítulos," ahonda en la condena del nestorianismo. El sexto, III de Constantinopla (680-681), contra el monoenergismo y el monotelismo, declara la doctrina de las dos voluntades, propias de cada una de las naturalezas en Cristo. El séptimo, II de Nicea (787), proclama la licitud de la veneración de los iconos, doctrina nuevamente cristológica, puesto que se funda en la encarnación del Verbo de Dios. Todos estos concilios responden a la preocupación de la Iglesia por defender y definir, ante las desviaciones que van apareciendo, su fe vivencial en Jesucristo Dios y hombre. Y la Iglesia Ortodoxa proclamará siempre la actualidad y vivencia de su doctrina.

Entre las actas de un concilio de Constantinopla del año 536 aparece un documento relativo a unos hechos ocurridos el año 518 en torno a la conmemoración del Concilio de Calcedonia y de los otros tres concilios ecuménicos anteriores. El domingo día 15 de julio, al empezar la liturgia eucarística, el pueblo prorrumpió en gritos pidiendo que el patriarca proclamara la conmemoración del Concilio de Calcedonia para el día siguiente. Los fieles lanzaban aclamaciones al patriarca, al emperador y a la emperatriz, así como anatemas contra los monofisitas. Después de horas de gritar (un taquígrafo presente iba recogiendo las frases) y de diversos intentos de calmar a los fieles por parte del diácono y del mismo patriarca, entre las peticiones de los fieles sonaron las siguientes: "¡Que los cuatro santos concilios sean inscritos en los dípticos!" "¡Que León, obispo de Roma, sea inscrito en los dípticos!" "¡Que los dípticos sean proclamados en el ambón!" Al día siguiente, durante la liturgia de conmemoración de los concilios, al llegar el momento de la lectura de los dípticos, todos escuchaban con grande atención, "y en cuanto el diácono hubo proclamado los nombres de los cuatro santos concilios y los de los arzobispos de santa memoria todos empezaron a gritar en alta voz: "¡Gloria a ti, Señor!""

a) Los santos Padres, forjadores de la teología.

La fe de la Iglesia Ortodoxa, así como la de toda la Iglesia, quedó definida, como decíamos, en los siete primeros concilios. Pero estas definiciones fueron el fruto de la enseñanza de los Padres de la Iglesia, que fueron los forjadores de la teología. En estos primeros siglos, especialmente a partir del siglo IV, es particularmente en Oriente donde se viven con intensidad las cuestiones doctrinales acerca de la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo. Son siglos especialmente de efervescencia cristológica. Y ahí aparecen los grandes Padres que, con sus escritos, elaboran la doctrina de la Iglesia, que es sancionada luego por los concilios. Atanasio y Cirilo en Alejandría y los Padres Capadocios Basilio, Gregorio Nazianceno, Gregorio de Nisa en el Asia Menor, serán, de modo eminente, el punto de referencia de toda reflexión teológica. Ellos y todos los otros Padres de la Iglesia griega constituirán los cimientos imperecederos de la teología bizantina y ortodoxa.

Máximo el Confesor (580-662) es, hacia fines de la época patrística un Padre verdaderamente creativo en todos los campos de la reflexión teológica y debe ser considerado como uno de los grandes padres de la teología bizantina. Después de haber sido secretario del emperador Heraclio, el 613/14 entró en el monasterio de Crisópolis, en el Bósforo. Huyendo del peligro persa, que amenazaba Constantinopla, llegó a África, donde convivió con Sofronio, el futuro patriarca de Jerusalén. Luchó contra el monoenergismo y el monotelismo. En el 646 llegó a Roma, donde llevó una intensa actividad en el mismo sentido, con el papa Martín I, y tuvo un papel destacado en el Concilio de Letrán del 649 y en su formulación dogmática de la doctrina de las dos voluntades en Cristo. Llevado a Constantinopla por la policía imperial (653), rechazó aceptar el Typos del emperador Constante y fue desterrado por dos veces (655 y 656). En el 662, de nuevo en Constantinopla, le fue cortada la lengua y la mano derecha como confesor de las dos voluntades y decidido antimonoteleta. El mismo año moría en el exilio. Por todo ello recibió el apelativo de "Confesor."

La obra de Máximo comprende comentarios bíblicos (entre los cuales, Quaestiones de Thalassium), explicaciones patrísticas (Ambigua), tratados dogmáticos (Capita theologica et oeconomica, Opuscula theologica et polémica), escritos de ascética y mística (Centurias sobre la caridad, Liber ascéticus, dos obras donde Máximo aparece sobre todo como un hesicasta, con una notable influencia de Evagrio). Otra obra importante de Máximo, en cierto sentido la más característica, es la Mistagogia, con la que da a la ascesis monástica una amplitud litúrgica y propone el culto exterior de la liturgia como una base válida de la ascensión mística. Así, la Mistagogia realiza la síntesis entre el hesicasmo de Evagrio y el sacramentalismo del Pseudo-Dionisio. Se trata de una interpretación teológica y espiritual de la liturgia eucarística y de la estructura del templo cristiano donde se celebra.

En el pensamiento de Máximo, el hombre ocupa una posición excepcional en la creación. No solamente lleva en sí un logos, sino que es además la imagen del Logos divino, y la finalidad de su naturaleza es la de convertirse en semejante a Dios. En el conjunto de la creación tiene la función de unificar todas las cosas en Dios. El movimiento (energía o voluntad) natural del hombre es así dirigido hacia la comunión con Dios o deificación. Se comprende que Máximo sintiera tan profundamente que el monoenergismo y el monotelismo vulneraban la afirmación calcedoniana de la plena humanidad de Cristo. No puede haber una verdadera humanidad donde no hay voluntad o movimiento humano natural y auténtico. Los elementos esenciales de la cristología de Máximo proporcionaron al pensamiento y a la espiritualidad bizantina sus cuadros filosófico y terminológico. Juan Damasceno los recogerá, junto con la doctrina trinitaria de los Capadocios, en su Exposición de la Fe ortodoxa. Máximo intervino también, desde Roma, en la cuestión de la procesión del Espíritu Santo, clarificando que los romanos y alejandrinos "no hacen del Hijo la causa (αιτια) del Espíritu — ya que ellos saben que el Padre es la causa única del Hijo y del Espíritu, el primero por generación y el segundo por εκποευσις —, sino que han explicado que éste proviene (προιεωαι) a través del Hijo y han mostrado así la unidad y la inmutabilidad de la esencia."

Otro gran autor espiritual es el ermitaño y luego abad del monasterio del Sinaí Juan Clímaco (+ ca.680), es decir, Juan "el de la Escalera" por su obra principal: La escalera del paraíso. También se le da el sobrenombre de "Escolástico." Inspirándose en la escalera de la visión de Jacob (Gen 28:1-10), Juan describe en su obra las etapas de la ascensión espiritual en treinta escalones, correspondientes a los treinta años de la vida oculta de Jesús. Los escalones 1 -23 tratan de la lucha contra los defectos; los siete últimos, de la adquisición de las virtudes. Juan se inspira en la experiencia personal y en toda la tradición monástica de Oriente e incluso de Occidente (conoce a Juan Casiano y a Gregorio Magno), pero la influencia principal le viene de Evagrio: el término de la vida ascética es la apátheia, por la cual se accede a la hesiquía, al culto incesante a Dios y a la oración mística. Esta oración es la invocación del nombre de Jesús. En la cima de esta ascensión mística, el alma ve la luz infinita de Dios.

Durante el período iconoclasta sobresalen de modo eminente los escritos de san Juan Damasceno en la primera etapa y los de san Teodoro Estudita en la segunda. San Juan Damasceno (ca.675-ca.749), que recibió el apelativo de ‘caudal de oro,’ defendió el culto de los iconos con sus tres Discursos contra los iconoclastas (1322-1420), que sirvieron de base para la teología iconológica posterior. Pero su obra más ingente y más importante es ‘La fuente del conocimiento,’ dividida en tres partes: la primera, llamada generalmente Dialéctica, es una propedéutica filosófica que ofrece las definiciones clásicas de las antinomias trinitarias y cristológicas. La segunda es una historia de las herejías. La tercera, la más importante, lleva por título ‘Exposición exacta de la fe ortodoxa,’ que, en cien capítulos, trata de Dios, de la creación, del hombre, de la encarnación, de la escatología, etc. Obra de compilación, pero también de creación, es un tratado bien organizado, que el autor elabora tomando los argumentos, las categorías y el lenguaje de los Padres más reconocidos. Esta obra fue considerada a menudo en la tradición bizantina medieval como una especie de Summa teológica, como una síntesis o manual; traducida al latín, gozó también de fama entre los escolásticos occidentales, aunque éstos la leyeron en la perspectiva de una teología de conceptos. Su teología, además, penetró en la liturgia a través de sus poemas que todavía hoy se cantan en los oficios, al igual que los de otros célebres poetas, tales como san Andrés de Creta (+ 740), el creador del género Canon, cuyo poema más célebre es el Gran Canon, en 250 estrofas y de carácter penitencial, que se canta todavía en el oficio bizantino el jueves después del cuarto domingo de Cuaresma. Predicador reconocido, fue también un acérrimo defensor del culto a las imágenes contra los iconoclastas.

En la segunda época iconoclasta destaca la figura de san Teodoro Estudita (759-826). Abad del monasterio constantinopolitano de Studion, que, gracias a él, llegó a ser el más importante de la capital, sus instrucciones a los monjes (conocidas como Pequeña Catequesis y Gran Catequesis), así como la Regla elaborada por sus discípulos, sirvieron de modelo para muchas comunidades monásticas bizantinas. Contra los iconoclastas escribió tres Antirrbetica, además de otros tratados menores y su correspondencia. Sus escritos se basan especialmente en la teología de la humanidad de Cristo. También aportó su contribución a la himnografía bizantina.

b) Teología iconológica.

En la parte histórica ya apuntamos lo que supuso para la Iglesia bizantina la cuestión iconoclasta, cuestión, por otra parte, que Occidente no supo comprender. Como corolario a las dos figuras del Damasceno y del Estudita, citamos aquí un breve resumen de Meyendorff:

"Desde el punto de vista teológico, la cuestión fundamental entre los ortodoxos y los iconoclastas era la del icono de Cristo, puesto que la fe en la divinidad de Cristo conllevaba una toma de posición en el problema crucial de la indescriptibilidad esencial de Dios y en la encarnación que lo hizo visible. El icono de Cristo es, pues, el icono por excelencia, implica una profesión de fe en la encarnación. [...] La victoria de la ortodoxia mostró, entre otras cosas, que la fe podía expresarse no sólo en proposiciones, en libros o en la experiencia personal, sino también por el poder del hombre sobre la materia, por la experiencia estética, por los gestos y actitudes corporales ante las santas imágenes. Todo ello pedía una filosofía de la religión y una antropología: la adoración, la liturgia, la conciencia religiosa concernían al hombre entero sin menospreciar ninguna de las funciones del alma ni del cuerpo y sin dejar alguna de ellas al terreno secular."

Terminadas las luchas iconoclastas con el triunfo de la Ortodoxia (843), en medio de una época llena de disturbios y contemporáneamente a la evangelización de los eslavos por los santos hermanos Cirilo y Metodio, la Iglesia bizantina presenta la figura del patriarca Focio (858-867; 877-886), que, tradicionalmente, marca un hito en las relaciones entre Roma y Constantinopla. Focio era un gran erudito, un buen conocedor de los Padres de la Iglesia, teólogo y polemista. Fruto de su erudición es su célebre Biblioteca, que es un análisis de obras profanas y cristianas leídas por él (muchas de las cuales desaparecidas). Su bibliografía comprende también comentarios bíblicos, homilias, la obra que, por ser dirigida a Anfiloquio de Cízico, se llama Amphiloquia, sobre diversos problemas profanos, exegéticos y teológicos, y, entre las obras teológicas, una Mistagogia del Espíritu Santo (PG 102, 263-400). Es en esta obra donde Focio, como reacción a la doctrina latina de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, proclama que el Espíritu Santo procede sólo del Padre.

 

2. Teología bizantina medieval.

a) Teología monástica.

Después de la época iconoclasta florece una teología monástica y espiritual de gran relieve, cuya primera figura es san Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), que revive en la Iglesia bizantina medieval las ideas de los antiguos padres monásticos Macario de Egipto y Diádoco de Fótice, quienes identificaban la doctrina cristiana con una experiencia consciente de Dios. Discípulo de un monje estudita, Simeón el Piadoso, cuyo nombre adoptó, el título que recibió más tarde puede tener un doble significado: Simeón el Joven, con relación al maestro; o bien, Simeón, "el nuevo teólogo." En todo caso, el apelativo "teólogo" significa que fue considerado en el mismo nivel de los otros dos "teólogos": Juan Evangelista y Gregorio de Nazianzo. Higúmeno del monasterio de san Mamas en Constantinopla, Simeón es autor de una serie de escritos espirituales únicos por su originalidad mística, su calidad poética y la influencia que ejercieron en el pensamiento bizantino. Sus obras comprenden: Discursos catequéticos, dirigidos a sus monjes, Tratados teológicos y éticos (incluidos en parte en la Filocalía) e Himnos. Simeón se dirige a todos los hombres, también a los que viven en el mundo. Según él, todos pueden vivir la experiencia de la fe, una fe que es fundamentalmente la comunión personal con Dios y la visión de Dios; en esto su pensamiento coincide no sólo con los hesicastas, sino también con toda la tradición patrística. Y como todos los profetas, expresa la experiencia cristiana sin preocuparse verdaderamente de una precisión terminológica. Insiste en la deificación del cuerpo, gracias a la participación en el Cuerpo crístico, eucarístico, "fulgurante del fuego de la divinidad." Para Simeón, el reino de Dios es una realidad accesible que no pertenece sólo a la vida futura y que, en este mundo, concierne no solamente al aspecto "intelectual" o "espiritual" del hombre, sino a su existencia entera. "La resurrección de todos, dice, se realiza por el Espíritu Santo. Y no hablo solamente de la resurrección final del cuerpo. Por su Espíritu, Cristo concede, ya ahora, el reino de los cielos." Su insistencia profética sobre la fe cristiana como experiencia del Cristo vivo, suscitó no pocas resistencias. Al oponer la personalidad carismática del santo a la institución (canonizó en su comunidad a su maestro Simeón Estudita sin la sanción jerárquica necesaria), se vio obligado a abandonar su cargo y se retiró a la ribera asiática del Bósforo. Rehabilitado en vida, fue canonizado pocos años después de su muerte.

Su discípulo Nicetas Stethatos (ca.1005-ca.1090) recogió y publicó los escritos de Simeón y escribió su vida. Él mismo es también autor de obras originales (incluidas en parte en la Filocalía), en las que, al igual que su maestro, proclama la primacía de las realidades espirituales en la Iglesia. El sacramento, el rito, las instituciones eclesiásticas, conservan su sentido auténtico si van acompañadas de una práctica ascética y de una cooperación libre a la gracia divina, que les permite fructificar en una experiencia luminosa de la unión divina, que es ofrecida a todos los cristianos. Nicetas preludia el florecimiento hesicasta que le seguirá. Antes tendrían lugar los hechos de 1054, con las excomuniones entre Roma y Constantinopla que significaron la ruptura entre ambas sedes. En las discusiones con los legados papales, Nicetas fue el portavoz de la parte ortodoxa. En este sentido cabe citar, entre otras, su obra Sinthesis, que lleva como subtítulo: Contra los latinos que blasfeman contra el Espíritu Santo diciendo que procede del Hijo.

En la ruptura entre Roma y Constantinopla, el patriarca Miguel Cerulario, al contrario de Focio, no es una figura teológica. Sus argumentos contra los latinos reposan propiamente en cosas exteriores sin argumentos doctrinales.

El siglo XII ve penetrar en Bizancio la secta de los bogomilos. El bogomilismo, doctrina religioso-social que toma su nombre del pope Bogomil, apareció en Bulgaria a mediados del siglo X. Dualista, dicha doctrina tenía reminiscencias neomaniqueas del Asia Menor. Los bogomilos rechazaban a la Iglesia oficial con sus ritos y símbolos y se alzaban contra el poder secular y atacaban la riqueza, agrupados en comunidades a imitación de los primeros cristianos. El emperador bizantino Alejo I encargó al monje Eutimio Zigabeno (+ d. l118), docto en retórica y buen exegeta, polemizar contra los bogomilos y éste escribió una importante síntesis dogmática que lleva por título Panoplia dogmática, en 28 capítulos; los siete primeros constituyen una especie de florilegio sobre Dios, la creación y la redención; los capítulos 8-22 tratan de herejías antiguas, mientras que los capítulos 23-28 se ocupan de las herejías contemporáneas, entre las cuales los paulicianos, bogomilos, musulmanes, y también la cuestión de los ázimos, contra los armenios.

Pero los siglos que siguieron a la ruptura entre Roma y Constantinopla fueron fecundos en doctrina monástica y espiritual y vieron renacer la doctrina y la práctica hesicastas.

b) Hesicasmo y palamismo.

El hesicasmo es una corriente o sistema espiritual de orientación esencialmente contemplativa que ve la perfección del hombre en su unión con Dios por medio de la oración incesante. Recibe el nombre del rasgo que lo caracteriza, la hesiquía (‘tranquilidad,’ ‘calma’), esto es, el retiro a la soledad y la actitud interior del alma situada en la paz y el silencio de los pensamientos, aplicada a la contemplación divina, y que viene a ser el clima y la emanación de la oración y que permite llegar a esta unión. Método antiguo y tradicional, que enlaza con los orígenes del monaquismo, tuvo su florecimiento en la tradición sinaítica de los siglos VI y VII y luego en el monte Athos. En el ambiente hesicasta nació la práctica de la "oración de Jesús." Ésta consiste en la repetición incesante del nombre de Jesús en una especie de breve jaculatoria, que, en su forma más simple, dice: "Señor Jesucristo, ten piedad de mí," pero que se presenta también en una forma más larga: "Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador," u otras parecidas. La oración de Jesús será posteriormente muy divulgada en la tradición espiritual rusa.

El hesicasmo, reforzado posteriormente por la corriente palamítica, tuvo sus adversarios, especialmente por parte de la corriente humanística, lo que trajo una larga controversia entre ambas tendencias, que terminó con el triunfo del palamismo en la Iglesia Ortodoxa. Simultáneamente aparecen, por un lado, algunos intentos de unión entre Roma y Constantinopla y, por otro, una serie de polémicas entre teólogos latinos y teólogos bizantinos, que durarían hasta la caída de Constantinopla en 1453.

El principal promotor de la renovación hesicasta del siglo XIV fue Gregorio Sinaíta (1255-1346). Llamado así por su estancia primera en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí, ejerció su influencia espiritual en el monte Athos, pero terminó sus días en tierras búlgaras. Gregorio es el eslabón que enlaza la tradición hesicasta del Sinaí con la renovación athonita. En sus escritos, entre los más importantes de los recogidos por la Filocalia, centra su doctrina, inspirada en gran parte en san Juan Clímaco y en san Máximo el Confesor, en la guarda del espíritu y la plegaria del corazón. Enseña cómo, por la oración hesicasta, el monje puede tomar conciencia progresivamente de la gracia depositada en él por el bautismo y alimentada por la Eucaristía.

Pero el hesicasmo se afianzó plenamente con la corriente palamítica, que toma el nombre de Gregorio Palamás (1296-1359). Hombre de gran cultura, fue iniciado en la oración hesicasta por Teolepto de Filadelfia (autor que también figura en la Filocalia) y luego se hizo monje en el Athos. Por ese tiempo, un grupo de humanistas bizantinos, que combinaban el racionalismo y el espiritualismo desencarnado, atacaban y ridiculizaban el hesicasmo. Hacían burla de los aspectos corporales de dicho método y negaban la posibilidad de una participación real en la luz divina. Entre ellos destaca el monje Barlaam el Calabrés (1290-1348), contra quien, a petición de los monjes atónitas (1340), Gregorio Palamás escribió las célebres Tríadas en defensa de los santos hesicastas, así como Capítulos sobre la oracion y la purera de corazón, o también Capítulos físicos, teológicos, éticos y prácticos, el Tomo hagiorítico, etc. Gregorio, bien representado en la Filocalia, traduce en lenguaje teológico la mística de la comunión con Dios y la visión de la luz divina experimentada por los hesicastas. Profundizando la distinción patrística entre teología y economía, Gregorio discierne en Dios la esencia inaccesible y las energías participables. Estas energías se identifican con la luz increada que proviene de Cristo transfigurado, luz que el hesicasta, el santo, ve como la luz del Tabor. Palamás escribió también dos Tratados apodícticos, sobre la procesión del Espíritu Santo y contra el Filioque.

Barlaam, siguiendo la concepción escolástica de la gracia increada, concepción que identifica la esencia divina y sus atributos, acusó a Palamás de diteísta. Pero la doctrina palamítica fue aprobada (1341) por los monjes atónitas y por dos sínodos constantinopolitanos que, además, condenaron a Barlaam. Sin embargo, la controversia se reanudó, destacando como encarnizados adversarios del palamismo Gregorio Akíndynos (+ ca.1351) y Nicéforo Gregorás (ca.1295-1359/60). Acusado de herejía por el patriarca Juan Kalekas y encarcelado durante la guerra civil entre Paleólogos y Cantacuzenos (1341-1347), Palamás fue rehabilitado en 1347, con el triunfo de Juan Cantacuzeno y su doctrina nuevamente aprobada por diversos sínodos. Consagrado arzobispo de Tesalónica (1350), murió en 1359 y fue canonizado en 1368. El autor de dicha canonización fue un antiguo discípulo de Palamás, Teófilo Kókkinos, patriarca de Constantinopla en dos ocasiones (1353-1354; 1364-1376; +1379), bajo cuya redacción se publicaron algunos documentos oficiales, tales como el Tomo hagiorítico, que los monjes atónitas enviaron a Constantinopla para su defensa y del cual se sirvió Gregorio Palamás, como también aparece su mano en el tomo del sínodo de 1351; él introdujo los anatema-tismos en el Synodikón del Domingo de la Ortodoxia.

Desde su triunfo, el palamismo ha mostrado su fecundidad cultural, suscitando un humanismo transfigurado que será recogido especialmente por Nicolás Cabásilas.

c) Polémica entre latinos y bizantinos

En este mismo período (siglos XIII-XIV), y junto a la polémica en torno al palamismo del siglo XIV, aparecen una serie de disputas entre latinos y bizantinos, así como intentos de concordia. Todo ello a pesar del tiempo que duró la dominación latina en Constantinopla (1204-1261). Es el tiempo del apogeo, en Occidente, de la teología escolástica, especialmente con Tomás de Aquino (1225-1274), teología y sistemática. Demetrio Cidones (ca.1324-ca.1398), consejero político de Juan V Cantacuzeno, tradujo al griego, junto con su hermano Prócoro, convencido antipalamita, las principales obras de Tomás de Aquino, así como obras de san Agustín y Anselmo. Se consagró también a la causa de la unión con los latinos. Sus traducciones, además de facilitar la polémica, que podía basarse en el conocimiento directo de los escritos, hizo también que algunos intelectuales griegos simpatizaran con la teología escolástica católica.

Pero ya antes de los hermanos Cidones y de sus traducciones encontramos buenos conocedores de la teología latina entre los bizantinos. Cabe mencionar en primer lugar a Nlcéforo Blemmydes (1197-1272), el representante más eminente del movimiento intelectual del siglo XIII y que tuvo como discípulos al emperador Teodoro II Láscaris y al estadista e historiador Jorge Acropolita. En la cuestión debatida sobre la procesión del Espíritu Santo, Blemmydes defendió la doctrina anti-filioque (ex solo Patre). Otra figura destacada es Juan Bekkos, patriarca de Constantinopla (Juan XI, 1275-1282), definido como el teólogo más significativo y el más experto desde el punto de vista histórico-filosófico. Era un Fociano convencido. Tuvo que abandonar por dos veces la sede patriarcal y murió en la cárcel en 1297. Su obra principal es, sin duda, Sobre la unión y la paz de las Iglesias de la antigua y de la nueva Roma; escribió también diversas Confesiones de fe.

Defensores de la doctrina fociana y rigurosamente ortodoxa fueron, en este tiempo, Germán de Constantinopla y Teodoro Láscaris. Germán II, patriarca de Constantinopla (1222-1240), pero residente en Nicea por estar la capital bizantina ocupada por los latinos, fue un polemista antilatino; escribió sobre la procesión del Espíritu Santo, sobre la cuestión de los ázimos, etc., y es autor también de un poema litúrgico sobre los siete concilios ecuménicos. El ya mencionado discípulo de Blemmydes, el emperador Teodoro II Ducas Láscaris (1254-1258), escribió también una Teología cristiana, en ocho libros. De la cuestión del Espíritu Santo, en la línea plenamente Ortodoxa-original, volvió a ocuparse en un escrito a un obispo de Calabria. Uno de sus cánones a la Virgen llegó a entrar en el Horologion bizantino. Hay que mencionar también al patriarca de Constantinopla Gregorio el Chipriota (1283-1289), contrario a la unión del concilio de Lyón. Él presidió el concilio de 1285 que rechazó oficialmente el concilio de Lyón. Polemizó con Juan Bekkos acerca de la procesión del Espíritu Santo, especialmente con su obra Tomos pisteos; en la que expuso su teoría sobre las diversas "misiones" del Espíritu Santo.

Hemos insinuado que, durante este tiempo, hubo una serie de disputas entre latinos y bizantinos, así como diversos intentos de reconciliación, o por lo menos de acercamiento, entre la Iglesia romana y la bizantina. En 1234, en pleno período de la dominación latina en Constantinopla (1204-1261), con un patriarca latino en la ciudad imperial y con el patriarca ortodoxo relegado a Nicea, se celebró un sínodo en esta última ciudad, bajo el emperador Juan III Ducas Vatatzes y el patriarca Germán II, para discutir con los latinos sobre el Filioque, al que asistieron Germán II y Nicéforo Blemmydes.

Volviendo al palamismo, y enlazando con la polémica antilatina, emerge, en la segunda mitad del siglo XIV, Nicolás Cabásilas (1322/23-ca. l397/98). Palamita convencido, amigo de Gregorio Palamás y defensor de su doctrina, llegaría a ser un maestro de la vida espiritual. Nacido en Tesalónica, emprendió una carrera política a favor de Juan VI Cantacuzeno. En 1347 acompañó a su amigo Gregorio Palamás en la toma de posesión de la sede de Tesalónica, donde parece ser que acompañó también, en 1349, al emperador. Fue íntimo amigo de Demetrio Cidones, aunque no le siguió en su actividad unionista; buen conocedor de la doctrina escolástica, defendió la genuina tradición ortodoxa de la teología sacramental tradicional y patrística, que opone a los teólogos latinos especialmente en la cuestión de la epíclesis. Sobrino del arzobispo tesalonicense Nilo Cabásilas. Buen conocedor de la teología latina, escribió en favor del palamismo y contra el Filioque, se mantuvo siempre laico, aunque pasó los últimos años de su vida retirado en un monasterio cerca de Constantinopla. Allí escribió sus obras más importantes, entre las cuales destacan: Explicación de la Divina Liturgia y La vida en Cristo. Fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa en 1983.

En la Explicación de la Divina Liturgia expone, punto por punto, en 53 capítulos, la liturgia de san Juan Crisóstomo y ofrece algunas consideraciones teológicas en torno a la Eucaristía. Los capítulos 27-31, sobre la epíclesis y la acción santificadora del Espíritu Santo en la transformación de los dones eucarísticos, con alusiones a las objeciones y a los usos de los latinos, son de una riqueza particular para comprender la plegaria eucarística o anáfora. De hecho, esta obra de Cabásilas viene a ser el primer documento en que la epíclesis aparece explícitamente como una cuestión pendiente entre latinos y griegos. Cabásilas sitúa la consagración del pan y del vino en la doble perspectiva de la θεολογια y de la οικονομια. Esto le lleva a conferir a las palabras de la institución una eficacia real, pero subordinada a la oración de la epíclesis. La teoría cabasiliana sobre la epíclesis será la que expondrán los delegados ortodoxos al concilio de Florencia. Los padres del concilio de Trento la consultarán para conocer la fe de los ortodoxos en la Eucaristía, y teólogos católicos del siglo XVII, tales como Bossuet o Arnaud, se basarán en el realismo sacramental de Cabásilas para refutar las interpretaciones más simbólicas de los protestantes; su noción de sacrificio eucarístico será elogiada en gran manera, en el siglo XX, por teólogos de la Eucaristía como el célebre De la Taille.

En La vida en Cristo (dividida en siete libros) Cabásilas expone lo que se realiza en el hombre por medio de los sacramentos (bautismo, crismación y, especialmente, Eucaristía; con un capítulo sobre la consagración del altar). Cuando describe las diferentes fases de la vida humana, expresa y subraya su íntimo convencimiento de que el término de toda existencia concreta es la vida bienaventurada, a saber, la "cristificación." Es una obra de alto valor teológico y de profunda piedad, la más importante de Cabásilas, con repercusión incluso fuera del mundo ortodoxo.

Antes que Constantinopla, Tesalónica caía bajo el yugo turco (1430). Justo el año anterior moría su metropolita, san Simeón De Tesalónica (+ 1429), una figura espiritual de relieve (aunque desconocida en Occidente) de la Iglesia bizantina. Autor de muchas obras de carácter litúrgico, Simeón aparece como un verdadero mistagogo. No es un simple transmisor de la herencia anterior, sino que da un nuevo impulso de vida a una espiritualidad litúrgica por otra parte siempre viva. Y, por encima de sus inmediatos predecesores, enlaza con Máximo el Confesor y con el Pseudo-Dionisio. Y como todos sus predecesores, Simeón concibe la mistagogia como una iniciación a las realidades espirituales, significadas por los ritos litúrgicos. Por ello sus comentarios describen en primer lugar el rito en sí mismo, para explicar luego su significación. La interpretación espiritual de los ritos sigue una doble dirección: primero desarrolla ante los ojos las grandes etapas de la historia de la salvación; luego introduce en la contemplación de las realidades inteligibles.

En las discusiones del concilio de Florencia (1438-1439), la parte ortodoxa fue representada sobre todo por Marcos Eugenikós, metropolita de Éfeso desde 1437, y por Jorge Skolarios, por entonces laico. Marcos Eugenikós (1392-1445), llegó al concilio con esperanzas por la unión, pero fue perdiendo estas esperanzas al constatar que predominaban las herejía latina. Por esto se negó firmemente a firmar el decreto de unión. Cabeza visible de los anti-latinos, fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa. Sus obras versan sobre cuestiones polémicas con los latinos, pero también sobre el palamismo, y son suyas también diversas composiciones litúrgicas. Jorge Skolarios (1405-d.l472), que llegaría a ser el primer patriarca de Constantinopla bajo el dominio turco (1453-1456), fue el heredero espiritual de Marcos Eugenikós. Abandonó el concilio antes de su conclusión y, por lo mismo, no firmó el decreto de unión. Sus numerosos escritos teológicos son principalmente polémicos, contra los latinos y contra los antipalamitas. También escribió, dirigida a los musulmanes, una exposición de la fe cristiana.

3. Teología y espiritualidad rusas.

Después de la caída de Constantinopla y durante el largo período en que los griegos estuvieron bajo el dominio turco, la producción teológica griega no es ni abundante ni creativa. Hasta fines del siglo XIX, el pensamiento teológico ortodoxo se desarrollará en tierras eslavas, más concretamente en la Iglesia rusa. Ya hemos mencionado, trazando la historia de la Iglesia Ortodoxa, las palabras del monje Piloteo, a principios del siglo XVI, sobre la misión de Moscú y de la Iglesia rusa. Algo antes surgen en Rusia dos corrientes espirituales opuestas que, en el fondo, marcaron la ideología y los hechos, incluso políticos, posteriores. Ambas corrientes veían a Rusia como defensora del cristianismo y de la ortodoxia, pero con visiones contrapuestas. Dos corrientes distintas, una más monástico-espiritual y la otra más ritualista y oficial.

Nilo de Sora [Sorsky] (1433-1508) es el principal representante de la primera corriente. Monje del Athos, hesicasta, se trasladó al monasterio de Sora, al norte de Rusia. Autor de una Regla severa, propugnaba la contemplación y el alejamiento del mundo, así como la pobreza, no sólo individual sino también comunitaria. Contrario a las propiedades del monasterio, defendía también una Iglesia desvinculada del Estado. Fue un espíritu abierto, que predicaba la tolerancia y la clemencia para con los herejes. Fue canonizado por la Iglesia rusa.

En esta misma corriente encontramos luego a Máximo el Griego (1470-1556), humanista griego que vivió largos años en Italia, donde colaboró con Aldo Manuzio en la edición de libros griegos. Fue amigo de Savonarola, cuyas cenizas recogió cuando aquél fue quemado en la hoguera. Llamado a Moscú (1515), trabajó en la revisión de los libros litúrgicos. Fue perseguido y, en 1525, se refugió en Volokolamsk, para trasladarse posteriormente al monasterio de la Santísima Trinidad en Serguiev Posad, el monasterio de san Sergio de Radonezh, donde murió y donde gozó de veneración.

Representante principal de la otra corriente fue José de Volokolamsk (1439-1515). Este monje ponía el acento en el aspecto ritual, litúrgico y tradicional. La pobreza, para él, era una cosa más bien individual, mientras que el monasterio podía tener propiedades y riquezas que le permitieran ser un centro cultural. En cuanto a la relación entre Iglesia y Estado, era partidario de una vinculación de intereses entre ambas instituciones. Frente a los herejes defendía una actitud de estricto rigor. Fue canonizado también por la Iglesia rusa, junto con san Nilo de Sora. Ambas corrientes tuvieron seguidores, pero terminó por triunfar la segunda, la corriente "estatista," que se plasmó sobre todo con el zar Iván IV el Terrible.

a) Siglos XVI y XVII: confesiones antiprotestantes y "raskol"

En los siglos XVI y XVII intentan penetrar, tanto en Constantinopla como en Kiev o en Moscú, las ideas y doctrinas de la Reforma protestante. Y los escritos teológicos ortodoxos se ven marcados por esta penetración, sea que reciban su influencia, o bien que se presenten como una reacción contra ella.

Así, destaca el patriarca Jeremías II (+ 1595), quien respondió en tres ocasiones con largos escritos a las cartas con que los luteranos alemanes intentaban atraerse a la Iglesia griega. Con los testimonios de los santos Padres y de los autores bizantinos medievales, Jeremías trató temas como la procesión del Espíritu Santo, el libre albedrío, la justificación por la fe y las buenas obras, los sacramentos, la invocación de los santos, la vida monástica, etc. Terminaba su último escrito con las palabras: "Seguid vuestro camino y no nos escribáis más sobre cuestiones dogmáticas, sino solamente por amistad."

Pero un patriarca posterior, Cirilo Lukaris (+1638), patriarca desde 1621, sí aceptó en parte las doctrinas protestantes, que intentó introducir en la Iglesia griega. En 1629 apareció, publicada en Ginebra, su famosa Confessio fidei, redactada en dieciocho capítulos y escrita en latín, que dos años más tarde tradujo al griego y que en 1633 publicó en Ginebra en edición bilingüe. La doctrina de Cirilo Lukaris fue condenada en un sínodo reunido en Constantinopla por su inmediato sucesor el mismo año de la muerte de Cirilo, con la asistencia de los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, en el sínodo de Iasi de 1642 y en el sínodo de Jerusalén de 1672, bajo el patriarca Dositeo, en cuyo sínodo se proclamó la Confessio Dosithei, que había de ser luego uno de los documentos doctrinales de la Iglesia Ortodoxa.

Lukaris, en su Confessio, habla de la autoridad de la Biblia, superior a la de la Iglesia, ya que la palabra del Espíritu Santo es infalible y, por lo mismo, superior a la palabra humana de la Iglesia, que puede equivocarse. Para él, y de acuerdo con la tradición calvinista, sólo hay dos sacramentos, los instituidos por Cristo: el bautismo y la Eucaristía. En la Eucaristía hay una presencia real de Cristo, pero la que procura la fe, no la que ha sido imaginada con el nombre de "transubstanciación." En cuanto a la justificación, Cirilo afirma que somos justificados por la fe y no por las obras; la aplicación de la justicia de Cristo a los que se arrepienten es el único principio que justifica y salva al fiel creyente.

El sínodo de Jerusalén de 1672 condena la obra de Lukaris y las doctrinas calvinistas, al mismo tiempo que rechaza rotundamente que la Iglesia Ortodoxa pudiera profesar tales doctrinas. Publicó seis decretos bajo el siguiente título general: Escudo de la ortodoxia o apología y refutación compuesta por el sínodo local de Jerusalén, presidido por Dositeo, patriarca de esta ciudad, contra los herejes calvinistas que pretenden falsamente que la Iglesia de Oriente profesa los mismos dogmas que ellos sobre Dios y sobre las cosas divinas. Los cinco primeros decretos intentan salvar a Lukaris dudando de que la Confessio sea obra suya, o que, en caso afirmativo, es una cosa personal que no representa en ningún modo el pensamiento de la Iglesia Ortodoxa, al mismo tiempo que se rechaza toda comunicación con los calvinistas. Finalmente, el sexto decreto es la llamada Confessio Dosithei, redactada "para aquellos que deseen conocer cuál es la fe y la profesión de la Iglesia oriental, es decir, lo que ella piensa sobre la fe ortodoxa."

Por lo que atañe a Dositeo (1641-1707), que fue patriarca de Jerusalén (1669-1707), destaca su actividad restauradora de monasterios, el principal de los cuales fue la laura de San Sabas en Palestina, su actividad cultural, con la creación, dadas las dificultades en Constantinopla, de una tipografía griega en Iasi, que fue un centro de producción editorial griega. Además de la Confessio ya citada, Dositeo escribió muchas obras de polémica anti-latina, como también tiene escritos contra los uniatas. Entre la literatura polémica destacan: Τομος καταλλαγης (Tomus reconciliationis), Τομος αγαπης (Tomus amoris) y Τομος χαρας (Tomus jubilationis).

Antes del sínodo de Jerusalén de 1672, otro autor escribió una Confesión de fe (que había de tener una gran repercusión) para contrarrestar el escrito de Cirilo Lukaris. Se trata de Pedro Moghila, metropolita de Kiev (1633-1647). Nacido en 1597, originario de una familia noble de Valaquia, de joven se trasladó a Lvov, en la región de Galicia (Galitsia; Ucrania occidental), entonces bajo el reino de Polonia, y en 1627 se hizo monje en la laura de las Grutas de Kiev, de la cual fue archimandrita, y fundó, en 1631, una academia que fue la cuna de la posterior Academia eclesiástica de Kiev, donde se formarían las principales figuras eclesiásticas de toda la Iglesia rusa. Metropolitano de Kiev desde 1633, llevó a cabo una gran actividad y defendió a la Iglesia Ortodoxa ucraniana frente a protestantes y católicos. En su academia se impartían las enseñanzas en latín e incluso se enseñaba teología de acuerdo con el sistema escolástico occidental.

Entre 1639 y 1640 Moghila compuso un gran catecismo que fue conocido como Confessio Orthodoxa. El texto, redactado en latín, fue sometido a la aprobación de una conferencia de teólogos en Iasi, en 1642 (donde se condenó la obra de Lukaris), y allí se constataron divergencias entre los teólogos griegos y los de la escuela de Kiev, que en algunas cuestiones concordaban con los católicos. Entre los delegados patriarcales estaba el exarca Melecio Syrigos, reconocido teólogo, quien tradujo al griego el texto latino original de Moghila, al cual aportó algunos retoques que luego aplicó él mismo al texto latino (perdido dicho original, nos ha negado el texto corregido por Syrigos, que poseemos, por lo tanto, en latín y griego). La Confessio de Moghila fue aprobada por los diversos patriarcas en un sínodo de Constantinopla del año 1643, aunque no fue editada hasta 1667 en Amsterdam.

Esta Confessio Orthodoxa fue vista por muchos (aunque no por todos) como la expresión auténtica de la fe de toda la Iglesia Ortodoxa y en el siglo XIX fue impuesta como manual obligatorio en el estudio de la teología. Pero a causa de los retoques de Syrigos, no expresa exactamente el pensamiento del metropolita de Kiev, que aparece, en cambio, más genuino en el Pequeño Catecismo, publicado por él mismo en la imprenta de la laura de las Grutas en 1645. Una muestra de las divergencias entre ambos textos aparece, por ejemplo, en lo relativo a la consagración de la Eucaristía; la Confessio habla claramente del momento de la epíclesis, mientras que el Pequeño Catecismo aboga por las palabras de la institución, de acuerdo con la escuela kioviense, aunque afirma que la consagración es obra del Espíritu Santo; lo mismo puede decirse sobre otros sacramentos, como el matrimonio, cuya "forma sacramental" es, para Moghila, el consentimiento mutuo de los esposos, como en la teología latina.

De hecho, Moghila realizó una labor litúrgica, especialmente con la publicación del Ritual o Trebnik (1646), en el cual aparecen fuertes influencias latinas. Así, de acuerdo con lo que acabamos de decir sobre la forma sacramental del matrimonio, si en el Ritual bizantino se prescribe que, antes de la parte correspondiente a los esponsales, el sacerdote pregunte a los novios sobre su libre voluntad de contraer matrimonio, Moghila hace repetir esta pregunta antes de la segunda parte o coronación, añadiendo todavía, inmediatamente antes del rito de las coronas, un juramento por parte de los esposos. Varios elementos introducidos por Moghila en el Ritual pasaron posteriormente (1677) al Trebnik ruso.

Antes, sin embargo, el patriarca moscovita Nikon (1653-1666) impulsó una reforma litúrgica basada en una adaptación más plena a los libros griegos, editados principalmente en Venecia. Dicha reforma encontró una fuerte oposición en ciertos sectores, de la cual salió un cisma (raskol, en ruso), cuya cabeza principal fue el arcipreste Avvakum (1620-1682); él y otros raskólniki (‘cismáticos’), llamados también "viejos creyentes" o "viejos ritualistas," produjeron no poca literatura religiosa. Awakum fue condenado a la hoguera. Es autor de una autobiografía, de interés para la historia eclesiástica de aquella época, a la par que tiene un valor literario remarcable. El hecho del raskol suscitó, por otra parte, en el campo doctrinal, muchas obras que refutaban sus doctrinas.

Uno de los autores que escribieron contra los raskólniki fue Demetrio Tuptalo, metropolita de Rostov (1651-1709), con su obra El espejo de la confesión ortodoxa, que es como un resumen de la Confessio de Moghila. Es autor también de otras obras teológicas, tales como una especie de catecismo (Breves cuestiones y respuestas sobre la fe y sobre otras cosas que es útil que los cristianos sepan). Formado en la escuela de Kiev, Demetrio seguía también su opinión en lo relativo a la Eucaristía y en otros puntos defiende también tesis propias de los católicos. Su doctrina espiritual no es abstracta ni sistemática, sino concreta y práctica. A él se debe también la obra Cheti Minei, vidas de santos para cada día, siguiendo el ciclo del santoral litúrgico, obra que gozó de gran popularidad y de la cual muchos ortodoxos se alimentaron doctrinal y espiritualmente. Fue canonizado por la Iglesia rusa en 1757.

b) Período sinodal de la Iglesia rusa

Como se dijo en la parte histórica, Pedro el Grande suprimió en 1721 el patriarcado de Moscú. Bajo su reinado (1682-1725) se reforzó en gran manera la influencia occidental, que penetró incluso en los seminarios, donde la formación sacerdotal seguía los métodos occidentales, con la enseñanza en latín. La influencia del protestantismo y del pietismo alemán se hizo sentir fuertemente, cosa que llevará, más tarde, ya en el siglo XIX, a la introducción del alemán en lugar del latín. Un representante de la corriente protestantizante fue Feofán Prokópovich (1691-1736). Nacido en Kiev, se hizo católico, fue monje basiliano y estudió en el Colegio Griego de San Atanasio de Roma. Vuelto a la Ortodoxia, fue profesor y rector de la Academia de Kiev. Consagrado obispo de Pskov (1718), fue consejero y gran amigo de Pedro el Grande, con quien redactó el Reglamento eclesiástico que organizaba la Iglesia rusa y fue nombrado arzobispo de Novgorod (1735). Celebrado como uno de los padres de la teología sistemática rusa, publicó en latín ocho tratados teológicos, donde se aprecia una inspiración protestante e incluso un tono anticatólico, además de una larga serie de escritos en eslavo, entre los cuales un catecismo para los niños (donde se muestra contrario al culto a las imágenes).

En reacción contra la penetración protestante escribió Stefán Yavorsky (1658-1722). Estudió en Kiev y luego en Lvov bajo el magisterio de los jesuítas. Posteriormente fue monje y profesor de la Academia de Kiev. Obispo de Riazán (1700), fue el protector de la academia eslavo-greco-latina de Moscú. Su obra principal, Kamen viery (‘La piedra de la fe’), en doce tratados, escrita (originariamente en latín, Petra fideí) hacia 1713 y publicada sólo en 1728, una vez muerto Pedro el Grande, tiene un carácter apologético antiprotestante, para lo cual usa también argumentos de la Contrarreforma católica.

Una figura importante en el campo de la espiritualidad durante el siglo xvni fue san Tijon De Zadonsk (1724-1783). Consagrado obispo sufragáneo de Novgorod (1761) y luego (1763) residencial de Voronezh, en 1768 renunció al ministerio episcopal y se retiró al monasterio de Zadonsk, a 84 km. de Voronezh, donde hubo de soportar con la máxima humildad un gran número de pruebas y desde donde irradió su santidad y su doctrina espiritual a través de sus numerosos escritos. Destacan La carne y el espíritu, el manual ascético El verdadero cristianismo (donde se inspira en el pietista luterano Johann Arendt) y El tesoro espiritual, donde desarrolla un método de contemplación de la naturaleza. Conoció La imitación de Cristo. Muchos de sus sermones fueron leídos posteriormente en las iglesias. En teología sigue a Moghila y la escuela de Kiev.

Aquí, y antes de seguir adelante, podría ser útil, a modo de resumen de lo que ya vimos y de lo que seguirá, destacar algunas características generales de los siglos XVII y XVIII en el mundo ortodoxo.

— La importancia de la Academia de Kiev, de donde salían los teólogos importantes del mundo eslavo, que después ejercían su influencia en Rusia.

— La influencia latina en esa misma Academia. A pesar de su carácter netamente ortodoxo e incluso a veces antilatino, en dicha Academia se enseñaba en latín y con el método de la escolástica latina, que era, en general, bien conocida. La influencia latina se hacía notar, entre otras cosas, como ya hemos indicado, en la teología y la liturgia sacramental. En este punto se diferenciaban de la Iglesia griega, que se mantenía alejada de estas influencias. Es significativo el caso de los retoques de Melecio Syrigos a la Confessio de Moghila, que la hacían más acorde con la auténtica tradición ortodoxa.

— Cabe señalar también los caminos jurídicos que seguirán durante un tiempo Kiev y Moscú. Ya dijimos en la parte histórica que el primer jerarca de la Iglesia rusa continuaba llevando el título de metropolitano de Kiev, aun residiendo en Moscú. Al proclamarse el metropolitano Jonás de Moscú y de toda Rusia, en 1448, y al obtener luego (1461) Moscú la autocefalia, Kiev fue también sede metropolitana propia bajo la jurisdicción del patriarcado de Constantinopla, hasta que, en 1686, la Iglesia ortodoxa ucraniana fue obligada a pasar bajo la jurisdicción del patriarcado de Moscú, creado en 1589.

— La influencia protestante en la teología ortodoxa, especialmente eslava. Aparte del caso del patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris, es sobre todo en Rusia donde se dan mayormente las influencias protestantes, así como también católicas, y, por consiguiente, también las reacciones y la polémica en torno a estas cuestiones. Pedro el Grande (1682-1725) llevó a cabo una política de occidentalización del Imperio que favoreció la penetración de las ideas protestantes.

— Quizá por esta misma influencia protestante aparecieron escritos bajo la forma de catecismos o confesiones de fe. Así, la protestantizante de Cirilo Lukaris o las ortodoxas de Pedro Moghila y del patriarca Dositeo, ya citadas. También empiezan a escribirse ya tratados más sistemáticos de teología.

— El hecho del raskol, que afectó exclusivamente a la Iglesia rusa.

c) La floración del siglo XIX

El siglo XIX conoció un gran florecimiento monástico, ayudado en una parte muy importante por la publicación, en 1793, de la traducción eslava de la Filocalía, una antología de textos espirituales de los antiguos Padres y de los autores espirituales bizantinos, obra del obispo Macario de Corinto (1731-1805) y de Nicodemo el Hagiorita (o sea, del Monte Athos, 1749-1809), publicada en Venecia en 1782. La traducción y adaptación eslava fue obra de san Paisy Velichkovsky (1722-1794), monje ucraniano que residió en el Athos y fundó luego el monasterio de Neamt en Moldavia (actualmente Rumania). Su traducción, con el nombre de Dobrotoliubie (literalmente, ‘Amor del bien’ o ‘de la bondad’), que traducía el griego Filocalía (‘amor de lo bello’ o ‘de lo bueno’) fue publicada en 1793, y una segunda edición, más completa, después de la muerte de Paisy, en 1822. La Dobrotoliubie tuvo una gran difusión en Rusia, donde alcanzó gran fama la figura del stárets (‘anciano’), del padre espiritual. En los últimos decenios del siglo XIX, la versión de Velichkovsky fue traducida al ruso y ampliada con otros autores por Teófanes el Recluso.

Fueron famosos en este sentido, además de la antigua y célebre laura de las Grutas de Kiev y de otros monasterios, el de Optina Pustyn, en la provincia de Kaluga, donde florecieron los startsí Leónidas (1768-1841), Macario (1788-1860) y Ambrosio (1812-1891). Si el primero tuvo influjo más bien sobre monjes y campesinos, Macario llevó a cabo una labor importante en la edición de textos patrísticos y de autores espirituales y atrajo al monasterio a la intelectualidad rusa, lo mismo que Ambrosio, el último de los grandes startsí. Así visitaron Optina Pustyn pensadores y escritores como Gógol (1809-1852), Dostoievsky (1821-1881), Tolstoi (1828-1910) o Soloviov (1853-1900). La vida del monasterio de Optina Pustyn viene reflejada en parte en la obra Los hermanos Karamázov de Dostoievsky, quien en la figura del starets Zosima quiere esbozar, aunque con rasgos demasiado naturalistas, la figura de Ambrosio, convertido por ello en el más conocido de los startsí de Optina Pustyn. De él dice el mismo Dostoievsky: "El haber escuchado tantas confidencias le había dotado de una tal lucidez, de una tal penetración, que le bastaba una mirada para adivinar qué deseaba la persona que se dirigía a él. Al pronto, se sentía sobrecogido, pero nadie se apartaba de su lado sin sentirse confortado." Del mismo starets Ambrosio decía Tolstoi: "El padre Ambrosio es un verdadero santo. Solamente he charlado con él y mi alma se siente ya aliviada. Es hablando con hombres así como se siente la proximidad de Dios."

En las páginas de Los hermanos Karamázov consagradas a lo que se ha llamado la leyenda del Gran Inquisidor, Dostoievsky ofrece además una especie de testamento espiritual y su mensaje muestra en Cristo no la autoridad que permanece siempre exterior, sino la verdad interiorizada que libera al hombre. Gógol, por su parte, fue un lector de los Padres de la Iglesia gracias a las traducciones rusas que, precisamente, se publicaban en aquellos años en los centros monásticos, así como la traducción eslava de la Filocalía (la Dobrotoliubie) en la edición de 1822. Cristiano antes que literato, como dice él mismo a su madre, quiso penetrar en la liturgia y escribió unas Meditaciones sobre la Divina Liturgia (1857) y compuso oraciones.

Los monasterios fueron la cantera de teólogos y liturgistas, como también de obispos, porque, al lado de ¡os teólogos de escuela, y ya de tiempo antiguo, la tradición monástica ahondó en una teología viva y experimental.

Una figura monástica que iluminó particularmente y con luz propia la primera mitad del siglo XIX, y que sería, junto con san Sergio de Radonezh, el santo más amado y venerado de Rusia, fue san Serafín de Sarov (1759-1833). El filósofo Nikolai Berdiáiev lo define como "el ideal de la santidad rusa" y Paul Evdokimov como "el icono de la santa Rusia." Monje, ermitaño en el bosque de Sarov, al norte de la provincia de Tambov en la Rusia central, recluso varios años en el monasterio, taumaturgo, director espiritual, este célebre stárets dio testimonio de una alegría luminosa y pura. Fue canonizado en 1903, con asistencia de miles de fieles y en presencia del zar Nicolás II. Unas instrucciones suyas no se conservan en el original sino en un texto revisado por Filareto de Moscú. Y el mismo año de su canonización se descubrió el texto de un coloquio suyo con un laico discípulo suyo, Diálogo con Motovilov, que se ha convertido en uno de los textos importantes de la espiritualidad rusa.

Otra gran figura de la espiritualidad rusa del siglo XIX es Teófanes (en ruso, Feofán) el Recluso (1815-1894). Formado en la célebre Academia de Kiev, hizo largas estancias en Jerusalén para estudiar el Oriente cristiano y fue profesor y rector de la Academia eclesiástica de San Petersburgo. Consagrado obispo, regentó la diócesis de Tambov y luego la de Vladímír hasta que, en 1866, se retiró al monasterio de Vishen, donde llevó vida de recluso, consagrado a la oración, a los trabajos manuales y a la dirección espiritual a través de sus numerosos escritos, entre los que se encuentran obras exegéticas, pero especialmente de carácter espiritual, moral y pastoral, que gozaron de gran popularidad y obtuvieron una gran difusión. Es el autor, además, de una traducción rusa de la Filocalía, publicada en cinco volúmenes entre 1877 y 1889. Fue canonizado por la Iglesia rusa en 1988.

Pertenecen también al siglo XIX, posiblemente en torno al año 1860, los relatos de un anónimo peregrino ruso, cuyo título entero reza: Relatos sinceros de un peregrino a su padre espiritual. El protagonista es un campesino que recorre las tierras rusas, armado con sólo la Biblia y un ejemplar de la Dobrotoliubie, buscando quien pueda enseñarle la oración interior. La obra está dividida en dos partes, con cuatro relatos la primera y tres la segunda. La primera fue publicada en Kazan entre 1865 y 1870, con una segunda edición en 1881, revisada precisamente por Teófanes el Recluso. La segunda parte fue publicada por vez primera en 1911 por los monjes del monasterio de San Sergio, que la encontraron entre los papeles del stárets Ambrosio.

Fuera de la espiritualidad propiamente monástica, el siglo XIX ruso, y a los albores del siglo XX, nos ofrece la figura de san Juan de Cronstadt (1829-1908), sacerdote del clero secular, casado, canonizado en 1990, por la Iglesia rusa. Ordenado sacerdote en 1855, regentó durante toda su vida una iglesia de la pequeña ciudad de Cronstadt, en la isla de Kotlin, en el golfo de Finlandia, a la puerta de San Petersburgo. Juan fue un modelo de espiritualidad sacerdotal y de pastor de almas, que san Silvano del Monte Athos (el stárets Siluán) describe así: "Después de Serafín de Sarov nos ha sido dado el padre Juan de Cronstadt. Su oración, como una columna, se elevaba hasta el cielo. [...] Con nuestros propios ojos lo hemos visto rezar. Me acuerdo cómo el pueblo lo circundaba y pedía su bendición cuando, después de la liturgia, abandonaba la iglesia. Incluso en medio de una tal multitud, su alma permanecía siempre fija en Dios y no perdía la paz. Amaba a los hombres y no dejaba de orar por ellos." Es autor de una gran cantidad de escritos de espiritualidad que marcaron notablemente la renovación eucarística en Rusia en los inicios del siglo XX, entre los cuales destaca Mi vida en Cristo, una obra extensa cuyo título recuerda a Nicolás Cabásilas.

En el campo propiamente teológico cabe destacar la figura del metropolitano Filareto de Moscú (Filareto Drozdov, 1782-1867), que marcó la teología ortodoxa de todo el siglo. Fue monje de la laura de la Santa Trinidad (en Serguei Posad), profesor y rector de la Academia teológica. Consagrado obispo, ocupó las sedes de Revel (Tallinn, 1817), Tver (1819), Jaroslavl (1820) y Moscú (1821). Estimuló el estudio y el amor por la Biblia y los Padres, cuyas traducciones promovió. Su teología se basa en el biblismo de los Padres, caracterizado por el paralelismo entre Palabra y Eucaristía, fecundadas por la epíclesis litúrgica. El conocimiento de la Tradición le ayuda a formular la función del carácter eclesial de los creyentes en el conjunto de la historia de la salvación. La unidad de la Iglesia, para Filareto, es misteriosa: exteriormente se afirma en la profesión de la misma fe y la celebración de los mismos misterios. Escribió un Catecismo cristiano de la Iglesia ortodoxa católica greco-rusa de Oriente, que, en ediciones posteriores, apareció con el título Catecismo aumentado (anteriormente había publicado extractos de la obra con el título de Breve catecismo), que conserva su valor y ha tenido reimpresiones modernas (Jordanville 1961).

Macario Bulgákov (1816-1882) fue un fecundo manualista; una obra suya fue traducida al francés: Introduction a la théologie orthodoxe (1857). Escribió también un Curso de teología ortodoxa, en 6 volúmenes, que resumió después, para uso de los seminarios, en un Manual para el estudio de la teología dogmática cristiana ortodoxa. Su obra, un verdadero repertorio de citas bíblicas y patrísticas, está falta de sentido dogmático. Con estos manuales o tratados, Bulgákov respondía a la petición del procurador laico del Santo Sínodo, Nicolás Protásov, quien al mismo tiempo hizo reimprimir las Confesiones de fe anteriores, de Pedro Moghila y de Dositeo.

d) El movimiento eslavófilo.

Pero el siglo XIX ruso está también marcado, y de modo muy especial, por el fenómeno del movimiento eslavófilo. Como reacción contra el racionalismo y el cosmopolitismo oc-cidentalizante del siglo XVIII, el movimiento eslavófilo, nacido en círculos intelectuales, supuso un despertar de la conciencia nacional rusa. El movimiento estaba influido por el idealismo alemán, pero visto y pensado en ruso. Propugnaba un retorno a la auténtica tradición ortodoxa rusa, la recuperación de la genuina alma rusa. Para los eslavófilos Occidente había caído en la decadencia y sólo la Ortodoxia no había sucumbido al racionalismo y al apego a las cosas materiales. Cristianos practicantes, estaban firmemente convencidos de que la Iglesia Ortodoxa había conservado la plenitud original de la revelación cristiana. No fueron bien vistos por las autoridades; se reunían en salas de tertulia y discutían, como dice en una carta Yuri Samarin, sobre la relación entre fe y razón, sobre la Iglesia y la Ortodoxia, sobre la Ortodoxia y Occidente, etc.

Las figuras principales del movimiento eslavófilo fueron Iván Kireievsky y, muy especialmente, Aleksei Jomiakov, sin olvidar a los hermanos Aksákov, Yuri Samarin, etc. Todos eran laicos y hacían teología partiendo de la doctrina patrística. Iván Kireievsky (1806-1856) colaboró en la traducción y publicación de los Padres de la Iglesia. En la patrística encontró el acuerdo entre el corazón y la inteligencia, y de ahí su dedicación a lo que había de ser el eje de Ja búsqueda de los eslavófilos: un conocimiento vivo, en el cual la fe religiosa comportase el conocimiento de Dios y del dogma. Intuyó una gran antropología cristológica en la cual la unicidad de cada uno se realiza en el acuerdo sinfónico de todos y en la cual la Eucaristía es el "sacramento del hermano." Este es el principio de la Sobornost, que fue desarrollado luego por Jomiakov.

Aleksei Stepánovich Jomiakov (1804-1860) era un hombre de muchas dotes, conocedor de diversos idiomas (compiló el primer diccionario ruso-sánscrito), poeta, pintor, historiador, e incluso inventor de una máquina que ganó una medalla en una exposición londinense. Fue un hacendado competente y médico por afición. Pero, por encima de todo, fue teólogo. Su manera de ver era tan inusitada, y la verdadera imagen de la Ortodoxia se había visto desfigurada durante tanto tiempo por los burócratas eclesiásticos, que fue acusado de modernismo, y sólo después de su muerte le reconocieron como auténtico portavoz de su Iglesia y sólo entonces fueron publicadas sus obras. Entre éstas destacan: L’Eglise latine et le protestantisme du point de vue de l’Eglise d’Orient, publicada en francés (Lausana 1872) o La Iglesia es una, que escribió primero en griego, para escapar a todo control, y, traducida al ruso, fue publicada después de su muerte por Y. Samarin.

Para Jomiakov, el protestantismo y el catolicismo son fruto del intelectualismo escolástico medieval. El catolicismo, aplicando este intelectualismo o racionalismo al elemento exterior y visible de la Iglesia, ha llegado a un cristianismo sistematizado que ahoga la libertad y la caridad. El protestantismo, aplicándolo al elemento interior e invisible, ha cristalizado en un cristianismo interiorista, subjetivista, que sacrifica la unidad y la comunidad. Sólo la Ortodoxia oriental mantiene el equilibrio de la unidad en la caridad. La Ortodoxia es, pues, la verdadera síntesis cristiana entre la unidad exagerada del catolicismo y la libertad del protestantismo.

La eclesiología de Jomiakov se centra en la verdad y el amor como organismo. La Iglesia, según él, no es autoridad, porque la autoridad es algo exterior a nosotros. La Iglesia no es una autoridad sino la verdad. La aportación eclesiológica más notable de Jomiakov es la idea de la sobornost. Este término deriva del adjetivo eslavo que traduce la palabra καθολικη del Credo: "Creo en la Iglesia una, santa, católica (καθολικη, sobórnaya) y apostólica." Más que "universal," el término griego significa, etimológicamente (καθολον), la integridad en el sentido intensivo. Se trata de un término cualitativo; la extensión cuantitativa, espacial, no es una suma de diferentes partes: la Iglesia local, en torno al obispo, es ya, en su mismo ser, pléroma católico. "La infalibilidad — dice Jomiakov — reside sólo en la hermandad ecuménica (en la sobornost) de la Iglesia, unida por un amor mutuo: la custodia de los dogmas y la pureza de los ritos es encomendada no sólo a la jerarquía sino a todos los miembros de la Iglesia que constituyen el Cuerpo de Cristo."

Si Jomiakov llenó la primera mitad del siglo XIX, en la segunda mitad sobresale el filósofo Vladímir Serguéievich Soloviov (1853-1900), con quien la tradición espiritual rusa elabora por primera vez un concepto del mundo en el que la racionalidad occidental y la contemplación oriental se integran en una síntesis de ciencia, filosofía y religión. Amigo personal de Dostoievsky, sobre cuyas ideas influyó, poeta, teólogo y filósofo, bajo el influjo, a su vez, del idealismo alemán, especialmente de Hegel y Schelling, publicó, en 1874, su tesis: La crisis de la filosofía occidental contra los positivistas, que fue seguida de otras obras filosóficas. Después de una etapa eslavófila, hacia los años ochenta, Soloviov, con una vocación de universalidad, se consagra al acercamiento de las Iglesias. No se adhiere al catolicismo, pero afirma su fe en la unidad profunda y mística de la Iglesia, mantenida a pesar de las divisiones históricas de los cristianos. Hace un gesto de intercomunión: en 1896 comulga de manos de un sacerdote católico que comparte sus convicciones sobre la unidad de los cristianos. En su deseo de reconciliar Oriente y Occidente, ve en la Iglesia tres elementos diferentes y complementarios figurados en tres apóstoles: Juan, el teólogo, que representa el espíritu contemplativo de Oriente; Pedro, la acción y la guía de la Roma católica; Pablo, la interpretación del mensaje evangélico, que simboliza el protestantismo.

En sus últimos años se impone a Soloviov una visión de próxima catástrofe. En su libro La historia del Anticristo prevé la llegada de un dictador universal que impondrá su gobierno de hierro a todas las religiones y anuncia la unión, en el punto álgido de la persecución, del papa Pedro II, del starets Juan y del profesor Paulus, símbolos, respectivamente, del catolicismo, de la ortodoxia y del protestantismo, unión que permite el millenium, o sea la transfiguración de la tierra y de la historia.

Soloviov introdujo en su sistema filosófico-teológico un concepto gnostico de la Sofía — la Sabiduría divina. En dos ocasiones, en su infancia, durante la divina Liturgia, y años más tarde en el desierto de Egipto, había tenido una "iluminación" — el rostro femenino de la Sabiduría. Por Sofía entiende Soloviov la omnipresencia de Dios, sus entrañas de misericordia, su rostro vuelto hacia el mundo y, a su vez, la transparencia secreta de las cosas, una feminidad resplandeciente de inteligencia, de ternura, de castidad, donde se transfiguran la historia y la materia. Siendo la Sofía un principio teándrico, la sofiología es, ante todo, una tentativa gnostico-teosofica de explicar la esencia de la creación y desvelar su unidad. La doctrina sofiológica fue seguida también por P. Florensky, E. Trubetskoy, etc., pero tuvo su máximo exponente en S. Bulgákov. Muchas de sus ideas son rechazadas por la Iglesia Ortodoxa.

e) La teología rusa en la emigración.

Con la revolución bolchevique, muchos teólogos y pensadores emigraron gradualmente a la Europa occidental, donde fundaron centros de pensamiento. El más importante fue el Instituto de Teología Ortodoxa de San Sergio, de París. Fundado en 1925, se convirtió pronto en un foco de irradiación del pensamiento ortodoxo ruso y fue, de hecho, lo que hizo que Occidente conociera la Ortodoxia. Además de los cursos internos, dicho Instituto organizó encuentros ecuménicos y de estudio; destacan las Semanas Internacionales de Liturgia, iniciadas en 1953 y que todavía continúan celebrándose. Y el influjo que San Sergio ha ejercido en la Europa occidental lo ha realizado en América el Seminario San Vladimiro, de Nueva York, fundación del Instituto de San Sergio. Ambos centros han llevado a cabo una importante tarea de renovación teológica, en bien no sólo de la propia Ortodoxia sino también del ecumenismo. De ambos centros han salido teólogos muy importantes, cuyas publicaciones son bien conocidas también entre los católicos.

Serguei Nikoláievich Bulgákov (1871-1945) pasó por el marxismo y el idealismo alemán para retornar profundamente a la Ortodoxia. Sacerdote desde 1918, en 1922 fue expulsado de la Unión Soviética y desde 1925 enseñó teología dogmática en el Instituto de Teología Ortodoxa de San Sergio, de París, creado por aquellos días por la emigración rusa. Su teología gira en torno a la cristología. Todas las antinomias del pensamiento y todos los problemas convergen en el hecho central de la encarnación del Verbo. Desde esta luz, reforzada por la del Apocalipsis, Bulgákov comenta la historia y el destino del hombre. Sus obras constituyen un sistema dividido en dos trilogías: a) La zarza ardiente (mariología), El amigo del Esposo (Juan Bautista), La escala de Jacob (angelología); b) El Cordero de Dios (cristología), El Paráclito (el Espíritu Santo), La esposa del Cordero (la Iglesia). Lo que da coherencia al conjunto de su sistema son las ideas heréticas de la sofiología, elaborada primero en la escuela de Soloviov y Florensky y luego bajo la influencia de los idealistas románticos alemanes. En la segunda trilogía, Bulgákov, conservando el tema gnostico de la Sabiduría increada y de la Sofía de la creatura, le dio una nueva expresión: la primera significaría únicamente la autorrevelación de la esencia divina en el Verbo y en el Espíritu; la segunda, la presencia eterna en Dios, a manera de Idea, de la creación.

Un profesor de San Sergio, el P. Georges Florovsky (1893-1979), predicó, en el Congreso teológico de Atenas de 1936, un retorno a la tradición patrística, tan propia de la Iglesia Ortodoxa, con lo cual inauguraba una nueva etapa, de renovación teológica. Él mismo publicó dos manuales de patrología y elaboró una síntesis teológica centrada en la eclesiología y la cristología. Su obra principal es, sin duda, Los caminos de la teología rusa (1937), que fue traducida al inglés — con toda su obra, en 14 volúmenes —, al francés y al italiano. Historiador, filósofo y patrólogo, desde 1948 enseñó en el Seminario de San Vladimiro de Nueva York. Sus enseñanzas fructificaron en sus discípulos.

La obra de Vladímir Lossky (1903-1958) representa el asentamiento de la renovación patrística, de la asunción del apofatismo y de los elementos fundamentales de la Ortodoxia. Para él, el verdadero camino teológico exige la expresión simbólica de la experiencia cristiana, que es muerte y resurrección en Cristo y transfiguración en el Espíritu. De ese modo la teología es necesariamente mística. Su obra principal, escrita en francés y que ha sido traducida al castellano, Teología mística de la Iglesia de Oriente, ha enseñado a muchos occidentales católicos a penetrar en el corazón de la Ortodoxia.

Otro teólogo de San Sergio que ha conocido una notable difusión es Paul Evdokimov (1900-1970), quien coincide con Lossky — a pesar de sus divergencias — en la noción de una teología inseparable de la liturgia, del amor activo, del profundizamiento ascético y espiritual. Evdokimov, con un estilo bastante difuso, entusiasta de la sofiología, de la cual dice ser "la gloria de la teología ortodoxa actual," es un teólogo de la belleza de Dios (El arte de icono. Teología de la belleza, Madrid 1991). Sus obras, en francés, son bien conocidas también en ambientes católicos. De carácter general tiene: La Ortodoxia (Barcelona 1968). También: El conocimiento de Dios en la tradición oriental (Madrid 1969).

De San Sergio salieron también, para enseñar en San Vladimiro de Nueva York, los destacados profesores Schmemann y Meyendorff. Alexander Schmemann (1921-1983) escribió sobre todo sobre teología litúrgica: Introduction to Liturgical Theology, 1966; Pour la vie du monde, 1968; Le Grand Caréme, 1974. De carácter general, ha escrito Le chemin historíque de l’Orthodoxie, 1995, y, con relación a la Iglesia Ortodoxa frente al mundo moderno, Church, World, Mission. Jean Meyendorff (1926) ha estudiado especialmente y traducido a san Gregorio Palamás y tiene publicada una síntesis teológica: Byzantine Theology, Historical Trends and Doctrinal Themes, 1974 (existe traducción francesa e italiana). Historiador del pensamiento teológico, da una visión general de los conceptos cristológicos después del Concilio de Calcedonia en Le Christ dans la théologie byzantine, 1969. Tiene también una obra de carácter general: La Iglesia Ortodoxa ayer y hoy (Bilbao 1969).

La eclesiología ha sido estudiada por el P. Nicolás Afanasieff (1893-1986), que había dirigido el Instituto San Sergio después del obispo Mons. Casiano. Su teología, fundada en san Pablo, señala cómo la diferencia entre Oriente y Occidente remonta a la eclesiología de los tres primeros siglos, que protagoniza el paso de la "eclesiología eucarística" a la "eclesiología universal." La Ortodoxia mantiene una eclesiología eucarística. Donde hay Eucaristía hay plenitud de la Iglesia. Encontramos aquí la continuación de la doctrina de Jomiakov sobre la catolicidad cualitativa y la sobornost. Se podrían citar todavía, entre los antiguos profesores de San Sergio, a Cyprien Kern (+ 1960) o a León Zander (+ 1964).

Actualmente ha adquirido gran relieve, especialmente en Occidente, el teólogo Olivier Clément, profesor de San Sergio de París, discípulo de V. Lossky y divulgador de su pensamiento. Escritor prolífíco, algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Cabe citar: Transfigurer le temps, 1959, o el libro de carácter histórico Effor du christianisme oriental, 1964. Es una breve pero buena introducción al pensamiento ortodoxo: La Iglesia Ortodoxa, 1990. De San Sergio destaca también Constantin Andronikof, que, como Schmemann, se ha consagrado mayormente a la liturgia. Su obra principal, El sentido de la liturgia, ha sido traducida al castellano (Valencia 1992).

f) Espiritualidad monástica contemporánea

Pasando del terreno propiamente teológico al de la espiritualidad, cabe destacar dos figuras contemporáneas cuya fama ha traspasado las fronteras de la Ortodoxia y cuyos escritos ejercen ya un bien espiritual incluso entre los católicos. En primer lugar, san Siluano del Monte Athos, conocido también como stárets Siluán (1866-1938), monje del monasterio atónita de San Panteleímon, canonizado por la Iglesia rusa en 1988. Sus escritos y su doctrina y espíritu han sido recogidos y difundidos por un discípulo suyo, el archimandrita P. Sofronio (Sergio Sajarov, 1896-1993), que también fue monje de San Panteleímon y luego, muerto el stárets Siluano, llevó vida eremítica. En 1959 fundó el monasterio de San Juan Bautista, no lejos de Londres, en el condado de Essex, Inglaterra (conocido, por ello, bajo la forma inglesa: P. Sophrony), desde donde ha irradiado también su doctrina e influencia espirituales. Sobre san Siluano ha sido traducida recientemente una biografía, escrita por el P. Sofronio, con escritos de san Siluano. El mismo P. Sofronio publicó diversas obras de espiritualidad que han conocido ya una notable difusión.

Y no se puede omitir el nombre de un monje benedictino, Lev Gilet, pasado a la Ortodoxia y que, bajo el nombre de Un Monje de la Iglesia de Oriente (1893-1980), ha publicado una serie de libros de espiritualidad monástica, algunos de ellos traducidos al castellano, que han tenido una buena difusión incluso en ambientes católicos.

4. La teología en la Grecia moderna.

Liberada Grecia del dominio turco, pudo renovar libremente la tradición teológica, pero se encontró con que no tenía elaborado ningún sistema teológico sobre el cual construir la enseñanza teológica en sus escuelas o facultades. En 1837 se fundó la Facultad de Teología de Atenas; la de Tesalónica, que actualmente goza de un notable prestigio, fue fundada en 1925, pero empezó sus cursos en 1941-1942. Para colmar la laguna teológica se tradujeron al griego los compendios rusos de dogmática escolar. Después, los teólogos griegos de más inquietud intelectual frecuentaron preferentemente las facultades teológicas protestantes de Alemania. Ya antes el espíritu de la Aufklárung había penetrado en los círculos intelectuales griegos. Así prevaleció el concepto de una teología como ciencia autónoma, separada de la vida eclesial. La moral estaba separada de los dogmas, los cuales quedaban como principios teóricos desvinculados de la vida espiritual de los fieles. La teología académica era totalmente indiferente al pueblo y a su espiritualidad. Todo ello dio lugar, a principios del siglo XX, a la aparición de dos tendencias distintas: la que se basaba en la dogmática de escuela, conservadora, y la liberal, bajo la influencia occidental.

La figura principal de las primeras décadas del siglo XX fue Christos Andrutsos (1867-1935). Su obra Dogmática de la Iglesia Ortodoxa (1907) ha sido considerada como la auténtica formulación de la enseñanza dogmática ortodoxa. Desde su publicación apareció en el seno de la teología griega como un ejemplo de pensamiento profundo y de orden sistemático que equiparaba el pensamiento teológico griego al pensamiento europeo más serio. En realidad, sin embargo, es un ejemplo típico de la transposición del racionalismo occidental y de la peor forma de escolástica al terreno de la teología ortodoxa.

La Dogmática de Andrutsos fue completada por Panagiotis N. Trembelas (1886-1977) con su tratado en tres volúmenes, conocido en Occidente gracias a una traducción francesa, Dogmatíque de l’Eglise Orthodoxe Catholique (Chevetogne 1966-1968). Dicha obra conserva la estructura, la problemática y las tesis de Andrutsos y, a pesar de los abundantes pasajes patrísticos que incorpora, no deja de ser una edición ampliada de la de Andrutsos, un sistema de dogmática totalmente extraño al espíritu de los Padres de Oriente. Además, Trembelas desconoce la evolución teológica que se producía en Occidente y no recoge tampoco las publicaciones ortodoxas realizadas en ese mismo Occidente, el cual, por su parte, empezaba a descubrir y a interesarse por los Padres de Oriente, por la liturgia bizantina, por la tradición hesicasta, por los iconos.

Al lado de esta teología sistemática aparecieron en Grecia algunos movimientos de renovación eclesiástica, con características más bien pastorales, catequéticas y litúrgicas. Siguiendo la línea iniciada por algunos intentos anteriores de renovación cristiana, en 1909 surge la Hermandad de teólogos "Zoí" (Ζωι, ‘vida’), creada por el archimandrita Evsevios Matthópulos. Constituida fundamentalmente por laicos, con votos, venía a ser una especie de instituto secular. Promovió la predicación bíblica, la vida litúrgica, con la comunión frecuente, y métodos pastorales nuevos. De ella se escindió, en 1960, el grupo "Sotir" (Σωτηρ, ‘Salvador’). Ambas instituciones continúan su actividad, con una revista propia cada una (con el título homónimo, Zoí y Sotir) y gran número de publicaciones. En torno a estas actividades cabe señalar que en Grecia los teólogos se encuentran principalmente entre los laicos, no entre los clérigos.

Y un factor importante de renovación teológica en Grecia fue el Congreso teológico de Atenas celebrado en el año 1936, en el cual se encontraron fundamentalmente teólogos griegos y teólogos rusos de la diáspora occidental y que puede señalarse como un punto de partida de la teología griega. En ese Congreso, el ruso P. Florovsky predicó el retorno a la tradición patrística, con lo que se iniciaba un nuevo período de la teología ortodoxa que se centraría en la enseñanza de los Padres y en su confrontación ecuménica con el mundo moderno. En 1976 se reunió también en Atenas un segundo Congreso que supuso una autocrítica de la teología ortodoxa a la luz de la comprensión patrística de la teología y un reconocimiento de las auténticas realidades de la Iglesia actual.

Entre los teólogos que destacaron en el Congreso de Atenas hay que citar a P. Bratsiotis (1903-1982), con su aportación Los principios fundamentales y las características principales de la Iglesia Ortodoxa, y que trabajó además activamente en el movimiento ecuménico. Otro teólogo notable, J. Karmiris (1903-1992), ofrece, por un lado, una recopilación de Los monumentos dogmáticos y simbólicos de la Iglesia Católica Ortodoxa, 2 vols. (Atenas 1952-1953; 21960) y una Síntesis de la enseñanza dogmática de la Iglesia Católica Ortodoxa (Atenas 1957). Tiene publicados también, en italiano, estudios principalmente sobre la Iglesia.

Un buen número de teólogos griegos han ido recuperando la propia tradición genuina, con la renovación de los estudios patrísticos y gracias también al influjo de los círculos teológicos de la diáspora rusa. Las dos Facultades teológicas griegas, de Atenas y Tesalónica, llevan a cabo una labor muy destacada, especialmente la última, en donde un joven equipo de investigadores, bajo la dirección del profesor P. Christu (1917-1995), realiza un conjunto de estudios sobre la tradición teológica, entre los que cabe señalar la edición de las obras de san Gregorio Palamás. También en Tesalónica existe el Instituto de Estudios Patrísticos, dependiente del patriarcado de Constantinopla, fundado en 1965 en el monasterio de Vlatades (Moni Vlatadon), en Tesalónica, y dirigido actualmente por el profesor Ioannis Fundulis (* 1927), conocido especialmente por sus trabajos litúrgicos y sobre san Simeón de Tesalónica. El Instituto, además, trabaja activamente en la microfilmación de todos los manuscritos del Monte Athos y en las ediciones patrísticas. Publica diversas colecciones y la revista Klironomía. Otro centro dependiente también del Patriarcado de Constantinopla se halla en pleno corazón de Europa: el Centro Ortodoxo del Patriarcado Ecuménico, en Chambésy-Ginebra, Suiza, creado en 1966. Publica las revistas Epískepsis (desde 1970) y Synodiká (desde 1976). Hay otras escuelas teológicas menores, sin relieve teológico destacable. El año 1971 las autoridades turcas cerraban la Escuela teológica de Halki, situada en la pequeña isla homónima, frente a Estambul, en Turquía, y perteneciente al Patriarcado de Constantinopla. Fundada en 1844, en ella se habían formado algunas generaciones de eclesiásticos.

Según Christos Yannarás, los dos nombres que se encuentran en la vanguardia de la renovación teológica griega son Nikos Nissiotis (1925-1986) y Ioannis Zizioulas (* 1931). El primero se interesó por la incomprehensibilidad de Dios y la posibilidad de su conocimiento y sentó las bases de la gnoseología teológica. El segundo (actualmente metropolitano titular de Pérgamo y residente en el Reino Unido) se ha ocupado preferentemente de eclesiología. En su obra fundamental, La unidad de la Iglesia en la Eucaristía y el episcopado durante los tres primeros siglos (Atenas 1965), ha expuesto su pensamiento sobre la Iglesia, fundada en la Eucaristía y la liturgia, no en la administración y la organización. Y así como en la tradición teológica rusa se citan los nombres de literatos como Gógol o Dostoievsky, en Grecia puede mencionarse al escritor de principios de siglo Aléxandros Papadiamandís, hijo de la espiritualidad popular griega, como dice Yannarás. Conocedor de los textos patrísticos y litúrgicos, su literatura refleja la teología de la transfiguración, la teología de la espiritualidad litúrgica de un pueblo que sigue encarnando la realidad del cuerpo de Cristo. No hay ni un solo detalle en la obra de Papadiamandís que no sea litúrgico; por ello, su obra es auténticamente ortodoxa y teológica.

Entre las filas de teólogos griegos contemporáneos se dibuja un notable movimiento que quiere confrontar la tradición teológica ortodoxa con los tiempos modernos y los problemas que éstos plantean. Entre estos teólogos cabe mencionar a Christos Yannarás (* 1935), cuyas obras principales han sido ya traducidas a lenguas latinas. Destaca entre ellas una excelente introducción a la teología ortodoxa: La foi vivante de l’Eglise. Introduction a la théologie orthodoxe, 1989. Yannarás es "uno de los guías del movimiento ‘neo-ortodoxo,’ grupo informal que comprende jóvenes intelectuales de la izquierda cristiana griega deseosos de reencontrar en profundidad las raíces vivas de la Ortodoxia." En la obra mencionada, "el término "ortodoxo" no es usado en un sentido confesional sino en el sentido de una referencia constante a la fe universal, "católica," de la Iglesia indivisa. Si esta fe es la confesada hoy por la Iglesia Ortodoxa, ¿en qué modo es vivida y encarnada? se pregunta ansiosamente Yannarás, quien sostiene que una auténtica contribución al esfuerzo de reconciliación de las Iglesias consistiría en trabajar para hacer emerger de nuevo esta ortodoxia que se revela como una "ortopraxis" a través de las personas de los santos, los sacramentos y el arte litúrgico, signos de la "vida verdadera." Otra obra de Yannarás traducida es De l’absence et de l’inconnaissance de Dieu (París 1971). Hay que decir que las ideas de Yannarás no han sido siempre bien aceptadas en ciertos sectores de Grecia, especialmente en la universidad de Atenas.

Cabría destacar todavía, entre otros, a Georgios Mantzaridis (* 1935), de la Facultad teológica de Tesalónica, que destaca en el campo de la moral y de la sociología cristiana. De él se puede citar Etica e vita spirituale. Una prospettiva ortodossa (Bolonia 1989). Otro teólogo de la escuela de Tesalónica es Nikos Matsukas (* 1934), de quien se ha dicho que, además de una aguda inteligencia, posee una preparación completa que le proporciona instrumentos aptos para ser un teólogo ortodoxo capaz de hablar al hombre de hoy. Ha publicado una Teología dogmática y simbólica (en griego), en dos volúmenes (Tesalónica 1985).

Spiteris, al final de su magnífica exposición de la teología neo-griega, se pregunta por el futuro de la teología griega. Recoge las palabras del joven teólogo Marios Begzos ("El punto crítico de la teología neo-helénica hopy," Διαβαζω 251, 1990, 53-59), discípulo de Nisiotis y su sucesor en la universidad de Atenas, el cual constata: "En el decenio de los años ochenta hemos quedado huérfanos de teólogos. ¿Quién sabe si existirá en el decenio de los años noventa una teología neo-griega digna de su nombre y de valor igual al de su espléndido pasado como aquella que tuvimos en las dos generaciones precedentes? ¿Hay esperanza de salir de la crisis?" La misma preocupación venía reflejada en una Declaración hecha pública pocos años antes por una asociación de teólogos de la Facultad de Tesalónica. Dicho documento constata, entre otras cosas:

"Entre nosotros, la teología, después de un período de innocuo academicismo, ha atravesado, en los últimos decenios, una fase decisiva de autocrítica con relación a sus raíces tradicionales. Después de esta fase era de esperar que renovase su identidad y que intentase su entrada en el mundo contemporáneo. [...] Hoy la Iglesia y los hombres necesitan una teología diferente. Se trata de una teología que toma su aliento y su fuerza de las fuentes incorruptas de la ortodoxia, pero que sabe reactualizarlas y revitalizarlas, con un sentido de gran responsabilidad. Tendría que ser una teología penetrada del espíritu de la cruz y de la resurrección, del esfuerzo y de la ascesis, del sacrificio y de la esperanza por algo mejor que puede realizarse ahora y en el futuro; una teología enraizada en la profundidad del núcleo de la Iglesia, que se alimente del "pan bajado del cielo" y que sea vivificada por los latidos del Paráclito…"

Fuera de la tradición teológica griega y rusa podemos señalar los intentos de renovación teológica propia de la Iglesia de Rumania. En 1974 se publicó un volumen que quería ser una visión global y un balance de la reflexión teológica rumana: La teología ortodoxa rumana desde los orígenes hasta nuestros días (en rumano) y donde se podía constatar la existencia de una tradición teológica local, y particularmente una rica tradición hesicasta. De hecho no hay que olvidar que Paisy Velichkovsky, el autor de la Filocalía eslava, vivió en el monasterio de Neamt. Precisamente una traducción y adaptación rumana de la Filocalía ha sido llevada a cabo recientemente por Dumitru Staniloae (1903-1995), que se ha dado a conocer en Occidente a través de sus numerosos escritos, muchos de ellos traducidos a lenguas occidentales o incluso escritos en francés. Cabe destacar: Teologia dogmática ortodoxa, 3 vols. (Bucarest 1978), Dieu est amour (1980) o Le génie de l’Orthodoxie (1985). El pensamiento de Staniloae creó escuela, un movimiento teológico en búsqueda de una teología al servicio de la vida, fiel a las fuentes, con capacidad de realizar una síntesis, abierta al diálogo.

 

Núcleos Doctrinales de la Teología Ortodoxa.

1. Preliminares.

a) Teología y teólogo.

Para la Ortodoxia, la teología no es una ciencia, un conjunto sistemático de razonamientos, una ciencia que pretenda efectuar el inventario del dogma y enriquecerlo con la especulación intelectual en una prolongación racional y sistemática. Más que sistematización racional, la teología es sabiduría. No es que el Oriente cristiano, la Iglesia Ortodoxa en concreto, sea indiferente al conocimiento de la verdad. Pero verdad y conocimiento son cuestiones de vida y de amor y no una curiosidad intelectual desligada de la vida. Según el teólogo griego Nikos Nissiotis, "teología es, ante todo, una respuesta a la acción constante del Espíritu Santo, por el que la gracia de Dios uno y trino actúa sin interrupción en la Iglesia y se extiende por el mundo. Pero la respuesta teológica a Dios sólo puede ser una respuesta de eucaristía, una respuesta de acción de gracias, pues el conocimiento del Dios incomprensible depende siempre de una actitud de agradecimiento profundo del hombre ante ese Dios que lo conoce a él. La meta de la teología es la doxología teológica y espiritual, aunque ello no se formule de manera explícita. Por esta razón la teología y la liturgia están estrechamente unidas entre sí; no se puede celebrar la anáfora eucarística si no le precede la confesión de fe. La verdad dogmática es ofrecida por la Iglesia a la gloria de Dios, que la ha revelado. La teología se entrega a sí misma a Dios en cuanto himnología espiritual e intelectual. Porque el fin supremo de la teología no es la apologética de la sabiduría humana, ni la respuesta a los herejes, ni la descripción confesionalista de lo que yo pienso, sino un sacrificio racional de alabanza a la gloria de Dios."

En su sentido más antiguo — dice Olivier Clément —, la teología es la Sagrada Escritura. Incluso cuando el Areopagita habla de "teología mística" quiere elevar nuestros espíritus hacia las cimas secretas de las Escrituras. Para Orígenes y san Gregorio de Nisa, Dios se encuentra bajo la letra de las Escrituras como detrás de un velo. En la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en sus sacramentos, especialmente en la Eucaristía, es donde el cristiano puede comprender la teología de las Escrituras. Teología, según los Padres, es, a la vez, la trascendencia inaccesible de la Trinidad y la contemplación de esta misma Trinidad en la gloria que deslumbra. Si el intelecto humano renuncia a pensar a su medida sobre la Revelación, pensará por la revelación, de una manera nueva y creadora.

Hay una gran diferencia entre la teología que pretende demostrar la verdad de la fe cristiana y la teología que se limita a mostrar el misterio para que sea acogido por el espíritu humano. Hay auténtica teología sólo cuando se funda en la ascesis saludable por la cual el hombre se va deificando en una interpenetración de la inteligencia y del corazón: "El teólogo es la persona que sabe orar en la Iglesia y que, después de haber pedido perdón y haber sido regenerado, sólo entonces se pone a escribir el primer capítulo de la teología, esto es, el comentario de la transfiguración de Cristo." Dumitru Staniloae reflexiona largamente sobre la función y la misión del teólogo:

"Los resultados de la reflexión teológica personal serán con tanta mayor seguridad integrados en la enseñanza de la Iglesia cuanto más se alimente de la Tradición viva y la ponga en práctica en la oración, en el culto, en la espiritualidad y en el diálogo vivo de la Iglesia con Cristo. Decía Evagrio: "Si eres teólogo, oras de verdad; si oras de verdad, eres teólogo." El teólogo debe participar en la oración y en toda la vida de la Iglesia, porque la teología tiene la finalidad de conocer y dar a conocer a Dios. Pero no se puede conocer a Dios si no se entra en relación personal de amor con él y con los creyentes a través de la oración y el servicio. Por lo tanto, quien ora con los otros miembros de la Iglesia es más aún teólogo."

San Gregorio Nazianceno dice: "¿Quieres ser teólogo y ser digno de Dios? Da testimonio con tu vida y hazte puro mediante la purificación; observa los mandamientos; purifícate a ti mismo antes de acercarte a Aquel que es puro." Y, refiriéndose a estas palabras, el teólogo griego I. Karmiris dice: "Solamente el teólogo creyente, piadoso y purificado puede acercarse en cierto modo a aquel que es absolutamente puro, a Dios, y a la reflexión teológica que trata de él." Pero para que se dé una verdadera teología — añade Karmiris — es necesaria la inspiración del Espíritu Santo: "Sin el soplo y la colaboración del Espíritu Santo no hay teología ortodoxa auténtica. Por eso los teólogos ortodoxos contemporáneos han de ser, mediante la fe y la santidad de vida, vasos dignos del Espíritu Santo, verdaderos pneumatóforos, llenos de Espíritu (cf. Hch 6:3) que los ilumine y los lleve a la contemplación teológica."

La teología ortodoxa es mística en el sentido de que es la experiencia "pneumática" o "espiritual" que la Iglesia hace del misterio cristiano. Es una teología experiencial, vivida y vivificante. Es una teología existencial. Filareto de Moscú decía: "El Credo no os pertenece mientras no lo hayáis vivido." Y si es teología mística, es también mistagógica en cuanto es un conocimiento que inicia al hombre en el misterio trinitario. ¿Cómo podría alguien hablar del misterio cristiano antes de entrar en esta deificación, antes de iniciar una participación plena y real en la vida propia de la Trinidad?

Bajo otro aspecto, la teología, como intitula Staniloae el capítulo dedicado a este tema, es un "servicio eclesial de explicación y ahondamiento de los dogmas y de renovación diaconal de la Iglesia." Y esos dogmas, añade, han de ser actualizados continuamente porque su contenido es infinito. Esta tarea la realiza la Iglesia a través de la teología. Sin embargo, hay que notar que los dogmas y las definiciones en los concilios de la antigua Iglesia nacieron por vía negativa: dichos concilios se ocuparon más en condenar las deformaciones de la verdad cristiana que en establecer su contenido positivo, que es considerado adquirido en la tradición viva como verdad total que está por encima de las fórmulas doctrinales. "El dogma — llega a decir Olivier Clément — es una definición hecha a disgusto y que se sitúa en la triple perspectiva del sobrecogimiento, de la experiencia y de la doxología. La definición dogmática interviene solamente bajo la presión del peligro, para responder a una necesidad práctica y precisa, para situar una evidencia cerrando el camino a interpretaciones erróneas." "El dogma aparece sólo cuando la experiencia de la verdad eclesial se ve amenazada por la herejía. Este término (αιρεσις) significa la elección, la selección o preferencia por una parte de la verdad, en detrimento de la verdad entera, total, de la verdad "católica." La herejía es lo contrario de la catolicidad. Frente a las herejías, la Iglesia reacciona fijando los confines de su verdad, esto es, delimitando la propia experiencia vivida. De hecho, lo que llamamos "dogma" fue llamado primeramente ορος (horos), es decir, término, frontera, límite. La definición dogmática es propiamente un límite, el dibujo intelectual, casi siempre antinómico o negativo, de la justa alabanza y de la unión plena con el Señor." La mayor parte de la literatura teológica es exegética o polémica, y en ambos casos se considera la fe cristiana como una realidad dada que se puede comentar o defender, pero que no se intenta formular de una manera exhaustiva.

Una visión vitalista de la teología la da Dumitru Staniloae con este resumen: "El progreso real de la teología y su consiguiente justificación como teología viva — ya que sin un tal progreso la teología no se justifica desde el momento en que se reduce a una repetición estéril de las antiguas fórmulas — está ligado a tres condiciones: a) la fidelidad a la revelación en Cristo expresada en la Escritura y en la Tradición y experimentada incesantemente en la vida de la Iglesia; b) la responsabilidad frente a los fieles del período histórico en que se desarrolla esta teología; c) la apertura hacia el futuro escatológico, esto es, la obligación de guiar a los creyentes hacia su cumplimiento perfecto en este horizonte último. No satisfacer una de estas condiciones significa elaborar una teología insuficiente y profundamente inútil o incluso, a veces, perjudicial para la Iglesia y sus fieles."

La teología supone la fe. Porque la fe no es la aceptación sin examen de unos principios y axiomas, la adhesión a una teoría o a una enseñanza. La fe no es una certeza lógica, sino una relación personal con Dios. Fe es conocer a Dios no como una teoría abstracta, sino como una persona. Creemos en Dios porque su persona, la existencia personal de Dios, suscita en nosotros la confianza. "Sé en quién — no qué — he creído," dice san Pablo (2 Tim 1:12). "Dios — dice Olivier Clément — no es una evidencia exterior, sino la llamada secreta en cada uno de nosotros."

b) Teología apofática

Se llama apofatismo la manera y la actitud como la Iglesia Ortodoxa considera el conocimiento de su verdad. Apofatismo significa el rechazo a agotar el conocimiento de la verdad en su simple formulación. Esta es necesaria, porque define la verdad, la distingue y la supera de cualquier deformación. Pero dicha formulación no sustituye ni agota el conocimiento de la verdad, que es siempre una experiencia vivida, un modo de vida y no una construcción teórica. La actitud apofática lleva la teología cristiana a usar, para la interpretación de los dogmas, el lenguaje de la poesía y de los iconos más que el de la lógica convencional y de las esquematizaciones conceptuales. La poesía, a través del simbolismo y de las imágenes que usa, manifiesta siempre un sentido a través de las palabras y más allá de las palabras.

La teología apofática procede por vía negativa, para expresar el sentido de la trascendencia de Dios. La realidad divina es inexpresable en términos humanos. Es lo que experimentó el apóstol san Pablo: "Sé de un hombre en Cristo, quien, hace ahora catorce años, fue llevado hasta el tercer cielo, no sé si en el cuerpo o fuera del cuerpo, sólo Dios lo sabe. Y fue llevado al paraíso, donde oyó palabras inefables que no es lícito a los humanos repetir" (2 Cor 12:2-4). De todas formas, la teología debe expresar de algún modo el misterio divino. Y lo hace de una forma apofática, sirviéndose de términos humanos necesariamente deficientes. Son un buen ejemplo de teología apofática las anáforas eucarísticas, que se expresan en términos negativos (en griego, con alfa privativa). Así, en la anáfora de las Constituciones apostólicas: "Tú eres el único ser no engendrado (αγεωωητος), sin principio (αναρχος), sin Rey, sin dominador (αβασιλευτος και αδεσποτος), a quien nada hace falta (ανενδεης)... Tú eres el conocimiento sin principio (η αναρχις γνωσις), la visión eterna, el oído no engendrado (η αγεννητος ακοη), la sabiduría no instruida (η αδιαδακτος σοφια)...." En la anáfora de san Juan Crisóstomo, la más habitual en la liturgia bizantina, se dice: "Tú eres un Dios inefable (ανεκφραστος), inconcebible (απερινοητος), invisible (αορατος), inaprehensible (ακαταληπτος)...." Y en la de san Basilio: "Señor, Dueño de todas las cosas, Señor del cielo, de la tierra, de toda creatura visible e invisible... Tú no tienes principio (αωαρχος), eres invisible (αορατος), incomprehensible (ακαταλητος), indescriptible (απεριγραπτος), inmutable (αναλλοιωτος)...."

Apofatismo, incognoscibilidad no significa negativa a conocer a Dios. Pero este conocimiento se efectuará siempre en la vía cuyo fin propio no es el conocimiento, sino la unión, la deificación. Nunca será, pues, una teología abstracta, que opera con conceptos, sino una teología contemplativa, que eleva los espíritus hacia realidades que exceden el entendimiento. Por eso los dogmas de la Iglesia suelen presentarse a la razón humana más insolubles cuanto más sublime es el misterio que expresan. No se trata de suprimir la antinomia adaptando el dogma a nuestro entendimiento, sino de cambiar nuestra mente, para que podamos alcanzar la contemplación de la realidad que se revela a nosotros, elevándonos a Dios y uniéndonos a él. Para acercarnos a Dios, es preciso despojarnos de la manera habitual de pensar. Si reconocemos que Dios es infinitamente más grande que todo lo que se puede decir o pensar sobre él, hemos de manifestarlo a través de imágenes. La teología es, en gran parte, simbólica, pero la trascendencia y la alteridad de Dios están más allá de los símbolos.

La teología cristiana es posible porque Dios, que es Trinidad, se manifiesta realmente y positivamente en su ser personal, sin dejar de ser. La teología ortodoxa parte del Dios de la revelación, del Nuevo Testamento, que es el Dios Trinidad. Y ante esta revelación, ante las energías divinas, que son los actos que nos ponen en contacto con el misterio divino, el apofatismo no puede más que adoptar una actitud de anonadamiento, de adoración y de acción de gracias. El entendimiento humano reconoce su incapacidad de penetrar en el misterio de la esencia y de la misma existencia divina. Pero cuanto más sublime es la trascendencia divina, cuanto más inefable e inasequible, tanto más admirable es su condescendencia (συγκαταβασις), su inefable amor a los hombres (δια την σην αφατον φιλανθρωπιαν) — términos continuamente recurrentes en la liturgia bizantina —, al querer revelarse y comunicarse a los hombres.

c) Teología y liturgia

La teología ortodoxa es eminentemente litúrgica. Porque la liturgia no es otra cosa que la celebración del misterio divino: "La liturgia en la perspectiva ortodoxa no es el vestido intercambiable y exterior de la fe, sino la fe vivida por la Iglesia. Para los Padres griegos, en efecto, las palabras misterio y mística designan inseparablemente el sentido más profundo de las Escrituras, la vida litúrgica y la experiencia espiritual de cada uno. Los "misterios" de la liturgia constituyen el fundamento seguro de la mística ortodoxa." "El corazón de la ortodoxia se encuentra en sus ritos," dice Bulgákov. Y el liturgista Constantin Andronikof:

"¿Dónde se expresa el pensamiento dogmático de la Iglesia como sentimiento de la Iglesia? ¿Dónde es operante este pensamiento probado, en cuanto mediación entre el hombre y Dios, en cuanto "religión" de la persona integral con el Creador, el Señor y Salvador? ¿Dónde se expresa la fe, bajo todos sus aspectos, con la certeza de la verdad, superado el estadio de adhesión de la inteligencia y del corazón? [...] ¿Dónde no hay ya disparidad entre la palabra y la acción, la fe y las obras, la teoría y la práctica? ¿Dónde son percibidas como misterio las antinomias lógicas de la revelación, las paradojas de la fe, las aporías de la razón, y asumidas y actuadas, no siendo abolido el proceso discursivo e integrante del pensamiento, sino sublimado? En la liturgia, realizada trinitaria y teantrópicamente, alcanzando su realización en la hierurgía, en la sinaxis eucarística.

Ella es, en efecto, el lugar privilegiado en el que el saber dogmático y la acción dogmática coinciden, puesto que la oración está completamente fundada en las certezas de la Iglesia, incluidas las exhor-.taciones a la oración, contenidas en la Escritura, cuyo carácter verídico y sagrado es un dogma de la tradición eclesial."

En los textos litúrgicos bizantinos se expresa de modo eminente la teología de la Iglesia Ortodoxa. A diferencia de la liturgia romana, las liturgias de Oriente, y concretamente la bizantina, han enriquecido el oficio divino con una gran variedad de textos poéticos — originariamente para ser intercalados entre los versículos de los salmos y de los cánticos —, en los cuales los Padres, los antiguos autores eclesiásticos, en definitiva la Iglesia, han expresado, con gran riqueza de imágenes, y siempre con un profundo contenido bíblico, su fe, su adhesión maravillada y agradecida al misterio revelado. A través de dichos textos, a través del ciclo litúrgico, la teología se convierte en poesía y canto, es vivida más que aprehendida intelectualmente. Por esta razón la teología ortodoxa, que se cimienta en la Sagrada Escritura y en la Tradición, comprende, en esta Tradición, los santos Padres, los sagrados concilios y, en modo también eminente, los textos y los ritos litúrgicos. En la liturgia oriental, en efecto, se cumple plenamente aquella sentencia: Legem credendi lex statuat supplicandi.

En la celebración litúrgica se expresa comunitariamente el sentido de la trascendencia de Dios y su condescendencia, así como el reconocimiento, por parte de la comunidad, de la propia pequeñez e indignidad y la actitud de adoración y de agradecida alabanza. La visión del profeta Isaías (Is 6:1-7) podría sintetizar la actitud de la comunidad litúrgica. El profeta ve a Dios sentado en un trono excelso y a su alrededor los serafines que cantan, gritándose unos a otros, el Trisagio: Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria. El profeta se siente anonadado ante la visión: "Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y habito en medio de un pueblo de labios impuros, y no obstante mis ojos han visto al rey, Señor de los ejércitos." Entonces uno de los serafines, con una brasa ardiente, que toma de encima del altar, toca los labios del profeta: "He aquí que esto ha tocado tus labios; se ha retirado tu iniquidad y tu pecado ha sido expiado." Estas mismas palabras son las que dice el sacerdote una vez que ha comulgado del cáliz. Y en el rito siríaco, el sacerdote, dando la comunión a los fieles, dice: "El ascua purificadora del Cuerpo y la Sangre de Cristo es dada al verdadero fiel...."

Hay momentos en la celebración litúrgica en que el sentimiento de temor reverencial, de sobrecogimiento y de adoración se manifiesta gráficamente. Llegado el momento de la comunión, en la celebración eucarística, se abren las puertas del santuario y sale el ministro sagrado con el cáliz en la mano (Cristo resucitado que desciende a comunicarse a los fieles) y dice: "Acercaos con fe, caridad y temor de Dios," a lo que los fieles responden: "Bendito el que viene en nombre del Señor. El Señor es Dios y se nos ha manifestado." El momento de la epíclesis, de la invocación al Padre para que envíe al Espíritu Santo para que consagre el pan y el vino ofrecidos, es también, en la liturgia oriental, un momento sobrecogedor. San Juan Crisóstomo dice sobre este momento: "Cuando el sacerdote está en pie ante la mesa sagrada, con las manos extendidas hacia el cielo, invocando al Espíritu Santo para que venga y toque los dones ofrecidos, es necesaria una gran tranquilidad, un gran silencio." Mucho más gráficamente lo expresa la monición diaconal en este momento propia del rito siríaco: "Terrible y sobrecogedor es este momento, amados hermanos, en el que el Espíritu Santo viene de las alturas excelsas, desciende sobre esta Eucaristía y la santifica. Estemos en silencio y con temor y orando."

El temor reverencial, la adoración del misterio sublime de la economía divina que se realiza en la liturgia eucarística se expresan todavía, por ejemplo, en el momento del "Grande ingreso," o procesión mayor o de las ofrendas, cuando el pan y el vino previamente preparados son llevados en solemne procesión al altar, al canto del himno de los querubines. Ya en el siglo IV-V, Teodoro de Mopsuestia nos habla de este momento y de este rito sobrecogedor:

"Cuando, en los vasos sagrados, en las patenas y en los cálices, sale la oblación que va a ser presentada, has de pensar que sale nuestro Señor Jesucristo conducido a la pasión [...]. Y cuando lo han aportado, lo colocan encima del altar para el perfecto cumplimiento de la pasión. Y así creemos que Cristo es depositado sobre el altar como en una especie de sepulcro [...]. (Los diáconos) muestran a todos los presentes la grandeza de quien ha sido depositado y preparan a todos los asistentes a verlo como adorable y temible y verdaderamente santo [...] Y todo ello tiene lugar mientras el silencio se esparce por doquier [...] Cuando vemos la oblación sobre el altar, el recogimiento se esparce entre todos los presentes, porque lo que se realiza infunde a todos un gran respeto."

En la tradición bizantina, los fieles, en este momento, se postran, no adorando un pan consagrado, como sería el caso de la liturgia de presantificados, sino adorando el misterio que se está realizando, simbolizado en los dones presentados. Nicolás Cabásilas, testigo de esta costumbre, deja muy claro también su sentido:

"En este momento, nosotros también hemos de postrarnos ante el sacerdote y pedirle que se acuerde de nosotros en las oraciones que van a seguir [...] Y, si entre los que se postran ante el sacerdote que lleva las ofrendas, hay algunos que adoran esas ofrendas como si fueran el Cuerpo y la Sangre de Cristo [...] ésos fueron inducidos en error por la entrada de los Presantificados, desconociendo la diferencia existente entre ambos actos litúrgicos."

La liturgia es también una experiencia anticipada del Reino. La liturgia, celebración del misterio divino, tiende hacia la Parusía: en la anamnesis de la anáfora se hace mención del "segundo y glorioso advenimiento futuro." Impregnada de la visión del Apocalipsis (especialmente Ap 4:2-11), visión que queda reflejada en el simbolismo del santuario y el altar de un templo bizantino, la liturgia hace pregustar al cristiano participante en ella la auténtica y definitiva teología doxológica de la Iglesia celestial. Por eso se acuñó la frase que señala que la liturgia es el cielo en la tierra, frase que encontramos en los autores rusos, pero cuya idea remonta a san Germán de Constantinopla (s.VII-VIII) y a san Máximo el Confesor (s.VI-VII), por no decir ya a Teodoro de Mopsuestia (s.IV-V), para quien toda la celebración litúrgica es la semejanza de las realidades celestiales.

2. Dios Trinidad.

De acuerdo con la teología apofática, los Padres griegos afirman siempre que no podemos saber qué es Dios, sino sólo que él es, que existe, y esto porque él se ha revelado en la historia de la salvación, y se ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este misterio no puede ser deducido de ningún principio, ni explicado por ninguna razón suficiente, puesto que no hay principio ni causa que sean anteriores a la Trinidad. Por eso ninguna especulación filosófica ha podido nunca elevarse hasta el misterio de la Santísima Trinidad. Por eso, también, las mentes humanas no pudieron recibir esta revelación plena de la divinidad más que después de la cruz de Cristo que triunfó de la muerte. El Dios de la Iglesia es el Dios de la experiencia histórica, no el Dios de las hipótesis teóricas y de los razonamientos abstractos. Así la experiencia de la Iglesia nos garantiza precisamente cómo el Dios que se nos revela en la historia no es una existencia solitaria, una mónada autónoma ni una esencia individual. Es una trinidad de hipóstasis, tres personas que tienen una total alteridad existencial, pero también una comunidad de esencia, de voluntad y de energía.

La revelación de Dios-Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, está en la base de la teología cristiana; es la teología misma, en el sentido que los Padres griegos daban a la palabra "teología," que designaba para ellos, las más de las veces, el misterio de la Trinidad revelado a la Iglesia. La teología oriental, pues, y a diferencia de la teología occidental, no parte de la esencia común a las tres personas divinas, que se realiza en las hipóstasis, sino de las tres personas mismas. El Símbolo de fe no dice simplemente: "Creo en un único Dios," sino: "Creo en un único Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo...."

Una esencia (ουσια) en tres personas o hipóstasis (υποστασεις). Pero tres hipóstasis consubstanciales (ομοουσιαι). Con el término ομοουσιος la Iglesia quiso expresar la consubstancialidad de los Tres, la identidad misteriosa de la mónada y de la tríada; identidad y, al mismo tiempo, distinción de la naturaleza una y de las tres hipóstasis. Para la Iglesia Dios es consubstancial (una esencia) y tri-hipostático (tres hipóstasis o personas). Fueron sobre todo los Padres griegos del siglo IV, y en especial los Capadocios, los que establecieron esta fórmula y estos términos para intentar conducir a las inteligencias hacia el misterio de la Trinidad. El término ομοουσιος niceno no identifica al Hijo con el Padre en cuanto a la persona, sino solamente en cuanto a la esencia (ουσια). "El Hijo no es el Padre, porque sólo hay un Padre, pero es aquello mismo que es el Padre; el Espíritu no es el Hijo porque viene de Dios, ya que sólo hay un Hijo, el Unigénito, pero es aquello mismo que es el Hijo."

Fijándose en primer lugar en la trinidad de personas, los Padres griegos afirman que el principio de unidad en la Trinidad es la persona del Padre. Es principio de las otras dos hipóstasis y al mismo tiempo el término de las relaciones de donde reciben las hipóstasis sus caracteres distintivos: haciendo proceder las personas, establece sus relaciones de origen — generación y procesión — con respecto al principio único de divinidad. Según los teólogos occidentales, las relaciones diversifican la unidad primordial; para los orientales significan la unidad y la diversidad al mismo tiempo porque se refieren al Padre, que es el principio y la recapitulación de la Trinidad. "Hay un solo principio de la divinidad — dice san Atanasio — y, por consiguiente, hay monarquía de la manera más absoluta." "Dios es uno, porque el Padre es uno," dice san Basilio. El Padre, fuente de toda divinidad en la Trinidad, produce al Hijo y al Espíritu Santo confiriéndoles su naturaleza, que sigue siendo una e indivisa, idéntica a sí misma en los tres. Confesar la unidad de la naturaleza es, para la teología oriental, reconocer al Padre como fuente (πηγη) única, como principio (αρχη) único, como causa (αιτια) única de las Personas que comparten con Él la misma naturaleza.

San Juan Damasceno, en su Exposición exacta de la fe ortodoxa, precisa:

"El Padre es incausado e ingénito: no procede de nadie, tiene el ser por sí mismo y nada de lo que tiene proviene de otro. Al contrario, él es para todos la fuente y el principio de su naturaleza y su manera de ser. El Hijo lo es del Padre por generación, y el Espíritu Santo es también del Padre, pero no por generación, sino por procesión [...] Luego todo lo que tienen el Hijo y el Espíritu, y aun su propio ser, proviene del Padre. Si el Padre no fuera, ni el Hijo sería ni tampoco el Espíritu. Si el Padre no tuviera algo, no lo tendría el Hijo ni el Espíritu. Y por el Padre el Hijo y el Espíritu tienen lo que tienen. Sin el Padre no hay ni Hijo ni Espíritu Santo. Si el Padre no tiene una cosa, no la tendrán ni el Hijo ni el Espíritu Santo. Por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen las mismas cosas, excepto la agenesia, la generación y la procesión, porque las tres personas se distinguen entre sí sólo por estas propiedades personales."

Así, pues, el Padre es αγεννητος, el Hijo es γεννητος, y el Espíritu Santo es εκπορευομενον. Mientras para la teología occidental hay dos procesiones distintas en la Trinidad: el Hijo y el Espíritu Santo, en la teología ortodoxa la procesión, εκπορευσις, es propia sólo del Espíritu Santo. El Padre, ingénito, incausado, engendra, desde toda la eternidad, al Hijo, consubstancial con él. El Padre es también el principio y causa del Espíritu Santo, no por vía de generación, sino de procesión, de ekpóreusis, que es la manera propia del Espíritu Santo en cuanto hipóstasis trinitaria. San Gregorio Nazianceno distingue los términos griegos προιενε y εκπορευεσθαι. El primero, el Espíritu Santo lo tiene en común con el Hijo: "El Espíritu es verdaderamente el Espíritu que procede (προιων) del Padre, pero no por filiación, por generación, sino por εκπορευσις." El latín tradujo ya desde el principio, desde el texto del Evangelio de Juan, el término εκπορευεσθαι por procedere, el mismo término que traduce más literalmente el verbo προιεναι.

Pero el hecho de que el Padre sea el único origen y la única causa hipostática del Hijo y del Espíritu Santo, no significa que entre la segunda y la tercera persona no exista relación en cuanto a sus propiedades. Toda relación, en la Trinidad, es necesariamente trinitaria. No se puede afirmar que el Padre engendra al Hijo sin afirmar al mismo tiempo (el Credo dice que Padre, Hijo y Espíritu Santo son conjuntamente adorados y glorificados) que hace venir el Espíritu al mundo. Y, viceversa, el Espíritu procede del Padre y reposa en el Hijo encarnado.

La relación eterna entre el Hijo y el Espíritu Santo en su origen a partir del Padre, la ha expresado la Iglesia oriental con la fórmula δια του Υιου εκπορευομενον — que vino al mundo gracias al Hijo. San Basilio, en su célebre tratado sobre el Espíritu Santo, dice: "Por el Hijo (δια του Υιου), que es uno, se vincula con el Padre, que es uno, y completa por sí mismo la bienaventurada Trinidad digna de toda alabanza." Y san Máximo el Confesor: "Por naturaleza, el Espíritu Santo en su esencia tiene substancialmente su origen, εκπορευομενον, del Padre que también engendro al Hijo." "Dios es siempre Padre — dice san Juan Damasceno — teniendo siempre a partir de él su Verbo." Es también la confesión hecha en el VII Concilio ecuménico, II de Nicea, en el 787: το Πνευμα το αγιον, το κυριον και ζωοποιον, το εκ του Πατρος εκπορευομενον.

Decíamos más arriba, a propósito de teología y liturgia, que en ésta se expresa de un modo eminente la teología de la Iglesia Ortodoxa. Toda la doctrina teológica de la Iglesia es vivida y hecha culto en la liturgia. El misterio trinitario es expresado de modo espléndido en la siguiente estrofa, la primera a intercalar entre los versículos del salmo lucernario en el oficio de vísperas de la solemnidad de Pentecostés:

"Venid, pueblos, adoremos la Divinidad en tres hipóstasis: al Hijo en el Padre con el Espíritu Santo. El Padre, desde toda la eternidad, engendra al Hijo coeterno y corregnante, y el Espíritu Santo era en el Padre, glorificado con el Hijo, poder único, única substancia, única divinidad; a ella adoramos diciendo: Santo Dios, que lo has creado todo por el Hijo con el concurso del Espíritu Santo; Santo Fuerte, por quien hemos conocido al Padre y por quien el Espíritu Santo ha venido al mundo; Santo Inmortal, Espíritu Consolador, que procedes del Padre y reposas en el Hijo, Trinidad santa, gloria a ti."

3. Cristo y el misterio pascual.

a) El Verbo encarnado

El Concilio de Calcedonia, cuya doctrina la Iglesia Ortodoxa ha conservado celosamente, proclamó la fe

"en un solo y único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, compuesto de un alma racional y de un cuerpo, consubstancial con el Padre según su divinidad y consubstancial con nosotros según su humanidad, semejante a nosotros en todo excepto en el pecado, nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad, y nacido en los últimos tiempos de María Virgen, Madre de Dios, para nuestra salvación, según la humanidad, un solo y único Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, reconocido en dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, sin que la unión suprima en nada la diferencia de las naturalezas, sino conservando cada una su manera de ser propia y encontrándose con la otra en una única persona y en una única hipóstasis, que no es dividido en dos personas."

Dios perfecto y hombre perfecto, Dios que se hace hombre. Por eso hablamos de la "encarnación," de la "humanación" de Dios en la persona de Cristo. "Hablamos de un Dios hecho hombre, no de un hombre divinizado," dice Juan Damasceno. El Verbo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad, se hizo hombre. Pero la Iglesia reconoce en este hecho un acto común a las tres personas de la Trinidad. No es que el Padre o el Espíritu Santo se encarnen con el Verbo, pero aunque sólo la hipóstasis del Verbo tomó carne humana, la voluntad y la acción de la Trinidad permanecen comunes, también el momento de la encarnación, y se mantiene la unidad de Dios, de la vida divina. Esta totalidad integral de la vida, de la voluntad y de la acción de la divinidad viene racapitulada en Cristo en su hipóstasis divino-humana, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Col 2:9).

La tradición oriental no considera la humanidad de Cristo prescindiendo de su divinidad. Por eso la fiesta de la Transfiguración es celebrada con gran solemnidad en la Iglesia de Oriente. En el Tabor, en la humanidad de Cristo resplandece su divinidad, que es el esplendor común de las tres personas. La humanidad resplandeciente de Cristo manifiesta la Trinidad. Al igual que en la fiesta de la Epifanía (el bautismo en el Jordán, en la tradición litúrgica bizantina), la fiesta de la Transfiguración celebra la revelación de la Trinidad: se oye la voz del Padre y aparece el Espíritu Santo como una nube luminosa (en el Jordán bajo la figura de paloma). Cristo, Uno de la Trinidad, manifiesta en el Tabor su divinidad antes de ser crucificado en la carne, como canta uno de los textos del oficio bizantino de la fiesta:

"Antes de subir a la cruz, oh Señor, la montaña se hizo semejante al cielo y una nube se extendió como un tabernáculo mientras tú eras transfigurado en ella y el Padre daba testimonio de tí. Pedro estaba allí con Santiago y Juan, ellos que habían de estar a tu lado en el momento de la traición, para que, habiendo contemplado tus maravillas, no se horrorizaran ante tus sufrimientos."

La encarnación del Verbo de Dios está orientada a la redención. Toda la historia del dogma cristológico, dice Florovsky, está dominada por esta idea fundamental: la encarnación del Verbo en cuanto salvación. Uno de la Trinidad se hizo hombre para salvarnos por la muerte en cruz. Es lo que se canta al principio de la liturgia eucarística en el rito bizantino, pero también en el siro-antioqueno y en el armenio, por cuanto es una fórmula doctrinal o breve confesión de fe neocalcedoniana:

"¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios! Tú, que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Sin sufrir cambio te hiciste hombre y, en la cruz, oh Cristo Dios, con la muerte destruiste la muerte. Tú, Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu Santo, ¡sálvanos!"

Dios, por la encarnación del Verbo, desciende al hombre para elevar al hombre hasta Dios. Lo que el hombre debía alcanzar elevándose hacia Dios, lo lleva a cabo Dios descendiendo hacia el hombre. Por esa razón, la triple barrera que nos separa de Dios (muerte, pecado, naturaleza), insuperable para el hombre, será levantada por Dios en el orden inverso, comenzando por la unión de las naturalezas separadas y terminando por la victoria sobre la muerte. Dice Nicolás Cabásilas:

"Separados los hombres de Dios por tres motivos — por la naturaleza, por el pecado y por la muerte —, el Salvador hizo que con pureza gozáramos de Dios y viviésemos con él sin separación, después que hizo desaparecer sucesivamente todas las causas: una, participando de la naturaleza humana; otra, muriendo en la cruz; la tercera, la muralla final — la tiranía de la muerte —, la eliminó por completo de nuestra naturaleza al resucitar."

b) El misterio pascual

Encarnación, redención, divinización del hombre. Es el misterio de la economía divina, previsto desde toda la eternidad por el Padre, realizada por su Hijo divino con la cooperación santificadora del Espíritu. Y esta economía divina se sintetiza en el misterio pascual, que domina e impregna toda la teología ortodoxa. Un misterio pascual expresado y vivido particularmente en la liturgia. Baste recordar, en primer lugar, el canto que se repite incesantemente durante todo el tiempo pascual: "Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha destruido a la muerte, y a los que yacían en los sepulcros les ha dado la vida." Esta convicción vivencia! invade incluso la vida cotidiana, ya que, durante el tiempo pascual, los cristianos se saludan así: — "¡Cristo ha resucitado!" — "¡Verdaderamente ha resucitado!"

El domingo, en la tradición oriental, conmemora, de un modo muy explícito, la resurrección de Cristo. Todos los textos del oficio cantan esa resurrección. Incluso durante la Cuaresma, al lado de los textos propios del tiempo, no faltan algunos cantos de resurrección. Y siempre, en el oficio matutino (orthros) dominical, se lee un evangelio de la resurrección. Es el mismo sacerdote quien lo lee, desde el interior del santuario (el altar es figura del sepulcro de Cristo). Este pormenor enlaza con la antigua liturgia de Jerusalén, que conocemos por el relato de la peregrina Egeria (s.IV), según la cual el obispo en persona (en su caso san Cirilo) leía el evangelio de la resurrección desde el interior del cancel del sepulcro de Cristo, en el interior de la Anástasis. En tiempos de Egeria se leería también la pasión, puesto que ella dice: "Apenas comienza a leer, todos prorrumpen en tales gritos, sollozos y lágrimas, que ni el más duro puede dejar de llorar al ver que el Señor sufrió tanto por nosotros."

Cruz y resurrección. En Jerusalén, después de la lectura del evangelio en la Anástasis, se iba en procesión al Calvario. En la liturgia bizantina se canta en este momento:

"Habiendo contemplado la resurrección de Cristo, adoramos al santo Señor Jesús, el único exento de pecado. Adoramos tu santa cruz, oh Cristo, y cantamos y glorificamos tu santa resurrección; porque tú eres nuestro Dios, no conocemos otro fuera de ti, nos llamamos con tu nombre. Venid, fieles todos, adoremos la santa resurrección de Cristo; he aquí que por la cruz la alegría ha entrado en el mundo. Alabando sin cesar al Señor, cantemos su resurrección, ya que, habiendo sufrido la cruz por nosotros, con su muerte ha destruido la muerte."

El misterio pascual configura la celebración de la liturgia eucarística, más gráficamente en algunos momentos, como, por ejemplo, en el rito del "Grande ingreso," cuando el pan y el vino, previamente preparados, son llevados en solemne procesión al altar. Desarrollando una tipología que remonta al siglo IV, con Teodoro de Mopsuestia, el patriarca Germán de Constantinopla, en el siglo VIII, describe esta ceremonia como sigue:

"El himno de los querubines muestra, por la procesión diaconal y los flabelos, la sombra de las alas de los serafines y el ingreso de todos los santos y justos que entraron conjuntamente ante las potencias de los querubines y los ejércitos de los ángeles y los coros de los órdenes incorporales e inmateriales que acuden invisiblemente y cantan himnos y acompañan en cortejo al gran rey Cristo, que se adelanta hacia el sacrificio místico y al misterio espiritual [...] Las potencias espirituales y las cohortes angélicas, viendo por la cruz y la muerte de Cristo cumplida su economía, así como la victoria obtenida sobre la muerte, su descenso a los infiernos, su resurrección al tercer día y su ascensión, claman invisiblemente con nosotros: Aleluya."

Ni que decir tiene que, en la noche de Pascua, los textos litúrgicos desbordan de alegría por la resurrección de Cristo. Las estrofas del canon de san Juan Damasceno, llenas de teología poética (o de poesía teológica), impregnan el ánimo de los fieles, que son de este modo llevados a contemplar y a vivir el misterio pascual. Una vez más, los textos de este oficio son una contemplación extasiada y agradecida del gran misterio de Pascua:

"Una Pascua santa nos ha sido revelada hoy: ¡Pascua nueva, santa, Pascua mística, Pascua augusta, Pascua que es Cristo libertador, Pascua inmaculada, Pascua grande, Pascua de los creyentes, Pascua que nos ha abierto las puertas del Paraíso, Pascua que santifica a todos los creyentes!"

"Mujeres mensajeras de la buena noticia que habéis visto, venid y decid a Sión: Recibe de nosotras la buena noticia de la resurrección de Cristo; alégrate, regocíjate y salta de gozo, Jerusalén, tú que has visto a Cristo Rey saliendo del sepulcro como un esposo."

"¡Pascua bella, Pascua del Señor, Pascua! La Pascua venerable amanece sobre nosotros. Es Pascua, abracémonos mutuamente con alegría. ¡Oh Pascua, consolación en la pena! Porque hoy, saliendo del sepulcro como de una cámara nupcial, Cristo ha llenado de alegría a las santas mujeres diciéndoles: Anunciadlo a los apóstoles."

"¡Día de la resurrección! Resplandezcamos de alegría y abracémonos los unos a los otros. Llamemos hermanos incluso a los que no nos aman. Perdonémoslo todo a causa de la resurrección y exclamemos: "Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha destruido la muerte, y a los que yacían en los sepulcros ha dado la vida."

4. El Espíritu Santificador.

Hablando del Dios Trinidad quedó clara la doctrina ortodoxa acerca del Espíritu Santo en su relación intratrinitaria. El Espíritu Santo tiene su origen (εκπορευεται) del Padre. En su manifestación fuera de la Trinidad, viene del Padre enviado por el Hijo: Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito (Jn 14:16), El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre (Jn 14:26); Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede, εκπορευεται, del Padre (Jn 15:26); Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si voy, os lo enviaré (Jn 16:7). El Espíritu Santo que procede, εκπορευεται, del Padre pero recibe el mensaje del Hijo: El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (Jn 16:14-15).

La doctrina de la procesión del Espíritu Santo pasó a ser un elemento de capital importancia en las relaciones y en la separación de la Iglesia bizantina y la Iglesia de Roma, especialmente a causa del inciso añadido por Occidente al Símbolo de fe, es decir, a raíz del Filioque. El tema reaparece continuamente a través de los siglos de separación, y es queda hasta hoy objeto de controversia.

a) La cuestión del "Filioque."

El Símbolo nicenoconstantinopolitano, en la profesión de fe relativa al Espíritu Santo, dice: [Πιστευω]... εις το Πνευμα το αγιον, το κυριον, το ζωοποιον, το εκ του Πατρος εκπορευομενον, que el latín tradujo por: [Credo]... in Spirítum Sanctum, Dominum et vivificante qui ex Patre procedit... Ésta era la fórmula de fe de la Iglesia indivisa de los primeros ocho siglos. En el siglo IX estalla la polémica en torno a una interpolación en el Símbolo común por parte de la Iglesia de Occidente. Sus antecedentes se remontan a fines del siglo V, que es cuando aparece una profesión de fe que ha sido conocida como "Símbolo atanasiano," por ser falsamente atribuido a san Atanasio de Alejandría, o también por su primera palabra: Quicumque. Parece ser que dicho Símbolo procede de las Galias, y más concretamente del monasterio de Lerins, y se ha pensado en Vicente de Lerins (el autor del conocido Commonitorium), quien, por lo menos, lo conoce. El Símbolo dice: Spiritus Sanctus a Patre et Filio: nonfactus, nec creatus, nec genitus, sed procedens.

Un siglo más tarde, en la lucha de la Iglesia visigoda contra el adopcionismo, el III concilio de Toledo (589) proclama el Símbolo de Constantinopla con el Filioque y, en su canon tercero, condena a los que no profesen que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y que les es consubstancial (a Patre et a Filio procederé, eumque non dixerit coaeternum esse Patri et Filio et quoessentialem...), sentencia corroborada posteriormente por el IV concilio de Toledo (633). Aparece después en los concilios de Aquileya-Friuli (796) y de Aquisgrán (809). El fautor del Filioque en el Imperio franco fue Carlomagno, coronado emperador en la Navidad el año 800. Los francos acusaban a los griegos de haber eliminado el Filioque del Credo.

El papa León III les opuso resistencia, diciendo que sería una prevaricación orgullosa la hipótesis de que él mismo o cualquier otro, prescindiendo del concilio ecuménico, pudiera introducir una modificación al Símbolo de fe. Con ello, el Papa estaba en pleno acuerdo con el Concilio de Éfeso (431), que anatematizaba a quien profesara una fe diversa de la de Nicea, sentencia corroborada por los concilios IV (Calcedonia, 451) y V (Constantinopla, 681). León III, además, queriendo salvaguardar la tradición común y la unidad con Oriente, hizo grabar en unas tablas de plata y colocar en las basílicas de san Pedro y de san Pablo el texto del Credo, en griego y en latín, sin el Filioque.

A pesar de todo, el Filioque se iba difundiendo en Occidente. El canto del Credo interpolado en los monasterios latinos de Palestina provocó el escándalo de los griegos y dio origen a la polémica: en el siglo IX, en tiempos del patriarca Focio y en los forcejeos entre Roma y Constantinopla acerca de la evangelización de los eslavos, el tema del Filioque pasó al primer plano, aunque en la liturgia de Roma no había entrado aún. Finalmente, también Roma terminó por cantar el Credo con el Filioque en 1014, en la coronación del emperador Enrique II por el papa Benito VIII. Cuando, en 1054, el cardenal Humberto de Silva Cándida lanzará la excomunión contra el patriarca Miguel Cerulario, le acusará de mutilar el Credo, por haber suprimido el Filioque.

La interpolación occidental y la doctrina que parecía comportar que el Espíritu Santo procede de un doble principio, era inaceptable para los griegos, que insistían, de acuerdo con el Evangelio de Juan, en un único principio y una única fuente, el Padre. Como reacción, Focio, sin tocar el texto del Símbolo, precisó la idea y la frase evangélica diciendo que el Espíritu Santo procedía sólo del Padre: εκ μονου του Πατρος εκπορευομενον. En las reflexiones y polémicas posteriores, los teólogos ortodoxos, fieles a la unicidad fontal y causal del Padre respecto del Espíritu Santo, usarán la expresión fociana. Así, por ejemplo, lo hace, en el siglo XVII, Pedro Moghila, un autor que en otros aspectos muestra una influencia latina.

Por parte católica, si en los concilios II de Lyón II (1274) y Florencia (1439) se pretendió imponer a los griegos la recitación del Credo con el Filioque, en tiempos modernos, en encuentros entre el papa y el patriarca de Constantinopla, se ha recitado el Credo sin la interpolación. Y recientemente, el día 29 de junio de 1995, Juan Pablo II expresó al patriarca Bartolomé I su deseo de que la cuestión sea examinada de nuevo e hizo suya esta proposición: El Padre, como fuente de toda la Trinidad, es el único origen del Hijo y del Espíritu Santo. Pocos meses después, el Consejo Pontificio para la Unidad publicaba una Nota doctrinal sobre Las tradiciones griega y latina relativas a la procesión del Espíritu Santo.

En primer lugar, la Nota afirma: "La Iglesia Católica reconoce el valor conciliar ecuménico, normativo e irrevocable, como expresión de la única fe común de la Iglesia y de todos los cristianos, del Símbolo profesado en griego por el segundo concilio ecuménico en Constantinopla, en 381. Ninguna profesión de fe propia de una tradición litúrgica particular puede contradecir esta expresión de la fe enseñada y profesada por la Iglesia indivisa." Luego reconoce que, en la Trinidad, "sólo el Padre es el principio sin principio, αρχη αναρχος, de las otras dos personas trinitarias, la única fuente, πηγη, tanto del Hijo como del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, pues, toma su origen de sólo el Padre, εκ μονου του Πατρος, de manera principial (esto es, en cuanto al principio), propia e inmediata." Confrontando la tradición unánime de Oriente que habla de la "monarquía del Padre," y la tradición occidental que, siguiendo a san Agustín, confiesa que el Espíritu Santo toma su origen, procede, del Padre — la primera causa (por lo que al principio se refiere), la Nota concluye que, "en este sentido, ambas tradiciones reconocen que la "monarquía del Padre" implica que el Padre sea la única causa trinitaria, αιτια, o principio (principium) del Hijo y del Espíritu Santo." La Nota examina también los términos griego εκπορευεσθαι y latino procedere relativos al Espíritu Santo, que no son equivalentes. Cuando las teologías latina y alejandrina, a diferencia de la teología de los Capadocios, afirman que el Espíritu Santo "procede" del Padre y del Hijo, no quieren decir con ello que toma su origen principial del Hijo del mismo modo que lo toma del Padre, sino que el Hijo tiene una función propia en la comunicación entre las personas, de donde resulta la divinidad del Espíritu Santo. La εκπορευσις griega indica la relación de origen con relación únicamente al Padre en cuanto principio sin principio de la Trinidad. Por contra, la processio latina, equivalente más bien al verbo griego προιεναι, se refiere a acciones temporales en la salvacion de la humanidad.

b) La santificación, obra del Espíritu Santo

La propiedad característica del Espíritu Santo — dice san Basilio — es la santificación, mientras que la del Padre es la paternidad y la del Hijo la filiación. Como en la creación, en que, según la Sagrada Escritura, el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas dándoles fecundidad, el Espíritu Santo, según las palabras del ángel, viene sobre María y el poder del Altísimo la cubre con su sombra para realizar el misterio de la encarnación. Y por esto el Símbolo de fe dirá, en su versión griega original: "Creo... en Jesucristo, que nació del Espíritu Santo y de María Virgen (εκ Πνευματος Αγιου και Μαριας της Παρθενου)." Bajo forma de paloma, el Espíritu Santo se muestra manifestando y consagrando la divinidad de Cristo en las aguas del Jordán. Bajo forma de lenguas de fuego, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles reunidos en el cenáculo y consagra la Iglesia, a la que, a través de los tiempos, guía con su luz y su inspiración. Y es también el Espíritu Santo quien continúa su acción santificadora en los sacramentos de la Iglesia, actualización de la obra redentora de Cristo. En este punto se distinguen una vez más Oriente y Occidente. Aunque también para la teología occidental la santificación es obra del Espíritu Santo, la falta de explicitación en los textos litúrgicos de los sacramentos hace esta doctrina menos diáfana. Por el contrario, en las liturgias orientales la acción santificadora en el mundo sacramental aparece con una luz meridiana, porque, como dirá Nicolás Cabásilas, todos los sacramentos se realizan por la invocación, por la epíclesis. Precisamente será este tema de la epíclesis otro tema de confrontamiento entre latinos y bizantinos a lo largo de los siglos.

El Espíritu Santo realiza también la santificación personal de los bautizados. Les imprime su sello sacramental con la santa unción y los santifica con sus dones a lo largo de su vida. El Espíritu Santo, al venir a habitar en los fieles, hace de ellos la sede de la Santísima Trinidad. "El Espíritu Santo vivifica las almas, las exalta en la pureza, hace resplandecer misteriosamente en ellas la naturaleza una de la Trinidad," dice un Troparion del oficio dominical (cuarto tono). Por la venida del Espíritu Santo, la Santísima Trinidad habita en nosotros y nos deifica, nos confiere sus energía increada, su gloria, su divinidad. La gracia, los dones del Espíritu Santo, no son un don creado, sino la acción del Espíritu Santo — no en su esencia divina, incomunicable, sino en sus manifestaciones ad extra, en sus energías divinas, por las cuales el hombre es santificado y divinizado.

5. Las energías Divinas.

La Iglesia oriental ve en Dios una distinción real entre la esencia y las energías divinas, distinción que fundamenta dogmáticamente la relacion con Dios. Expresada de forma más velada y menos precisa en los Padres griegos, es una doctrina estrechamente ligada al dogma trinitario, transmitida por la tradición de la Iglesia de Oriente y explicitada de forma clara por Gregorio Palamás. Reflexionando sobre las palabras de san Pedro (2 Pe 1:4): partícipes de la naturaleza Divina (θειας κοινωνοι φυσεως), Gregorio Palamás afirma que dicha expresión tiene un carácter antinómico que la emparienta con el dogma de la Trinidad. Así como Dios es al mismo tiempo uno y trino, "de la naturaleza divina debe predicarse que es al mismo tiempo imparticipable y, en cierto sentido, participable; llegamos a la participación de la naturaleza divina y, sin embargo, ella permanece totalmente inaccesible." No podemos participar ni en la esencia ni en las hipóstasis de la Trinidad. Es preciso, pues, confesar una distinción substancial según la cual Dios es totalmente inaccesible en Su naturaleza y accesible al mismo tiempo a través de Su gracia. Es la distinción entre la esencia de Dios, inaccesible, incognoscible, incomunicable, y las energías u operaciones divinas, fuerzas sobrenaturales e inseparables de la esencia en las que Dios procede en el exterior, se manifiesta, se comunica, se da: "La iluminación y la gracia divina y deificante no es la esencia sino la energía de Dios."

La presencia de Dios en sus energías hay que entenderla en el sentido realista. No es una presencia operativa de la causa en sus efectos: las energías no son efectos de la causa divina como las criaturas; no son creadas, producidas de la nada, sino que fluyen eternamente de Dios. Son los desbordamientos de la naturaleza divina que no puede limitarse, que es más que la esencia. Se puede decir que las energías significan un acción de la Trinidad fuera de su esencia inaccesible. Dios existe al mismo tiempo en su esencia y fuera de su esencia. Así, pues, hay que distinguir en Dios la naturaleza una, las tres hipóstasis y la energía increada que procede de la naturaleza sin separarse de ella en esta procesión manifestadora.

El dogma sobre las energías no es una concepción abstracta, una distinción intelectual: es una realidad de orden religioso muy concreta aunque difícilmente comprensible. Por eso esta doctrina se expresa antinómicamente: las energías por su procesión significan una distinción inefable — no son Dios en su esencia — y, al mismo tiempo, al ser inseparables de la esencia, dan testimonio de la unidad del ser simple de Dios. Frente a los adversarios griegos filotomistas, Palamás afirma — igual que toda la teología oriental, fundamentalmente apofática — que la simplicidad divina no podía fundarse en el concepto de la esencia simple. El punto de partida de su pensamiento teológico es la Trinidad, eminentemente simple, pese a la distinción de la naturaleza y las personas, así como de las personas entre sí. Esta simplicidad es antinómica, como cualquier enunciado doctrinal que atañe a Dios: no excluye la distinción, pero no admite separación ni división en el ser divino. Al mismo tiempo, la teología ortodoxa, aunque distingue en Dios las tres hipóstasis, la naturaleza una y las energías naturales, no admite en él ninguna composición. Como las personas, las energías no son elementos del ser divino que podrían ser consideradas separadamente de la Trinidad de la que son manifestación común, la irradiación eterna. No son accidentes de la naturaleza en su cualidad de energías puras, y no implican ninguna pasividad en Dios. Tampoco son seres hipostáticos, semejantes a las tres personas, ni siquiera se puede atribuir una energía cualquiera exclusivamente a una de las hipóstasis divinas, aunque se diga "la sabiduría o el poder del Padre" al hablar del Hijo.

En resumen, la teología ortodoxa distingue en Dios las tres hipóstasis, procesiones personales; la naturaleza o esencia; las energías, procesiones naturales. Las energías son inseparables de la naturaleza y la naturaleza es inseparable de las tres personas. Esta doctrina es el fundamento dogmático del carácter real de toda experiencia mística. Permite explicar cómo la Trinidad puede existir en su esencia incomunicable y, al mismo tiempo, venir a habitar en nosotros, según la promesa de Cristo (Jn 4:23). No es una presencia causal, como la omnipresencia divina en la creación; no es tampoco la presencia según la esencia misma, incomunicable por definición; es un modo según el cual la Trinidad actúa en nosotros realmente por lo que de comunicable tiene, por las energías comunes a las tres hipóstasis, es decir, por la gracia, pues así se llama a las energías deificantes que el Espíritu Santo nos comunica. Quien tiene al Espíritu Santo que confiere el don tiene al mismo tiempo al Hijo, por medio del cual todo don nos es transmitido; tiene también al Padre, del cual proviene todo don perfecto. Al recibir el don, las energías deificantes, se recibe al mismo tiempo la habitación de la Santísima Trinidad. La distinción entre la esencia y las energías permite también que tenga sentido real y pleno la expresión de san Pedro ya citada "partícipes de la naturaleza divina" (2 Pe 1:4). La unión a que está llamado el cristiano no es ni hipostática como para la naturaleza humana de Cristo, ni substancial como para las tres personas divinas: es la unión con Dios por medio de la energía Divina o la unión por la gracia que nos hace participar en la naturaleza divina, sin que nuestra esencia se convierta en esencia divina. En la deificación, según Máximo el Confesor, se posee por la gracia, es decir por las energías divinas, todo lo que Dios tiene por naturaleza, salvo la identidad de naturaleza. Y el mismo san Máximo afirma: "Dios nos ha creado para que nos hagamos partícipes de la naturaleza divina, para que entremos en la eternidad, para que aparezcamos semejantes a él, siendo deificados por la gracia."

6. El misterio de la Iglesia.

Para la teología ortodoxa, la Iglesia es un misterio inefable e incomprensible, continuación del misterio de la encarnación del Verbo de Dios. En el misterio de la encarnación están comprendidos tanto el misterio de la salvación como el misterio de la Iglesia, ya que, según Clemente de Alejandría, "la voluntad de Dios es la salvación de los hombres, y esto se llama Iglesia." Así, pues, la Iglesia encierra todo el misterio de la salvación en Cristo. Según los Padres griegos, el Verbo de Dios, al hacerse hombre, tomó la carne de la Iglesia, su cuerpo fue la primicia de la Iglesia. Así, la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, del cual él es la cabeza, según la doctrina del Apóstol (Rom 12:5; 1 Cor 12:13; 12:27; Ef 1:22; 5:23). También según la tradición patrística, así como Eva nació de la costilla del primer Adán, así la Iglesia nació del costado de Cristo, el nuevo Adán, en la Cruz, y fue consagrada por el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Como la Encarnación del Verbo de Dios, la Iglesia es también obra del Espíritu Santo.

a) Eclesíología eucarística.

En los tres primeros siglos la Eucaristía era inconcebible sin obispo y viceversa. Una única eucaristía y un único obispo. En torno a la Eucaristía y al obispo se reúne la asamblea cristiana y forma la Iglesia. Es la iglesia local; y esta iglesia local, presidida por el obispo, sucesor de los apóstoles, no es una parte de la Iglesia, sino la Iglesia de Jesucristo, y es ante todo una asamblea eucarística. Toda iglesia local, pues, en la que se celebra la divina Liturgia eucarística posee las "notas" de la verdadera Iglesia de Cristo: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estas notas no pueden pertenecer a ninguna asamblea humana, son los signos escatológicos concedidos a una comunidad por el Espíritu Santo. "Los sacramentos — dice Florovsky — constituyen la Iglesia. Sólo ellos hacen salir a la comunidad cristiana de sus dimensiones humanas y hacen de ella la Iglesia." En la medida en que una iglesia local está fundada en la Eucaristía y en torno a ella, no es simplemente una parte del pueblo universal de Dios, ella es el "pléroma," la plenitud del Reino anticipado en la Eucaristía. La parcialidad no existe en el cuerpo de Cristo, indivisible, divino y glorioso. En cuanto manifestación de la unidad y de la integralidad de la Iglesia, la Eucaristía sirve también de suprema norma teológica para la estructura eclesial.

Esta manifestación era, en los primeros siglos, el fundamento necesario de la expansión geográfica del cristianismo, pero no se identificaba con ella. En teología, el sacramento era el signo y la realidad de la anticipación escatológica del reino de Dios, y el episcopado, centro necesario de esta realidad, era visto ante todo en su función sacramental, mientras que los otros aspectos de su ministerio estaban fundamentados en esta función de "gran sacerdote" en la comunidad local más que en la idea de una cooptación a un colegio apostólico universal. El obispo era ante todo la imagen de Cristo en el misterio eucarístico.

La práctica de la Iglesia Ortodoxa no fue siempre conforme a esta eclesiología eucarística. La evolución histórica de la función episcopal, que, por una parte, delegó de manera permanente la celebración de la Eucaristía a los sacerdotes y que, por otra parte, se convirtió de facto en un elemento de las estructuras administrativas más extensas (metropolías, patriarcados), hizo que se perdiera en parte su relación exclusiva y directa con el aspecto sacramental de la vida de la Iglesia. Con todo, el principio teológico inicial se ha mantenido y ha resurgido cada vez que se ha profundizado en la teología de la Iglesia. En el siglo XX diversos teólogos han insistido en el carácter eucarístico de la Iglesia y eclesiológico de la Eucaristía. Dice el obispo Zizioulas: "Constituida en torno al obispo y llegando a su punto culminante en su persona, cada iglesia se encuentra también, en el seno de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, no sólo como la parte en el todo, sino en la medida en que ella está en comunión con ese todo en la unidad del Espíritu Santo, como siendo ella misma esta Iglesia una, santa, católica y apostólica, esto es, el pléroma, la plenitud y el Cuerpo de Cristo." Una iglesia no puede manifestar la plenitud sino en la comunión de todas. Cada iglesia es responsable de las otras. Cada iglesia recibe el testimonio de las otras y esta reciprocidad de testimonio da fe de que son, cada una y todas juntas, la Iglesia universal.

b) Aspecto jerárquico de la Iglesia

En los primeros siglos del cristianismo, el obispo que presidía una comunidad cristiana, escogido por ella y consagrado por los obispos de las comunidades vecinas, ejercía su autoridad no por encima de la Iglesia o sobre la Iglesia, sino en la Iglesia. Y entre las diversas iglesias locales había estrechos lazos de comunión. Por medio de cartas o visitas expresaban la comunión en la misma fe. Esa comunión se manifestaba también en la consagración de un obispo, para la cual se reunían diversos obispos (el Concilio de Nicea, en 325, establecerá que el obispo ha de ser ordenado por un mínimo de tres obispos de la propia eparquía o provincia). Y cuando surgía una cuestión, los obispos de una misma región se reunían para dirimirla. El canon 5 del Concilio de Nicea establecerá también que los obispos de cada provincia se reúnan dos veces al año. Así, las grandes decisiones son tomadas colegialmente dentro de una Iglesia todavía muy local. Así surgen los concilios locales y la colegialidad de los obispos, al ejemplo del colegio apostólico. Posteriormente serán también los concilios generales, de todo el imperio, o ecuménicos.

Gradualmente van apareciendo los centros de primacía. La jerarquía de las sedes episcopales vino por dos factores: la apostolicidad y la importancia civil. El origen apostólico daba prestigio y certeza en la verdad de la doctrina. Entre las comunidades de origen apostólico, gozaba de una veneración especial la ciudad santa de Jerusalén, aunque no tuvo poder jerárquico hasta el Concilio de Calcedonia, en 451. El canon 7 de Nicea decía: "Es una costumbre establecida y una antigua tradición que el obispo de Jerusalén sea tratado con un honor especial; por eso gozará de la presidencia de honor, pero de manera que la metrópoli de Cesárea conserve la dignidad a que tiene derecho." Otras ciudades apostólicas eran — aparte, por ejemplo, ciudades de Asia Menor o de Tracia — : Roma (Pedro y Pablo), Alejandría (Marcos) y Antioquía (Pedro). Pero dichas ciudades son, a la vez, y en este orden de importancia, las capitales del mundo de entonces, a la par que son centros difusores del cristianismo. Roma tiene el primer lugar de honor como capital del Imperio, por su importancia civil. Pero no por su origen apostólico, ya que la apostolicidad no confería otra autoridad particular que no fuera el honor.

De acuerdo, pues, con la importancia político-civil y con la esfera de irradiación de las cinco principales sedes episcopales, quedó establecido en el Concilio de Calcedonia (IV ecuménico), en 451, el orden siguiente: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Estas cinco sedes formaban la Pentarquía, el gobierno colegiado de la Iglesia de Cristo, con independencia mutua pero en plena comunión entre ellas, presididas en el amor — según la expresión de san Ignacio de Antioquía — por la sede de Roma, cuyo obispo era un primus ínter pares. Las cinco sedes tienen los mismos derechos, pero se reconoce a Roma una "primacía de honor." Los tres concilios ecuménicos que seguirán (la Iglesia Ortodoxa no reconoce como ecuménicos más que los siete primeros) serán plenamente pentárquicos. Después de la separación entre Oriente y Occidente, sin dejar de reconocer a Roma el primer lugar en una Iglesia nuevamente unida, dentro de la Ortodoxia la primera sede en honor, el primus ínter pares, es Constantinopla. Pero, así como en Occidente se mantuvo el único patriarcado de Roma, que, además, fue centralizando cada vez más su poder, en Oriente, y conservando la doctrina de la Pentarquía, fueron surgiendo nuevos patriarcados e iglesias autocéfalas. De entre estos patriarcados posteriores destaca por su importancia el de Moscú, el cual, como se dijo en la primera parte, se arrogó el título y los honores de tercera Roma. Todos los nuevos patriarcados y autocefalias — de hecho todos en Europa y Asia, excepto Siria y Egipto — surgían por propia autodeterminación y con la aceptación (no siempre fácil) del patriarcado de Constantinopla del cual dependían.

El autocefalismo es la eclesiología más comúnmente representada en los círculos oficiales de las Iglesias ortodoxas. Su principio sinodal, que afecta esencialmente al episcopado, se refiere a las relaciones intraeclesiales e intereclesiales. En el gobierno interno de cada una de las Iglesias, el obispo primado, el patriarca, dispone de poderes reales, pero no debe hacer nada sin el parecer de los sufragáneos, de acuerdo con los antiguos cánones. Para las relaciones intereclesiales y las cuestiones que afectan a la Ortodoxia en su conjunto, todo debe ser regulado según un procedimiento conciliar, respetando la total independencia y estricta igualdad de las Iglesias hermanas.

La estructura patriarcal y autocéfala conlleva la sinodalidad, la conciliaridad. Si se pueden distinguir, para una mejor comprensión, estos términos, diríamos que el concilio es la reunión intereclesial que expresa la comunión entre las diferentes Iglesias y donde se dirimen de forma colegial las diversas cuestiones planteadas. El sínodo es el gobierno intraeclesial de cada patriarcado o Iglesia autocéfala. Derivado del sínodo permanente (συνοδος ενδημουσα) de Constantinopla, es una forma canónica e incluso una condición indispensable en la estructura patriarcal de la Iglesia Ortodoxa.

La igualdad de situación y de dignidad entre los obispos se justifica en la Iglesia Ortodoxa por el Evangelio. Al atardecer del domingo de la Resurrección, cuando Cristo se apareció a los apóstoles reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20:22-23). Para la Iglesia Ortodoxa, este texto es la fuente de la sucesión apostólica, el poder de atar y desatar que los apóstoles han conferido a los obispos. Cristo, poniendo aparte un grupo restringido, el colegio apostólico, le confiere un carisma funcional, el del sacerdocio de orden: consagración particular de algunos para integrar al pueblo en el cuerpo eucarístico y también para estar al frente en nombre del Señor. Los teólogos bizantinos han distinguido el apostolado y el episcopado. "Los apóstoles — dice Nilo Cabásilas — no ordenaron otros apóstoles, sino pastores y doctores." Así, pues, cabe distinguir: 1) la misión propia de los apóstoles, testigos oculares del Resucitado y cuyo ministerio itinerante tenía la finalidad de anunciar el Evangelio; 2) la dignidad apostólica que reposa sobre la Iglesia entera y se manifiesta particularmente en un profetismo apostólico estrictamente personal; 3) la sucesión apostólica de los obispos que han recibido las dos misiones inseparables de presidir cada uno una iglesia local y presidir colegialmente, a ejemplo del colegio apostólico, la Iglesia universal.

Si todos los obispos tienen la sucesión apostólica, ¿cuál es la función de Pedro en el colegio apostólico? Toda la tradición teológica y litúrgica bizantina da a Pedro el nombre de "corifeo," el primero del coro apostólico. Hay que notar, sin embargo, que también el apóstol Pablo es llamado "corifeo": los dos juntos, en el día de su festividad litúrgica (29 de junio) son llamados "primeros corifeos" (πρωτοκορυφαιοι). "Pedro es — dice Focio — el corifeo de los apóstoles, a quien son entregadas las llaves y el ingreso de las puertas del cielo [...] Sobre él reposan los fundamentos de la Iglesia," porque confiesa la divinidad de Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo — Sobre esta piedra, la fe en Mi, edificaré mi Iglesia (Mt 16:16-18). "Sobre la confesión de Pedro — dice el mismo Focio — el Señor ha puesto el fundamento de la Iglesia." Pedro tiene ciertamente un papel único, según Teofilacto de Bulgaria, ya que, después de haber negado al Señor, se arrepintió y por eso ha de fortalecer a todos los fieles hasta el fin de los siglos. Y Teofilacto pone en boca de Cristo las palabras siguientes dirigidas a Pedro: "Da buen ejemplo, a pesar de haberme negado; has recibido, por la penitencia, la preeminencia en el mundo."

Pero los teólogos bizantinos hacen notar que todos los apóstoles reciben el poder de las llaves y que la primacía de Pedro no es un poder, sino la expresión de una fe y de una vocación comunes. El patriarca de Constantinopla Germán II (s.XlII) escribe: "Simón se convirtió en Pedro, la piedra sobre la cual se sostiene la Iglesia, pero también los demás confesaron la divinidad de Cristo, y por lo tanto también son piedras. Pedro solamente es el primero de entre ellos." Orígenes había llegado a decir que si nosotros también decimos: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo," entonces nosotros también nos convertimos en Pedro, pues todos los discípulos de Cristo son piedra. Y Cristo no lo dijo solamente de Pedro, sino también de Juan y de cada uno de los apóstoles, ya que no puede ser que dé solamente a Pedro las llaves.

Esta asimilación — dice O. Clément — culmina en la Eucaristía. La Iglesia no se funda solamente sobre Cristo como Verdad, sino también sobre Cristo como Vida. Y esta Vida se comunica a los fieles por los sacramentos que postulan la institución apostólica. Agentes de la transmutación eucarística, guardianes privilegiados de la Verdad, pastores del rebaño de Cristo, los obispos constituyen, pues, para la eclesiología ortodoxa, los sucesores de Pedro en el sentido más preciso. En la Iglesia de Jerusalén entre Pentecostés y la dispersión de los apóstoles, Pedro presidía la mesa eucarística, siendo el primero en actualizar el carisma "episcopal" que el apostolado transmitía y trascendía. Sin embargo no ha dejado de ser apóstol, es decir, consagrado a un ministerio único e itinerante de testigo ocular. No se puede negar que el carisma episcopal se haya manifestado la primera vez como el aspecto petrino de la apostolicidad. Por eso, en la tradición ortodoxa, la imagen de la roca designará la función episcopal. Sobre la función del obispo de Roma, el ya citado Nilo Cabásilas (s.XIV) dice: "Así, pues, dirá alguien, ¿no es el Papa el sucesor de Pedro? Lo es, pero en cuanto que es obispo. Pues Pedro es un apóstol y el corifeo de los apóstoles, pero el Papa no es ni un apóstol (pues los apóstoles no ordenaron a otros apóstoles, sino a pastores y doctores), y menos aún el corifeo de los apóstoles." Los teólogos bizantinos reconocen sin embargo otra sucesión de Pedro, más bien analógica: al igual que Pedro era el primer apóstol en el colegio apostólico, igualmente debe existir un primer obispo en el colegio episcopal. Este privilegio fue para el obispo de Roma, la primera ciudad y capital del Imperio, que conservaba el recuerdo de los dos corifeos, Pedro y Pablo.

Esta primacía no era de poder sino de ejemplo ("presidencia de amor," dice Ignacio de Antioquía), un derecho de arbitraje entre patriarcados hermanos e iguales. La Iglesia ortodoxa sostiene que la separación entre Oriente y Occidente y la concepción monolítica y centralista occidental han corrompido dicha función en un poder supremo doctrinal y legislativo.

c) "Sobornost" e infalibilidad

La eclesiología entre los teólogos rusos, a partir de los eslavófilos, y especialmente Jomiakov, adquiere un matiz particular con el concepto de la sobornost. Este término es el substantivo abstracto del adjetivo eslavo que, en el Credo, traduce la palabra "católica." En efecto, dice el artículo del Símbolo de fe sobre la Iglesia: "[Creo] en la Iglesia una, santa, católica y apostólica"; en griego: Εις μιαν, αγιαν, καθολικην και αποστολικην Εκκλησιαν. Ahora bien, el término καθολικην es traducido en la versión eslava por sobórnaya, sustantivo que deriva de sabor (‘concilio, sínodo,’ pero también ‘catedral’), del verbo sobrat’ (‘convocar,’ ‘reunir’). De ahí el concepto de sobornost, que significa al mismo tiempo "conciliaridad," "catolicidad," "ecumenicidad," pero no primordialmente "universalidad." Por lo cual "Iglesia Católica" no significa en primer lugar, sin excluirlo, "Iglesia universal." Se trata de un sentido cualitativo antes que cuantitativo. Pero hay que observar que la teología griega ve también en el término griego καθολικη en primer lugar un sentido cualitativo y en profundidad (de καθολον, ‘totalmente,’ ‘según el todo’), indicando la unanimidad, la "sinfonicidad" por la unión de cada uno con el todo, la integridad en sentido intensivo. Por eso la Iglesia local, de acuerdo con lo dicho más arriba, es plenamente una, santa, católica y apostólica.

La idea de la sobornost, dentro de la tradición ortodoxa de la conciliaridad, lleva a Jomiakov a plantearse el problema de la infalibilidad, que para él reside solamente en la sobornost, en la fraternidad ecuménica. Según la doctrina de la sobornost, la autoridad magisterial de la Iglesia se sitúa en la vida de comunión del cuerpo eclesial. Más que constituir un órgano visible de la infalibilidad, los obispos y su sínodo no harían más que personificar y expresar la fe común, que el pueblo entero autentifica después de su recepción. Según esta doctrina, no es una persona la infalible ni, propiamente, el concilio como tal, sino la Iglesia entera. La Iglesia es infalible en aquello que es verdad, y la verdad pertenece a la Iglesia. En esta línea esta el rechazo, del concilio de Florencia por parte de la Iglesia Ortodoxa.

Hay que decir que la doctrina de Khomiakov no es la doctrina oficial de la Iglesia Ortodoxa. Pero sí que es doctrina general de la Ortodoxia que el Espíritu Santo asegura la única infalibilidad que reconoce la Iglesia Ortodoxa: la de la Verdad. Y el Espíritu hace evidente la Verdad a la Iglesia, es decir, a los cristianos que hacen de la Iglesia el fundamento de su conciencia. Son todas las iglesias particulares, reunidas en concilio o en comunión de fe, las que aseguran la verdad. Y la verdad sancionada por el colegio episcopal requiere el consenso de toda la Iglesia. Un consenso que no tiene nada de jurídico ni deriva de una concepción democrática de la Iglesia.

Olivier Clément concluye toda esta cuestión diciendo:

"Lo repetiremos contra toda interpretación "democrática" del pensamiento a veces confuso de Khomiakov, a través del cual, casi siempre se lee esta encíclica: el pueblo (por supuesto, clérigos y seglares, no seglares solamente) protege la verdad, pero no la define; la definición pertenece únicamente al Magisterio, pero todo cristiano consciente tiene el deber, en caso de incertidumbres graves, de exigir un nuevo juicio del magisterio, al que la Iglesia, esta vez, pueda responder con un amén análogo al de la epíclesis: digamos, pues, que si el consenso de la Iglesia no es idéntico al amén dé la epíclesis, debe llegar a ser idéntico por un proceso histórico en el que el Espíritu puede servirse de los profetas para llamar al episcopado a su carisma, para hacer coincidir en la asamblea de los obispos el inevitable momento personal con el momento funcional, a fin de que la asamblea sea concilio, instrumento fiel de la Verdad."

Nicolás Afanassieff, el teólogo de la eclesiología eucarística, resume su aportación sobre la infalibilidad de la Iglesia de la manera siguiente:

"Según la doctrina de la Iglesia Ortodoxa, la infalibilidad pertenece a la Iglesia en sí misma. Dicho de otra manera, la respuesta viene ya incluida en la pregunta. Desde el momento que la infalibilidad pertenece a la Iglesia — y le pertenece, para emplear el término católico, ex sese —, queda excluido el que haya de pertenecer a un órgano cualquiera, ya sea unipersonal o colectivo. La dificultad, por tanto, del problema de la infalibilidad de la Iglesia no estriba en el concepto mismo de infalibilidad, sino en el concepto de Iglesia, tal como es considerado por los distintos sistemas eclesiológicos."

 

7. El mundo sacramental.

a) Los sacramentos de la Iglesia

La teología bizantina desconoce la distinción latina entre "sacramentos" y "sacramentales." La palabra μυστηριον (‘misterio’) tiene un sentido más amplio que su equivalente latino sacramentum. Para los Padres griegos, el término designaba ante todo el misterio de la salvación, la economía divina, y, en segundo lugar, los actos concretos que confieren la salvación. En este segundo sentido se usaban también los términos τελεται (") o αγιασματα (‘santificaciones,’ ‘bendiciones’). Por otra parte, el número de los mysteria o sacramentos no se ha fijado nunca en Oriente con la rigidez que encontramos en Occidente, donde el primero en fijar el número septenario fue Pedro Lombardo (+ 1160). A lo largo de los siglos y según los autores, el número varía, e incluso cuando se da el número septenario, no se engloban en él los mismos mysteria. Es frecuente incluir entre ellos la consagración monástica, la consagración del altar y de la iglesia, etc. Así, el Pseudo-Dionisio Areopagita (s.V), en su Jerarquía eclesiástica, explica los "misterios cristianos" distribuidos por capítulos de la manera siguiente: bautismo — que incluye la crismación (= confirmación) —, Eucaristía, consagración del myron, ordenación sacerdotal, consagración monástica y ritos funerarios. Teodoro Estudita, en el siglo IX, enumera seis sacramentos: la iluminación (bautismo), la sinaxis (Eucaristía), la crismación, la ordenación, la tonsura monástica y los ritos funerarios.

La doctrina septenaria aparece en Oriente por primera vez en 1267, en una confesión de fe que el papa Clemente IV exigió del emperador Miguel VIII Paleólogo. Fue aceptada por muchos autores, incluso por algunos contrarios a la unión con Roma. Influía en ello el hecho del valor sagrado del número siete; así los siete sacramentos evocaban los siete dones del Espíritu Santo, los siete dones tradicionales, según el texto de Isaías (Is 11:2-3). Pero continuó existiendo variedad tanto por lo que se refiere al número como por lo que respecta al contenido. Así, por ejemplo, un monje Job, del siglo XIII, incluye entre los sacramentos la tonsura monástica, a la vez que une en un solo sacramento la penitencia y la unción de los enfermos. También incluye la tonsura monástica en el septenario Simeón de Tesalónica (s.XV), aunque la une con la penitencia, dejando independiente la unción de los enfermos. Y un contemporáneo de Simeón, Josasaf, metropolitano de Éfeso, declara su creencia de que los sacramentos de la Iglesia no son siete sino muchos más. El mismo ofrece una lista de diez, en la cual incluye la consagración de la iglesia, los ritos funerarios y la tonsura monástica.

Otros autores insisten en la importancia primera y exclusiva del bautismo y de la Eucaristía como sacramentos fundamentales de la introducción cristiana a la "nueva vida." Así, por ejemplo, san Juan Damasceno (s.VIII) se ocupa sólo de los misterios estrictamente evangélicos: el bautismo (incluyendo la crismación) y la Eucaristía. Y Gregorio Palamás, en el siglo XIV, proclama que toda nuestra salvación se funda en estos dos (o tres) sacramentos, ya que son una recapitulación de toda la economía salvadora de Cristo. Y Nicolás Cabásilas, su contemporáneo, en su oba La vida en Cristo — que se centra totalmente en la vida sacramental —, dedica sendos capítulos al bautismo, a la unción (o crismación), a la Eucaristía, pero también uno a la consagración del altar.

También habla de dos únicos sacramentos, bautismo y Eucaristía, el patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris (+ 1638), pero en este caso se trata de una influencia protestante, como ya vimos. Y por esta razón los escritos ortodoxos antiprotestantes de ese tiempo proclaman todos el número septenario. Así, antes de Lukaris, el patriarca Jeremías (+ 1595), pero también los escritos contra Lukaris, tales como la Confessio de Dositeo, patriarca de Jerusalén (1672), o la Confessio orthodoxa de Pedro Moghila (1639-1640).

Actualmente, los libros de religión de la Iglesia Ortodoxa hablan siempre de siete sacramentos, los mismos sacramentos que confiesa la Iglesia Católica. Esto no impide que, para los teólogos, el campo sacramental sea más vasto y menos fijo, de acuerdo con la tradición. Hablando de los sacramentos comunes, hay que notar que la Iglesia oriental ha mantenido siempre unidos los sacramentos de la iniciación cristiana. Bautismo y crismación forman ya, prácticamente, un todo. Se atribuye, como en Occidente, a la crismación, por la cual se comunica la plenitud del Espíritu Santo, una especificidad propia, pero no por ello se separa del bautismo. Como es sabido, el sacramento de la crismación o unción era administrado siempre por el obispo, presente en los ritos de iniciación. Al multiplicarse las comunidades, se fue haciendo imposible la presencia del obispo en todas las celebraciones bautismales. Ante este hecho, Occidente optó por conservar la confirmación como prerrogativa del obispo, y con ello la confirmación fue separada del bautismo, mientras que la Iglesia oriental, para salvar la unidad de los ritos de la iniciación cristiana, delegó en los sacerdotes la potestad de administrar también la crismación. La Iglesia oriental, además, da la comunión al neobautizado inmediatamente después de la crismación, incluso a los niños recién nacidos, para que la iniciación cristiana sea completa.

En cuanto al bautismo, la Iglesia bizantina conserva la primitiva tradición de la triple inmersión en el agua, un elemento que se ha considerado siempre de capital importancia por lo que tiene de símbolo (los sacramentos son signos de la gracia divina). Por el bautismo, en efecto, somos sepultados con Cristo en su muerte, como dice san Pablo (Rom 6:4). Y somos bautizados en el nombre de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La triple inmersión bautismal simboliza mejor esta realidad que no la infusión propia de Occidente.

Según la tradición oriental, los sacramentos se realizan por medio de la oración, de la súplica; no hallamos nunca en ellos la forma imperativa o indicativa en primera persona, propia de Occidente. El sacerdote, siempre como mediador, pide a Dios que conceda aquella gracia, que lleve a cabo aquella santificación o consagración, o, como en el caso del bautismo, constata, confiesa, el misterio que se realiza. Dice Nicolás Cabásilas: "Que los sacramentos operan por la oración, es la tradición de los Padres, los cuales recibieron esta doctrina de los apóstoles y de sus sucesores. Todos los sacramentos, y especialmente la Eucaristía." Los sacramentos, pues, no son ni un acto mágico, ni un acto jurídico. Son un don gratuito de Dios. Y la súplica, la epíclesis, expresa a maravilla esa gratuidad.

b) La acción del Espíritu en el mundo sacramental

Aun a costa de alargar el discurso, es del todo necesario detenerse a ver, en los diversos sacramentos — y tomados aquí en sentido lato, porque todos participan de la misma concepción teológica y litúrgica —, cómo la invocación y la acción del Espíritu Santo conforman todo el mundo sacramental. Empezaremos por aquellos sacramentos donde la invocación o epíclesis de la acción santificadora del Espíritu aparece menos explícita.

Los textos del rito sacramental de la penitencia o confesión no invocan propiamente al Espíritu Santo, pero no tienen la forma declaratoria latina ("Yo te absuelvo..."). El sacerdote impone el orarían o estola sobre la cabeza del penitente diciendo:

"Que Dios, que por el profeta Natán perdonó a David cuando éste confesó su pecado, y a Pedro cuando lloró amargamente, y a la cortesana cuando virtió sus lágrimas sobre sus pies, y al fariseo y al pródigo, que este mismo Dios te perdone, a través de mí, pecador, en esta vida y en la otra...."

Si no hay invocación del Espíritu Santo, sí hay la petición de que Dios lleve a cabo el perdón. Y la imposición del oraríon o estola sobre la cabeza del penitente, equivalente a una imposición de manos, tiene claramente un sentido epiclético.

El rito del matrimonio en la liturgia oriental consta de dos partes diferenciadas y separables: a) el esponsalicio, al principio del cual los futuros esposos expresan su consentimiento mutuo; y b) el matrimonio propiamente dicho, con la bendición de los esposos y el rito de la coronación, rito que da nombre a esta parte. En ella no hay propiamente una invocación al Espíritu Santo sobre los esposos, pero sí una peticionara que Dios envíe su mano santificante y eficaz. Terminada esta oración, el sacerdote corona a los esposos y luego les bendice diciendo tres veces: "Señor Dios nuestro, corónalos de gloria y honor." La súplica "envía ahora tu mano desde tu santa morada" y la imposición de las coronas tiene, una vez más, un carácter epiclético.

La celebración del sacramento del bautismo propiamente dicho (dejando aparte los ritos catecumenales) tiene tres partes: a) consagración del agua, b) inmersión del bautizado en el agua, c) crismación (o unción). Veremos luego la primera parte, la consagración del agua (que constituye por sí sola un "sacramento" en sentido amplio y tiene una epíclesis consecratoria). Veamos ahora las otras dos, especialmente la última.

Salido del agua bautismal y revestido con la túnica blanca, el neófito es ungido con el crisma. Es el sacramento llamado en Occidente de la confirmación, que en Oriente no se separa del bautismo. El Espíritu Santo completa la obra regeneradora del bautismo. Como Cristo, salido del agua del Jordán, recibe la "confirmación" del Espíritu Santo, el cristiano, al salir del agua que le ha hecho nacer a una nueva vida, recibe la perfección del sacramento por la acción del Espíritu Santo, significado en la unción crismal. En primer lugar, el sacerdote pronuncia una oración, en la cual dice, entre otras cosas:

"[...] Tú que nos has dado, a pesar de nuestra indignidad, una bienaventurada purificación en el agua santa y una santificación divina en la unción vivificante; tú que ahora te has dignado hacer renacer a tu servidor que acaba de ser iluminado por el agua y el Espíritu Santo [...] dale también el sello de tu santo, omnipotente y adorable Espíritu y la comunión del santo Cuerpo y de la preciosa Sangre de tu Cristo. Consérvalo en la santidad, confírmalo en la verdadera fe [...]."

Luego unge al neófito con el myron, diciendo: "Sello del don del Espíritu Santo. Amén."

El sacramento del myron, la crismación o confirmación, es por antonomasia el sacramento del Espíritu Santo, lo mismo que para la teología occidental católica. Pero para la Iglesia Ortodoxa la crismación es inseparable de la inmersión bautismal, es el "sello" que corona el rito bautismal, el cual culmina luego con la comunión eucarística, que tiene lugar en la misma celebración de la iniciación cristiana, tradición primitiva vigente aún en la Iglesia Ortodoxa.

Pero para la celebración del bautismo hay que tener presente dos elementos previos, en los cuales aparece la invocación al Espíritu Santo para que santifique dichos elementos en vista a la celebración del sacramento de la iniciación. Se trata de la consagración del agua y del myron. La primera tiene lugar en cada celebración del bautismo y es realizada por el sacerdote que lo administra. La segunda es realizada por el obispo el Jueves Santo. Ambas consagraciones tienen una epíclesis explícita, en la que se pide a Dios que envíe su Espíritu Santo para que consagre aquellos elementos.

En la consagración del agua, la oración principal contiene una larga narración laudatoria que se asemeja a la parte inicial de una anáfora: "Eres grande, Señor, y tus obras son maravillosas [...] porque por tu voluntad has traído todas las cosas de la nada a la existencia [...]," y prosigue:

"Tú, pues, oh Rey amante de los hombres, ven también ahora por la efusión de tu Santo Espíritu y santifica esta agua y dale la gracia de la redención, la bendición del Jordán. Haz de ella una fuente de incorrupción, un don de santificación [...] Manifiéstate en esta agua, Señor, y da a los que van a ser bautizados que sean transformados [...]."

Es precisamente en torno al bautismo y al agua bautismal donde encontramos quizá el primer testimonio de epíclesis, y en este caso en Occidente, en Tertuliano (s.II-III):

"Así, pues, todas las aguas, por la prerrogativa de su primer origen, dan el sacramento que santifica después que se ha hecho sobre ellas la invocación de Dios: viene el Espíritu Santo desde el cielo, se posa sobre las aguas y las santifica con su presencia; y las aguas santificadas reciben el poder de santificar."

Cirilo de Alejandría (+ 444) dice de modo muy expresivo:

"Del mismo modo que el agua que se echa en una olla, al contacto con el ardor del fuego, recibe de éste la fuerza, así también el agua (bautismal), gracias a la energía del Espíritu, se convierte en una infinita fuerza divina y santifica a los que se sumergen en ella."

El santo crisma o myron es también consagrado, el Jueves Santo, por medio de la invocación al Espíritu Santo. El obispo, de rodillas, pronuncia esta oración:

"Envía tu Santo Espíritu sobre este crisma. Haz de él un ungüento real, una unción espiritual, protector de la vida, santificador de las almas y de los cuerpos, óleo de alegría prefigurado en la Ley [...] Sí, Señor Dios Todopoderoso, por la venida de tu santo y adorable Espíritu, haz de él un vestido de incorruptibilidad, un sello perfecto que imprima en aquellos que reciban tu baño divino el derecho a llevar tu nombre divino [...]."

Es el sentir de la tradición patrística. Ya Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV, establecía un paralelismo entre la consagración eucarística y la consagración del óleo santo:

"Así como el pan de la Eucaristía, después de la invocación del Espíritu Santo, no es pan común sino el Cuerpo de Cristo, así también este santo ungüento (myron), después de la invocación, ya no es un simple ungüento ni, por decirlo así, un ungüento común, sino que es el don de Cristo, capaz de comunicar su divinidad por la presencia del Espíritu Santo."

Es también obra del Espíritu Santo la consagración de los ministros sagrados, obispo, presbítero y diácono. Imposición de manos e invocación del Espíritu Santo, gesto y palabra epicléticos, constituyen la esencia del sacramento del orden. Antes de la imposición de manos, en la liturgia bizantina, al igual que en todos los ritos orientales, el obispo ordenante dice:

"La gracia divina, que siempre sana lo que está enfermo y suple a aquello que falta, escoge a N. como obispo (o sacerdote, o diácono). Roguemos, pues, por él, para que descienda sobre él la gracia del Espíritu Santo."

Y luego, imponiéndole las manos, pronuncia la oración consecratoria:

"Oh Dios, grande en tu potencia e inescrutable en tu inteligencia, que eres admirable en tus designios sobre los hijos de los hombres; tú, Señor, llena del don del Espíritu Santo a éste que te has dignado elevar al grado del sacerdocio, a fin de que sea digno de estar irreprochablemente ante tu altar, de anunciar tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales [...]."

c) La epíclesis eucarística

La Eucaristía, en Oriente lo mismo que en Occidente, es el sacramento de los sacramentos. Y como toda la vida sacramental, la Eucaristía se realiza por la acción santificadora del Espíritu Santo. Como principio doctrinal, no hay divergencias sobre este punto entre Oriente y Occidente. Pero todas las Iglesias orientales conocen, desde que aparecen los textos litúrgicos, la explicitación clara de la santificación del pan y del vino por la invocación y la acción del Espíritu Santo. Y toda la tradición patrística está acorde con esta doctrina. Pero si en los otros actos sacramentales (vimos, por ejemplo, la consagración del agua bautismal y del myron) la presencia de una epíclesis no crea dificultades a la comprensión occidental, no ocurre lo mismo con la epíclesis eucarística, problema que sale a relucir a menudo en las discusiones entre latinos y bizantinos a lo largo de los siglos. Un ejemplo diáfano de exposición de la doctrina ortodoxa y de refutación de los reproches latinos lo tenemos, en el siglo XIV, en Nicolás Cabásilas. Lo veremos un poco más adelante.

Examinemos en primer lugar los textos litúrgicos y los testimonios patrísticos, plenamente concordantes y base de la teología posterior. Podríamos citar una gran cantidad de anáforas orientales y aportar testimonios patrísticos de diversas Iglesias orientales. Nos limitaremos a la tradición bizantina y, por lo mismo, a sus dos anáforas en uso: las llamadas de san Juan Crisóstomo y de san Basilio. Y notemos que en la tradición bizantina, lo mismo que en la siria y en la armenia, la epíclesis viene después de la narración de la institución de la Eucaristía y de la anamnesis:

"Te ofrecemos también este culto espiritual e incruento y te invocamos, te imploramos y suplicamos: Envía tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre los dones que te hemos presentado, y haz de este pan el Cuerpo precioso de tu Cristo, transformándolo por el Espíritu Santo. Y de lo que hay en este cáliz la Sangre preciosa de tu Cristo, transformándola por el Espíritu Santo [...]" (Anáfora de san Juan Crisóstomo).

"Por todo esto, Señor santísimo, también nosotros, pecadores e indignos siervos tuyos, a quienes has juzgado dignos de servir en tu santo altar [...], nos acercamos confiados a tu santo altar. Ponemos ante ti los símbolos (αντι-τυπα) del santo Cuerpo y la Sangre de tu Cristo, y te rogamos e invocamos, Santo de los santos, por tu complaciente bondad, que venga el Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones presentados: que él los bendiga y santifique, y ponga de manifiesto que este pan es el Cuerpo mismo del Señor Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Y que este cáliz es la misma preciosa Sangre del Señor, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo" (Anáfora de san Basilio).

Los Padres griegos abundan en la misma doctrina. Es la creencia general de que la transformación del pan y el vino en la Eucaristía se realiza mediante la invocación divina. Por "invocación divina" podemos entender, de hecho, toda la plegaria eucarística, como parecería desprenderse de estas palabras de san Atanasio de Alejandría (+373):

"Y mientras no se han realizado las oraciones y las invocaciones, no es otra cosa que pan y cáliz. Después que se ha pronunciado la grande y admirable oración, entonces el pan se convierte en el Cuerpo y el cáliz en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Cuando se han pronunciado las oraciones y las santas invocaciones, desciende el Verbo en el pan y en el cáliz y se convierte en el Cuerpo [...]."

Pero, con la formulación cada vez más precisa de la doctrina pneumatológica, la santificación y transformación de los dones eucarísticos viene atribuida de un modo específico al Espíritu Santo. Es sabido que el gran paladín de la doctrina del Espíritu Santo es el santo obispo de Cesárea Basilio, autor de un célebre tratado Sobre el Espíritu Santo. En él, Basilio reconoce que las palabras de la epíclesis no se encuentran en el Nuevo Testamento, sino que se han recibido por tradición eclesiástica, como muchas otras cosas, pero son necesarias para la realización del sacramento:

"Marcar con la señal de la cruz a los que esperan en nuestro Señor Jesucristo, ¿quién nos lo enseñó por escrito? Volverse hacia Oriente durante la oración, ¿qué Escritura nos lo enseñó? Las palabras de la epiclesis para la consagración del pan de la Eucaristía y del cáliz de la bendición, ¿qué santo nos lo dejó por escrito? Porque no nos contentamos con las palabras que nos transmiten el Apóstol o el Evangelio, sino que pronunciamos otras palabras antes y después, que tienen una gran fuerza para el misterio, y que hemos recibido de la enseñanza no escrita. Bendecimos también el agua del bautismo, el óleo de la unción e incluso al mismo bautizando. ¿En virtud de qué escritos? ¿No es tal vez en virtud de la tradición guardada en secreto y misteriosa? [...]."

De otro gran Padre de la Iglesia griega, san Juan Crisóstomo, se ha dicho a veces atribuía valor consecratorio a las palabras de la institución. Sin embargo, aparte de algún texto que podría citarse en favor de la Institución, hay que decir que el Crisóstomo está en sintonía con la tradición oriental. Merece la pena citar algunos pasajes crisostomianos:

"¿Qué haces, hombre? Cuando el sacerdote está en pie ante la mesa sagrada, con las manos extendidas hacia el cielo, invocando al Espíritu Santo para que venga y toque los dones ofrecidos, es necesaria una gran tranquilidad, un gran silencio: cuando el Espíritu otorga su gracia, cuando desciende, cuando toca las ofrendas, cuando ves el Cordero inmolado y consumado, ¿entonces hablas y discutes y haces ruido?"

"Si no hubiera también ahora el don del Espíritu, no habría bautismo, ni remisión de los pecados, ni se habría realizado la justificación y la santificación, ni habríamos recibido la adopción de hijos de Dios, ni habríamos sido agraciados con los misterios (sacramentos); en efecto, el Cuerpo y la Sangre místicos no se dan sin la gracia del Espíritu, ni tendríamos sacerdotes, porque es imposible que se den estas ordenaciones sin tal venida [del Espíritu]."

Como se ve, san Juan Crisóstomo habla aquí de la acción santificadora del Espíritu Santo en todos los sacramentos. En otro pasaje, el antioqueno, hablando de la actitud del sacerdote ante el altar en el momento de la epíclesis, se refiere a un pasaje bíblico que le sirve para ilustrar la epíclesis: cuando, a la súplica de Elías, Yahvé hace descender fuego del cielo que consume el holocausto (1 Re 18:36-39). El predicador antioqueno dice:

"Presenta ante mis ojos a Elías y al inmenso gentío que le circundaba, la víctima extendida sobre las piedras, todos con gran quietud y silencio, y sólo el profeta orando; entonces, de repente, una llama desciende del cielo sobre el sacrificio [...] Transpórtate, pues, desde allí a lo que ahora se está realizando, que no solamente es admirable a la vista, sino que sobrepuja todo entendimiento. El sacerdote está en pie, no para hacer descender el fuego sino el Espíritu Santo; y suplica repetidamente no para que una llama encendida desde arriba consuma las ofrendas, sino para que la gracia, cayendo sobre el sacrificio, por éste inflame el alma de todos [...]."

Y aunque no pertenezca a la tradición bizantina, sino siria, cabe citar aquí un pasaje de Narsai de Nísibe (s.V), porque sus palabras, de una máxima claridad, sirven para toda la tradición oriental:

"El sacerdote invita al Espíritu a descender y posarse sobre el pan y el vino y a convertirlo en el Cuerpo y la Sangre de Cristo Rey. Solicita igualmente que el Espíritu se pose también sobre la asamblea, para que, por su don, se haga digna de recibir el Cuerpo y la Sangre [...] El sacerdote pronuncia esta súplica con un sentimiento intenso, se levanta y tiende las manos hacia el cielo. El sacerdote mira hacia el cielo con confianza y suplica al Espíritu que venga a completar los misterios que él ha ofrecido [...] El Espíritu desciende a requerimiento del sacerdote [...] que celebra los misterios, ya que el sacerdote es mediador [...]."

Los teólogos latinos, que han visto el momento de la consagración del pan y del vino en las palabras evangélicas de la institución de la Eucaristía: "esto es mi Cuerpo, ésta mi Sangre," han opuesto a los textos citados y otros de los Padres de Oriente unos pasajes de san Juan Crisóstomo que parecen abonar la tesis del valor consecratorio de las palabras de Cristo en la Cena:

"No es el hombre quien hace que la oblación se convierta en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino el mismo Cristo, crucificado por nosotros. El sacerdote le representa y pronuncia las palabras, pero el poder y la gracia son de Dios. "Esto es mi Cuerpo," dice. Esta palabra transforma los dones presentados (τουτο το ρημα μεταρρυθμιζει τα προκειμενα). Y, del mismo modo que aquella frase "Creced y multiplicaos y llenad la tierra" (Gen 1:28) fue pronunciada una sola vez, pero da fuerza siempre, a través de los tiempos, a nuestra naturaleza para la procreación de los hijos, así también estas palabras, pronunciadas una sola vez hacen que, desde entonces hasta ahora, en cada uno de los altares en las iglesias, el sacrificio sea perfecto."

Los autores que aducen este texto quitan importancia, si no los olvidan, a los textos anteriores del Crisóstomo, muy explícitos en cuanto a la epíclesis. Algunos, además, encuentran un poco pueril la argumentación crisostomiana de este último texto. Pero precisamente dicha argumentación no contradice en nada los textos anteriores y encaja perfectamente con los textos de las anáforas. Después de la narración de la Ultima Cena, con las palabras de Cristo acerca del pan y del vino (palabras, propiamente, de invitación a la comunión) y del mandato "Haced esto..." (el precepto falta en la anáfora de san Juan Crisóstomo, pero se supone), el sacerdote dice: "Haciendo, pues, memoria de este mandato del Salvador y de cuanto acaeció por nosotros... (anamnesis), te ofrecemos... y te pedimos, te rogamos y te suplicamos: envía tu Santo Espíritu... y haz de este pan el Cuerpo precioso de tu Cristo...." El Crisóstomo y las anáforas litúrgicas están diciendo que las palabras de Cristo aseguran que en la Eucaristía los fieles reciben realmente su Cuerpo y su Sangre. El misterio del cambio del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo es obra del Espíritu santificador que es invocado por boca del sacerdote. Es por las palabras de Cristo, recordadas en la celebración eucarística, por las que la Iglesia, apoyándose en ellas, pide a Dios que, por la virtud del Espíritu Santo, se realice el misterio.

Nicolás Cabásilas, en el siglo XIV, responde a las objeciones de los latinos que aducen este texto crisostomiano para defender el valor consecratorio de las palabras de la institución contra la epíclesis, ampliando la argumentación del Crisóstomo cuando compara las palabras institucionales a las palabras del Génesis: "Creced y multiplicaos." Es una bella argumentación que será asumida más tarde por Marcos Eugenikós y por Simeón de Tesalónica. Las palabras de Dios a Adán y Eva: "Creced y multiplicaos" dan la fuerza y el empuje inicial, pero no bastan para la procreación y para el aumento de la raza humana. Son necesarios, dice Cabásilas, el matrimonio, la unión conyugal y todo lo que le sigue. Las palabras del Génesis son la causa de la generación, pero a través de los medios que son el matrimonio, la unión conyugal, la alimentación y todo el resto, se realiza el mandato divino. Lo mismo ocurre con los sacramentos y, por lo tanto, también con la Eucaristía.

"En cuanto a la palabra del Señor sobre los santos misterios, palabra dicha bajo una forma narrativa, que ella baste para la consagración de las ofrendas, ciertamente nadie entre los apóstoles ni entre los doctores lo dijo jamás. Pero que, pronunciada una vez por el Señor, por el hecho de haber sido pronunciada por él, dicha palabra actúa siempre como la palabra creadora, lo declara el bienaventurado Juan Crisóstomo. Y que ahora, pronunciada por el sacerdote, por el hecho de ser pronunciada por él, tenga esta eficacia, no se encuentra enseñado en ninguna parte; porque la palabra creadora no obra tampoco por ser pronunciada por un hombre, en cada acontecimiento, sino porque fue pronunciada una vez por Dios." "La palabra del Señor es la que realiza el misterio, pero por medio del sacerdote, por su intervención y su plegaria."

"La muerte de Cristo; ¿quién no sabe que sólo ella trajo al mundo la remisión de los pecados? Pero sabemos que, aun después de esta muerte, son necesarias la fe, la penitencia, la confesión y la oración del sacerdote [...] ¿Acaso tenemos en menos dicha muerte, acaso la tachamos de impotente, pensando que lo que nos viene de ella no basta si nosotros no ponemos nuestra parte? De ninguna manera. No es, pues, razonable lanzar reproches contra quienes oran para la consagración de los dones: fiándose en su plegaria no se fían de ellos mismos sino de Dios, que prometió dar (el resultado) [...] He aquí por qué confiamos la consagración de los misterios a la oración del sacerdote, confiando no en poder humano, sino en el de Dios; no a causa del hombre que pide sino a causa de Dios que escucha [...] Así, pues, quienes confían a la oración la consagración de los dones no menosprecian las palabras del Salvador ni se apoyan en ellos mismos ni hacen depender el sacramento de una cosa incierta, a saber, la plegaria humana, como nos reprochan fútilmente los latinos."

Cabásilas se detiene a explicar el valor de la epíclesis especialmente en la Eucaristía, pero, y precisamente para reforzar sus argumentos, repasa otros sacramentos, para mostrar que todos operan por la plegaria y la súplica. Es también lo que hemos hecho aquí, empezando por los otros sacramentos, de los cuales no se puede separar la Eucaristía. Y, ya que lex orandi, lex credendi, si la liturgia romana hubiera tenido una anáfora con una epíclesis clara y explícita, sin duda no se hubiera atribuido a las palabras de la institución eucarística (dichas en forma narrativa y como invitación a la comunión) la condición de "forma" de la Eucaristía. De todas maneras, Cabásilas conoce el canon de la misa latina y arguye que los latinos no se dan cuenta de que tienen una oración que, aunque con otras palabras, tiene valor de epíclesis. Se refiere a la oración Supplices te rogamus, que contiene la frase Jube haec perferri per manus sancti angelí tui in sublime altare tuum, en la cual ciertamente diversos liturgistas latinos han querido ver la antigua epíclesis romana.

En otro capítulo anterior, Cabásilas sintetiza de una manera muy clara y acorde con las anáforas cómo se desarrolla este momento central de la celebración eucarística:

"El sacerdote narra aquella cena sobrecogedora y cómo Cristo, antes de su Pasión, la confió a sus santos discípulos y cómo mostró el cáliz y cómo tomó el pan y, pronunciando la acción de gracias, lo santificó; y repite las mismas palabras que Cristo pronunció para expresar el misterio; luego se postra y pide y suplica que aquellas divinas palabras del Unigénito de Dios, el Salvador, se apliquen ahora sobre los dones presentados, y habiendo recibido su santísimo y todopoderoso Espíritu se transformen, el pan en su precioso y santo Cuerpo, y el vino en su Sangre inmaculada y santa. Después de estas oraciones y palabras, todo el rito sagrado se ha terminado y cumplido, los dones han sido consagrados, el sacrificio realizado, sobre el altar puede verse la grande ofrenda, la víctima sagrada inmolada para la salvación del mundo."

Hay que decir que Cabásilas no innova al hacer hincapié en la fuerza de la palabra de Dios pronunciada una vez por todas. En el siglo VIII, san Juan Damasceno se refiere también a la palabra creadora del Génesis:

"[...] Al principio dijo: "Que la tierra produzca hierba verde" (Gen 1:11) y, hasta el día de hoy, si se le añade la lluvia, la tierra, impulsada y apoyada en el mandato divino, produce sus gérmenes. De ahí que, si Dios dijo: "Esto es mi Cuerpo" y "esto es mi Sangre," y "hacedlo en conmemoración mía," eso, en fuerza de su precepto omnipotente, se hace hasta que él venga (ya fue dicho así: "hasta que yo venga"); la invocación hace venir la lluvia a esta nueva siembra, quiero decir la virtud del Espíritu Santo, que cubre como una sombra. En efecto, así como lo que Dios realizó, lo hizo por obra del Espíritu Santo, así ahora también por la operación del Espíritu Santo se realizan las cosas que superan la naturaleza y aquellas cosas que no se entienden ni se pueden entender si no es por la fe. Y ¿cómo se hará esto, puesto que no conozco varón? Y respondió el arcángel Gabriel: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1:34-35). ¿Y tú ahora me preguntas cómo es que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino y el agua en su Sangre? Yo te respondo que el Espíritu Santo sobreviene y realiza aquellas cosas que exceden de mucho cualquier discurso y cualquier concepto."

El teólogo ruso Cyprien Kern nota, con razón, que católicos y ortodoxos están de acuerdo en una cuestión principal: que los dones eucarísticos sólo pueden ser cambiados y santificados por la Gracia Divina. La Iglesia oriental, que, al contrario de la romana, poseía anáforas con epíclesis explícita, ha visto siempre en la invocación del Espíritu Santo, como en todos los sacramentos, el momento cumbre de la santificación (de los dones, del ordenando, del agua bautismal, etc.). El mismo Kern dice: "Las palabras del Señor sólo conservan para nosotros su plena significación después de la invocación del Paráclito. Antes de la epíclesis no son más que palabras históricas y las especies no son más que "antitipos" del Cuerpo y de la Sangre." Es también lo que la Iglesia Ortodoxa enseña a los fieles en la formación catequética y pastoral. Así, por ejemplo, leemos en un libro de Athanasios Frangópulos, de la Hermandad de Teólogos "Sotir": "El sacerdote, rogando intensamente y con mucho fervor a Dios, pide la venida del Espíritu Santo sobre aquellos sagrados dones para que los transforme, el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Cristo Salvador. [...] Exactamente en ese momento desciende el Espíritu Santo y transforma el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en la Sangre de Cristo."

Paradójicamente, sin embargo, en la celebración de la divina Liturgia, las palabras de Cristo son pronunciadas en voz alta — y a ellas el pueblo responde "amén" — y, en cambio, la epíclesis es pronunciada por el sacerdote en voz baja, como toda la anáfora, mientras el coro está cantando la respuesta a la anamnesis. Es cierto que los fieles se postran adorantes en este momento, pero la práctica de no pronunciar la anáfora en voz alta. . Este se deba a razones históricas: para que no se le ocurre a alguien pronunciar estas palabras en su oración privada.

8. La teología del icono.

El icono se nos presenta, en la teología ortodoxa, como continuación del mundo sacramental, incluso como formando parte de él. Presencia de lo sagrado, imagen de lo invisible, el icono hace presente la realidad extra-histórica, todo lo que es prototipo de la realidad salvadora. Es también la participación real con lo sagrado, la unión de lo humano con lo divino. A través de una imagen que elabora el hombre se hace visible, presente y operante, la realidad sobrenatural e invisible. Pero, ¿cómo es posible, partiendo de una teología apofática, representar a la Divinidad? Realmente, la Divinidad no puede ser representada. Lo dice bellamente san Juan Damasceno: "¿Cómo hacer una imagen del Invisible? ¿Cómo representar los rasgos de quien no se asemeja a nadie más? ¿Cómo representar aquello que no tiene cantidad ni medida ni límites? ¿En qué quedaría el misterio?" Pero él mismo añade a continuación:

"Si has comprendido que el Incorporal se hizo hombre por ti, entonces es evidente que puedes ejecutar su imagen humana. Porque el Invisible se hizo visible tomando carne, puedes ejecutar la imagen de aquel que fue visto. Puesto que aquel que no tiene cuerpo, ni forma, ni cantidad, ni cualidad, que sobrepasa toda medida por la excelencia de su naturaleza, el que, siendo de naturaleza divina, tomó la condición de esclavo, se redujo a la cantidad y a la cualidad y se revistió de rasgos humanos, graba su imagen sobre la madera y presenta a la contemplación aquel que quiso hacerse visible."

En el Antiguo Testamento Dios se revelaba por la Palabra. Pero la Palabra (el Verbo) se hizo carne, habitó entre los hombres y fue visto por los hombres (cf. 1 Jn 1:1-3). La encarnación fundamenta el icono, y el icono muestra la encarnación. Y Cristo, en cuanto imagen del Dios invisible (Col 1:15), es el primer y fundamental icono, revelación y rostro de Dios. En él se unen el misterio de Dios que al principio hizo al hombre a su imagen y semejanza, y la condescendencia del Verbo que en la plenitud de los tiempos se hizo semejante al hombre, asumiendo la naturaleza humana. El Espíritu Santo es reconocido por la Iglesia oriental como el iconógrafo interior, aquel que interiormente graba en nosotros la imagen de Cristo y nos lleva hasta la santidad, en cuanto perfecta conformación a Cristo.

Se comprenderá el aferramiento de los bizantinos a los iconos en las luchas iconoclastas. Atacando los iconos, los iconoclastas ponían en cuestión el misterio mismo de la Encarnación. La defensa de la iconodulia era un capítulo más de la doctrina cristológica que se forjó en los concilios de Oriente.

Cristo, Dios y Hombre, es representado en figura humana, pero la luz que, en el icono, irradia desde el interior manifiesta su divinidad. Esa misma luz es la que irradian los iconos de la Virgen María, la Theotókos, y de los santos, puesto que, configurados con Cristo, han sido divinizados por la acción santificadora del Espíritu Santo y son como iconos del mismo Cristo. Representando la humanidad deificada de su prototipo, es una persona y no una substancia lo que el icono hace surgir. En una perspectiva escatológica, sugiere el verdadero rostro del hombre, su rostro de eternidad, ese rostro secreto que Dios contempla y en cuya realización consiste la vocación del hombre. Esta perspectiva escatológica es, después de la Encarnación, el otro aspecto del fundamento teológico del icono.

"La representación de la luz increada que transfigura un rostro no puede ser más que simbólica. Pero ésta es la originalidad irreductible de ese arte, que el símbolo se ponga al servicio del rostro humano y sirva para expresar la plenitud de la existencia personal. El simbolismo del icono se funda así sobre la experiencia de la mística ortodoxa: los ojos inmensos, de una dulzura sin escándalo, las orejas reducidas, como interiorizadas, los labios finos y puros, la sabiduría de la frente dilatada, todo indica un ser unificado, iluminado por la gracia. Los santos, en los iconos, están casi siempre de frente: acogen al que los mira y lo atraen a la oración, pues ellos son oración y el icono lo muestra. La luz y la paz penetran y ordenan sus actitudes, sus vestidos, el ambiente que los rodea. La luz del icono simboliza la luz divina. No proviene de un foco preciso. Está en todas partes, en todo, sin proyectar sombra: sugiere a Dios mismo haciéndose luz por nosotros. De hecho, es el fondo mismo del icono a lo que los iconógrafos llaman ‘luz.’"

El Padre no puede ser representado, puesto que A Dios nadie le vio jamás; el Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado (Jn 1:18), porque Cristo es la imagen del Padre: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14:9). El Espíritu Santo sólo puede ser representado de la manera como se manifestó: como paloma y como lenguas de fuego. El misterio de la Trinidad, revelado por Cristo en el Nuevo Testamento, queda simbolizado en la representación de los tres personajes-ángeles recibidos en hospitalidad por Abraham.

El lugar de los iconos es la liturgia y el templo, de donde han nacido y a donde conducen. Las expresiones más altas de la teología y de la espiritualidad del icono están íntimamente relacionadas con la celebración misma de la liturgia donde la presencia de los iconos es la epifanía o manifestación de la comunión de los santos, del cielo presente en la tierra. El icono forma parte de la liturgia; no es, sin embargo, un "objeto sagrado" del culto. El icono, como decía al principio, entra de lleno en el mundo sacramental, es como un sacramento, que establece una comunión entre Dios y los hombres, entre el cielo y la tierra. El icono, por lo tanto, no tiene solamente un valor pedagógico; tiene, sobre todo, un valor mistérico, en él reposa la gracia divina. Todo el templo, decorado con frescos e iconos, es un signo, una imagen, de realidades superiores, a las cuales, en la celebración litúrgica, los fieles se sienten transportados, cumpliéndose aquello de que la liturgia es el cielo en la tierra.

Hay que reconocer que la iconografía ortodoxa conoció una profunda decadencia, en Rusia desde el siglo XVII, en Grecia en el XIX, y adoptó del Occidente un arte religioso, a menudo también decadente, y que nada tenía que ver con la auténtica tradición iconográfica bizantina. Pero modernamente ha visto renacer la tradición propia, acorde con la teología y la espiritualidad bizantinas. Un renacimiento que coincide con el descubrimiento y el interés creciente por parte del Occidente latino — el mismo que, en tiempos carolingios, había refutado, sin comprenderla, la iconografía bizantina — por este mismo arte y esta misma mística.

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